El giro del final te va a salir A pesar de lo que podría indicar su título, no es Looper: asesinos del futuro (a partir de aquí Looper, a secas) una película de esas con múltiples giros y vueltas de guión precipitadas hacia el final: no es un film con final sorpresa, sino que lo que ocurre en ese desenlace es más bien una consecuencia a determinado asunto. Como decíamos, Looper tiene una vuelta única hacia el final que más que vuelta podría ser considerada una revelación o una resolución a un conflicto que tarda en presentarse y que aquí no revelaremos, pero que tiene que ver con cierto niño que aparece por allí. Lo que sí podíamos adivinar y se cumple, es que Looper es una obra que si bien está recostada sobre la ciencia ficción y la acción, es más bien una película de autor, con todo lo bueno y lo malo que esto incluye. Está claro que Rian Johnson, director de Brick y Los estafadores, y de dos capítulos de la genial serie Breaking bad (uno de ellos, Fly, es una maravilla de tensión y locura), es un tipo al que los géneros parecen importarle más como una señal que llame la atención del espectador que como una posibilidad expresiva, y lo que hace es, a partir de eso, jugar e intentar algún tipo de reflexión. Looper alterna buenos y grandes momentos, con otros demasiado preocupados en volverse cool o adjuntar datos inútiles que no hacen a la cuestión de fondo. Lo gratificante, en todo caso, es que aquellos momentos logrados hacen crecer al film exponencialmente. Looper hace referencia al oficio de viajeros en el tiempo de los personajes centrales del relato, asesinos a sueldo, pero también es una presencia constante en el entramado narrativo que dispone. Porque Johnson no pauta la película a partir de giros en la historia, sino que lo hace a partir de enrular el tono y el registro con el que cuenta y construye: Looper arranca casi como un neo noir, con destellos de futurismo distópico, adosa luego elementos de la ciencia ficción paradojal con el protagonista desdoblado viviendo un mismo tiempo, avanza con algo de acción salvaje (y para ello hace uso de un Bruce Willis más iconográfico que nunca), merodea el cine de mafias urbanas a lo Scorsese y se acerca hacia el drama existencialista, un poco a la Shyamalan con ecos de El protegido aunque también hay rastros de los X-Men, especialmente en la crisis que genera la imposibilidad de manejar un poder y el débil hilo que separa el bien del mal. Pero hay más, mucho más. Si todo esto parece un poco enroscado y confuso, verlo no lo es menos: la barroca estructura de Johnson obliga no sólo a la película a recomenzar una y otra vez, sino al espectador a reacomodarse a lo que la película dispone. Esto, que puede ser un ejercicio atrevido y hasta provocador (pensar en el espectador potencial de esta película, alguien que busca tiros y explosiones, y que es constantemente sacudido y desacomodado), genera algunos momentos anticlimáticos, especialmente aquella subtrama que incluye al personaje de Emily Blunt y que viene a quebrar el ritmo intenso que Looper comenzaba a tener una vez que cruza a Willis con Josepsh Gordon-Levitt. Ya que hablamos de los protagonistas, que interpretan a un mismo personaje en dos momentos diferentes de su vida pero que por obra y gracia del guión se cruzan, es interesante ver cómo Johnson los usa en una función expresiva (vale decir que Looper sería imposible sin Bruce Willis, ya que es sobre su simbolismo cinematográfico que buena parte de la historia se sostiene: cómo no entender la escena de las aspirinas, por ejemplo, sino como un guiño hacia Duro de matar). Cuando Looper es el Joe joven de Gordon-Levitt, especialmente en la primera parte, se parece más a ese cine independiente canchero y cool del que director y actor provienen, con ecos a El samurái de Melville por cómo la violencia seca y el tiempo tienen una relación directa. Pero cuando Looper es el Joe viejo de Willis, le entra una energía especial, una vitalidad que la dispone a la acción, una electricidad que arruga cada plano cuidado y esteticista de Johnson, y la película adquiere vida alejándose de sus manierismos posmodernistas. Hay un momento que es ejemplar en este sentido, y es la excelente escena de la cafetería en la que ambos Joe charlan: alcanza con ver cómo Willis hace de Willis mientras Gordon-Levitt hace que hace de Willis, pero como de un Willis anterior al rugoso de hoy. En esos cruces es donde Looper muestra su costado más arriesgado y donde Johnson deja en claro que su película es una constante experimentación en la que incluso algo puede salirse de su cauce y no ser tan perfecto. Eso que le reclamo al control total del Frigorífico Christopher Nolan. Hay que decir que luego de ese encuentro en la cafetería, Looper arriba a esa subtrama en medio del campo, con Emily Blunt en pose campirana machona, pero al igual que con ese personaje le iremos descubriendo progresivamente detalles, sensibilidades que nos conducirán hacia el final. Es casi un reinicio y cuesta hacerle frente, especialmente porque apuesta a unos tiempos más relajados a los que la película nos había acostumbrado hasta entonces. Pero cuesta hacerle frente, sobre todo, porque aparecen algunos elementos sobrenaturales que por poco ponen a la película al borde del ridículo absoluto. Digamos que de ser Shyamalan, Looper se hubiera desbarrancado hacia el disparate atómico y hubiera salido bien (La dama en el agua) o mal (Señales). Pero a pesar de casi rozarlo, Johnson sale airoso porque por empezar es alguien a quien lo ridículo no le cuadra (es un director independiente y de arte ¡caramba!) y porque aún bastante traída de los pelos, la película contiene una sincera reflexión final sobre la violencia y el mal que la convierten en una propuesta romántica y decididamente humanista. Sin revelar demasiado, Looper dice que el mal no es un fin sino una consecuencia, de la falta de amor, de cariño, de afecto, de comprensión; de sentirse un Otro desplazado como elemento social. Sin embargo, el final no es conclusivo sino abierto, incluso inquietante. ¿Qué despierta al mal? En ese giro final casi bucólico en medio del campo, Looper encuentra una belleza impensada hasta entonces. Y nos suelta bastante melancólicos.
La épica didáctica Semanas atrás conocíamos Infancia clandestina, una película que al igual que esta tiene aires industriales pero busca una personalidad que la distinga, incorporando tiempos y tonos cercanos a un cine más de autor. Para más similitudes, no sólo ambas abordan temas vinculados con la historia política del país, sino que además se valen de la propia experiencia de su director para sostener el verosímil de su recorrido. En el caso de El amigo alemán, Jeanine Meerapfel aborda la experiencia que atraviesan una hija de alemanes judíos y el hijo de una pareja de alemanes nazis, instalados en la Argentina. Ambos se enamoran allá por los 50’s, crecen, se hacen adultos, y el tiempo y los hechos políticos los distancian. Y así como en el film de Benjamín Avila es el compromiso y la pertenencia a determinadas causas lo que interfiere en los vínculos, aquí el militante Friedrich (Max Riemelt) se apasionará con las movidas de su tiempo mientras la expectante Sulamit (Celeste Cid) espera el momento en que pueda estar nuevamente con su amado. Pero El amigo alemán no sólo es una película fallida porque nunca logra que la épica romántica corte la respiración del espectador (le falta pasión de la real), sino que además -pecado mortal- no logra que la historia de sus personajes trascienda a la historia que sirve de telón de fondo. Cuando una película decide contar la Historia a través de personajes ficticios, lo fundamental es hacer que ese recorte en primer plano (los protagonistas) tenga la suficiente entidad como para que el segundo plano (la Historia) resulte un comentario de aquel. En El amigo alemán, Friedrich y Sulamit no sólo viven tiempos convulsionados (imagínese que van del nazismo a la caída del peronismo pasando por la lucha armada contra la dictadura, los desaparecidos, las Madres de Plaza de Mayo, el triunfo de Alfonsín y la defensa de las causas aborígenes), sino que además esos tiempos convulsionados están en un constante primer plano y pautan el comportamiento de los protagonistas: así, la película, carente de fluidez para desarrollar todos los temas que pretende y sin personajes que sostengan el relato y se impongan, es una especies de greatest hits históricos. Y no es la Historia la que se refleja en los personajes, sino que son los personajes los que se ven obligados a hacer comentarios acordes a cada instancia que atraviesan. Vale retomar el ejemplo de Infancia clandestina: en verdad, poco sabemos acerca de lo que hacen los padres del protagonista, pero son sus acciones y decisiones, contaminadas por el contexto histórico que conocemos, las que forman y construyen a los personajes. En El amigo alemán no hay nada más que una serie de lugares comunes y diálogos didácticos (la reunión con las Madres de Plaza de Mayo es ejemplar en este sentido). En verdad, el film de Meerapfel podría haber funcionado si las notas al pie de cada escena hubieran ofrecido un punto de vista original sobre los hechos, si los protagonistas hubieran tenido algo interesante que decir. No es el caso. Friedrich no es más que un cliché andante, un estereotipo con intenciones de profundidad y con un giro final excesivo y expuesto de manera ridícula (en Infancia clandestina el padre es también un estereotipo, pero su función en el relato es precisamente el de ese ejercicio simbólico de ser una referencia comprensible para el espectador) y Sulamit pena por su indefinición respecto de lo que quiere, a lo que hay que sumar esa languidez algo soporífera con la que Celeste Cid encara cualquier personaje. En cierto modo algo andaba mal en El amigo alemán desde un principio, en los giros argumentales que se pretenden titular de noticiero (el padre nazi, los médicos que hablan durante la caída de Perón y un largo etcétera) o en esos doblajes demasiado evidentes (el caso de Riemelt genera una continua dispersión para el espectador) dentro de una película que es muy rigurosa con el uso del lenguaje. Pero acercándose al final, la película pretende aplicarse correctamente al subgénero de la épica romántica sobre la que se fue amparando, y es ahí donde hace agua por todos los rincones definitivamente: no sólo cuenta con un final imposible, sino que además se recibe de naif y culebronazo. Discursivamente El amigo alemán dice lo que hay que decir, sostiene lo que hay que sostener, se pone del lado de los que debe ponerse, pero eso no alcanza cuando las herramientas con las que se lo hace distan de ser las adecuadas. Un film fallido, aburrido y sin una gota de esa pasión que pide a gritos.
Ese loco loco amor Tras el éxito sorpresivo de Pequeñas Miss Sunshine (éxito en los parámetros del cine no industrial), la pareja de Jonathan Dayton y Valerie Faris profundiza con Ruby, la chica de mis sueños -su segunda película- esa búsqueda formal que los distinguió en aquella ópera prima: un recorrido por los lugares comunes de ese subgénero conocido como cine indie norteamericano, pero ligeramente movido hacia un sentido más radical y menos autoindulgente. En Pequeña Miss Sunshine la utilización del poco “académico” tema Súper freak de Rick James obraba como una bienvenida distancia popular a tanta acidez estilizada. Y hay que reconocer que si bien Ruby, la chica de mis sueños es una película totalmente diferente de aquella, en su génesis existe la misma idea a desarrollar: trabajar en superficies reconocibles y fácilmente etiquetables, para ir descolocando progresivamente al espectador. En este film, ese descoloque tiene que ver con la el romanticismo “vulgar” para este tipo de propuestas que va incorporando la historia hasta tomarla completamente. Los lugares comunes son varios acá. Hay lugares comunes narrativos: por empezar tenemos al autor paralizado ante la hoja en blanco (Paul Dano) y por otro, al personaje de la ficción que súbitamente se hace real (Zoe Kazan). Y hay lugares comunes que son meramente de tono y registro, para ubicar al espectador: la chica -Ruby- se viste, se ve, se oye, respira como la típica chica del cine indie; la banda sonora es lo suficientemente cool para el que busca este tipo de propuestas. A saber: el cine indie, que hace décadas fue una oportunidad y una salida real al desfasaje industrial, hoy es un producto más de la industria, que elabora estas propuestas más económicas y ha sabido crear un mercado, con sus actores, sus directores, sus colores y canciones. Todo es muy fetichista. Y ese espectador busca siempre lo “loco”, el recurso visual novedoso, la actuación que entiende dos tonos: lo lánguido o lo intenso. Por eso, el amor en las películas indie suele ser lavado, nunca pasional, siempre autoconsciente y autocontrolado. Y que en Ruby, la chica de mis sueños el amor comience a desbordarse, a volverse loco, a convertirse en un problema y a ser algo inmanejable para los personajes, es todo un acierto de la dupla Dayton-Faris. Hay otro acierto del guión, y es poner el conflicto en el creador antes que en el creado. Como siempre ocurre en las películas que abordan personajes ficticios que cobran vida, incluyendo también a aquellas que hablan de inteligencia artificial (de Más extraños que la ficción a Blade Runner, de Inteligencia artificial a Terminator) las dudas se tornan existenciales para aquel que de repente toma conciencia de ser una creación. En Ruby… no. El conflictuado aquí es Calvin Weir-Fields, quien de repente empieza a sufrir por esa posibilidad de manipular al otro a gusto y piaccere. Esto pone la reflexión en dos sentidos: una lectura es sobre el arte y cómo el artista pierde necesariamente el control de la obra una vez que llega a la gente; pero la lectura que más me interesa es aquella que habla sobre el amor y sobre una idea del amor idealizado. Ruby, la chica de mis sueños se pregunta sobre si existe, si es posible, qué demanda y qué consecuencias trae la dependencia sentimental o la búsqueda de ese amor perfecto. Apelando a un humor lunático como en su anterior película y poniéndose dramática sin caer en sordideces, la dupla Dayton-Faris se anima a un film bastante oscuro y libre, más allá de un final complaciente e innecesario.
Crecer de golpe La última palabra que se escucha en Infancia clandestina es “Juan”, y habrá que ver el film para saber que resulta de una justeza ejemplar. Esa palabra, en ese momento. Justeza en los términos que es precisamente lo que busca un film como este, sostenido en el punto de vista de un niño para contar lo que ocurría en el seno de una familia de montoneros allá durante la contraofensiva dispuesta en tiempos de la dictadura militar argentina. Ese niño, ficcional, no es otro que el espejo donde se mira el director Benjamín Avila para rodar esta, su primera ficción (antes hizo el documental Nietos), ya que él mismo es hijo de desaparecidos y sufrió eso que sufre su protagonista. Infancia clandestina retoma el revisionismo cinematográfico sobre el terrorismo de estado en la Argentina de fines de los 70’s y se vale de la experiencia del pequeño Juan, apodado Ernesto, para construir una película sobre la adolescencia y la pérdida de la inocencia. Eso que los norteamericanos llaman “coming of age” y que aquí pierde su costado naif por ese contexto terrible que aporta el terror impuesto por los militares y la vida entre tinieblas de los grupos guerrilleros. Antes que nada, Infancia clandestina es valiente. Claro está, Avila se vale de su propia experiencia para acallar cualquier cuestionamiento: es que su mirada sobre el accionar de los montoneros (aquí el Estado militar es condenado a un casi total fuera de campo) se aleja del romanticismo habitual con el que se mira esta época, aún siendo su film un film idealista, para sembrar dudas y alejar el retrato de la posibilidad del blanco o negro. No dudas sobre lo acontecido ni sobre los personajes, sino dudas sobre nuestra propia experiencia en relación a eso que se cuenta y cómo lo hubiéramos afrontado. Dentro de este universo singular, el personaje que abre el relato a otras posibilidades es el del tío Beto. Montonero como todos, pero con una mirada que se aleja de la rigidez estructural de un movimiento como tal (Avila genera interesantes paralelismos sobre la escuela y sus formalidades casi castrenses y ciertos métodos de los montoneros) el personaje se pregunta acerca de si es posible construir sin determinada noción de felicidad; enfrenta al cerebro y al corazón, como músculos que deben entrar en colisión para edificar ese futuro real y tangible, imaginado y soñado. Sin eso, estima, es imposible. ¿Entonces dice Infancia clandestina que aquello fue un error? No precisamente. Pero sí construye un cuadro de situación en el que se chocan las responsabilidades adultas y las libertades que un niño añora tener cuando está creciendo y está encontrando el amor. Sin desmerecer el cariño y afecto de esos padres, Avila avisa que aquel no fue el mejor lugar para crecer. El film trabaja notablemente, y olvidémonos por un instante de su tema, lo que es el amor adolescente. Hablábamos de valentía, e Infancia clandestina es valiente también cuando choca con un relato oficial histórico que parece tenerle miedo a palabras como “guerrillero”. Aquí no sólo se la dice, sino que se la acepta y se le da un peso específico. Y a la vez polemiza, cuando trabaja constantemente sobre esa necesidad del alias y de la supresión de identidad a la que obliga la situación, mostrándola como una gran paradoja: precisamente la lucha por la restitución de la identidad de hijos de desaparecidos es una de las principales y más justas que tiene hoy la Argentina. Por eso volvemos al “Juan” del final y su justeza, no sólo en un sentido narrativo sino también expositivo: ya no es Ernesto el que vive la vida de otro, sino Juan el que decide vivir la suya. Tomar las decisiones. Crecer (poder crecer, afortunadamente sin nadie que te corte esa posibilidad) y contarlo. Sobre ese crecimiento especial, único e intransferible, trata esta película.
La vida es un cabaret No vi las otras películas de Mathieu Amalric, pero sin dudas que Tournée -su cuarto film- es una excelente forma de comenzar a apreciar su filmografía. El actor y director francés interpreta aquí a un productor de la televisión gala que, en la mala, conduce un grupo de mujeres norteamericanas voluptuosas, en un show de desnudistas que está de gira por varias ciudades costeras francesas. Lo que importa aquí es lo fundamental del cine: el personaje y el contexto. Amalric teje a su productor de un poco de patetismo, otro poco de indulgencia y un cacho así de grande de ternura. Tournée no es otra cosa que el intento de un tipo en desgracia por recuperar el territorio como laburante, como padre, como hombre. Y el film cruza todo esto con humor, con algo de dramatismo, con absurdo, con desborde, con imaginación. Tournée no habla de reglas sociales. Pero sí que plantea una serie de rompimientos contra algunas de las reglas del cine: su presencia se hace notar ante tanta formalidad fría y distante, ante tanto drama desbordado, ante tanta vida miserable filmada con buena fotografía. Amalric contrapone un relato en el que sí se congregan casi todos los dramas existentes, pero con un nivel de liviandad absoluto. Eso no quiere decir que no haya sufrimiento ni haya llanto en el film, pero el director juega a dejarse llevar y, cuando no puede, las chicas del New Burlesque lo sacan del bache. El actor-director se pone al frente, con uno de esos personajes que absorben el interés del que mira. Pero, honestamente, cede el espacio cuando así lo considera a esta troupe de mujeres descastadas, malhabladas, fuera de la forma habitual de lo que se considera sexy y ellas asaltan la pantalla con gran voracidad. Esta troupe existe en la realidad y su show, que se basa en el desnudismo y en los números de varieté cabaretero, tiene un alto grado de sátira política: por allí anda alguna vestida con la bandera yanqui y tragando “literalmente” un buen fajo de dólares. Lo que hacen estas mujeres es, súbitamente, burlarse del mundo, mostrar su lado perverso, pero con diversión insana, desenfrenada. Y Amalric, reiteramos su humildad, les da el protagonismo. Tournée es por momentos documental, y por otros, en su gran mayoría, una ficción sobre un hombre en la mala que busca recuperar el camino perdido. Y ese hombre es el productor que arma el show de estas chicas. Lo político está bien presente en el film: Amalric es un francés produciendo un show de artistas norteamericanas en gira por Francia. Hay constantes alusiones a esta condición dual del productor, quien vive esto como una posibilidad de recuperar terreno ante los suyos. Las cosas aquí son más profundas que una cuestión de nacionalidad. Pero el film, en sus constantes devaneos entre comedia, drama, tragedia, road-movie desnudista, se preocupa por el movimiento, el ritmo, el salto que impide el achatamiento. Tournée es como estas chicas: voluptuosa en sus formas, algo desaforada en su andar y totalmente amable y simpática si uno se anima a tomarse una copa con una de ellas. No por nada, del grupo de mujeres, se queda con la inflamable y tatuada Miranda Colclasure. Se ha señalado algo de Cassavetes por la forma en que Amalric aborda el drama, con una cámara cercana, también un poco de Almodóvar por el universo femenino representado. Sin dudas Amalric ha aprendido de Desplechin, sobre todo por esos saltos desconcertantes que el film va dando: y me quedo con la escena del casamiento, con la trifulca entre asiáticos. Tournée es una de esas películas que le dan vida positiva al cine, que lo airean y le quitan el gesto sentencioso que saben tener algunas veces: es un film gritón, exagerado, desmedido, concentrado.
Breaking savage La relación entre Quentin Tarantino y Oliver Stone cuando este último filmó Asesinos por naturaleza, un viejo guión del primero, no fue la mejor. Entre muchas cosas, Tarantino acusó a Stone de no tener sentido del humor y de no interpretar de qué estaba hablando con aquella historia que el director de Pelotón convirtió en una sensacionalista y banal crítica a la relación entre los medios y la violencia. En verdad, sin analizamos la filmografía de Stone y la ponemos en abismo, descubrimos que el humor es algo a lo que este hombre le esquiva o, en todo caso, posee un humor que el resto de la humanidad no entiende. Esta última posibilidad sería coherente si vemos el personaje de Salma Hayek en Salvajes, la líder de un cártel de drogas mexicano, construido a puro trazo grueso y con el espíritu de un culebrón (de los malos). Ahora, ¿el personaje está bordado desde el humor o es pura impericia de Stone para trabajar con sutileza un personaje bastante rico e interesante? Fundamentalmente una ironía que anda dando vueltas todo el film y nunca queda evidente, es lo que hace trastabillar a este correcto thriller. Salvajes, la película con la que Stone intenta enderezar su carrera, es una adaptación de la novela de Don Winslow pero también podría ser vista como una reescritura de Breaking Bad, la sensacional serie de Vince Gilligan que da la cadena AMC. Si la ven, imagínense a Walther y Jesse reconvertidos en un gurú algo hippie y un ex integrante del ejército norteamericano, que venden la mejor marihuana del mundo y se involucran tanto en ese mundo que quedan expuestos ante unos mafiosos mexicanos de los carteles de drogas. Al igual que aquellos, estos Ben y Chon se creen gente buena pero progresivamente se dan cuenta que pueden cometer los hechos más aberrantes. Sin embargo, a diferencia, estos están contenidos por un guión que los justifica y se vuelve bastante reaccionario cuando puede. Hay algo que de tan antiguo, termina causando cierta ternura en Salvajes. Y esto es el modo en que Stone filma: como decíamos, intenta reencauzar su carrera luego de varios films históricos y documentales que lo alejaron del gran público. Y más allá de la blandengue Wall Street 2, aquí se mete en el barro de sus películas menos respetadas pero más iconográficas: un poco de The Doors, otro tanto de Asesinos por naturaleza y una pizca de Camino sin retorno. Es decir, todo ese cine híper-violento que hizo en los 90’s. Y Stone lo vuelve a hacer, pero como si entre 1990 y 2012 no hubiera pasado nada en el medio. Hay filtros en la luz, montaje abrupto, virajes de color, una narración fragmentaria, que hacen que una película pretendidamente moderna parezca más un museo. Lo más interesante que aporta aquí son dos personajes femeninos complejos, especialmente el de Salma Hayek (una mujer poderosa en medio de un mundo habitualmente patriarcal, pero que no puede dejar de lado su costado maternal), aunque está totalmente desperdiciado por el trazo grueso del director. Stone ha sido calificado, un poco a la fuerza por los temas que abordó en sus películas, un director político. Digamos en ese sentido que lo suyo nunca fue la sutileza, sino más bien lo exhibicionista, que en el caso de JFK funcionaba muy bien. Por eso, todo lo que filme, así sea el cumpleaños de 15 de su hija, será visto como un relato político. Es cierto que Salvajes es un policial, con ecos de neo-noir, algo de western y un sadismo particular en algunas escenas de violencia, pero es también, gracias al filtro de Stone, una mirada a cierto desencanto y nihilismo actual, posicionando a las drogas como símbolo del mercado y de la crisis global. Pero lo que choca fatalmente con esta posible lectura, es la impericia del director para darse cuenta que antes que todo eso, el relato es una ironía gigantesca: allí está la palabra “salvajes” usada como ofensa desde los norteamericanos hacia los mexicanos y de estos hacia aquellos. En todo caso, el humor en Stone es reaccionario y xenófobo, haciendo ver a los mexicanos (lo de Del Toro y Hayek bordea el peor grotesco) como unos pajueranos y a los norteamericanos como víctimas involuntarias de esa corrupción que llega desde el sur del continente. Esa pérdida de la inocencia, que sostiene el punto de vista de la narradora (Blake Lively), quiere ser filtrada hacia el final como un drama existencialista. Sin embargo esas imágenes postreras resuenan tan falsas como las de ese paraíso-infierno que encontraba DiCaprio en La playa, de Danny Boyle. Salvajes, en definitiva y al igual que sus poco confiables personajes, no sabe muy bien qué quiere decir ni cómo lo quiere expresar. En definitiva, lo salvaje termina siendo un oso de peluche. Pero ni siquiera es Ted.
Quisiera ser oso No soy un incondicional de Seth MacFarlane, más bien todo lo contrario. Particularmente Padre de familia, que vendría a ser su gran obra y aporte a la cultura contemporánea, me parece un producto totalmente sobrevalorado, una sucesión de chistes a cuál más ingenioso, que es como un campeonato mundial del guionista canchero, con personajes (salvo el perro y algo del bebé) irritantes y escasamente empáticos. Padre de familia es como un clon malo de Los Simpsons que, paradójicamente, terminó teniendo tanto suceso e influencia que contaminó el humor de Los Simpsons hasta convertir también a esa enorme e inigualable serie de Matt Groening en un disparate carente de toda humanidad. Porque ese es el mayor problema que veo en la producción animada de MacFarlane: un tipo únicamente cínico, incapaz de conectar con la parte emocional de sus personajes y preocupado más en la acidez por la acidez misma que en construir un universo coherente y complejo. Padre de familia es el dibujito que seguramente amen los hermanos Coen. Y si bien algo de eso se llega a intuir en Ted, hay que reconocer que su debut en el largometraje con actores de carne y hueso (y con un oso animado) sorprende y resulta muy agradable, incluso para alguien alejado de su universo como quien suscribe. Porque ese es el verdadero acierto de Ted: sin nunca traicionar al incondicional de MacFarlane, permite que aquellos que no congeniamos con su mundo disfrutemos de una gran comedia sobre la amistad masculina. Lo primero que hay que destacar de Ted es que cumple con lo que una comedia debe ser: es sumamente divertida, muy ocurrente, inteligente y graciosa. Uno de los problemas de la corrección política hoy es que anula muchas de las posibilidades del humor: el bienpensante primero piensa y luego ríe, porque básicamente no está bien reírse de determinadas cosas. Y eso es fatal para el género. Ted, por el contrario, avanza a puro humor: de hecho la primera línea humorística del film dice que la Navidad es esa época del año en que los niños salen a golpear judíos. Ted apunta a hacer reír, sin temor a que el moralista la señale con el dedo. Pero también la película elude uno de sus probables inconvenientes: quien piensa que se trata de una película de un solo chiste, el del oso que habla y dice cosas ocurrentes, se equivoca. Eso está más o menos implícito en sus primeros minutos (el film abre y cierra como un cuento, y el prólogo con espíritu navideño es excelente), pero luego la película ahonda en sus temas aprovechando como superficie para deslizarse el humor instalado en sus primeros minutos. Ted habla del hombre de 30, ese que está atrapado entre la adolescencia y la necesidad de madurez, ese que Linklater trabajó desde la independencia y Apatow construyó desde la comedia mainstream del Hollywood actual. Pero esa comedia tiene modelos preexistentes, son derivaciones del cine que hacía John Hughes en los 80’s. Esa es la mayor novedad del film de MacFarlane: el cínico de campeonato le dio lugar al hombre más sensible, ese que no tiene necesariamente que cerrar cada situación con un chiste (aunque a veces se le escapa) y que se anima a la emoción. MacFarlane, impensadamente, captura del cine de Hollywood de los 80’s su esencia, su espíritu, es como Súper 8, pero mientras aquella tomaba el modelo ET o Los Gonnies, esta va hacia aquellas comedias infantiles con elemento mágico. Como me decía Gabriel Piquet a la salida de la función, hay algo de Quisiera ser grande en esta película: está el chico que pide algo extraordinario, y está el toque fantástico que le aporta otro nivel a la película. Aquí hay un chico que pide un deseo, que el oso de peluche que le regalaron para Navidad hable y lo acompañe por el resto de su vida, y un deseo que se convierte primero en bendición y luego en maldición. Porque el John Bennett de Mark Wahlberg a sus treinta y pico de años ya está un poco grandecito para vivir con su oso, un oso que simboliza, de alguna forma, lo que los muñecos en sus empaques originales de Virgen a los 40: un paso tardío a la adultez, al mundo de las responsabilidades, a la vida con obligaciones. Y si de muñecos, peluches, infancia, adolescencia, madurez hablamos, Ted se refleja en esa obra maestra reciente que fue Toy story 3. Ted puede ser graciosa, salvajemente divertida, inteligente para meter sus referencias culturales de los 80’s (aunque a veces excede con las referencias al presente, volviéndose un poco perecedera con sus Justin Bieber y sus Taylor Lautner y sus Susan Boyle), pero también emocionante en ese momento crucial que atraviesa el protagonista, entre el osito y su chica (Mila Kunis), una mujer que a diferencia de tanta comedia sobre la amistad masculina no es histérica ni estúpida, sino que quiere construir un mundo con su pareja y John, para ser sinceros, no está preparado para tal reto. Es muy posible que mucho público festeje a Ted por sus guarradas, su humor escatológico, su virulencia constante, sus diálogos escritos con una navaja pop, pero no será culpa del film: MacFarlane, a diferencia de toda su obra anterior, se permite aquí caer en algunas sensiblerías, en una emoción real y tangible. Y no estamos celebrando la emoción por la emoción misma, sino que en este tipo de autores, siempre tan cómodos en su pose cínica y canchera, apostar a un tipo de sensibilidad es un reto y un riesgo. Todo esto es muy válido, además de su mirada sobre la sordidez de la sociedad americana y su adicción a la fama y las celebridades, pero igualmente podemos recomendarla sólo por el hecho de ser una de las comedias más graciosas del año.
Imágenes sin profundidad El ruso Víctor Kossakovsky estuvo en el Festival de Mar del Plata del año pasado y mostró en la ceremonia de apertura su documental ¡Vivan las antípodas! Kossakovsky parece un tipo ameno, simpático, entrador. De hecho, durante su presentación de la película fue lo suficientemente subyugante como para generar interés en el film. Y, paradójicamente, ¡Vivan las antípodas! es una película que se parece mucho a su creador: simpática al límite de lo demagógica, con una profundidad tan limitada en el análisis de su tema que se queda en la premisa y se distrae con bonitas imágenes. El documental plantea un viaje por ocho lugares del mundo, las antípodas del título: ciudades que resultan el extremo contrario exacto en el globo terráqueo. Por ejemplo, uno de estos capítulos, el de apertura, se centra en la Argentina y China. La cámara de Kossakovsky es virtuosa, propone paneos sumamente expresivos y encuentra, cuando recurre a los primeros planos, imágenes subyugantes: insectos en una zona rocosa de España, lava ardiente de un volcán en Hawái, una ballena muerta en la costa de Nueva Zelanda. Pero así como logramos despegarnos de la fascinación de sus imágenes (es cierto que muchas parecen demasiado sobrescritas y poco espontáneas, cerca de un preciosismo medio de naturaleza muerta), descubrimos que más allá de su belleza visual, la anécdota que pretende contar es mínima, reducida para los 110 minutos que dura el film. De hecho, algunos personajes que aparecen por allí, como unos paisanos entrerrianos que comparten la nada en el medio de la nada, resultan demasiado graciosos como para no sospechar cierta “dirección” en los diálogos. No obstante, el mayor inconveniente de este documental es que no logra pasar de “Argentina es el reverso de China” y así, en un procedimiento que se repite cuatro veces de manera mecánica. Si lo que quiere marcar Kossakovsky son las diferencias que puede haber en ciudades que son el anverso exacto, mostrar las calles colmadas de China para contrarrestarlas con un campo entrerreiano no es más que una obviedad. Y con aquellos paisanos en Entre Ríos pasa lo mismo que con ¡Vivan las antípodas!, comienzan interesando para luego sumirse en cierta reiteración. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
Ser o no ser (prostituta), esa es la cuestión Elles es una película que avanza a partir de los contrapuntos que genera. Por un lado, sus contrapuntos son temáticos: periodista burguesa prejuiciosa de vida aburrida entrevista a chicas que se prostituyen para escapar de alguna manera a esos destinos prefijados por el sistema. Pero por otra parte esos contrapuntos son formales: escenas de sexo bastante jugadas con un trabajo visual más cercano al qualité que al realismo sucio o sórdido con el que habitualmente se retratan estos momentos. De esos choques, el film de la habitual documentalista polaca Malgorzata Szumowska saca algunos pasajes de intensidad bien construida y otros que bordean el lugar común o el cliché. Aunque se podría decir que el mayor acierto de la realizadora fue haberse alejado de la denuncia social en la que podría haber caído su película, encontrando en el camino, incluso, algunas reflexiones polémicas sobre la prostitución y su rol dentro de una sociedad. Es que Charlotte y Alicja (Anaïs Demoustier y Joanna Kulig, respectivamente), las dos prostitutas entrevistadas por Anne (Juliette Binoche, excelente), son jóvenes que llegaron a la prostitución para bancarse sus estudios y encontraron, de paso, una vida más suntuosa y difícil de abandonar: “como el cigarrillo”, dice una de ellas. Está claro que Elles, que parte del nombre de la revista en la que trabaja Anne y llega hasta las “ellas” que habitan este film por momentos incómodo y por otros confuso y excesivamente cuidado estéticamente, se mete con una de las posibles variantes de la prostitución y deja de lado otras mucho más arduas que tienen que ver con las redes de trata de blancas, por ejemplo: aquí tanto Charlotte como Alicja disfrutan de su trabajo. Y es ahí que uno puede acusar al film de superficial o banal -incluso de reaccionario-, pero estaría desantendiendo precisamente una de las lecturas más interesantes que aporta Szumowska, y que tiene precisa relación con la glamorosa Revista Elle y con esas secuencias de sexo que se ven en el film, construidas desde la puesta en escena como con una pátina brillosa y qualité más parecida a las producciones del mencionado magazine que al mundo real. Por lo fragmentario del relato, uno no sabe si los encuentros sexuales de ambas prostitutas pertenecen al universo real o sólo están en la imaginación de la periodista Anne, contaminada estéticamente por el estilo de la revista para la que escribe. Y es que ese embellecimiento idealizado de los encuentros sexuales, algunos sórdidos y violentos, podrían ser tranquilamente instancias de fuga de la frustrada profesional y ama de casa Anne. Allí también se podrían encontrar algunos lazos con L’Apollonide, de Bertrand Bonello, en su añoranza de clase media hacia la prostitución como una forma de vida con determinado códigos sociales. Por cierto que Elles podría meterse así en problemas: en esa dirección va cierto giro final del personaje de Binoche, y uno duda si es lo suficientemente liberadora para el universo femenino o machista en la necesidad de convertir a las mujeres en putas como único medio para encontrar algo parecido a la felicidad. Pero Elles es una película que deja picando muchas preguntas y aporta muy pocas respuestas. Lo único concreto, tangible y con peso físico en el film es la actuación de Juliette Binoche, una de esas actrices que a esta altura puede hacer cualquier cosa y todo le sale bien. Con su habitual aplomo logra que algunas instancias que bordean el lugar común (el hijo rebelde, la mujer que encuentra en la masturbación la sublimación del deseo) puedan ser toleradas de mejor manera. Porque para el mundo complejo que parece retratar el film, y el tema con el que se mete para contrapesar a la protagonista, digamos que los conflictos cotidianos que se ven en la película son bastante simples y recurrentes. Por momentos la estética pretende decir más que lo que la película propone, y es ahí cuando el film de Szumowska luce afectado por demás. Pero, como decíamos, siempre aparece Binoche para salvar las cosas.
El Nuevo Cine Argentino visita el costumbrismo La despedida podría ser definido como un film raro, si no fuera que por raro entendemos a cuestiones de puesta en escena vinculadas con lo experimental y poco convencional. Pero no, este debut en el largometraje de Chavo D’Emilio es raro por cuanto utiliza elementos del Nuevo Cine Argentino para contar una historia que bien podría estar en una serie costumbrista de Pol-Ka o en una película argentina de los años 80’s. Es decir, hay una respiración y un registro en las actuaciones que se acercan más al cine nacional formalista de las últimas décadas, pero una temática y un tratamiento que funciona mejor en el territorio de lo popular: aquí el fútbol, la pasión, la amistad y el encanto de los perdedores. En ese cruce hay apuestas que resultan mejores que otras, pero que permite ver al menos un film que se anima a entrar en zonas de riesgo sin saber muy bien cómo va a caer parado. Porque si bien es cierto que directores como Trapero o Caetano, íconos del Nuevo Cine Argentino, han coqueteado con el costumbrismo -o al menos con lo popular-, nunca perdieron el norte formal. Aquí, por el contrario, lo popular entendido como sensiblero gana la partida y La despedida entra sin vergüenza en un territorio algo incómodo y ambiguo. Antes que nada, destacar una curiosidad: D’Emilio fue el guionista de La leyenda, película que se inscribía en el mundo del automovilismo deportivo. Si consideramos que La despedida tiene al ambiente del fútbol amateur como centro del relato y que en la Argentina no suelen abundar muchos ejemplos de películas deportivas o sobre deportes, ya podríamos calificar al director como un “especialista” en este subgénero tan atractivo. En La despedida tenemos a José (Carlos Issa), un veterano del fútbol que recibe una mala nueva de parte del médico, por lo que tendrá que abandonar la práctica deportiva en el club de barrio donde milita. Por eso, se toma el partido -definitorio- del próximo fin de semana como su despedida de las canchas, aunque hay un asunto, giro fundamental, que pone en riesgo ese objetivo personal (personal, porque José no informa a nadie de su condición de salud): no se lleva bien con el técnico, quien lo tiene guardado en el banco a pesar de su historia y de los campeonatos que ya le dio el goleador al equipo. Para que José juegue, sus amigos (Héctor Díaz y el ex jugador de Vélez, Fernando “Rifle” Pandolfi) imaginan una estrategia que tiene mucha relación con la historia del fútbol, pero con aquella no oficial: sólo imaginen ustedes que hay un bidón con agua dando vueltas. Está claro que José no está bien de salud y los elementos que van sumando hacia el incierto final se balancean entre un humor absurdo, la épica deportiva y la tragedia -aclaremos que en el camino la película se convierte en una peculiar road movie-: el final, si bien no del todo acertado en cuanto a ritmos y decisiones formales y de puesta en escena (hay algunos ralentis incómodos que imposibilitan el disfrute del juego), es acertadamente excesivo desde lo dramático, poniendo énfasis en lo épico y conectándose correctamente con el film deportivo. Lo que se discute del film, igualmente, es si ese desenlace funciona o no desde lo narrativo: parte del reto que propone La despedida hacia el espectador es aceptar sus quiebres estéticos e incorporarlos como una lógica algo desviada, pero coherente. Es decir: un film que arranca como un drama más cercano al cine de Ezequiel Acuña (por dar un ejemplo) termina como Escape a la victoria, pero sin nazis. Seguramente en cuánto le gusten al espectador las películas deportivas se encuentre la aceptación de este film de D’Emilio. Que La despedida no es una gran película, queda claro en la música con reminiscencias del peor costumbrismo, en algunos diálogos un poco chantunes sobre la pasión y el fútbol, y también en la manera algo esquemática en que son desarrollados los conflictos centrales, demasiado si tenemos en cuenta que la forma apunta a otro tipo de resoluciones. Sin embargo, hay varias cosas que hacen crecer al film por encima de la media de los estrenos nacionales: por empezar, una actuación sobresaliente de Héctor Díaz como Rossi, un personaje querible y que hace del amigo incondicional pero sin caer en la demagogia habitual con que se construye a este tipo de personajes en el cine nacional (pienso en Eduardo Blanco en los films de Campanella), y también por un humor que evidencia el bueno oído del director y guionista para interpretar cómo hablan y de qué hablan estos personajes: brilla, por su pertenencia cinéfila, cierta escena en la que los protagonistas hablan sobre Los puentes de Madison, a la que José califica como “la mariconeada esa que hizo Clint Eastwood”. Vale decir que a José le gusta Comando, con Schwarzenegger. La despedida es un film menor y simpático, pero que no hace de esa pequeñez un slogan publicitario como el Sorín de Historias mínimas. Por último, y sepan disculpar la subjetividad, pero que el villano (si es que hay un villano en este film) se llame Caruso y sea el técnico del equipo, y que el tipo sea definido como un picapiedras que le gustan los jugadores que pegan por encima de aquellos de buen pie, es un extraño caso de justicia que el cine se toma por encima del mediocre periodismo deportivo que padecemos hoy, y que quiere ver en cierto director técnico real a un tipo simpático y gracioso. Un guiño para celebrar.