Días de vino y vuelos Luego de más de una década y de tres problemáticas incursiones en el cine animado bajo el método de la captura de movimiento (El expreso polar, Beowulf y Los fantasmas de Scrooge), Robert Zemeckis retorna al cine de acción en vivo y demuestra que si bien el tiempo pasó desde Náufrago, aún mantiene su mano firme como narrador. Y esto es más que necesario en una película que parece estar integrada por varias mini-películas que se fusionan entre sí, con una mirada que resulta contradictoria sobre los temas que aborda (la autosuperación, la fe, las adicciones, la familia, el heroísmo) y donde siempre, una y otra vez, Zemeckis logra volver al hueso del relato: el conflicto de un hombre, Whip Whitaker, un piloto de aviones alcohólico y drogadicto, y su insuperable espíritu autodestructivo. Es que así como Whip logra mantener un avión que se va en picada, haciendo un inverosímil loop en el aire, para salvar a casi toda la tripulación, Zemeckis mantiene a flote un relato que con otra mano detrás de cámaras podría haberse estrellado. Reconozcamos que finalmente se llega a buen (aero)puerto, aunque siempre queda algún herido en el camino. Antes que nada, sorprende Zemeckis en este regreso por la explicitud en la manera de mostrar algunas cosas: referente del ala más blanca de Hollywood de las últimas cuatro décadas (aunque La muerte le sienta bien lo muestre como el hermano revoltoso), el director arranca El vuelo con desnudeces y drogas, expuestas sin contemplaciones. Esto, que no debería llamarnos tanto la atención, hace ruido en el ojo acostumbrado al habitualmente mojigato registro del cine industrial norteamericano. Claro, también podemos entenderla como la mostración del lugar desde el cual parte el personaje principal: un infierno al cual cae en picada y del que le costará salir. Sea como sea, Zemeckis tanto aquí como en otros pasajes, no parece tener muy en claro qué decir sobre lo que tiene que decir. O, para mejor, todos estos años en los que estuvo alejado del cine de acción en vivo, le quitaron algunos filtros y en el regreso se permite mostrar un poco más desinhibido. El vuelo parece una película que tiene sólo fe en el relato y en la capacidad del mismo como constructor de historias: un poco, también, lo que le ocurre a Whip y su erigirse como héroe. Decíamos de las varias mini-películas que van dándole identidad a El vuelo. El arranque es casi de cine catástrofe y suspenso (otra vez después de Náufrago Zemeckis como pocos filmando un accidente aéreo), pero hay pasajes de drama familiar, otros de drama sórdido sobre adictos, alguno más reflexivo sobre el heroísmo falso y la culpa, también sobre romances autodestructivos, y hasta una última parte que es como una mini película de juicio. De todos estos destinos que Zemeckis transita con su nave, el último, es el peor: es el del intento de redención del personaje, que lo termina convirtiendo muy a su pesar en el drama edificante de la semana. Y esto ocurre a los muy pocos minutos de una de las secuencias más osadas del mainstream hollywoodense en años: la recuperación de una noche de borrachera con un par de rayas de coca. En todo caso, repetimos lo anterior: todo está en El vuelo, lo virtuoso y lo vulgar, y uno puede elegir por aquello que más le interese (la forma en que aborda la adicción al alcohol del protagonista es por demás acertada y sin contemplaciones). La película cuenta con muchos simbolismos religiosos como para creerla un tratado sobre la fe, pero a la vez nos demuestra que sólo la virtud del autodestructivo piloto impidió el accidente. También está la moralina sobre dejar los vicios, pero a la vez se muestra a esos vicios como lazos que no son más que cuestiones constitutivas de nuestro ser. Y si eso somos nosotros, ¿por qué dejarlo atrás? Por eso una de las escenas más interesantes es aquella en que tres enfermos se encuentran en la escalera del hospital donde están internados, y charlan sobre la vida, la muerte, sobre lo correcto y sobre lo que no lo es. Es un diálogo sin certezas, un poco como el film mismo. Y de refilón vemos algunas internas empresariales y sindicales atractivas en su manipulación de la verdad. El vuelo es en definitiva la película de un agnóstico que no se decide del todo, pero que a la vez deja en stand by la posibilidad de una entelequia, de una mano invisible que controle y ordene. Como en todo el cine de Zemeckis, los personajes son un poco presas de su propio genio, mientras la historia los atraviesa.
Lo que funciona es el encierro El director de El amarillo y Gallero, Sergio Mazza, apuesta en este caso por un drama intimista y puramente climático sobre una joven argentina que busca su lugar en Francia: allí aparecen los dramas burocráticos -complicaciones laborales, de papeles- pero también afectivas -los lazos a la distancia, la imposibilidad de comunicarse con nuevas personas-, especialmente a partir de la relación que surge con un fotógrafo local que le da hospedaje. Mazza acierta especialmente en esa relación: ahí aprovecha los espacios reducidos del departamento que ambos comparten para generar una tensión que va creciendo progresivamente. Las diferencias de lenguaje, las diversas formas de comunicarse entre ambos, que aunque lo intentan no impide observar sutilmente las distancias culturales entre ambos. Pero Graba, como todo film, tiene que avanzar de su premisa: y ahí comienzan a verse los agujeros de una historia que mejor funciona cuando más se reducen los espacios, y la relación entre ellos se mantiene en una intimidad plagada de misterios. Cuando los personajes comienzan a abrirse, los giros del guión convierten a los personajes en lugares comunes, con acciones esperables y obvias. Así, lo que queda, es una acertada construcción de climas y tensiones, con una utilización del sexo como forma de descomprimir angustias. El asunto es que esto ya lo hemos visto muchas veces, con mayor intensidad. Y en poco ayuda la actuación de Belén Blanco como la joven en cuestión, siempre con una adustez y severidad que impide el ingreso de aire, de amabilidad. Esto va más allá de los problemas que pueda tener su personaje. ¿Acaso usted cree que la gente con problemas nunca ríe?
Irse con poco estilo Allá por 1979 se estrenaba Going in style, con los veteranísimos George Burns, Art Carney y Lee Strasberg, quienes interpretaban a tres amigos que decidían ponerle un poco de emoción a ese instante de parón en la vida que es el de la vejez, robando un banco. Era, también, una forma de homenajear al pasado: en el cine el pasado siempre es el cine; esas imágenes que como ninguna han estampado la leyenda, y la leyenda se construye, obviamente, con tiempo. Y el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, y se ve que la mezcla de comedia y policial es la que ha elegido Hollywood para que algunas viejas glorias decidan expresar una forma de estar vivos. La comedia, que es la de mostrarse un poco patéticos y reírse de sí mismos, y el policial, o ese amor por las armas que tienen los norteamericanos y con las que de demuestran que aún son hombres de acción. Curiosidad: si la película en vez de estar protagonizada por viejos es protagonizada por viejas, las mujeres descubrirán su potencialidad para el sexo maduro y en vez de andar a los tiros. Tres tipos duros (que en verdad son dos: Alan Arkin no tiene más que una participación) es como una reactualización de aquel irse con estilo: a la comedia geriátrica con elementos de policial se le agregan drogas, prostitutas, justicia por mano propia, entre otros componentes más de estos tiempos del cine. El ex criminal Val (Pacino) sale de la cárcel luego de cumplir 28 años en prisión y lo espera Doc (Walken) uno de sus viejos cómplices, quien además de la hospitalidad tiene un trabajo: debe asesinarlo. Lo que hace el director Fisher Stevens es plantear esto como un drama crepuscular, con elementos de comedia y violencia que van puntuando una travesía nocturna como en Después de hora: ambos compartirán la noche y, cuando amanezca, el trabajo debe sellarse. Pero como Val sabe lo que le espera, el juego sobre el suspenso pasará por ver cómo cada uno se hace cargo de su rol, con sus códigos intactos. Más allá de lo que cuente el film, o de lo que intente hablar (el paso del tiempo, la pauperización de los códigos del pasado), hay que decir que el centro del relato es indudablemente lo extra-cinematográfico: es la autoconsciencia de un grupo de veteranos de la industria del cine que deciden resignarse a ser material de descarte y demostrar que, aún viejos, pueden entretener a las masas. Suponemos que hay en ese movimiento una crítica a un sistema, que es el del negocio del séptimo arte, que no le otorga un lugar a los veteranos. Y esto es, convengamos, una verdad a medias: por ejemplo tipos como Clint Eastwood han sabido ocupar su lugar con una mirada universal y a la vez personal. Cualquier película de los 90’s de Eastwood, cuando protagonizaba y tenía la edad que ahora tienen los Pacino y los Walken, era más interesante que esta comedia policial que apenas puede rankear como simpática. Pensemos también en los héroes de acción que hoy integran Los indestructibles: pero Pacino, actor del método como es, no aceptaría tal ejercicio de autoconsciencia. Es decir, lo que sobresale (en el caso de Pacino más que en el de Walken, seamos honestos) es la impericia del actor por encontrarse un lugar digno en el presente de la industria cinematográfica. Pero de esto, hace ya tiempo: ¿cuánto hace que Pacino no deja una actuación destacada? ¿Que no participa de un proyecto atractivo? Con Pacino pasa algo curioso: gran estrella del pasado, actor de los directores más interesantes, con el tiempo se volvió una caricatura de sí mismo. Y eso ocurrió por sus propias decisiones. Tres tipos duros, entonces, es atractiva cuando explicita su transcurrir casi de letargo, en esa madrugada de charlas y comidas que terminará sangrienta con el amanecer: hay en su narración casi un ritmo de blues, y la tristeza surge esporádicamente aportándole verdad a la imagen. Pero encuentra sus límites cuando apela a momentos de humor vulgar mal manejados, con viagra y erecciones y demás, y también a un sentimentalismo algo básico sobre segundas oportunidades familiares. Digamos que la vulgaridad la aporta un Pacino desbordado, como casi siempre, y la emoción un Walken preciso al que sólo le alcanza con poner su cara para hacerse cargo del personaje más interesante: aquel que esperó 28 años para cumplir un trabajo y al final quedar libre. En todo caso si de algo no podemos cuestionar al director y al elenco, es que Tres tipos duros intente ser mucho más que lo que es: dos viejas glorias haciéndose un poco los monigotes. En las expectativas que depositemos como espectadores quedará cifrado el resultado del film, y tenemos que reconocer que más allá de todo, la película fluye, entretiene, despierta algunas risas y el final hace justicia, aunque de manera poco elegante, a los personajes.
Teorías sobre un thriller Tesis sobre un homicidio es una película de diseño (y no hay nada de malo en ello), que por las particularidades del cine nacional adquiere rasgos de tanque: si la pensamos bien, es uno de esos thrillers psicológicos del montón que Hollywood hace a razón de una por semana, pero que aquí se magnifica porque el cine industrial argentino (y entendamos lo industrial como un sistema sostenido en signos y símbolos comunes y que funcionan por repetición: el cliché, los lugares comunes, que se le dicen) es aún un colectivo imaginario que comienza a dar sus primeros indicios de vida. Tesis sobre un homicidio es la adaptación de un best-seller, tiene como protagonista a una estrella de prestigio que convoca con su sola presencia (Darín), aparece por allí alguna estrellita popular proveniente de la televisión (Calu Rivero) y su director es un tipo con conocimiento del aparato narrativo, del elemento cine, pero que carece del rasgo autoral: es lo que se llama en la industria, un artesano, alguien que puede llevar a buen puerto un producto menor. Y si podemos pensar todo esto de la película mientras la miramos, es porque en su fría y distante construcción pone de relieve inconscientemente todos los artilugios que participaron en su factura. No es que Tesis sobre un homicidio sea un mal film, pero también es verdad que una historia que se basa en el más puro misterio y que propone al espectador meterse en el juego psicológico de saber quién es el asesino, debería generar mayor tensión, trazar su camino a puro clima. Y no, no ocurre nunca eso. No obstante, la película de Hernán Goldfrid avanza con buenas ideas que luego son boicoteadas por un sistema narrativo bastante endeble, y que genera cierta bipolaridad en el que mira: por momentos gusta, por momentos no, hasta llegar a un final que no por abierto decepciona bastante. En definitiva, Tesis sobre un homicidio es una película de capas, de niveles superpuestos que nunca logran homogeneizarse, aunque se alimentan y se entorpecen mutuamente, y que terminan por armar un thriller psicológico bastante desinflado. Veamos… 1-Una de las capas podría ser la discursiva: es indudable que Tesis sobre un homicidio es la adaptación de una novela, ya que la película no resuelve nada con imágenes (salvo un virtuoso plano secuencia donde el personaje de Darín destroza su departamento, y que remeda un poco a La conversación o al cine paranoico de Brian De Palma). De hecho, los personajes se podrían haber sentado frente a la cámara, recitado sus diálogos y tendríamos los mismos resultados. Porque lo que tiene para decir el film, es lo mismo que tiene el libro sin un dispositivo narrativo que lo complejice o amplifique: la justicia como instrumento social regido por sectores de un poder institucionalizado, el crimen como un hecho definido no por lo fáctico sino por lo coyuntural que es pura construcción, y la obsesión como herramienta que pone en crisis el punto de vista tanto sobre la justicia como sobre el crimen. Toda película parte de una serie de reflexiones, y son la puesta en escena y las actuaciones quienes deben hacer que el discurso sea menos explícito y más sugerido. Uno de los problemas de Tesis sobre un homicidio es que desde la dirección no se hace más que ilustrar los diálogos, y salvo Darín, nadie puede profundizar demasiado en su personaje (al menos aquellos que tienen más de cinco minutos en pantalla -hay mucho desaprovechado por ahí-). Por ejemplo Alberto Ammann, quien interpreta al estudiante con el que Darín se obsesiona, pone cara de inteligente cada vez que su personaje dice algo supuestamente ingenioso. Así, la película deja en evidencia que no es sólo un thriller, sino algo más profundo. Y pifia en el intento. 2-Otra de las capas de analizar es la narrativa y de guión. Es curioso que Goldfrid no encuentre nunca el tono de la película, cuando anteriormente con Música en espera construía una comedia romántica en la que incluso se daba el juego del misterio con buenos climas. Si Tesis sobre un homicidio, tan película de diseño como se pretende, quiere ser thriller industrial, debe saber que hay herramientas básicas que no se pueden dejar de lado. En primera instancia, es un film de suspenso sin escenas de suspenso: alcanzar la intensidad del thriller psicológico no es sencillo sin intérpretes que puedan profundizar en sus personajes, ahí es donde la película comienza a morir un poco. Y segundo, y vital, al film, al igual que a Darín, le faltan sospechosos: la historia avanza sobre la obsesión del protagonista, un profesor de derecho que está seguro de que un estudiante es el asesino de una chica que aparece muerta en proximidades de la Facultad de Derecho. El misterio de la película, entonces, queda reducido a si Darín tiene o no la razón. Eso, sin una adecuada construcción del conflicto del personaje y sin un aceitado juego del suspenso, reduce el interés sobre la película. Para colmo de males, el final cuenta con una fallida escena de acción durante un show de Fuerza bruta. 3-También podemos meternos en un nivel intermedio, ese que se da entre la puesta en escena y el discurso, y que queda relegado y siempre en el subtexto. Y, debo reconocer, es lo más interesante que tiene para ofrecer Tesis sobre un homicidio. En ese espacio off, queda en suspenso cuál es la relación que une al profesor Jorge Bermúdez con el estudiante Gonzalo Ruiz Cordera, qué pasó entre él y la madre de Gonzalo, cuál fue el error del pasado que todos le recuerdan a Bermúdez, entre otros asuntos. En ese no decir y sugerir un universo algo perverso, Tesis sobre un homicidio encuentra algunas sombras que hacen brillar mucho más al thriller: lo mejor que puede hacer una película de este tipo es ofrecerle una serie de elementos al espectador para que él los complete, y en este caso si tomamos en cuenta el pasado del país, el asunto se torna más escalofriante. Es ahí cuando el film se torna mucho más interesante y con relieve que durante el resto del metraje. 4-Y, finalmente, hay que decir que Tesis sobre un homicidio es una nueva propuesta de ese subgénero nacional que son a esta altura las películas con Darín. Es curioso el éxito del actor y su gancho con el público, porque salvo en sus apariciones de comedia junto a Campanella, se ha especializado en construir personajes complejos, oscuros, torturados, con los que es difícil tener empatía. Y su profesor Bermúdez no le va en saga. Tal vez la lectura que se pueda hacer es que el público nacional (un poco clase media) adora ver a esos personajes de mierda, porque siempre le gusta reconocer la mierda en el otro antes que en uno mismo, algo que en cierto sentido está vinculado con la experiencia del profesor Bermúdez: su obsesión es un prejuicio que lo justifica en sus miserias. Vaya uno a saber si esto es así, pero en juego de teorizar, al igual que lo hace el protagonista del film, Tesis sobre un homicidio ofrece elementos tanto para disfrutarla como para padecerla. Será cuestión de hacer foco en los detalles y dejarse llevar.
La ficción es la única realidad Elegir, de eso se trata. Habitualmente los personajes de Ang Lee deben elegir entre la vida más o menos establecida o eso que va surgiendo en su interior, progresivamente: los conflictos pasan, entonces, entre el deseo y su represión. Desde el doctor Bruce Banner a Ennis en Secreto en la montaña, siempre hay algo que aparece subyugantemente y de lo que dudamos (los conflictos pueden ser sociales, sexuales, raciales…). Pero a Lee le interesan los que dudan, no los que están seguros de esos cambios. Sin embargo en Una aventura extraordinaria, el director pone al espectador en el lugar de ser también el que decide, el que elige. Y en esa elección, se juega el poder de la ficción como reconstrucción de la realidad y puesta en escena simbólica. ¿Creer lo que es o lo que se quiere creer? Esa es la cuestión. Lo que hay que creer, es lo que cuenta Pi Patel: un viaje en un barco repleto de animales, un naufragio y la supervivencia en un bote, junto a un tigre de bengala como amable y único compañero de travesía. Esa historia, además -que un Pi adulto le cuenta a un escritor cual Keyser Soze de la literatura infantil-, es la del crecimiento del protagonista, la del pasaje de la adolescencia a la adultez. Una historia de vida, pues, con su tufillo moralizante y todo. Y esa historia, la que se ubica estratégicamente en el centro del relato/film y que Ang Lee narra con maestría, es la que le da la fuerza a Una aventura extraordinaria, adaptación de uno de esos libros que tras la aventura ocultan un peligroso fin aleccionador del que la película no puede escapar del todo. Pero como insiste Lee, a riesgo de volverse demasiado explícito, uno cree o elige creer lo que quiere. Una aventura extraordinaria tiene defectos y una virtud: por ejemplo es demasiado lavada (sin mencionar su pintoresquismo o su monserga new age), aquellos tramos que ocurren en el presente, con el entrevistador y el entrevistado, son de una linealidad y sosera abrumadora, diría que casi calculada. Y calculada, digo, porque de esa manera el contrapunto con la historia que narra Pi se hace más evidente. Por eso es que su virtud es la de ser totalmente autoconsciente de sus limitaciones. Y en el cuento dentro del cuento es donde Lee libera su talento y construye un gran relato de aventuras tradicional, a fuerza de un alto impacto visual. El director utiliza el 3D con un fin expresivo, y por fin esta técnica se justifica: hay planos bellos, hay apuesta a la profundidad de campo que devela lentamente lo exótico de la propuesta y también hay impacto (la escena de peces voladores, el tigre irrumpiendo sorpresivamente en pantalla). Cuando todo esto confluye (la pericia técnica, la narración precisa, la plasticidad de las imágenes), el film toma un vuelo asombroso. Y se reflejan Salgari, Stevenson, Verne, Kipling, Dumas. Si al ecléctico Lee le faltaba algo, era el cuento infantil de aventuras: aquí lo tienen. Pero cuando Una aventura extraordinaria da el giro final (que aquí no revelaremos) y descubrimos las capas posibles de la ficción, es cuando comprendemos que Lee ha dado un largo rodeo para volver otra vez a sus obsesiones: el hombre contra su propio deseo, contra aquello que surge y se opone a lo establecido. Pero ha pasado que Una aventura extraordinaria (y su protagonista) decidió contarlo por medio de la metáfora, aunque de alguna forma explica esa metáfora y ahí se acerca nuevamente a sus limitaciones. Porque por fuera de esa travesía entre Pi y el tigre, la película puede ponerse excesivamente discursiva y hasta descreer de las imágenes -extraño en una película que cuenta con imágenes tan subyugantes-, poniendo el mensaje por delante del relato. Y en este cuento dentro del cuento que es Una aventura extraordinaria, nos vemos obligados a segmentar y elegir: y es así como preferimos ese tramo de aventura, que aquel que transcurre en el presente. La lucha, dice la canción, es de igual a igual contra uno mismo. Una aventura extraordinaria no sólo no logra que el pasado revitalice el presente y el film justifique ese quiebre temporal, sino que comete en esa fricción interna del relato el error de minimizar sus varios logros. Una película que pretende llegar a algún tipo de verdad, no se puede dar el lujo de reflejar mejor la mentira que la verdad. Más allá de que esa mentira adquiera por momentos rasgos de gran cine.
Arcade Story En su debut en el largometraje (el currículum del director en televisión es de lo más sobresaliente que se pueda encontrar actualmente en materia de animación -Futurama, Los Simpson, El crítico y mucho más-) Rich Moore apostó por un universo con gancho generacional (los videojuegos, especialmente los arcades de la década de 1980) y un tema caro al cine de animación desde la aparición de lo digital (Toy Story y Robots transitado cuestiones similares) como es el paso del tiempo y el avance de la tecnología como una forma de discriminación: así como a los viejos muñecos se sentían amenazados con aquel astronauta intergaláctico con luces en Toy Story y a la chatarra la convertían en descarte en Robots, aquí la posibilidad de ser desenchufados y pasados a retiro escandaliza a los integrantes de esta fauna ubicada en una casa de videojuegos a la vieja usanza. Ralph el demoledor es una película que sigue viejas fórmulas a la vez que recorre un camino personal, con una multiplicidad de ideas visuales y narrativas que por momentos abruman un poco, y convierte la travesía del antihéroe en una rara forma de fábula con conciencia social. En primera instancia, pareciera que Moore y sus guionistas van a lo fácil: ¿cómo no generar empatía en un público de sub cuarentones -target cautivo de este film- que crecieron con estos personajes y que han incorporado a los videojuegos como elemento cultural? Sin embargo, Ralph el demoledor es un poco eso (digamos que hay miles de referencias que para un público neófito harán invisibles muchos de los grandes chistes que tiene la película) pero también una gran historia con personajes atractivos y que son definidos diestramente con unos pocos pincelazos (sobresale en ese sentido la sargento Calhoun, tan Halo ella, con su crisis sentimental contada a puro flashback en velocidad rayo). Digamos que Ralph el demoledor, al sostener muchos de sus aciertos en el conocimiento que tenga o no el espectador sobre el universo retratado (especialmente su primera media hora), no deja de ser un producto riesgoso. Por eso es digna de festejarse la libertad con la que avanza sin detenerse demasiado en explicaciones, y esto es así porque Moore confía fieramente en el material que tiene entre manos. Como que es una celebración algo nerd que funciona en diversos niveles, pero nunca se separa de su corazoncito amante de los videojuegos. Más allá de aspectos estéticos, referencias (algunas más obvias que otras) e iconografía, Ralph el demoledor es una película muy inteligente que hace lo debido: toma el objeto abordado y lo analiza desde un perfil antropológico. Porque Repáralo Félix Jr., el videojuego dentro de la película, es un arcade al estilo Donkey Kong en el que determinados aspectos sociales sobresalen y demuestran cierta ideología que imperaba (consciente o inconscientemente) en los juegos: Repáralo Félix Jr. es un videojuego clasista donde un gigantón (el malo) destroza un edificio residencial y un hombre con un martillo (el héroe) repara las ventanas hasta llegar a la terraza y arrojar, junto al consorcio de más que evidente estilo de vida burgués, al malo desde lo alto del edificio. El conflicto que motorizará la trama, pues, será el del gigantón, Ralph, cansado de ser el malo y puesto en el trabajo de conseguir una medalla para ser reconocido socialmente. Y esto se replicará tanto en la falla conocida como Vanellope, personaje que Ralph encontrará en otro juego, como en otro personaje fundamental del que no revelaremos más nada aquí. En definitiva, Ralph el demoledor no apuesta tanto a subvertir el orden establecido como a repensar los roles que jugamos socialmente y la posibilidad que tenemos de modificarlos estructuralmente. A veces, en definitiva, somos eso y no otra cosa. ¿Cómo ser mejores, pues? Por lo demás, resulta muy atractivo el contrapunto que se da entre el mundo pop de golosinas en donde se desarrolla el nudo central del film y el subtexto oscuro y apesadumbrado de los personajes. En esa apuesta hay una ironía que resulta la parte más filosa e interesante de la película, y que remite fundamentalmente a cómo las apariencias son funcionales a la construcción social, vista como una generación de sentido. Es cierto que si bien Ralph el demoledor pertenece a este saludable presente de la Disney cooptada espiritualmente por John Lasseter y los muchachos de Pixar, no deja de ser un film Disney: y las moralejas y enseñanzas son dichas en una voz más alta de lo aconsejable. Pero eso es lo de menos en una película creativa visualmente y muy original, que recurre a un mundo preexistente y le aporta su propio estilo: el film pone en boca de los personajes apenas sus conflictos básicos (esa enseñanza destinada a los más chicos), pero en otro nivel hay un mundo que los supera y cuya referencialidad se trabaja subyugantemente. Y desde el relato, hay que decir que Moore no aprovecha para caer en la obviedad de convertir esto en un juego de niveles y dificultades progresivas, como en los videojuegos, sino que incorpora estos elementos a una narración que sigue la lógica del viaje del antihéroe con altas dosis de aventura y acción frenética. El clasicismo final del relato es coherente con la lógica de los personajes. Ralph el demoledor termina y dan ganas de insertar otra moneda y seguir jugando.
Universo en su mínima expresión Clases de guión para justificar el título de una película. -Araña: “gracias Piñón Fijo por salvarnos”. -Piñón Fijo: “no, sólo los ayudé, y también la magia”. -Araña: “¿qué magia Piñón?”. -Piñón Fijo: “la de la música”. -Araña: “¡ah claro!”. Fin del diálogo. Momentos como este, bastante bochornosos, abundan en Piñón Fijo y la magia de la música, nuevo intento del cine nacional por atraer al público infantil trasladando a la pantalla grande un material previamente concebido en otros medios, como la televisión. Salvo excepciones como la vista este año con La máquina que hace estrellas, la industria cinematográfica argentina no le encuentra la vuelta (o no quiere encontrársela) a este tipo de entretenimientos, sin que finalmente parezcan meros productos concebidos sólo con el ánimo de recaudar. Y no es que la película dirigida por Luciano Croatto y Francisco D’Intino sea vergonzante desde un componente ideológico (no podrían serlo al estar basada en el original y coherente trabajo musical del payaso cordobés Piñón Fijo), sino que desde su apuesta técnica y narrativa carece de todo fundamento y no es más que la sucesión de canciones del protagonista encajadas con calzador. La película esconde una paradoja algo ridícula: Piñón Fijo, a la usanza del Chapulín Colorado, es achicado y llevado a su mínima expresión física para introducirse en el mundo de unos insectos que viven en la laguna. La excusa es que un malvado cuis prohíbe cantar y sólo deja que se cante su canción. Bien, lo curioso es que el payaso y sus amigos se la pasan cantando durante toda la película y no les pasa absolutamente nada, por lo que el riesgo que corren es inexistente, haciendo que narrativamente la película sea endeble: uno espera, entonces, la próxima canción. Pero hay más: durante todo el film los insectos de la laguna juegan con la idea de que hay un plan para vencer a los malos, pero que en realidad nadie sabe cuál es el plan. Hasta que aparece Piñón Fijo, quien llega para salvarlos. Sin embargo, tanto nosotros espectadores como el payaso protagonista desconocen cuál es el plan, el objetivo, el motivo de su presencia y de su rol de salvador. Así la trama no avanza nunca. Tras toda esta rusticidad del guión, lo que sobrevive o queda en pie es el innegable carisma del protagonista y su repertorio por demás atractivo: aún dentro de un marco de didactismo, sus canciones recorren géneros y ritmos, y son divertidas y originales. Sin embargo, por esa visión que recorre el film, la de suponer que sólo alcanza con poner una cámara delante de un personaje popular, Piñón Fijo y la magia de la música -al igual que ocurre con el personaje en la película- reduce el interesante universo del protagonista y lo convierte en un mero muestrario. Y, además, se la juega en una apuesta técnica, la de fusionar elementos reales y animaciones digitales, que no siempre funciona y por momentos ni siquiera está a la altura de una producción de mediana calidad.
Es el alma que habla y habla… Cada vez que llega una propuesta como esta, uno se hace las mismas preguntas (bueno, al menos yo me las hago): ¿es la obra o soy yo?, ¿está uno a la altura del asunto?, ¿o el asunto se reviste de tanta importancia que en realidad no hay altura a la que estar sino puro esnobismo intelectual? Con esta recreación del texto de Goethe que hace el director ruso Alexander Sokurov -Fausto- estas dudas me asaltan nuevamente, sobre todo porque me aburrí olímpicamente y no encontré más que una enmarañada reflexión alejada de cualquier idea de ritmo cinematográfico. Intuyo que no es un problema de comprensión: se entiende perfectamente lo que Sokurov quiere decir sobre el alma, la carne, el ser, el bien, el mal, la culpa y los orígenes; Dios, el Diablo, y bla bla bla. El problema de su Fausto es meramente narrativo: si por un lado apuesta a un trabajo visual subyugante, por el otro desconfía olímpicamente de la imagen y no tiene otro recurso que verbalizar continuamente los múltiples conflictos de sus personajes. Es raro, porque Sokurov es alguien que sabe cómo utilizar recursos estéticos o narrativos en pos del abordaje temático. Acá, o es la imagen la que redunda o bien es la palabra. No obstante, hay que reconocer que desde lo visual tampoco es que sea muy original su Fausto, ya que los elementos que aquí aparecen (filtros, lentes, tonalidades) ya habían sido utilizadas, con mayor pertinencia, en su cine. Otra cosa que se evidencia es que hay constantemente una pretendida recurrencia a los géneros fantásticos y de aventuras, tal cual se los entiende hoy en el cine mainstream universal, pero reformulado con la estética del autor. Aunque tal vez uno de los factores de distancia más importante son las actuaciones, que están en un registro que va explícitamente entre lo grotesco y lo clownesco, y que desarrolladas a lo largo de 134 minutos hacen las cosas bastante arduas. En todo caso y a favor de la película, hay que reconocer que Sokurov no es pedante, sino que intenta un acercamiento a la obra original que es totalmente fallido y confuso. Tal vez el director se confundió y entendió que cualquier historia puede ser contada con el mismo registro. Fausto es la demostración de un error conceptual.
Un amor lunático Contra todos los pronósticos (y los prejuicios), La delicadeza de David y Stéphane Foenkinos, adaptación de una exitosa novela del primero, resulta una comedia romántica simpática, que se ve con agrado. Y eso que sumado a la medianía habitual de las comedias francesas que tienen estreno por estas costas, la siempre inexpresiva participación de Audrey Tautou, y un prólogo inconveniente, plagado de elipsis incómodas y un odioso trabajo publicitario de la imagen, se había generado un combo indigesto que condenaba al film al más infernal de los olvidos. Pero, y siempre hay un pero, de repente un beso subrepticio, el que le da Nathalie (Tautou) a Markus (François Damiens), pone las cosas patas para arriba. Ese beso, una acción inesperada tanto narrativamente como desde la lógica del personaje que interpreta Tautou, motiva no sólo el ingreso del personaje del sueco Markus sino además la posibilidad de lo lunático en una película que parecía ser otra de esas comedias románticas lavadas en las que un personaje aprende a amar por sobre todas las cosas. Algo de eso hay, es cierto, y por eso que La delicadeza no pasa del “buena”, pero también sería injusto no valorar la interesante dosis de locura asordinada con la que se construye parte del film. Nathalie es ejecutiva en una de esas firmas importantes y tiene que tolerar a un jefe algo sexista que le echa los galgos cuando puede (hay una escena en la que ella lo rechaza, que debería estar en la cumbre de la honestidad sentimental hecha cine): antes de eso, habíamos tolerado el prólogo mencionado, un recorte veloz de cómo la joven pasa de estar felizmente casada a tristemente viuda y negada al amor. Ese arranque cuenta con escenas los suficientemente feas como para dudar de lo que se está viendo, pero también algo intencionadas para generar un contrapunto con lo que viene luego (claro que uno adivina eso después; mientras lo ve, lo sufre). Y que tiene que ver con la aparición de Markus, uno de esos empelados grises que nunca sobresalen y que de la noche a la mañana se convierte en el raro interés romántico de la mujer. El personaje de Markus es fundamental aquí, porque es su psicología la que se apodera de la lógica del relato: el tipo es capaz de salir corriendo ante una posible declaración de amor o de esperar duro a que se haga el horario fijado para golpear a la puerta, y además su mezcla de robustez y melancolía lo hace parecer un personaje de Kaurismaki, aunque aquí atravesado por el mainstream. Al ritmo de su torpeza y de su indecisión es que La delicadeza avanza, evitando y la vez disfrutando de los lugares comunes del género. Buena parte de eso hay que agradecérselo a la actuación de Damiens, que choca constantemente con la gelidez naif de Tautou: hay que reconocer que por momentos la película parece exageradamente naif, pero se trata de una búsqueda por medio del exceso para hacer más enrarecida la relación de amor. Es que precisamente la película se balancea entre un humor absurdo e imprevisible, y la cuerda más tradicional: la de los amantes que se atraen, se separan y se vuelven a atraer. En ese viaje al que ya estamos acostumbrados es que surgen situaciones divertidas y originales. Digamos que es en esos instantes que comparten ambos personajes donde está lo mejor de una película que comete el pecado, sobre el final, de volverse demasiado literaria. Si durante buena parte de la narración no se evidencia su fuente original, es en el desenlace donde aparece esa necesidad intelectual de psicologizar a los personajes y de explicarlos: con final metafórico y todo. Como si de repente los hermanos Faonkinos se sintieran avergonzados de ser simplemente una comedia romántica y quisieran volar más alto. En todo caso siempre tendremos al sueco Markus, quien con su ternura a prueba de todo, convertirá esta historia convencional en la más imprevisible de las aventuras del corazón.
na boda como todas Despedida de soltera es uno de los tantos ejemplos que tenemos para demostrar que los títulos que les ponen aquí a las películas resultan tramposos e inoportunos. Queriendo pegarla con aquella ochentada de Despedida de soltero, en este film producido por Will Ferrell y Adam McKay la “despedida” en sí es tan sólo un pasaje del relato. Lo que importa, en todo caso, es cómo impacta en un grupo de amigas el próximo casamiento de la menos agraciada de ellas. En todo sentido resulta más pertinente su linaje con Damas en guerra, aquella genialidad protagonizada por Kristin Wiig que vimos el año pasado, y que hace quedar a esta película como un subproducto bastante fallido. Mucho más fallido, si tenemos en cuenta lo que han hecho en sociedad Ferrell-McKay con el género de la comedia y que aquí ofician como productores. Hay en Despedida de soltera algunos atisbos de ese humor absurdo e imprevisible de Anchorman o Talladega Nights, pero todo queda en un piloto automático que nunca termina por tomar real vuelo. Es decir, la contradictoria saga de ¿Qué pasó ayer? dio a origen a un revival de la comedia guarra de amigos y bodas, como se las hacía en los 80’s, pero con una mirada más autoconsciente. Si el humor sigue siendo machista o misógino, al menos la salvan sus juegos formales y, obviamente, la calidad de los intérpretes y el compromiso con la propuesta: decididamente no significan lo mismo Despedida de soltero para Tom Hanks que ¿Qué pasó ayer? para Zach Galifianakis. De ahí que la primera decepción que nos llevemos es que Ferrell-McKay produzcan una película oportunista, que busca impactar en la taquilla gracias a cierta moda del mainstream, algo que nunca habían hecho anteriormente: si seguimos el hilo de las películas producidas por Gary Sánchez (la compañía que tienen el actor y el director) notarán que hay una búsqueda muy libre y sin límites. Pero Despedida de soltera no logra nunca brillar ni distanciarse demasiado de la típica comedia guarra y a la vez puritana que hacen los norteamericanos: se habla de drogas y de sexo, pero es poco lo que se ve. Sí, en cambio, la película dirigida por Leslye Headland mantiene cierto espíritu Ferrell-McKay en cómo las protagonistas llegan al final. No hay aquí un exceso moralizante, sino más bien la razonable caída en consciencia de cada personaje sin que ello signifique demasiados cambios. A su vez, cada personaje parte desde un estereotipo bien identificable (la rubia malvada, la drogona, la boluda linda) para reconvertirse en el camino en otra cosa, algunas veces saliéndose un poco del lugar común. Y precisamente este es uno de sus mayores inconvenientes: tratando de decir algo más, Despedida de soltera se balancea entre la astracanada y un indagar interior de sus protagonistas, mujeres solteras que ven cómo se les va pasando la vida, sin ser demasiado atrevida ni muy profunda. En definitiva la película se queda a mitad de camino y todo se sostiene en mayor o menor medida gracias al carisma de su elenco, especialmente Isla Fisher y Adam Scott. No es una comedia para descartar, pero con los nombres involucrados uno esperaba algo más que timing y un par de chistes efectivos.