Volveré y seré aburrimiento El cine argentino vuelve una y otra vez sobre la mitología peronista. Pero los problemas que evidencia Juan y Eva no son exclusivos del enamoramiento habitual que tiene la cultura popular sobre las figuras de Juan Domingo Perón y Eva Duarte, sino que son propios del cine revisionista que se hace en el país, que este año ya sufrieron figuras como San Martín y Belgrano. A una construcción alambicada de los hechos, a una exposición marmórea de los personajes, se suma una puesta en escena solemne y actuaciones que denotan con cierto rictus el hecho de estar contando algo “importante” de nuestra historia: ver si no las caras de culo con las que andan por allí Gustavo Garzón o Pompeyo Audivert, sin hacer mención a las caricaturas que producen Fernán Mirás o Alfredo Casero, este último como el embajador Braden. El caso de Casero es paradigmático: el actor pareciera estar en uno de esos sketches con los que satirizaba los noticieros internacionales en Cha-Cha-Cha, y su performance se asemeja peligrosamente al mamarracho de Timothy Spall como Winston Churchill en la reciente El discurso del rey. No obstante, salvemos de esto a Osmar Núñez y Julieta Díaz, quienes con sus sólidas actuaciones parecen insuflarle algo de humanidad a un film desapasionado y falto de tensión dramática. Paula de Luque, que proviene del cine independiente, se muestra en un film que no es industrial (es evidente el bajo presupuesto, y hay algunos aciertos de puesta en escena para disimularlo), pero que tiene ganas de ser popular. Su Juan y Eva va desde el momento en que Perón y Duarte se conocen y hasta el 17 de octubre, aquella épica jornada en la que el pueblo trabajador colmó la Plaza de Mayo para vivar al coronel y dejar el camino servido a su primera presidencia. Entonces, lo que le importa a la realizadora es más lo privado que lo público, es ese amor y la dificultad de llevarlo adelante por la rigidez castrense con la que sus pares miden a Perón y las presiones externas del Gobierno norteamericano luego de la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial. Su film quiere ser más un drama romántico sobre un amor casi imposible, que se termina convirtiendo en una de esas historias de amor más grandes que la vida misma. El primer escollo que debe sortear el film, guionado por la propia directora, es su propia escritura. Es una perogrullada señalar que las películas históricas son escritas desde el presente, con la historia conocida, y que el reto mayor es tener la suficiente inteligencia como para pensar a esos personajes en el contexto histórico original. Pero precisamente eso es lo que no ocurre aquí, ya que desde el primer fotograma en el que aparecen, Eva y Perón son los Eva y Perón que quedaron para la posteridad, y no esos personajes en ciernes que el relato debe ayudarnos a descubrir. El film casi no presenta personajes, sino que nos suelta a una historia que, supone, conocemos de antemano. Y para ser que cuenta un período de tiempo bastante acotado, resulta demasiado fragmentario, sin construir demasiado firmemente a sus personajes: de hecho, varias escenas son cortadas abruptamente, cuando apenas parece arrancar el conflicto. Si el film logra capturar algo de nuestra atención, de generarnos cierto misterio, es porque Osmar Núñez y Julieta Díaz nunca se prenden de la estampita, y construyen a sus criaturas desde cierta inseguridad. Así es como vemos un Perón que duda, que no se decide a romper con determinadas estructuras y que resulta concesivo, casi hasta el límite de las posibilidades; y una Eva que antes de ser Evita, es una mujer posesiva, algo insegura pero decidida en sus objetivos, en este caso el coronel, y que se mantiene en este período en un tenso segundo plano. Pero así como el guión les hace decir algunas obviedades y los pone en un lugar edificante, ellos desde lo físico (especialmente Núñez, que hace de su aspecto mucho más “blando” que el Perón real un acierto antes que una falla) niegan esa seguridad con la que el film se conduce desafortunadamente. Ese es el mayor riesgo que se permite el film de De Luque, por más que muestre a los personajes teniendo sexo, en escenas tan feas y artificiales que inhabilitan cualquier posibilidad de provocación. Pero el escollo principal que no logra sortear la directora es el de la traición a sus objetivos. Si por un lado parece querer contar la historia de amor, una y otra vez lo político, la intriga “palaciega”, se filtra relegando lo afectivo a un segundo plano. Se me dirá que en la vida de estos personajes lo político y el amor estaban unidos, pero hay formas cinematográficas más efectivas para trabajar eso. Juan y Eva no logra decidirse nunca, y así lo afectivo se reduce a una serie de escenas en las que -siempre en un plano demasiado corto- los protagonistas se abrazan, se besan, se contienen. En un film que quiere definir sus plazos desde el subtítulo, con palabras como amor, odio, revolución, hay llamativamente muy poca pasión para transmitir. Para los parámetros del drama romántico histórico, Juan y Eva resulta un film excesivamente lavado, quieto, solemne, sin gracia. Si De Luque cumple un objetivo, es el de ser la aplicada alumna del presente, adornando una idea romántica y edulcorada del peronismo (lo único complejo es el peronismo, lo demás es blanco y negro, especialmente negro) e imaginando una escena como aquella en la que Braden lidera una manifestación, con banderas del socialismo y la UCR, que resulta ser una pesadilla que sufre Eva. Que aquella pesadilla pueda ser emparejada con el presente, es una de las posibles lecturas sobre nuestro tiempo que permite el film en esa y otras secuencias. Claro está que De Luque es dueña de posicionarse ideológicamente donde más le interese, pero lo que no debería estar permitido es que para hacerlo tenga que construir films tan desangelados, aburridos e ilustrativos como este.
Un salto al vacío Aunque Habemus Papa parezca un film ligero y simple, Nanni Moretti ejecuta aquí la que es una de sus apuestas más arriesgadas hasta el momento. Conocida su capacidad satírica y su pensamiento de izquierda militante, sumado a un habitual personaje cinematográfico irascible e iracundo -algo que abandonó en la extraña y fallida La habitación del hijo-, lo que uno espera de un film en el cual el protagonista es un cardenal elegido Papa (Michel Piccoli, espléndido) que sufre un ataque de pánico y decide no hacerse cargo de tremenda responsabilidad, es que apunte sus cañones hacia el Vaticano y desnude explícitamente los manejos de semejante institución, con su proverbial violencia verbal. Sin embargo este Moretti, ya alejado de ciertas tensiones y mucho más relajado, decide cuestionar más lo simbólico que lo institucional, su representación icónica del poder, a riesgo de ser acusado de blando o condescendiente. Sin embargo, a esas acusaciones Habemus Papa les responde con una fuerza, una energía y una convicción en la crítica y el cuestionamiento -solapado-, que sólo una película con semejante capacidad reflexiva y analítica puede generar el vacío y desasosiego que termina generando en el final, incluso a un ateo confeso como quien firma este texto. Como es habitual en su cine, Moretti juega noblemente el juego de la comedia. Aquí con una situación realmente absurda: el cardenal Melville es elegido sorpresivamente Papa y cuando tiene que salir al balcón, luego de la fumata blanca, para echar alguna bendición a la concurrencia multitudinaria que espera frente al Vaticano, le da un ataque de pánico. Tras negarse a cumplir con determinadas cuestiones protocolares, deciden convocar a un psicoanalista, y allí ingresa en escena el profesional que interpreta Moretti. Todo esto -la primera parte del film es realmente excelente- es narrado por el director con gran solvencia, aprovechando los espacios y los silencios, los tiempos de un relato que muestra sus dos grandes facetas: su poder satírico y su notable representación de la angustia. Moretti, que no es un gran narrador, se acerca aquí a una de las formas más perfectas que ha dado su cine hasta el momento. Claramente el film se sostiene sobre sus dos grandes personajes: el Papa que no quiere serlo, el hombre de Dios que comienza a dudar demasiado humanamente; y el psicoanalista que cree tener todas las respuestas y que mira el mundo con distancia, mucho más a ese mundo eclesiástico y poderoso de Roma que le resulta bastante ajeno. Sólo una escena compartirán ambos personajes, secuencia clave y de quiebre, donde Moretti hace chocar la fe y la ciencia, lo psicoanalítico con lo espiritual, para hacer volar lo institucional por los aires. Luego de esa secuencia, Melville se perderá por las calles de Roma, donde comenzará a vivir un montón de situaciones que lo acercan mucho más a lo terrenal. Lo que le interesa a Moretti más que hablar de lo que hace el Vaticano como institución, es dudar de la representación de poder que la Iglesia ha construido durante años. Por eso Habemus Papa es más poderosa y certera que cualquier película que desconfía de la entidad, por ejemplo El padrino III. Esos films, en todo caso, dicen que hay un Dios pero que su representación en la tierra es de poco fiar. Son películas creyentes y que suponen a la Iglesia como algo perfectible. Por el contrario, al dejar desnuda de sentido -por eso tenemos un Papa de civil, despojado de sus ropas habituales- la investidura papal, Moretti duda de eso sobre lo que se sostiene la fe. Acaso, ¿por qué si Melville reconoce haber vivido sólo para hacer el bien se siente tan mal? Moretti plantea a la religiosidad como algo alejado del placer, de lo sensorial, de lo vivencial. Por eso lo contrapone al arte, y por eso Melville sólo podrá disfrutar de su rol de Papa cuando descubra que todo no es más que una puesta en escena. Un juego. De hecho, con lucidez el film nos dice, no sin caer en cierto reduccionismo malintencionado, que el Papa puede ser reemplazado por un gordo que mueve una cortina y proyecta su sombra sobre los ventanales de su habitación. Para la religión lo que importa no es lo que es, sino lo que el creyente maquina de eso que ve o intuye. Con su ligereza, su amabilidad y su humor constante y efectivo, Habemus Papa es un film de los más “herejes” que se hayan visto en mucho tiempo. Esa, que es la parte más reflexiva se enfrenta a la otra, la que mantiene al psicoanalista encerrado entre las paredes del Vaticano. Es allí donde Habemus Papa se parece al Moretti más cotidiano, aunque esta vez el actor calla y lo que hace es poner a hablar al entorno, que son cardenales, voceros, empleados de la institución religiosa. Con humor absurdo -un torneo de volley entre cardenales- o situaciones cuasi oníricas -los curas hacen palmas mientras suena Cambia, todo cambia en la voz de Mercedes Sosa- el director dice lo que piensa sobre la Iglesia, los protocolos imbéciles y las instituciones ridículas, que suponen que un tipo es capaz de llevar como ovejas a millones de millones de personas. Lo curioso es que Habemus Papa es increíblemente explícita: hay pocas imágenes no que digan otra cosa que la que muestran y muchas líneas de diálogo que sostienen enérgicamente una embestida contra una forma vetusta de concertar poder. El “cambia, todo cambia” es más que una concesión simpática de Moretti, es una de las formas en que el director ha encontrado para decirle a la Iglesia que el cuento no se sostiene por mucho tiempo más. Otra cosa curiosa del film es que es una comedia, pero que no construye a sus personajes desde el humor, sino que sabe dónde encontrar el tono: el Melville de Piccoli es un personaje evidentemente dramático, casi fatalista. Y la comedia no lo roza. Se podrá decir que Habemus Papa es desprolija, como casi todo el cine de Moretti, pero es un film de una gracia y vitalidad imposible de igualar, que la mantendrá vigente aún dentro de 50 años. En todo caso puede ser reducida a un simple argumento: un hombre que se descubre inútil para llevar adelante una tarea que le ordenan, situación que lo pone en una etapa de crisis personal. Que esa persona sea un cura y que lo que le encomiendan es que sea el Papa son aditamentos que suman a la complejidad de una película tan divertida como provocadora, atinada en su crítica y coherente con el universo de un director que puede quejarse del mundo con una alegría descomunal y transmitirla al cuerpo del que mira.
Una comedia como la gente Nadie parece darse cuenta, pero se hace muy poca comedia en el cine nacional. Sí, hay comedia romántica o dramática, pero lo que es comedia pura, no. Algo pasa con el género e, incluso, si uno husmea en las inferiores, el humor no es lo que sobra en los cortos realizados por los estudiantes de cine. Habría que buscar lo mejor del género en la época de oro del cine argentino y, de la década de 1970 a la actualidad, salvo el sobrevalorado caso de Esperando la carroza y las riesgosas incursiones de Néstor Montalbano con Soy tu aventura o Pájaros volando (relacionadas más con el universo del absurdo explotado en la televisión) no se observa demasiada confianza en las películas humorísticas. Hemos dejado de lado explícitamente todos los subproductos relacionados con esas comedias ochentosas en plan Bañeros o Brigada, porque definitivamente eso no es cine, aunque no debemos dejar de reconocer su pertenencia como un tipo de humor que se instaló fuertemente en el paladar de un público escasamente exigente y con un sentido de la nostalgia bastante peligroso. Por eso Mi primera boda es una película más interesante que lo que sus propios resultados sugieren. El caso de Esperando la carroza es sintomático: seguramente la comedia argentina más recordada por el público masivo, es también un modelo que explotó el grotesco y el costumbrismo a niveles insoportables. Por cierto, la película construye su éxito también en esa mirada auto-crítica del argentino en la primavera democrática, que quiere ser un ejemplo de ese “cómo somos los argentinos”: hay mucho de puesta en escena teatral, con sus actuaciones declamatorias, y algo del espíritu del neorrealismo italiano. Durante buena parte de los 80’s y un poco de los 90’s, esta fue la única posibilidad de comedia que conoció el público nacional y que luego terminó traduciéndose al lenguaje televisivo con las tiras costumbristas de Suar y Telefé. Parecía haber una necesidad por parte de los productores y realizadores, y también del público, por hacer de la comedia un mero muestrario del ser nacional, con todo lo que de lugar común eso tiene. Las películas, entonces, no eran buenas por sus resultados sino porque “hablaban de nosotros”. Algo de eso entendió Campanella, aunque lo reconstruyó con un sentido del ritmo más del cine norteamericano y lo perfeccionó, y este año un film como Los Marziano releyó en clave hierática. Entonces, la comedia argentina, preocupada por parecerse a la gente antes que por ser cine, terminó no pareciéndose a nada y naufragando en el olvido con subproductos que ya no atraían a nadie. Entonces llega Mi primera boda, con ansias masivas a partir de un elenco descomunal y con una evidente búsqueda estética alejada del costumbrismo: eso está claro en la forma en que actuaciones como las de Soledad Silveyra, más cercanas a aquel grotesco, se mantienen encorsetadas y sin poder contaminar el resto. El director Ariel Winograd, entonces, ya no bucea en el grotesco ni se respalda en el costumbrismo para crear espejos en los que la gente se sienta identificada. Winograd sigue un modelo de comedia norteamericana o británica, donde el chiste carece de remate y donde el gag llega o por acumulación o por una construcción de la puesta en escena. Hay una boda entre un judío neurótico (Hendler) y una católica histérica con eso de la boda perfecta (Oreiro), y todos los amigos y parientes se juntan en una casa donde se llevará a cabo la ceremonia. El novio, tan torpe como Hendler lo puede ser, perderá una de las alianzas y eso irá desencadenando una serie de situaciones ridículas, absurdas, graciosas. Como una mezcla de Muerto en un funeral con La fiesta inolvidable, Winograd trabaja continuamente sobre el terreno de la comedia y nunca se distrae del objetivo: hacer un film divertido, fluido, dinámico en el que la comedia funcione por exceso. Como suele ocurrir, no todos los chistes están al mismo nivel y eso el director lo sabe, por eso se vale del retrato coral para ir explotando diferentes frentes de comicidad y minar el relato de gags, físicos y verbales. Winograd vuelve sobre los pasos de su primer film, el interesante aunque algo fallido Cara de queso. Si allí se centraba en el universo cerrado de un country judío en plena década menemista, aquí retoma la idea de lo micro (un grupo de gente encerrada en una casa) agigantado por la lupa satírica del cine, aunque el pasaje de la comedia a la mirada sardónica es más fluido y funciona mejor. Mi primera boda cumple con el objetivo de la comedia e incluso, teniendo una boda como centro, se anima a decir que resulta imposible definir al amor, que no hay forma de ponerlo en palabras, que es muy complejo saber por qué dos personas deciden pasar sus días juntos y que todo se puede resumir en un hecho fantástico como la inesperada explosión de unas cañerías. Claro que no todo es perfecto, ni mucho menos, en Mi primera boda (bueno, tampoco lo era en la mínima Muerto en un funeral). Ni la comicidad ni las actuaciones ni los personajes mantienen un nivel parejo: está claro que cuando Hendler se junta con Martín Piroyansky, las cosas son mucho más interesantes y permiten ver el germen de algo que puede explotar en un futuro, en un imaginario rat pack nacional. Por ejemplo, no existe la misma construcción del abuelo de Pepe Soriano, con su cansadora insistencia en fumar marihuana, que del Dj deadpan que interpreta Iari Said, que se merece una película para él solo; también es fallida la inclusión de Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich, jugando a una especie de sketch metido con calzador de Les luthiers, pero obvio y sin gracia, y con una evidente sobre-escritura del guión si uno la compara con el “decir” del resto de la película. Entonces, Mi primera boda es más interesante por lo que significa que por lo que es como producto terminado, pero la sumatoria de sus partes dan la posibilidad de disfrutar de unos cuantos buenos chistes y de situaciones construidas con un respeto por el espectador. Incluso, la película disfruta bastante su condición de producto menor, sin mayores pretensiones que las de divertir. Que, en definitiva, es eso.
La vida y todo lo demás No se podrá acusar a Mike Leigh de falta de honestidad con Un año más, porque precisamente eso es lo que hace en este film: contar un año más, otro, uno que pasa y deja lo que dejan todos. Cosas buenas y malas. Entiéndase ese “un año más” en el sentido que le da su título original: Another year. Allí no se hace énfasis en la cantidad -como lo habilita el más ambiguo que le pusieron por aquí- sino en su cotidianeidad, en su trivialidad, en su rutina de ciclos que comienzan y terminan, para volver a comenzar y terminar. No habrá grandes eventos en esta película más que los que aporte la vida misma, más aún si tenemos en cuenta que es la vida de un matrimonio (Ruth Sheen y Jim Broadbent) algo hippie tardío, algo burgués, algo de izquierdas, y muy encantador y sin problemas. Entonces los conflictos los traerá el entorno, especialmente Mary, una amiga de la mujer interpretada por Lesley Manville. Un año más está construida en capítulos que hacen referencia a las estaciones del año. En estos 365 días el matrimonio protagonista recibirá a familia y amigos en su casa, compartirán cenas y almuerzos, bromas y momentos de dolor. Todo, con la intensidad que es marca registrada del director británico: como siempre, los diálogos son el resultado de un proceso muy particular que se genera entre el director y los actores, ya que lo único que está pautado de antemano son los temas que se abordan. Desde ahí, es todo trabajo del actor. Si tomamos en cuenta que el arranque se da con la primavera, entonces no será sorpresa para el espectador que el final encuentre a los personajes sumidos en la precariedad emocional que genera el invierno. Esa circularidad, sin embargo, será sintomática para el film: irá de mayor a menor, de la calidez a una resolución algo enturbiada. Es curioso lo que ocurre con Un año más, porque en buena parte de los 129 minutos que dura y que son los que pasan de la primavera al otoño, el director de Secretos y mentiras filma la comedia intelectual y neurótica británica que hasta acá Woody Allen no pudo. Durante ese trayecto, el director acierta en el tono de comedia ligera que insufla y se vale de un grupo de actores que están notables, especialmente Broadbent que a esta altura es uno de los mejores actores ingleses. El tipo compone con sutileza, sin trazos gruesos, un padre de familia que en otro registro podría ser irritante en su bonhomía. Sin embargo, su Tom es un tipo afable, buen amigo, sensible, mejor hermano y gran esposo que, además, es un notable cocinero. Y no sé qué tiene la gastronomía que, cuando está bien mostrada, mejora las películas. Cosa que también ocurre aquí. Esa bonhomía es clave no sólo en esta, sino también lo era en la anterior película de Leigh: La felicidad trae suerte. Como aquella, Un año más se centra en personajes felices, completos, positivos, sin problemas aparentes. Y el atractivo pasa por ver cómo impacta ese mundo con un entorno que no sabe de felicidad. Es ahí donde el director deja en claro que en las actitudes existe, también, una responsabilidad social. Para ser más claros: que por más bien que uno esté, no puede andar impunemente por la vida demostrando lo afortunado que se es, que la felicidad también reside en proteger al otro, incluso, de nuestras propias e involuntarias agresiones. Por esos caminos transita Un año más, película que durante una hora y media es feliz y radiante. Pero que sobre el final, en su último acto, la presencia de la muerte enturbia, especialmente a partir de cierta tendencia de Leigh a regodearse un poco en el patetismo de algunos de sus personajes. Cuando esa felicidad desmesurada se corresponde con la puesta en escena, es que el film funciona, pero cuando se la construye como un sentido es que se nota la elaboración de personajes, que se convierten casi en caricaturas. Es entonces que las actuaciones intensas profundizan esa tendencia excesiva del director a castigarlos y reducirlos a personitas insignificantes. Esto por ejemplo pasa con Mary, la amiga, o con el sobrino de Tom. Es en esos momentos en los que uno duda sobre si Leigh sólo cuenta o también le interesa bajar línea. Aunque esa ambigüedad, que permite tantos momentos notables como de los otros, ya sea una marca autoral imposible de abandonar.
Entretenida comedia sostenida con buenos gags y notables actuaciones. Esta comedia de Seth Gordon fue recibida con bastante frialdad (sobre todo si la comparamos con la sobrevalorada ¿Qué pasó ayer? ) e, incluso, la crítica repitió hasta el hartazgo que Quiero matar a mi jefe empieza muy bien y se desinfla pasada su primera mitad. Sin verla, uno suponía que esto podía ser cierto, especialmente si teníamos en cuenta que Gordon había dirigido anteriormente Navidad sin los suegros, ejemplo inmejorable de cómo arruinar una buena comedia con conservadurismo, traición a sus propios postulados y una evidente carencia de humor en la última media hora. Si bien es cierto que Quiero matar a mi jefe cambia de tónica en su segunda mitad, esto no significa que la película sea peor sino que es diferente. El inconveniente pasa por esperar de la película algo que no es, y eso ya es un problema del que mira y no tanto del objeto observado. La película arranca como una sátira sobre los vínculos de poder en el trabajo y continúa -cuando estalla su subtrama de comedia policial negra- como una comedia con mucho de slapstick y bastante de cinismo en la mostración de tres torpes que se meten en algo que los supera: asesinar a sus jefes. Nick (Jason Bateman), Dale (Charlie Day) y Kurt (Jason Sudeikis), en diferentes grados, sufren a jefes que pueden ser psicóticos, discriminadores, abusadores sexuales. En todos los casos, seres perversos que disfrutan de su posición sobre sus subordinados: Kevin Spacey, Colin Farrell y Jennifer Aniston en actuaciones inmejorables, haciéndose un festín con sus personajes despreciables. Una noche de borrachera en un bar, el trío decide que es buena idea la de eliminar a sus jefes y resuelven contratar a un killer que se encargue del trabajo (también impagable, Jamie Foxx). Es en ese momento cuando la comedia hace un giro, que para algunos resulta cuestionable. En verdad, Quiero matar a mi jefe se torna desde ese momento más interesante. Y la resolución final hace mucho más complejo y ambiguo su punto de vista. Si bien en un comienzo es la sátira sobre el mundo laboral post crisis financiera en los Estados Unidos (con referencia a Lehman Brothers incluida) lo que moviliza la narración, la segunda parte parecería dejar de lado aquella crítica y centrarse más en las torpezas de los protagonistas. Personajes, por cierto, entre imbéciles y patéticos, imposibilitados de llevar adelante cualquier plan: hay incluso un tufillo a hermanos Coen sobrevolando el ambiente, pero Bateman, Sudeikis y Day (especialmente este último) dotan a sus criaturas de una humanidad que en los hermanitos no abunda. Hay mucho humor físico en esta segunda parte y esto, que parecería una salida facilista al retrato descarnado del comienzo, no es más que algo funcional a lo que Quiero matar a mi jefe dice en su epílogo. Y es que, señala explícitamente, en este mundo de tiburones resulta casi imposible cambiar las reglas del juego: quien pueda hacerlo lo hará duplicando la apuesta, será un extorsionador. Sino el poder nos devora o nos convierte en eso que odiamos. Puede sonar cínico o deshumanizado, pero es totalmente coherente con los personajes: al fin de cuentas Nick, Dale y Kurt no sólo son torpes -lo de menos- sino también oportunistas, acomodaticios, lascivos, imprevisibles. Si todo esto no convence, todavía Quiero matar a mi jefe tiene para ofrecer grandes chistes y notables actuaciones. Una comedia por demás interesante.
La liberación Cuando uno menciona a Tilda Swinton ante un espectador no tan avezado en esto de recordar nombres y caras, tiene que terminar diciendo: “esa, la flaca colorada de ojos saltones, que siempre hace de mujer frígida”. Okey, no es un buen comienzo para esta crítica -y si alguno de ustedes es amigo de Swinton, por favor no le comenten esto- pero es una perfecta manera, no sólo de lograr esclarecer el panorama sino, a la vez, de buscar uno de los posibles aciertos de El amante, film de Luca Guadagnino que tiene tantos puntos a favor como yerros garrafales. Es decir, el mayor acierto es hacer que por una vez a la buena de Tilda, tan acostumbrada a sus mujeres envaradas y sin demasiado afecto, excesivamente autocontroladas y distantes, le toque un personaje como el de Emma Recchi, que disfruta de un par de encuentros sexuales pasionales y termina por fin liberándose de aquello que la oprimía: la estructura de una poderosa familia de negocios del norte de Italia. Lo que cuenta El amante es, entonces, el camino que transita su protagonista hasta soltarse del lazo social que la acorrala. Emma es una rusa que llegó a Italia como protegida del hijo de un poderoso industrial, y que con el tiempo se ha convertido en el heredero del gran emporio: algo de esto se cuenta en su operístico comienzo, la preparación de una larga cena y el arranque de la misma, en la que el viejo patriarca, entendiendo que le queda poco de vida, pasa el poder a su hijo y a uno de sus nietos. Este comienzo es demoledor, tanto narrativa como formalmente, construido de retazos y con una cámara que va posicionándose dentro del cuadro y con un montaje barroco, revelándonos información que no estaría con una narrativa más convencional. Pero ese arranque, magnético, donde uno comprende los entresijos de poder que se van a desenredar a partir de ahí, es una muestra de los aciertos y los errores que puede cometer Guadagnino si excede el gesto formalista: cosa que hará alternadamente durante los 120 minutos que dura su película. Casi circularmente, una secuencia similar sobre el final comienza a cerrar el relato, aunque como espectadores estamos desde otro lugar y la secuencia no tiene la fuerza de la anterior. Algo para destacar: nuevamente es tonto el título que le ponen aquí, ya que El amante hace referencia al chef amigo del hijo, del que Emma se enamora, y que le permitirá desprenderse progresivamente del vínculo férreo de esta familia poderosa y absorbente. Sin embargo, ese personaje carece casi de construcción y es más una referencia abstracta sobre lo que le pasa a la protagonista. El punto de vista del film es el de ella, y por más que ese “amante” simbolice algo, no tiene la entidad suficiente como para convertirse en algo relevante. No hay aquí un relato sobre lo externo, sino todo lo contrario: es cómo esa mujer, ante determinada situación, comienza a distanciarse de lo que la tiene apresada. Por eso es más conveniente el título original, Io sono l’amore, porque de alguna manera define al personaje y es más coherente con sus motivaciones y resoluciones. Dicho esto, hay que señalar que algunos han visto ecos “viscontianos” en este film, especialmente en el trabajo sobre el poder y lo social, pero seguramente a lo que más se parezca es un poco a aquellos melodramas que filmaba Douglas Sirk, con su alta sociedad y sus represiones internas. Pero más aún, El amante parece una reescritura de El padrino en clave feminista: en vez de centrarse en Michael, aquí se queda con la que vendría a ser la esposa de Vito Corleone. El amante sugiere posibles caminos para que estas mujeres se liberen y, por otra parte, posibles caminos para que el cine que imita al pasado o que se construye desde cierto sentido de refinamiento, no ceda el encanto preciosista, ni termine por los redundantes caminos del cine qualité europeo. En eso se parece un poco a La condesa, por sugerir algo que no lo es del todo: como allí, lo que elude el peso de la solemnidad del drama envarado es su inscripción en el territorio del melodrama más craso. Deliberadamente, a medida que el film se abre y Emma se libera, la película se va haciendo más grasosa, menos refinada, por eso más pasional. Y si a esto le sumamos una mirada cruda sobre el poder empresarial de la derecha italiana, esto se torna mucho más interesante. Pero toda El amante está construida sobre la base de un posible peligro: la música de John Adams y la fotografía de Yorick Le Saux están demasiado presentes. Lo prosaico de algunas escenas es arruinado por la intromisión de una luz preciosista y de una música que resalta con marcador fluorescente las emociones internas. Dos escenas que sirven de ejemplo de cómo el exceso formal arruina un momento: primero, Emma prueba una comida preparada por Antonio, el cheff. Al igual que a Anton Ego, el bocado lleva a Emma a otro lugar. Pero lo que en Ratatouille era apenas un flashback, aquí es todo un esfuerzo de iluminación y encuadre que impide el disfrute real: algo parecido pasaba con Julia Roberts y unos tallarines que se comía en Comer, rezar, amar; segundo, uno de los encuentros sexuales entre Emma y Antonio se da en plena naturaleza. Los planos cortados, veloces y el insert de imágenes con insectos quieren representar algo que no pueden. Ni siquiera recrean la pasión de ese momento liberador, especialmente para ella. Más allá de todo, Tilda Swinton está excelente y su sola figura logra sobrellevar estos desatinos que si bien se comprenden en el marco de un film desmesurado, son escollos para un film atendible y que se sale de la media del cine europeo apolillado que se estrena habitualmente. Igualmente, ya era hora de que la actriz disfrute un poco en la cama y se dedique a gozar.
Volver a los origenes Para comprobar lo equivocados que estamos a veces cuando juzgamos desde el prejuicio, es que se hacen películas como El planeta de los simios: (r)evolución. A saber: una franquicia que ya parecía gastada, que ni siquiera un director talentoso como Tim Burton había podido revitalizar (en una de sus peores películas) y, para peor, que era confiada a un ignoto como Rupert Wyatt en lo que parecía más un producto por encargo que otra cosa. Si a todo esto le sumamos la extrema confianza en el CGI para la construcción de los primates en esta especie de precuela de la saga original (aunque los productores dicen que este film no tiene lazo alguno ni con aquellos de los 60’s y 70’s ni con la de Burton de 2001), se anticipaba uno de esos horrendos engendros tecnológicos que tenemos que padecer en la actualidad, en la estela de flatulencias digitales como Linterna verde. Sin embargo, en un film que habla de los orígenes en muchos sentidos, el director redescubre las posibilidades que tiene lo humano dentro de este cine híper-tecnológico actual, y conduce el relato con mano segura a partir de una impensada vuelta al clasicismo. Entiéndase lo clásico aquí en la claridad expositiva con la que Wyatt narra, preocupándose primero en la construcción de personajes, en generar un vínculo con el espectador, para jugarse todas sus cartas en el clímax final: El planeta de los simios: (r)evolución crece a medida que avanzan sus minutos y eso no es algo muy habitual en el cine mainstream actual, donde las ideas parecen definirse en los primeros 15 minutos y luego se gira en un vacío insatisfactorio. Si bien los productores aseguran que no hay conexión con lo contado anteriormente y se intenta aquí el reinicio de la saga, sí hay una relación con La conquista del planeta de los simios, la cuarta película de aquella saga, que era donde aparecía el personaje de Caesar, fundamental en este nuevo film. Básicamente lo que cuenta la película es su crecimiento y su vínculo con el científico Will Rodman (James Franco), quien en búsqueda de una cura para el Alzheimer experimenta en chimpancés con un virus que termina por dotarlos de una inteligencia suprema. Precisamente Caesar es un huérfano del laboratorio, que el doctor termina albergando en su hogar hasta que crece y se hace dificultoso contenerlo debido a ciertos ataques de ira. El film oprime varios botones temáticos: están las especulaciones científicas mezcladas con el negocio farmacéutico y sus consecuencias, también el maltrato humano hacia lo que le resulta diferente, el sentido de libertad e independencia, y finalmente (en algo que la vincula con Inteligencia Artificial) la decepción que continúa a los afectos no correspondidos o traicionados. Son cuestiones que la película abarca sin que le queden grandes, fundamentalmente porque Wyatt no es un tipo pretencioso y su película es pura acción, sí motorizada por estas disquisiciones que se expresan de forma simple y clara, pero sin subrayar ni construir un panfleto estúpido: El planeta de los simios: (r)evolución navega sobre estos asuntos con fluidez. Por otra parte, el film gana cuando lo comparamos con películas como Thor o Capitán América, que se quedan en la mera presentación de personajes. El film de Wyatt también es el comienzo de una saga, pero sus conflictos están bien construidos y sus personajes resuelven cosas fundamentales, que son interesantes por sí mismas y se siguen con interés. El planeta de los simios: (r)evolución no precisa de una saga para justificarse. Wyatt, que demuestra no dejarse atropellar por la tecnología, utiliza todos los recursos que tiene en bien de la narración: en ese sentido continúa el legado de los Cameron y los Spielberg, que saben cómo darle a los efectos especiales una personalidad. Y esto se nota muy especialmente en el personaje de Caesar, una criatura compleja y sólidamente creada, sobre la que se imprime también la huella humana de lo intransferible: entre tanto CGI, el personaje logra capturar la experiencia física de Andy Serkis. Y más allá de los temas sobre los que el film reflexiona, lo que más asombra de El planeta de los simios: (r)evolución es su precisión narrativa, deudora en algunos pasajes (explícitamente la última media hora, con la invasión de chimpancés a la ciudad) del cine de los 70’s, donde cierto realismo se daba la mano con el entretenimiento, generando una maquinaria que podía pensar a la vez que ser nervio en movimiento. Tal vez por tener poco que perder, el ignoto Wyatt se hace cargo del lugar perecedero del cine mainstream actual y lo reactualiza volviendo a los orígenes, cuando el divertimento no eran sólo luces de colores sino un tema y unos personajes interesantes, mostrados con solidez y entendiendo que la seriedad es el rigor con que se cuenta y no solemnidad pedante: sólo así podemos creer la ficción, sólo así logramos estremecernos cuando Caesar dice su primer “no” libertario. Al igual que Caesar, El planeta de los simios: (r)evolución va tras el árbol, que en este caso es el cine del presente, y le pega una enorme sacudida para que caigan las hojas excedentes. Wyatt nos devuelve al lugar de cuando éramos niños y nosotros, divertidos, le seguimos la corriente. El final, falsamente feliz, nos deposita ante la próxima aventura. La esperamos con ansias.
Siendo Linterna verde un personaje que puede materializar lo que sea con solo imaginarlo, el filme sorprende por su falta de imaginación. Más allá de Batman, DC Cómics no ha logrado transpolar con acierto su universo de superhéroes al cine, como sí lo han hecho los productos de Marvel. Y si tenemos que compararlo con lo que ha pasado este año, pierde por goleada. Si bien Thor no ha sido ninguna maravilla, le alcanza y sobra con su simpatía para ser mucho más que esta opaca Linterna verde: ya no hablemos de X-Men: primera generación o Capitán América: el primer vengador, que al lado del film de Martin Campbell parecen verdaderos estudios sobre la psiquis de las personas especiales. Como la mayoría de las películas de superhéroes que se producen, Linterna verde es un aburrido paseo por los tópicos habituales -un tipo común se topa con poderes extraordinarios, y tiene que aprender a utilizarlos, haciéndose cargo de la responsabilidad a la vez que salva el mundo-, sin mayor imaginación o creatividad, y desperdiciando un enorme presupuesto de 200 millones de dólares para no crear una sola imagen o secuencia recordable. Ryan Reynolds es Hal Jordan, un aviador de la Fuerza Aérea, tipo bastante irresponsable que no termina de hacer pie en su vida, ensombrecido un poco por la fatal muerte de su padre que, como él, también era piloto. En paralelo, el filme narra las desventuras del muchacho y lo que ocurre en un planeta lejano, donde un ente que se alimenta del temor, llamado Parallax, amenaza con destruir todo. Pero para detenerlo está la sociedad de los Linterna verde que tiene que encontrar un sucesor de los poderes de un anillo especial, que le ponga fin a los malvados planes de esta cosa inmunda que avanza a diestra y siniestra. Los Linterna verde tienen una particularidad: integrada por seres de diversas razas, nunca un humano estuvo allí, fundamentalmente porque los creen débiles y sin valor. Para demostrar lo contrario estará Jordan, quien es elegido por el anillo como el sucesor. Claro que él también tendrá que demostrarse cosas a sí mismo y a su entorno. En materia de desarrollo dramático, Linterna verde no ofrece ninguna novedad: en eso, los personajes de DC Cómics han sido siempre mucho más lineales que los de la competencia. Entonces, a lo que nos enfrentamos es al lógico y rutinario recorrido del protagonista, de hombre común a superhéroe: descubrimiento, sorpresa, disfrute, decepción, educación, heroísmo final. El problema no son los lugares comunes en sí, sino que los mismos son transitados con total abulia, sin humor, sin creatividad, sin sorpresa. A esta altura, está claro que una película de superhéroes no puede funcionar bien si detrás de cámaras no hay un director con un mínimo de personalidad: Capitán América luce precisamente por el clasicismo y la hechura de artesano que Joe Johnston podía darle. De Campbell (Goldeneye, Casino Royale, Límite vertical) esperábamos grandes escenas de acción, pero el director no estuvo a la altura ni en eso. Preocupado en querer generar un mundo autónomo (se nota el esfuerzo del batallón de guionistas por querer construir un sub-Avatar), Campbell olvidó lo que mejor sabe hacer. Incluso sorprende por su falta de imaginación, especialmente en la historia de un superhéroe que tiene como máximo poder la capacidad de hacer material todo lo que imagina. Uno de los problemas del cine actual es que muchos creen que el CGI sirve para crear cualquier imagen: Linterna verde lo intenta, pero luce totalmente artificial y distante. Una súper intrascendencia.
Belleza Americana Sorprende, aunque no llama la atención demasiado, que una película como Larry Crowne reciba críticas tan lapidarias como las que está recibiendo. Sorprende porque es un film con ritmo, bien narrado, con buenas actuaciones, simpático y gracioso, clásico en su factura, que pone en evidencia personajes transparentes y que viven situaciones coherentes, con cambios en sus conductas que nunca suenan a cosa forzada por el guión. Se la puede acusar de liviana o excesivamente buena onda, pero hay en ello una explícita intención de Tom Hanks por construir una fábula artificiosa, por proponer una búsqueda de la belleza por encima de todo, alejándose del cinismo que impera en el cine contemporáneo. Por eso, es que no llama tanto la atención al fin de cuentas que el espectador actual -y el crítico- reciba con extrema frialdad una propuesta como esta: el film asegura que hay posibilidades de modificar los rumbos errados a partir de las buenas acciones y cierta acción comunitaria. Para aceptar lo que Larry Crowne propone es necesario dejar el cinismo en la puerta del cine y abandonarse a una película que, como el cine clásico, es cristalina y no esconde segundas intenciones, sin por eso ser una película lineal. Hanks (en su segundo film como director, luego de la igualmente ligera y amable Eso que tú haces), es el Larry Crowne del título, un adulto divorciado que luego de trabajar durante muchos años en una gran tienda es echado de su empleo por carecer de estudios universitarios. En plena crisis, Crowne decide tomar unos cursos en la universidad sobre oratoria y economía, y allí conocerá tanto a una joven que lo incluirá en una libertina banda de motociclistas como a una docente (Julia Roberts), con la que se terminará involucrando afectivamente. Larry Crowne, la película, se inscribe en el territorio de la comedia romántica, pero es mucho más que eso, y esa es parte de su inteligencia. Uno podría definir velozmente a esta película como una ingenua, blanda y blanca mirada sobre la realidad social de los Estados Unidos, y cómo se reafirma la idea de que siempre es posible salir adelante, en lo social como en el amor. Claro que eso no sería hacerle justicia al film y, por otra parte, hablaría un poco de nuestra pereza como críticos. Es evidente, porque la película es cristalina en sus intenciones y mecanismos, que el film es mucho más que eso, que lo romántico es apenas una de sus caras y que lo que Hanks quiere dejar en claro es que las cosas en su país no están bien, pero que es posible salir adelante con valor, coraje y las decisiones justas y precisas. Es un poco creer en valores que parecen hoy perdidos y que, para el actor y director, sería imperioso recuperar. En primera instancia, la película fluye muy aceitadamente. Eso se debe a que Hanks deja de lado cualquier intención de virtuosismo y expone el drama de sus personajes de manera precisa y clara: clásico. No hay diálogos de más y las cosas se resuelven por medio de las acciones o los objetos que aparecen en imagen (ejemplar es la escena en la que la docente echa de la casa a su marido; bastan sus bienes en la vereda y un pastel que estalla contra una puerta cerrada). Larry Crowne se inscribe en la lista de películas que dicen lo que tienen que decir, mientras nos distraen con las desventuras de un grupo de personajes. Pero en Hanks lo clásico no es sólo una manera de contar, sino también un espíritu que se apodera del relato. Por eso la película exige de parte del espectador un esfuerzo y un ejercicio: dejar de pensar en el mundo que está ahí afuera y aceptar el que nos propone el film. De ahí también que uno comprenda el fracaso en taquilla de esta película en los Estados Unidos: hoy por hoy son pocas las obras que piden un esfuerzo por parte del espectador y no dan todo masticado. Como el guión (del propio Hanks y Nía Vardalos) es tan perfecto, uno se termina creyendo como posible la aparición de esa banda de motociclistas buena onda que le terminan cambiando la vida a Crowne. Esto es bueno aclararlo: Hanks no dice que esto ocurra en la realidad, sino que nos pide amablemente que creamos en la ficción y en sus personajes imposibles. Y, también, que las soluciones que aporta no deben ser leídas linealmente con la realidad, sino que funcionan en las coordenadas del mundo exacerbadamente blanco que construye. Otro dato a tener en cuenta: no es el amor el que modifica al personaje, sino que sus modificaciones internas y externas son las que hacen posible el amor. No es poco para una comedia romántica. Pero hay algo mucho más interesante en Larry Crowne, y es cómo incorpora su mirada sobre el mundo, especialmente en este presente de crisis que viven los norteamericanos. Porque Larry Crowne es una película explícitamente norteamericana. No hay nada de ingenuo en el film, ni siquiera es naif. El tono, de comedia romántica, lo es, pero no sus ideas. El film es claro, preciso, punzante. Hanks propone una refundación de la nación, un volver a empezar de cero. Tiene bien claro que no hay un nuevo modelo de país si no se baraja y se da de nuevo. Por eso Larry pierde todo, incluso su casa y su barrio. Larry Crowne, la película, sabe que no hay forma de ganarle al sistema, más que salirse de él y apoyar un proceso de reconstrucción por otro lado: el discurso final del protagonista en el curso de oratoria es preciso en esa inclusión de todas las voces (incluso observemos que Larry toma dos cursos fundamentales para esa refundación: oratoria y economía). La película dice que los grandes logros están en los pequeños gestos y desde ahí se va construyendo, en una sumatoria de individuos que deciden libre e independientemente, incluso a través del placer y el hedonismo, una idea de país. Uno puede discutir y sentirse a disgusto con los valores que dicen sostener los americanos, pero no puede oponerse a la forma inteligente en que Hanks los imbrica con el relato. Por esta y por otras cuestiones, Larry Crowne es una película particular, mucho más compleja que la crítica en marcha automática ha querido ver. Mucho más, incluso, si agregamos que se preocupa muy poco en seducir a los espectadores de hoy. Si una película con dos estrellas como Hanks y Roberts en los 90’s hubiera sido un éxito asegurado, en la actualidad queda sepultada por una avalancha de adaptaciones de sagas literarias, superhéroes, efectos 3D y directores postmodernos que se las dan de inteligentes porque dejan un trompo girando y editan sus películas como si sufrieran Mal de Alzheimer. Hasta en eso es una película totalmente libre, alejada de los gurúes del marketing. Y si todo esto no alcanzara para justificarla, el final incluye un plano de Julia Roberts en el que gira su largo cuello, mira hacia atrás y sonríe mostrando la dentadura más perfecta que ha dado el cine en mucho tiempo. Esa es otra forma de la belleza que Hanks persigue en su segunda e interesante película como director.
El mundo según Barney debería ser sarcástica, sórdida, pura acidez, pero termina pareciéndose demasiado a esas películas que pretenden elevarse por encima del mainstream y etiquetarse como “cine arte”. La combinación Paul Giamatti/Barney Panofsky parecía inmejorable: el actor que mejor ha retratado el patetismo del hombre medio, interpretando a un personaje patético, autoindulgente, misántropo. Pero el canadiense Richard J. Lewis, de extensa trayectoria en la televisión, no parece haber captado el subtexto sardónico de la obra de Mordecai Richler en la que está basada El mundo según Barney. Su película, que debería ser sarcástica, sórdida, pura acidez, se termina pareciendo demasiado (excesivamente en su última media hora) a esas películas que pretenden elevarse por encima del mainstream y etiquetarse como “cine arte”, con su recurrencia a la muerte como instancia redentora, a la utilización de la música como connotante de emociones y a la factura sin mayores hallazgos narrativos, con una superficie extremadamente pulida y cristalina como para que un público amplio pueda “disfrutar” de la propuesta. Si algo sostiene a El mundo según Barney son las actuaciones, obviamente la de Giamatti, pero también las de Dustin Hoffman y Rosamund Pike. Barney Panofsky es un tipo que ha tenido éxito en el mundo del espectáculo, produciendo un show televisivo de dudosa calidad (a juzgar por lo que se ve) lo que tiene una singular relación con su vida personal: tipo patético, incapaz de conectar con el mundo, incluso sufre las traiciones de sus amigos más cercanos. Tipo tan patético y poco confiable, que se termina enamorando de otra mina durante su noche de bodas. Hay que reconocer que en esos primeros minutos, la película sostiene su interés por la actuación de Giamatti, ese tipo capaz de convertir en humor la cuestión más sórdida. Es como si Harvey Pekar se hubiera metamorfoseado en Barney. El clic en la historia llega con la aparición de un policía que está a punto de publicar un libro (una de esas investigaciones que se convierten en best seller), quien revela oscuras cuestiones de la vida personal de Panofsky, incluido el supuesto asesinato de un amigo. Este hecho, obligará a Barney a rever momentos clave de su vida y, de paso, a los espectadores a conocer los pormenores de este señor que no parece muy feliz que digamos. Así, El mundo según Barney viaja a la década de 1970 en Italia y continúa en Canadá: el relato está hilvanado por los tres matrimonios del protagonista, hasta llegar a Miriam (Pike), la mujer que volverá loco a Panofsky. La forma que encuentra Lewis para conducir el relato se parece mucho a esas comedias dramáticas qualité que puntúan entre la risa y el llanto, abordando cuestiones sórdidas pero siempre cuidadosamente, y que en su extensión (134 minutos) parecen decir que se trata algo importante. Vestuario, música, maquillaje, dirección de arte, todo confluye en una gran producción que se reviste de auto-importancia. Claro está, el golpe de suerte llega con una enfermedad, en este caso el Alzheimer. Si bien van apareciendo algunos signos que nos van avisando lo que le pasa a Panfosky (el olvido del auto, palabras raras jugando al Scrabble), el film nunca logra que la enfermedad tenga el peso narrativo que debería tener. Es decir, cómo alguien con Alzheimer logra recordar su pasado. Qué selecciona, qué olvida, cómo la mente manipula las emociones. Lewis apenas utiliza la enfermedad como una excusa para que queramos a la fuerza al despreciable Barney. Y lloremos a moco tendido sobre el final. En esa decisión del director, el film pierde el norte y también el mínimo interés en lo que está contando. Por ahí aparecen, en cameos, David Cronenberg, Atom Egoyan, Ted Kotcheff y Dennis Arcand. Uno supone que por el orgullo de ser canadienses y no por el de aparecer en esta película menor.