El filme tiene varios problemas. El primero es la indefinición en el tono: sus primeros minutos son de un didactismo que bordea el manual de colegio primario, mientras que luego se mete en cuestiones mucho más oscuras y difíciles. No es casualidad que los mejores momentos de Eva de la Argentina tengan que ver con aquellos en los que el narrador Rodolfo Walsh investiga el destino del cadáver de Eva Perón. Allí, el film adquiere ritmo de thriller, de película noir, de investigación, que tiene mucho que ver, también, con la profesión que la directora María Seoane ha desarrollado durante mucho tiempo: el periodismo. Pero, lamentablemente, la película no se conforma con recortar un momento de la historia y ponerlo bajo el prisma de lo genérico (algo que a lo que se animó Caetano con Crónica de una fuga, por ejemplo), especulando sobre la realidad, sino que pretende también ser una parte más de la saga que cuenta edulcoradamente al peronismo, sumándole la vida de Eva Duarte y una referencia a la última dictadura militar. Es mucho, no sólo para un film de apenas 75 minutos, sino también para uno que desde la animación apela a una estética visual chata y escasamente interesante. Eva de la Argentina es la historia de Eva Duarte, desde su nacimiento hasta su muerte. Claro que contar eso es, básicamente, contar el nacimiento del peronismo y de cómo las clases obreras se pudieron sentir representadas en el poder. Pavada de tema. Hace poco, Juan y Eva contaba algunas cosas que aquí se vuelven a ver, pero el film de Paula de Luque difería de este en la manera en que presentaba a la pareja: Seoane es, evidentemente, más “evitista”, arriesga en mostrar a un Perón devastado y débil una vez que la Duarte no está con él. En ese sentido, continúa más una línea histórica que ha querido ver a la presencia de Eva como el verdadero motor que contrarrestaba las taras que Perón arrastraba de su pasado militar. Juan y Eva, por el contrario, ponía a Eva como la mujer detrás del estadista y eso era lo más interesante de un film por demás apolillado. Pero Eva de la Argentina tiene varios problemas. El primero, y más notorio, es la indefinición en el tono: sus primeros minutos son de un didactismo que bordea el manual de colegio primario, mientras que luego se mete en cuestiones mucho más oscuras y difíciles. Pero, como decíamos anteriormente, la película es demasiado corta como para poder contar adecuadamente todo lo que quiere contar: así recurre a simplificaciones, a dibujar personajes con un trazo demasiado grueso, a mezclar los gobiernos de Perón, la muerte de Eva, la persecución sobre Walsh, y más temas que por más que se nos quiera hablar de una continuidad histórica, desconocen los contrastes de cada tiempo. Estas contradicciones impiden ver si Seoane pensó esto como un producto para instruir a los jóvenes o para un público adulto. Sin embargo, lo que definitivamente más molesta del film es el escaso cuidado puesto en su aspecto visual y narrativo. El tema es que si se pensó en un film animado, no hay indicios de que a alguno de los involucrados le interese demasiado la animación. Más allá de los dibujos de Solano López, la técnica del cut out, con figuras planas recortadas sobre fondos móviles, genera siempre una sensación de tosquedad. No sólo no hay un aprovechamiento o justificación de esta técnica (aunque parece ser un problema habitual de los productos de Illusion Studios, aunque Boogie el aceitoso se justificaba un poco), sino que además el film está contado desde la voz en off del Walsh dibujado. Es decir, en Eva de la Argentina importan más las palabras y las ideologías que la técnica utilizada. Ese descreimiento del soporte es una demostración de cómo el cine es a veces rehén de las circunstancias y la coyuntura. Una pena, porque Eva de la Argentina tenía en la animación una ventana para escapar del mármol habitual y tener más libertades.
Por qué cantamos… y bailamos Nunca vi un capítulo entero de Glee, aclaro y digo esto porque entiendo que el dato es necesario para el lector. Dicho esto, me suelen irritar un poco las puestas musicales tipo entrega del Oscar, ya que me parecen demasiado artificiales y poco vividas. Obviamente, estos son los puntos fundamentales que me alejan de Glee, ya que la serie a mi entender estaba sostenida en esas puestas en escena donde la técnica manda pero la emoción se escabulle. Uno puede decir “qué bien cantan estos pibes”, pero ese bien cantar se acerca peligrosamente a un tecnicismo sin la vibración que es dable contenga el arte. Es decir, desde la técnica Luis Miguel canta mucho mejor que Leonard Cohen, pero quién puede dudar de que el canadiense emociona y es mucho más interesante y profundo como artista que el mexicano. Es por todas estas cuestiones que ver Glee 3D no era algo que me generara demasiada expectativa y, mucho peor, como buen cínico (si no, no podría dedicarme a esto de comentar películas: sepan disculpar colegas, todos somos cínicos) la película o el recital filmado estaba destinado a ser despreciado desde el vamos. Pero una de las virtudes que debe practicar el crítico es aceptar cuando aquello de lo que dudaba, lo sorprende positivamente. Y esto ocurre con Glee 3D, captura del concierto que los protagonistas de la serie dieron en algunos escenarios y que fue dirigido por Kevin Tancharoen, alguien que no tenía los mejores pergaminos con aquella remake infumable de Fama en su haber. Lo primero interesante del film es que no se trata de un capítulo estirado, sino de un recital filmado. Pero, más interesante aún, los intérpretes mantienen sus personajes, juegan a ser aquellos que del colegio saltan a la fama y se presentan en vivo. Entonces, sus características se mantienen en la forma en que encaran su presencia ante el público. Ese juego metatextual (son personajes de una serie que suponen, a su vez, ser parte de la realidad y no de la ficción), hace que el 3D luzca mejor porque lo que se propone es una cuestión inmersiva no en un sentido vivencial, sino en una interrelación entre los personajes y el público. Y esto es claro cuando la puesta en escena juega a colocar al espectador no en el rol del cantante que está sobre el escenario, sino ahí, en las gradas, mirando el show, disfrutando del espectáculo. Glee 3D se propone como una fiesta y hace partícipe al que mira. En este trabajo sobre la realidad y la ficción que ejecuta el film se suma otro elemento, que a la luz de los resultados termina siendo lo más convincente e interesante de Glee 3D. Y es que esa apelación constante al público se relaciona con una mirada directa hacia el fanático y seguidor de la serie: de lo contrario, estaríamos ante un concierto bien filmado, que sólo interesaría al que le gustan las canciones. Alternando entre tema y tema, aparecen por ahí tres jóvenes que han vivido experiencias particulares en sus vidas (y muchos otros que simplemente están ahí para expresar su amor por la serie): una porrista enana, un joven gay que sufrió el escarnio de sus compañeros en el colegio y otra que padece un síndrome que la lleva a recluirse y alejarse de la gente. Todos, y cada uno de ellos, reconocen que la serie les sirvió para aceptar su lugar en la sociedad. No dicen que la serie los salvó (de hecho algunos de ellos ya se había aceptado antes de que la serie saliera al aire), sino que de alguna forma acompañó su crecimiento o que sirvió para que otros se acepten o acepten al otro. Glee se identifica por la letra “L” marcada con el pulgar y el índice sobre la frente, algo que representa al “looser”, el perdedor. Y si bien por esta parte del planeta no tenemos tan identificado en la cultura popular lo cruel de ese pasaje llamado adolescencia, Glee universaliza el sentido de distanciamiento social que sufren muchos jóvenes. Y que aquí se lo diga por fuera de la ficción y centrándose en lo real, en esa gente que puede seguir una serie, por más naif o ingenua que parezca, no deja de ser un paso adelante en la búsqueda de una mayor tolerancia. Glee 3D lo dice desde el público y de frente al público, y lo hace con la alegría y energía que transmiten, ahora sí, el baile y el canto. Por este asunto es que Glee 3D pareciera, en realidad, una mirada distanciada de la serie por medio de la cual se termina aceptando el rol que le corresponde ante la sociedad: es como si Tancharoen tomara a la serie como algo no ficticio e intentara analizar su impacto, sin declararse como parte de ese objeto. En este trabajo de autoconciencia, el film justifica el baile, la música, el color y la energía de su propuesta como una forma de allanar el camino hacia aquellos que la pasan mal por correrse de lo que culturalmente se ha dado como establecido. Esa justificación de la comedia musical como un mundo mucho más abierto e inclusivo. Que algunos imbéciles no lo entiendan -y esto lo digo por lo que me tocó vivir durante la función del film-, y que se burlen cada vez que aparece la enana porrista en pantalla evidencia que el discurso elaborado por el hecho artístico no tiene por qué caer en el público correcto. Y también, que la gente termina interesándose por cuestiones diferentes a la idea principal que puede tener el artista. Pero en esa aparente contradicción, también hay parte de verdad: el arte permite muchas lecturas, y Glee 3D juega lúdicamente con ellas. Por esta vez, la técnica, la perfecta puesta en escena, fue superada por lo humano e imprevisto.
Fantasías desanimadas de ayer y hoy Vengo a descubrir con el estreno de Don Gato y su pandilla que la serie que veía en mi infancia tuvo una vida bastante corta: nada más que una treintena de capítulos allá en los comienzos de la década de 1960 (aclaro que yo la vi en los ochentas). De ahí que uno pueda suponer que no había un universo demasiado rico para explorar y que su traspaso a la pantalla grande haya tenido que ver exclusivamente con un fin económico, de seguir explotando estos personajes del pasado para erosionar la nostalgia de padres y agudizar el deseo de los niños por nuevos personajes animados. Sin embargo, de cuestiones mínimas como un juego de parque de diversiones o un libro de lectura escolar, salieron cosas muy interesantes como Piratas del Caribe o Lluvia de hamburguesas, por lo que ya es tiempo de dejar de lado el prejuicio con estas cosas y más allá de cuál haya sido el material de base, adjudicar los malos resultados a la pésima reelaboración del original. Don Gato y su pandilla es por mucho uno de los peores films animados del año, y no deja de ser una pena debido a algunas particularidades de su producción. Don Gato pertenecía a la escudería de Hanna-Barbera. Sin embargo cuenta la leyenda que en los Estados Unidos no tuvo demasiado éxito, aunque su figura quedó impresa en la memoria colectiva de los televidentes de América Latina, vaya uno a saber por qué. Fue entonces que en el medio de un revival de todo tipo, Hanna-Barbera cedió los derechos de su personaje (del que no tenían ni ganas de hacer una película en los Estados Unidos) para que una compañía mexicana en coproducción con la Argentina haga un film destinado, fundamentalmente, a la audiencia de habla hispana. Es por este motivo, por el esfuerzo de producción evidente (buen trabajo de voces, un aspecto visual que recrea aquellos dibujos de manera precisa, una esforzada banda sonora que no deja de lado el histórico y pegadizo leit motiv musical), que uno desearía que Don Gato y su pandilla sea un film mucho mejor de lo que es. O aunque sea, un poco mejor. Porque salvo los primero minutos, esos en los que suena el viejo tema de presentación, y algún que otro chiste aislado, Don Gato y su pandilla es un film verdaderamente pobre, que intenta aggionar los personajes, involucrando una subtrama algo pesada sobre control policial y poder, pero que resulta demasiado enredada para los chicos y sumamente infantil para los grandes. Por otra parte, se hace demasiado evidente el estiramiento del cartoon habitual a una historia de 80 minutos, y una recurrencia a todos los clichés del cine animado que vende hoy, desde el interés romántico hasta los chistes “adultos”, pero todo sin demasiada convicción ni esfuerzo. Don Gato y su pandilla confunde y nunca entiende a su original: las tropelías del protagonista y sus amigos contra el oficial Matute, que recordaban a ese humor del cine mudo donde el poder era representado por el agente policial callejero, son puestas aquí bajo otra perspectiva. Así, Matute gana en protagonismo y Don Gato pierde espacio, perdiéndose el norte del original y volviéndose demasiado condescendiente con aquel personaje que causaba tanta antipatía cuando éramos niños (grosero error: hay una presentación de personajes bastante torpe y ligera, como dando por hecho que el espectador ya conoce a los protagonistas). La película de Alberto Mar sólo luce su calidad de imagen y sonido digital (igualmente su 3D es inexistente), pero se olvida de que las tecnologías sirven nada más en lo superficial. A los guiones (aunque a veces, como en este caso, no lo parezca) los siguen escribiendo los seres humanos.
En Justicia final la libertad es un desayuno bajo el sol a la vera de un lago. Justicia final es otra de esas películas para (me considero culpable) desdeñar sin ver: historia real, drama sobre el esfuerzo de una persona combatiendo contra todo, crítica al sistema, actuaciones tensas para el premio anual, todo contado como en un telefilm, sin demasiado esfuerzo, y con una musiquita que refuerza el espíritu redentor. “¡Tu puedes!”, pareciera ser el discurso que baja desde la pantalla. Y no voy a negar que algo de eso hay en este film dirigido por Tony Goldwyn, pero también hay que señalar que la película es mucho más digna de lo que uno imagina, especialmente por el recorte que hace el director de una historia bastante inverosímil pero, al fin de cuentas y por increíble que parezca, real. Kenny Waters (Sam Rockwell) fue condenado a cadena perpetua en 1983 por un terrible crimen. Su hermana (Hilary Swank), que trabajaba en la barra de un bar, confía ciegamente en su inocencia y ante la imposibilidad de costear un abogado de nivel, decide ella misma estudiar Derecho, recibirse, representar a su hermano y sacarlo de prisión. Difícil. Mucho más cuando la propia Betty Anne Water tiene que llevar adelante un matrimonio con dos hijos. Sin embargo la historia le pondrá delante otras complicaciones: burocracia judicial, resentimientos y un entramado de mentiras que sirven para mantener un status quo. En la empresa a la buena de Betty Anne se le van unos 12 años de su vida. Así las cosas, Justicia final es de esas películas que, conociendo de antemano cómo termina y a sabiendas de que está construida sólo como un instrumento didáctico y aleccionador, termina jugando su suerte al punto de vista que sostenga el realizador, a qué le interesa al que narra de todo el cuento. Y Goldwyn, que cuenta con intérpretes notables y que están en buena forma (se agradece la vuelta en grande de Minnie Driver), acertadamente deja de lado lo referido al esfuerzo personal de Betty Anne (su carrera universitaria está mostrada en escorzo) para detenerse en los pequeños detalles que connotan el absurdo del sistema en el que vivimos, por ejemplo que de haber estado viviendo en otro Estado Kenny hubiera sido ejecutado por la pena de muerte. Goldwyn, que hace acordar a también otro actor/director Thomas McCarthy y su Visita inesperada, narra con un tono seco un tema grande: los momentos épicos para sus personajes son casi siempre situaciones mínimas, cotidianas, triviales (un fax que llega imperceptiblemente, por ejemplo). Son esos momentos los que valen de Justicia final, y que incluso permiten la emoción. “¿Eso es todo? ”, pregunta Kenny. Y le sacan las esposas. La libertad en la película es un desayuno bajo el sol a la vera de un lago.
Dos hermanas El agua del fin del mundo es un film pretencioso, pero no en el sentido en que uno suele utilizar este calificativo: no es que quiere trascender o convertirse en el film definitivo sobre algo (aunque en el comienzo hay un primer plano de la protagonista mirando a cámara que asusta un poco, y hace pensar en ese cine pedante). Es pretencioso porque pretende contar muchas más cosas de las que puede o, incluso, de las que debería. Tampoco es ambicioso, porque lo que cuenta lo hace con un tono medido y sin desbordarse: digamos, la historia de dos hermanas, una de ellas con una enfermedad terminal, que viven como pueden y quieren juntar dinero para irse de viaje a Ushuaia y cumplirle el sueño a la que está por morir, parece bastante sobrecargada como para que temamos lo peor. Pero tanto Paula Siero desde la dirección, como Guadalupe Docampo y Diana Lamas (las hermanas en cuestión) desde los protagónicos, reprimen el trazo grueso y trabajan sobre los límites de los conflictos: en vez de hablar de la enfermedad, lo que importa es ver cómo el vínculo se afecta por la enfermedad, cómo sobrelleva una el hecho de cuidar a la otra. Los problemas de El agua del fin del mundo llegan cuando se abre hacia subtramas que airean la narración (por ejemplo el romance de una de las hermanas con un músico callejero -Facundo Arana-), pero ninguna tiene el peso suficiente como para interesar al espectador. Adriana (Docampo) es la mayor y la enferma, y Laura (Lamas) la menor y la que trabaja en un bar de mala muerte para sostener la casa. Hay un interesante trabajo sobre lo físico: Adriana es más grande, mientras que Laura es menudita. Pero es la más chica la que se tiene que hacer cargo de llevar una mochila difícil: traer el dinero, enamorarse sin demasiada suerte, cuidar a su hermana, incluso tener que cargarla -como pueda- cuando la enfermedad se declare más explícitamente. En esa contradicción hay un decir solapado sobre las dificultades de la vida y cómo sobreponerse. En el pequeño cuerpo de Lamas, el futuro parece mucho más complicado aún. Incluso Siero trabaja los espacios, oprimiendo a los personajes, aunque nunca asfixiándolos: si bien se excede en el uso del primer plano, hay un departamento de pocos ambientes, Laura trabaja en la cocina del bar, hasta tiene sexo en el reducido baño de una estación de subte. Todo esto oprime, encierra, niega la posibilidad de ver más allá, de trascender el presente, el hoy, el momento. Esto, por otro lado, refuerza los vínculos entre Laura y Adriana, y son esos momentos en que las hermanas conversan sobre sus cosas, los mejores de la película, en los que se puede observar que la química entre las actrices es perfecta y la relación da realista, epidérmica. Pero como decíamos, el film tiene necesariamente que abrirse a otras subtramas: algunas carecen de interés y resultan meras excusas de guión para hacer avanzar la historia, y otras ocupan demasiado lugar, como la aparición del músico callejero, que tendrá un amorío con Laura y algún flirteo con Adriana. No es sólo la actuación de Arana (bastante pobre, más allá de su apreciable esfuerzo por salirse del galancito que la televisión ha vendido), sino que además el personaje está mal trazado, es puro estereotipo y obviedad: músico callejero, vago, alcohólico, desalineado. Incluso Siero filma alguna escena de sexo un poco sórdida (aquella mencionada en el reducido baño de la estación), que no funciona y resulta excesivamente violenta para el tono que venía trabajando la directora la puesta del film. Y esto hará más ruido luego, cuando El agua del fin del mundo se vea en la necesidad de caer en algunos convencionalismos para cerrar sus conflictos. En la última parte, se retoma la idea de las dos hermanas disfrutando sus momentos: y Docampo y Lamas destacan mucho más. Son instantes plenos, reales, tangibles, de esos que generan conexión con el espectador. Es entonces cuando uno lamenta que la película se haya distraído en otros asuntos, mientras se le escabullía una bella historia sobre dos hermanas que atraviesan todos los problemas del mundo, pero siguen juntas ante las adversidades y hasta el agua del fin del mundo. La película de Siero es bastante fallida, aunque deja ver a una directora que si logra ajustar más sus historias, si define con mayor precisión qué quitar y qué dejar, puede convertirse en una realizadora a seguir.
La comedia, que avanza con vaivenes y un poco a los tropezones. No sería ilógico pensar que El guardián del zoológico era un producto pensado para Adam Sandler, pero que algo pasó en el camino y el actor se quedó apenas como productor y poniendo la voz a uno de los animales protagonistas. Es decir, además de Frank Coraci en la dirección y el amigo de la casa Kevin James en el protagónico, la película tiene todos los elementos típicos de la comedia sandleriana: obviamente, el malo es el dinero o, en todo caso, lo que nosotros hacemos cuando tenemos dinero y nos alejamos de nuestras pasiones. Lo que dejaría en evidencia que al Sandler actor/autor, hay que sumarle también un Sandler productor/autor. Lo que ocurre, por otra parte, es que el personaje Sandler está atravesando una etapa bastante crítica y El guardián del zoológico tiene todos los desaciertos de las últimas películas del comediante. James es el personaje del título, alguien que tras sufrir un desengaño amoroso decide ocultarse en su trabajo, distanciarse del mundo y centrar su atención en su profesión: así se convierte en el mejor guardia de un zoológico, o al menos eso es lo que dicen los propios animales. Bueno, no les dijimos: El guardián del zoológico es de esas películas que hacen hablar a los animales. Es decir, al estilo Sandler más familiar le incorporamos unos animalitos parlanchines, algo de humor físico y una trama bastante simple, con lo que tenemos un producto infantil en la cancha. Además, la reaparición de la ex una vez que el protagonista había logrado olvidarla, permitirá jugar también con la comedia romántica. No es por puritano, pero sí hay que señalar que a veces no se comprende de estas películas hacia qué público van dirigidas: si bien estamos ante un evidente relato infantil, algunos chistes y secuencias buscan incluir a los adultos, pero no como en Pixar sino de una manera un tanto grosera. Esa confusión es la propia de la comedia, que avanza con vaivenes y un poco a los tropezones. Si existe un elemento que permite que veamos al film como algo simpático y sin mayores pretensiones, ese es el talento de James para sostener hasta la secuencia más tonta, la simpatía de Rosario Dawson (compañera de trabajo del protagonista) y los momentos que el guardián comparte con un solitario orangután. El guardián del zoológico no evitará la moraleja, aunque la misma no esté tan subrayada, y pasará sin hacer demasiado daño. Lo peor para decir sobre ella es que resulta bastante perezosa en sus resoluciones. Y no mucho más.
Caballeros sin espada Bertrand Tavernier es uno de esos directores franceses que filman con regularidad pero que, además, colaboran con su trabajo en la instalación del cine galo como una marca de calidad superior al resto. Para ser claro: no creo que esto último sea así -de hecho tenemos La princesa de Montpensier para confirmarlo- pero su nombre está asociado por el imaginario del espectador a cierta idea de trascendencia. Imagínese entonces si como aquí, el film se basa en una novela en 1662 escrita por Madame de Lafayette, figura clave de la literatura moderna, quien con La princesa de Cleves dio el primer paso en ese sentido. La princesa de Montepensier es un relato que agrupa diversas vertientes de las novelas de época: por un lado la confrontación política teñida de lo religioso, las intrigas palaciegas con amores arreglados y pasiones reprimidas, y fundamentalmente el relato de aventuras, de caballeros que dirimen su honor a espadazo limpio. De todo esto hay un poco en el film de Tavernier, quien sin embargo filma con tanta corrección que un elemento clave falta a la cita: la pasión. Mélanie Thierry es la citada princesa, quien se debate entre cuatro hombres: su esposo por mandato familiar (Grégoire Leprince-Ringuet), su amor del pasado Henri de Guise (Gaspard Ulliel), el lascivo duque de Anjou (Raphaël Personnaz), y el conde de Chabannes (Lambert Wilson), alguien que viene de abandonar la guerra entre católicos y hugonotes saturado por la violencia, y que ha sido destinado por el príncipe de Montpensier para cuidar a su esposa. Son estas pasiones cruzadas las que van haciendo avanzar la historia, mientras de fondo se cocinan otras cosas: los mandatos familiares, las formas de la discriminación, el poder como algo que se construye con acuerdos y a fuego. Obviamente Tavernier elabora un film político -o al menos lo intenta-, que si bien está basado en un texto del Siglo XVII, posee los suficientes elementos como para ser leído desde el presente. La princesa de Montpensier quiere ser un film anti-belicista, que niega el sentido de la guerra y apuesta por la concreción de los deseos personales como única forma de realización. Esta visión es, obviamente, contemporánea y moderna, alejada del texto que intenta más connotar diversos códigos ridículos de su tiempo. Tavernier es alguien que filma clásico: la narración fluye clara y cristalina, aunque sus más de dos horas de duración terminen por jugarle bastante en contra. Por momentos el film se repite y se alarga innecesariamente. No obstante, contra lo que uno puede suponer (cierto envaramiento, una construcción refinada y con un ojo más atento a la dirección de arte, refinamiento visual por encima de la narración), la película no resulta tan qualité. Es, sí, una película de aspecto refinado, pero en todo caso hay una apuesta mayor por el drama romántico y la aventura de caballos y espadas, que por la reflexión pesada o la mirada política. El problema de la película es, en todo caso, que la ambición por contar mucho resulta nada: la aventura no es para nada física ni vertiginosa (hay algunas escenas de acción, pero filmadas con cierta pereza) y lo romántico está contaminado por la falta de pasión que desprenden sus protagonistas: ni Thierry, ni Leprince-Ringuet, ni Ulliel están a la altura de un relato que debería ser asfixiante y dramático, y no se entiende por qué pelean o se distancian. Salvo por cierta locura que desprende Personnaz y la noble interpretación de Wilson, La princesa de Montpensier se diluye en una especie de film que nunca termina de arrancar y que se extiende demasiado. Wilson y su conde de Chabannes son lo más interesante, quienes aportan algo de conflicto y complejidad, en el marco de una película demasiado interesada en los decorados y la buena recreación de época como para ensuciarse en los caminos de la pasión.
Damas en guerra es la mejor comedia del año. Momento uno. Annie (Kristen Wiig) brinda un discurso en honor a su mejor amiga Lillian (Maya Rudolph), que está a punto de casarse. Pero la intromisión de la repelente Helen (Rose Byrne), hace que Annie tome una y otra vez el micrófono con el objetivo de dejar en claro que ella es la mejor amiga de Lillian. La escena, totalmente hilarante, hace recordar al universo cómico de Mike Myers: un estiramiento del chiste, que va haciendo una curva descendente y ascendente a la vez, generando en el trayecto mucha incomodidad. De hecho, es el primer momento en el que Annie y Helen demuestran la competencia por la lealtad que se viene, pero el guión de la propia Wiig no esconde la miseria que su personaje puede derrochar. Annie está más cerca de la anti-heroína de comedia romántica a lo Julia Roberts en La boda de mi mejor amigo, que a la Meg Ryan de Sintonía de amor. Momento dos. La novia y sus cuatro damas de honor están en una casa de alta costura, dispuestas a comprar sus vestidos. Pero la previa ingesta de comida en mal estado comienza a hacer estragos: pedos, vómitos y cagaderas varias acecharán a estas damas. La escena, contada a velocidad rayo y con una energía singular por Paul Feig, es sumamente escatológica, pero de una escatología que va más allá de la flatulencia: en esta gran secuencia Damas en guerra planta bandera y dice que el territorio del humor escatológico, habitualmente propiedad del hombre, puede ser también de la mujer. Y estas damas dejan al cuarteto de ¿Qué pasó ayer? como pobres ingenuos. Los vómitos y las cagaderas sobre caros vestidos, incluso un vestido de novia (¡sacrilegio!), destruyen los símbolos y se burlan de los ritos establecidos en estos casos. Momento tres. Para intentar llamar la atención del oficial Nathan (Chris O’Dowd), Annie y Helen pasan una y otra vez frente a él con su auto. Cada vez que lo hacen, simulan cometer algún tipo de infracción. La secuencia, larga, permite la improvisación a la manera de un Will Ferrell, sacando todo el jugo posible a una situación por demás ridícula. Esta escena es una de esas que en los extras del DVD descubrimos que había mucho más que quedó en la sala de montaje, pero además es una demostración del virtuoso estilo humorístico de Wiig, la mejor actriz cómica del cine norteamericano en mucho tiempo. Comentamos tres escenas, pero hay mucho más en Damas en guerra, la mejor comedia del año. Lo más interesante del film de Feig, producido por Judd Apatow, es que si bien contiene estos notables momentos de humor, estas grandes piezas cómicas, la película logra introducirlas dentro de una historia interesante, corrosiva y, fundamentalmente, emocionante aunque sin sensiblerías. Damas en guerra tiene momentos, pero es mucho más como film que sus partes. Y esto es así porque Wiig aprovecha enormemente su primer protagónico: como guionista escribe unos personajes caricaturescos pero creíbles, especialmente su Annie, una mujer decididamente desdichada en el amor y en la vida en general, que preparándose para la boda de su mejor amiga descubre algunos de los motivos de sus desdichas. Annie es una mina que no encuentra su lugar en el mundo, ¡pero caramba! que el mundo se ha convertido también en un lugar extraño. Comparada erróneamente con ¿Qué pasó ayer?, Damas en guerra la supera no sólo porque sus chistes son más perfectos, sino además porque logra tener una mirada humanista sobre sus criaturas y sobre el mundo, algo no demasiado fácil para la comedia que la mayoría de las veces tiende al cinismo. Es ese fundamental elemento que Wiig propone, Feig organiza y Apatow dispone a partir de su marca más reconocible como productor, por el que Damas en guerra se anima a hacer con la comedia romántica lo que quiere.
Duro de aguantar A Identidad secreta se le notan las marcas del producto multitarget por todos sus rincones: en primera instancia es un proyecto modelado para la figurita joven del momento, Taylor Lautner, el licántropo exhibicionista de la saga Crepúsculo. La idea es, pues, poner al joven en un producto de acción, lo que atraerá tanto a las chicas (para ver al muchacho) como a los muchachos (que quieran ver algún tiro). El film va en la onda saga de Bourne, con un protagonista perdido y en carrera por descubrir su identidad. Pero, también, rodean a Lautner (y a la inexpresiva Lily Collins) de gente como Sigourney Weaver, Alfred Molina, María Bello, Jason Isaacs, con la esperanza de que esto revista de algo de seriedad al asunto, y así atraer a otros públicos. Por si fuera poco, suman a un director como John Singleton, que si bien viene arrastrando malas películas es un tipo con un mínimo de prestigio. Así las cosas, con todos estos parches sobre la espalda, Identidad secreta termina siendo una película de acción sin acción, un misterio irrisorio y un film aburridísimo. Así no hay producto multitarget que aguante. Nathan (Lautner) es un joven conflictivo, que va a terapia para tratar de contener su ira. Va al colegio y le gusta Karen (Collins), pero no puede ni sabe cómo encararla. Sin embargo, sus posibilidades de acercamiento aumentan cuando un profesor les encarga un trabajo práctico en dupla, y a él le toca trabajar con la chica. Ambos se ponen a investigar un asunto sobre páginas web, y llegan a un sitio donde se muestra a niños perdidos. Entonces, el conflicto se desencadenará cuando Nathan descubra que en realidad él era un chico perdido, y comienza a dudar de sus padres, mientras sin que lo sepa empieza una cacería sobre su persona, que arrastrará a agentes de la CIA y peligrosos mafiosos rusos. Si las cosas salieran más o menos bien, uno utilizaría términos como “hitchcockniano” o “depalmiano”, pero todo es tan ridículo y tonto, y narrado y escrito con persistente nivel de inutilidad, que la única filiación cinéfila que uno le puede adosar a Identidad secreta es la de parecerse a esos thrillers flojos de DJ Caruso con Shia LaBeouf, pero incluso con mucha menos gracia. Identidad secreta arranca mal, con una postal de esos jóvenes americanos que el cine yanqui nos vende como máxima de la incorrección, que organizan fiestas en casas, se emborrachan y ven a dos chicas en malla y se creen que son los más atrevidos del planeta, todo musicalizado con rock duro y fotografiado como en una publicidad de cerveza: son muy graciosas algunas referencias culturales que mete, con nombres como Justin Bieber o Lady Gaga, lo que evidencia su interés por conseguir un público sub-18. Pero las cosas empeoran mucho más, con una sucesión de giros mal escritos (la aparición de una remera, hecho que relanza la historia, es algo indigno de ver) y peor filmados (el montaje es especialmente malo), sumado a unos personajes sin conexión con el espectador. A Lautner le queda enorme el rol de héroe de acción, y la película que le construyeron a su alrededor se cae a pedazos. Uno inmediatamente se acuerde de otros tiempos, con otros vehículos puestos a disposición de actores en ascenso como por ejemplo Bruce Willis y Duro de matar. Eso hace que la indignación aumente. Pero, por suerte, si uno quiere decir algo a favor de este coso infumable es que al menos no indigna. Es solamente malo. Muy malo. Duro de aguantar, le diría.
Mottola trabaja el vínculo de amistad masculina puesto en crisis durante la movilidad de un viaje, y a sus protagonistas los pone a interactuar con toda clase de personajes. Greg Mottola es uno de los directores más interesantes del cine norteamericano actual, pero es a la vez una rareza: no es de aquellos nombres que buscan la trascendencia a través de lo considerado “artístico”, ni es de los que perfilan en el mainstream con grandes tanques o films populares. Si bien ha transitado formatos populares, siempre ha sabido rodear el hueso y mostrar un punto de vista diferente. Mottola se moviliza en un universo donde la amistad es un valor fundamental, incluso mucho más que el amor de pareja. Y en Paul, el director logra hacer varios cruces con otros universos igual de interesantes: por un lado, lo que propone la dupla británica Simon Pegg y Nick Frost, que aquí no sólo protagonizan sino que además escriben; pero también la capacidad de Seth Rogen para construir un personaje adorable sólo con su voz. Pegg y Frost son dos británicos en Estados Unidos, que van a la Comic-Con, una de esas ferias repletas de freaks, pero que luego deciden recorrer diversos puntos donde supuestamente se han realizado avistamientos alienígenas. Y es precisamente que en uno de estos lugares se cruzan con Paul, un marciano perdido en tierra norteamericana desde hace varias décadas y que busca desesperadamente la forma de volverse a su hogar. Como en Supercool, Mottola trabaja el vínculo de amistad masculina puesto en crisis durante la movilidad de un viaje, y a sus protagonistas los pone a interactuar con toda clase de personajes. Paul incorpora la road movie, la ciencia ficción paródica, la buddy movie, la sátira política, apuntando todos los dardos contra la política armamentista de los Estados Unidos y la pasión religiosa y violenta del sur norteamericano. En Paul están todos los que tienen que estar: Jane Lynch, David Koechner, Seth Rogen, Jason Bateman, Bill Hader, Joe Lo Truglio, Kristen Wiig, y todos están perfectos. Mottola sabe cómo entrelazar personajes y cómo hacer esto en pleno movimiento. Si hay una característica en su cine (además de su habitual calidad), es la del crecimiento personal, la de la aventura que significa el pasaje a otra etapa de la vida. Lo interesante en Paul, y de ahí su carácter subversivo, es que mientras quiere decir una cosa por un lado respecto de la amistad y demás banalidades, las niega contundentemente por el otro. Y en eso tiene mucho que ver Paul, el marciano, creación irreverente que pone el universo patas para arriba. Además, en Paul la cinefilia de Mottola llega a niveles insospechados, introduciendo incluso chistes sobre Un milagro para Lorenzo. La última película de Mottola va por diferentes carriles: la crítica a los Estados Unidos conservadores, la comedia de pareja despareja y la sátira al cine de ciencia ficción y aventuras, y por todos va acertadamente, a la vez que logra cruzarlos como esas rutas que atraviesan los protagonistas. Si bien es anterior, bien vale verla como una reversión de Súper 8. Junto al notable film de JJ Abrams resultan un gran homenaje al cine de los 80, entendiendo por homenaje no la copia textual, sino la recreación de un espíritu. Algo que está en el aire, y que Paul toma con total alegría. Si hay algo del film que vale la pena, precisamente, es la alegría que destila. No se ven películas tan libres como esta habitualmente. Mottola volvió a acertar.