Lentamente el cine nacional se le anima a los géneros. Y en este sentido, la comedia romántica, de Taratuto para acá, parece ser el más experimentado: claro que salvo la notable Música en espera, los resultados han sido de pasables a regulares, incluso malos. Es evidente que uno de los errores es la forma en que se concibe el producto: hay una explícita copia del modelo norteamericano (los “maestros” absolutos), pero sin interés en reparar en cómo son trabajados los mecanismos y los lugares comunes, incluso muy lejos en cuestiones de tiempo cómico, algo que es fundamental. La fórmula, en la Argentina, parece ser: galancito de la tele + figurita femenina de la tele + trama que los separe y los junte + humor entre costumbrista y grotesco + ternura + carisma = público asegurado. La comedia romántica nacional descree que el género pueda tener un vuelo cinematográfico: constantemente se apela a lo televisivo, y no sólo en los actores, sino además en los tiempos y la estructura de los planos. Y como nos ha enseñado Norah Ephron, la comedia romántica puede ser una referencia cinéfila, o como ha demostrado Judd Apatow, también puede soportar un subtexto social. El modelo de comedia romántica a la argentina, entonces, se queda con la posibilidad más chicas del modelo, contentándose con ser apenas un entretenimiento leve. El ejemplo puesto, es más que válido, si Música en espera funcionaba era porque releía los clásicos, le incorporaba muchas resoluciones visuales y de puesta en escena, y tenía dos protagonistas que con naturaleza construían personajes de varias dimensiones. Todo lo anterior -lo malo- se puede aplicar a Güelcom, la opera prima de Yago Blanco con Mariano Martínez y Eugenia Tobal como una pareja que se distancia cuando ella se va a vivir a España, y que el tiempo los reúne, con ella volviendo del extranjero junto a su nuevo novio, y él forzando encuentros para intentar el reencuentro. Es decir, comedia romántica en su vertiente de rematrimonio. En ese sentido, Güelcom es desfachatadamente honesta: no es más que eso y, aún a riesgo de resultar muy menor, no intenta ser edificante, moralista o una bajada de línea constante como otros modelos pésimos que hemos tenido que sufrir por estas tierras: Igualita a mí, Un novio para mi mujer o ¿Quién dice que es fácil? Ojo, sí hay un subtexto peligroso en su mirada sobre los que se van a vivir al extranjero, con un decálogo de frases hechas que elabora el psicólogo de Mariano Martínez, pero este tema es tan lateral y se aborda desde demasiados lugares comunes, como para tomárselo muy en serio. Incluso el final se encarga de burlarse un poco de sus propios postulados, en una auto-ironía bastante saludable. Lo que sí es terrible es cómo se usa lo extranjero para el humor: muchachos, un chiste sobre un gallego diciendo “coger” ya era viejo en tiempos de La tuerca. Los problemas de Güelcom son básicamente de guión, aunque hay uno que resulta insalvable: la actuación de Mariano Martínez. En primera instancia, uno no se cree su rol de psicólogo porque más allá de su inmadurez para afrontar la pérdida, tiene cierta solidez argumental que evidentemente le queda grande; pero segundo, y más grave aún, la película le exige, a través de la forma, que sostenga el relato con su voz en off (lo que ocurre es en realidad el recuerdo oral de lo que Martínez cuenta a cámara y lo que vemos es un doble flashback: el momento en que Tobal lo abandona y se va a España, y el que regresa del extranjero). Martínez habla a cámara como recitando los parlamentos, siempre con monotonía y cansinamente, textos que además están evidentemente sobrescritos. Por más que Martínez sea psicólogo y posiblemente tenga un bagaje intelectual amplio, ningún profesional habla de la misma forma en su trabajo que en la vida real. Y, peor todavía, los textos están excesivamente armados para todos los personajes. Lo que hace que unos y otros puedan sostenerlos con diferentes niveles de soltura es la experiencia o la presencia cinematográfica: Peto Menahem y Gustavo Garzón por ejemplo salen ilesos de la contiende lingüística porque es evidente que tienen oficio, mientras que Maju Lozano sale adelante con simpatía. Tobal, en un personaje demasiado envarado y de pocas dimensiones, hace lo que puede. Decíamos del guión: el de Güelcom demuestra que conoce dos o tres cosas de comedia romántica, pero también que no sabe cómo articular algunas herramientas. Por empezar, hay un par de personajes secundarios que aportan efectivamente un respiro cómico (lección aprendida del modelo norteamericano), pero en el caso de Garzón no se sabe muy bien para qué está ahí más que ser una excusa del guión: una pena, porque es un personaje atractivo, al que el actor le incorpora varias dimensiones con un par de pinceladas nada más; pero también se comete un error básico para el género: nunca nos creemos que Tobal esté enamorada de su novio español (personaje títere utilizado a conveniencia del guión) y sabemos que el psicólogo Martínez nunca será seducido por nadie. Más allá de que uno sepa de antemano que van a terminar juntos, la trama no se gasta demasiado en generarnos el suspenso necesario para que dudemos. No obstante hay material para no desdeñar del todo el film: durante una cena, el primer encuentro entre Leo (Martínez) y Ana (Tobal), el aire se corta con un cuchillo, la cámara se mueve inteligentemente entre los personajes, incluso apela al plano conjunto (algo a lo que los directores argentinos parecen tenerle fobia) para generar mayor tensión entre los personajes. Se sabe que Ana y Leo se odian y desean no estar ahí, y que los que comparten la cena saben que ellos saben que ellos saben lo que saben, pero nadie dice nada. Es un momento, la mejor secuencia de la película por lejos, donde la comedia es efectiva y el suspenso de lo romántico se sostiene en el aire. Uno podría agregar maliciosamente que justo en esa escena el personaje de Martínez se mantiene en silencio intencionalmente. Y lo triste es que no hay ironía en el comentario. Con un trabajo más pulido sobre el guión y la renuncia a las figuritas del momento por actores que tengan el timing necesario, Güelcom sería al menos una buena comedia romántica. Así como está, es apenas un intento que no irrita, pero que aburre con su liviandad y su recorrido rutinario.
Un montón de gente haciendo estupideces John Requa y Glenn Ficarra, guionistas de la maravillosa Un santa no tan santo, sorprendieron el año pasado en su debut en la dirección con la huracanada Una pareja despareja (I love you Phillip Morris), en la que Jim Carrey e Ewan McGregor se veían inmersos en una historia de amor gay carcelario y estafas basada en hechos reales, pero tan artificiosa y desprejuiciada que avanzaba de forma totalmente desconcertante para el espectador. Era una película mamushka, que tenía dentro de sí otras capas y capas de textualidad: era primero la historia de un estafador, pero luego la de ese estafador enamorado de su compañero de celda, pero luego una de fugas, pero luego una de enfermedades incurables, pero luego una comedia de enredos, y luego otra cosa, y luego otra. Lo único firme que había en este relato serpenteante era el amor por unos personajes imposibles, a pesar de muchas veces recurrir a clichés prejuiciosos, que en definitiva no eran otra cosa que una manera de contar esa historia o de burlarse efectivamente de esos prejuicios. Lo sorprendente de la película era que a pesar de todas las subtramas y tonos a los que recurría, la narración se centraba casi exclusivamente en el estafador que interpretaba Carrey y en el Phillip Morris de McGregor. Obviamente la película tuvo problemas de distribución, convirtiéndose más en una propuesta de culto que en un film reconocido popularmente. No obstante, ponía en el tapete a Requa y Ficarra como dos realizadores a seguir. Ni lento ni perezoso, Hollywood les tuvo velozmente otra propuesta a los directores, esta vez con guión de Don Fogelman (el mismo de Enredados) y con un elenco de excepción: Steve Carell, Ryan Gosling, Julianne Moore, Emma Stone, Marisa Tomei, John Carroll Lynch. Pero Loco y estúpido amor -que de ella se trata- tiene otra particularidad: su historia es más convencional, menos provocadora y mucho más estructurada en el marco de lo que debe ser una comedia romántica de rematrimonio. Los personajes centrales (Carrell y Moore) son un matrimonio que después de varios años se divorcian: en realidad, ella desea patear el tablero mientras él se tiene que hacer cargo de una situación impensada y que no desea. A partir de allí se abre el juego hacia una serie de personajes, ya que el relato es más bien coral: un mujeriego que se las sabe todas para seducir mujeres (Gosling); una joven estudiante de leyes que decide dejar un poco su vida social y apuntar la mira a su carrera (Stone); la niñera del matrimonio en crisis que está enamorada de Carell; y los dos hijos del matrimonio, especialmente el niño, que está enamorado explícitamente de la niñera. Pero hay más, aunque de segundo orden dentro del relato. Este panorama de personajes y personalidades sirven a Requa y Ficarra para variar su mirada sobre el amor, las relaciones, y los vínculos familiares, laborales, o de amistad. Pero especialmente el amor será puesto en crisis: ¿qué es? ¿Cómo nos afecta? ¿Qué nos hace hacer? ¿En qué nos convierte su presencia, su ausencia o su deseo? De ahí, que se pase a lo “estúpido” del título. Porque, básicamente, Loco y estúpido amor puede ser definida como un montón de gente haciendo estupideces. Si Loco y estúpido amor es un poco más que la media de las comedias románticas que llegan habitualmente, es por un lado gracias a dos directores que tienen la suficiente sutileza de jugar siempre por los bordes de lo que suelen ser estas películas: una sucesión de planos de pies pone en evidencia el deseo de las parejas; una discusión sobre el divorcio termina con alguien arrojándose de un auto en movimiento; las escenas de amor detienen su atención tanto en lo femenino como en lo masculino: la extensa secuencia que comparten Gosling y Stone logra capturar el preciso instante en que dos personas conectan muy especialmente; el amor puede llevar a actitudes contradictorias, sofisticadas, pueriles, conservadoras, arriesgadas, estructuradas, desesperadas. Esa variedad de definiciones es y no es gracias al registro coral, sino más bien una forma de la mirada de los realizadores que permite esa multiplicidad sin demagogia. Pero, también, el éxito de la premisa está dado en la elección de un elenco inmejorable: Carell es ya el Jack Lemmon de su generación, demostrando como pocos el patetismo del hombre común de clase media; Gosling abandona su habitual pose intensa y se muestra gracioso, ligero, agradable y divertido; Moore porta como siempre su hieratismo, pero con sensibilidad y cierta honestidad. Como sus personajes, la película busca, husmea, se sorprende con lo que va pasando a cada rato. Y al igual que en Una pareja despareja, aunque en esta ocasión con múltiples personajes, en Loco y estúpido amor los directores vuelven a segmentar la narración, mezclando todas las piezas: por momentos es una buddy movie, por ratos una comedia adolescente, por otros el drama de un matrimonio en crisis, también una mirada satírica sobre la clase media conservadora norteamericana y el sexo (lo que intentaba sin suerte y pretensión Belleza americana), tensando cada una de estas partes hasta arribar a una hilarante escena donde todos los conflictos estallan a la vez. Es cierto que esta vez el experimento no resulta tan redondo como en Una pareja despareja, especialmente porque no todos los personajes tienen el mismo interés y, sobre todo, porque lo que antes era una forma ahora es un medio para justificar el desenlace, que tiene más de enseñanza moral que de comedia desenfadada. Loco y estúpido amor, en última instancia, es una comedia de rematrimonio, y no termina de adecuar el subgénero al presente, volviéndose un poco conservadora y edificante, buscando la risa y la lágrima de manera un poco desfachatada. Es cierto que a Steve Carell uno le pone un pedazo de mármol al lado, y el tipo le termina sacando lustre. Pero también es cierto que luego de una primera hora estupenda, el final de Loco y estúpido amor no está a la altura. De todos modos es una comedia divertida y con varios momentos de una honestidad sobre las relaciones que desarma y deja pensando en lo que somos y en lo que somos cuando estamos con los otros.
Yo maté a mi madre es un film que Dolan escribió a los 16 años (y rodó a los 19), que asume con honestidad su condición autobiográfica. Interpreta a un joven gay en constante conflicto con su madre, a la cual odia pero de la que no puede despegarse La figura del canadiense Xavier Dolan fue un descubrimiento de Cannes (vieron que los festivales de cine servían para algo) que reconoció de buena manera a Yo maté a mi madre y también a Los amores imaginarios, su segundo film. Pero más allá de los logros y reconocimientos, lo que sorprende en Dolan es su edad, y esa edad puesta en abismo con la solidez de sus películas. Yo maté a mi madre es un film que escribió a los 16 años y que filmó a los 19 (actualmente tiene 22 y se encuentra rodando Laurence anyways), y que asume con honestidad su condición autobiográfica: allí interpreta a un joven gay en constante conflicto con su madre, a la cual odia pero de la que no puede despegarse definitivamente. El cine de Dolan es doloroso, cruel por momentos, pero no deja de lado el humor y el amor. Y todo esto, revitalizado por una narración enérgica, avasallante con esa desvergüenza que permite la juventud. Yo maté a mi madre es el borrador o el germen de algo que está por surgir, y que ya deja ver gran parte de su talento. Pero Dolan no es solamente ese joven cineasta independiente que tiene como objetivo hacerse un nombre en el circuito festivalero y nadar en las aguas de la comodidad. O sí, pero no solamente eso. Dolan es actor y se lo ha visto en películas de terror como Martyrs, incluso protagonizó la comedia negra Good neighbours junto a estrellas como Jay Baruchel y Scott Speedman y ha sido la voz de Stan, personaje de la serie animada South Park, en la versión canadiense. Es decir, Dolan es un emergente de la cultura pop (algo que estalla sobremanera en Las mujeres imaginarias), que descree de los lugares consagrados o estancados de la altura cultura, para ensuciarse en los barros del submundo artístico. Un provocador que si bien recurre a lo autobiográfico, tiene la suficiente inteligencia para contaminar eso que cuenta con sus influencias, que en Yo maté a mi madre son claramente cassavetianas y en su segundo film son mucho más almodovorianas. Ese procedimiento hace que lo autobiográfico se justifique por medio de lo cinematográfico y no tanto por lo confesional, que las más de las veces es enemigo del cine. Yo maté a mi madre es una historia de amor a dos puntas: la del propio director/protagonista con un joven y la del director/protagonista con su madre, una mujer por cierto bastante inútil. Ambas transitan por idas y vueltas que dejan en evidencia la inconsistencia emocional de Hubert (Dolan), quien intenta decodificar si el odio no es más que una de las partes del amor. El film se vale del melodrama y del drama indie, como así también de lo experimental, y si bien el tono puede ser intenso por momentos, con sus actuaciones deudoras del cine de John Cassavetes, Dolan nunca deja de lado el humor: un humor voluntario y buscado, o que surge de la crueldad con que su personaje reflexiona sobre el mundo. Si bien hay una mirada sobre la sexualidad y lo social, básicamente es la relación entre hijo y madre lo que conduce el relato. Ahora, Yo maté a mi madre tiene en su contra la increíble fascinación que genera la figura de Dolan, lo que hace que por momentos se exageren un poco sus logros. Poniéndola en perspectiva es un drama atendible, con personajes por demás ricos en matices, aunque el film gira en falso y se repite a la par de la inconsistencia de su protagonista adolescente (tengamos en cuenta que es la película escrita por un chico de 16 años). De todos modos es un cine vivo, potente, avasallante, que tiene la honestidad de reconocerse tal cual es. Generacional, Yo maté a mi madre es una película con el punto de vista puesto en la adolescencia, pero que reconoce todas sus fallas y taras. Como decíamos, una muy buena carta de presentación para un autor a tener en cuenta.
Aulas peligrosas Malas enseñanzas puede ser vista con una comedia ordinaria: sí, hay chistes sobre pedos, eyaculaciones, erecciones y demás. También, algunos querrán reducirla a simple lección de vida moralista en la modificación de los intereses del personaje de Cameron Díaz sobre el final. Malas enseñanzas, de Jake Kasdan (director de Zero effect, Orange county, Walk hard: the Dewey Cox story y sí, alguien definitivamente a seguir), es una comedia que se hace cargo de todo eso, y también de su enmarcado en el subgénero de docente-especial-estimula-a-sus-alumnos-desganados, para construir una muy graciosa fábula sobre cómo alguien encuentra la felicidad a partir de poner en práctica la sinceridad como motor principal de su vida. Díaz interpreta a una maestra (mentirosa, irreverente, impresentable, mala profesional) que, luego de ser abandonada por un tipo que descubre que sólo estaba con él por su fortuna, pone como único objetivo en su vida juntar dinero (incluso robándole a sus alumnos), ponerse tetas más grandes y conseguir a ese tipo que le garantice un muy buen futuro económico. Obviamente con semejante premisa, la protagonista encontrará su merecido: pero contra todo lo que se puede pensar, el mismo llegará por los caminos menos esperados. Si bien en apariencia Malas enseñanzas parece una comedia rutinaria, es mucho más compleja y hay varias aristas desde donde analizarla. Sí hay chistes ordinarios, pero eso no la hace una comedia ordinaria. Al igual que la edición videoclipera, la escatología en el cine goza de muy mala prensa: un chiste es siempre un chiste. Lo que importa es su tiempo, su oportunismo y su utilidad dentro de la escena. Malas enseñanzas, al igual que la notable Te quiero, hermano, tiene un gran chiste que involucra una flatulencia. Hay dos personajes charlando en un baño, una mujer y un hombre y un tercero que permanece oculto. Cuando la mujer se va, el tercero suelta un sonoro pedo, de esos contenidos y que generan alivio tras haber estado atrapados más de la cuenta. Es un chiste que involucra un pedo, sí, pero habla de cuestiones sociales, de normas de respeto no escritas pero cumplidas a rajatabla y de cómo en esta sociedad un poco reprimida, uno no es dueño de soltarse un pedo ni siquiera dentro de un baño. Si hablamos de que se trata del baño de una escuela, de que el tercero es un alumno y la mujer una docente, la situación se torna más compleja aún. Si bien tenemos una docente y alumnos, la película sólo utiliza el subgénero escolar en apariencia y decididamente lo sabotea: la maestra les muestra películas sobre docentes como Mentes peligrosas a sus alumnos como única actividad escolar. Al igual que Escuela de rock, es una comedia que se reconstruye sobre el subgénero, aunque a Kasdan parece interesarle mucho menos cumplir con algunos clichés que a Richard Linklater. El contacto entre la maestra y sus alumnos es casi escaso en el film, y hasta daría la impresión de que a la mujer le generan un poco de desprecio los chicos. Lo que hace Malas enseñanzas es mostrar a la maestra como una profesional y no tanto como esa persona que nos encausa en la vida. En esta comedia lo que vemos son personas cumpliendo roles laborales, incluso los conflictos entre ellos se dan por sus diferencias en las formas en que desarrollan la actividad. Tras embaucar a todo el mundo, la Elizabeth de Díaz descubre que al final sus tetas no estaban mal. Es un final moderadamente aleccionador. Y digo moderadamente, porque como en el cine de suspenso, esas tetas no fueron más que un McGuffin, algo sobre lo que giró todo el sustrato de Malas enseñanzas, pero que no era lo importante. Elizabeth no se operó las tetas no porque fuera algo malo, sino porque descubrió que podía encontrar la felicidad por otra parte. La inteligencia de la película radica en que esa felicidad de la docente no es la felicidad de todos: su aprendizaje es algo que sólo roza a ella y a quien finalmente se queda con ella. Seguramente el mundo que los rodea siga igual de imbécil: con sus docentes que tratan a los niños como tarados y sus directivos que son la cima de la burocracia y la institucionalidad inoperante. Malas enseñanzas también dice algo sobre la educación, la entendida como institución y la otra, la que deja algunos aprendizajes para la vida. Lo fundamental es la sinceridad, especialmente hacia uno mismo: porque las cirugías estéticas no dejan de ser, bajo el prisma de Kasdan, una forma de mentira. Lo único parecido a una enseñanza dentro del film, es aquello que le dice Elizabeth a su alumno sensible, el que está enamorado de la niña bonita y creída del aula: que chicas como ellas nunca eligen a chicos como él. Que seguramente su vida sea un mal trago hasta la Universidad. La película confirma que la educación es la transmisión de valores para que los decodifiquen los otros. No va y le dice a la rubia que es una tarada, sino que la deja ser a su manera, porque entiende que de alguna forma ella es consciente de lo que es. Malas enseñanzas es inteligente, humana y también escatológica, y brutal, y atrevida, y políticamente incorrecta. Y, fundamentalmente, es comedia, de las muy buenas. Es una comedia que encuentra el personaje perfecto para la luminosa Cameron Díaz, ese que resume seducción y a la vez provocación, y que permite a partir de su propia estrella que esta película pueda estrenarse en destinos como la Argentina, un país al que habitualmente las mejores comedias llegan directo al DVD, cuando llegan. Y nos permite ese lujo de ver en la pantalla al gran Jason Segel, que con su profesor de gimnasia se guarda las mejores líneas de diálogo del film y que construye a un personaje inolvidable. Su Russell Gettis tiene en la mirada (y hay que ver cómo Segel actúa con los ojos para darse cuenta su fabulosa composición) la claridad del tipo que fue y vino, y sabe cómo son las cosas, cuya mirada burlona no es cinismo sino aceptación de las reglas del juego y, por qué no, algo de resignación expectante. Excelente en ese sentido es aquella escena en la que Díaz casi que se le regale en el pasillo de un hotel y el tipo la deja pasar, a sabiendas de que el destino le dará su oportunidad. Como toda notable comedia, Malas enseñanzas está llena de comediantes brillantes: a Díaz y Segel se suman Phyllis Smith, John Michael Higgins y la británica Lucy Punch. Si algo más podemos rescatar es que las enseñanzas de vida aquí van acompañadas de un humor salvaje: Malas enseñanzas no será, por lo pronto, la próxima La sociedad de
Algo ocurrió camino al cielo ¿Se acuerdan del prólogo de Toy story 3? ¿Ese en el que Woody, Buzz y los demás estaban dentro de una gran fantasía de Andy, interpretando roles enmarcados en una enorme aventura que era un western? Bueno, así es toda Cars 2: ya no está la mirada social de la primera, donde los autos antropomorfizados servían de excusa para hablar del pasado y del presente, y de cómo la modernidad había destrozado algunos valores, todo dentro de una gran fábula que hacía recordar al cine de Frank Capra. Entonces, la utilización de autos parlanchines estaba totalmente justificada. Perfecto: ahora imagínense que de cara a una segunda parte, John Lasseter y los demás muchachos deciden hacer borrón y cuenta nueva, y retomar aquellos personajes para ubicarlos en el marco de una historia de acción y espionaje. La operación sería la siguiente: Lasseter, arrodillado en su habitación, haciendo andar los cochecitos con sus manos, y simulando y creyéndose que la grúa Mate es un agente especial y que el Rayo McQueen corre riesgo de muerte durante una carrera internacional. Con esa lógica funciona Cars 2, película a la que podríamos definir como fallida y, decididamente, como la más intrascendente que ha hecho la genial compañía de cine animado hasta el momento. Antes que nada, vamos a decir que uno puede sentirse totalmente decepcionado con este film (me confieso fanático de Pixar), pero no puede acusarlo de falta de originalidad, de perezoso o de dormirse en los laureles. Simplemente hay algo de la fórmula escogida que no funciona, que no termina de cuajar en un relato que intenta fusionar comedia y acción sin mayor fortuna, y que recién sobre su última media hora parece encontrar el tono adecuado, cuando ya es muy tarde. Como todo en Pixar, Cars 2 también se respalda en la historia del cine: hay mucho de film de espías a lo James Bond (notable la música de Michael Giacchino); hay una referencia evidente a lo hitchcokniano con el inocente involucrado en asuntos que lo superan, incluso con algunos momentos de genuino suspenso que funcionan con esa lógica de lo imprevisto; algunos pasajes de sus competencias internacionales hacen recordar a la Grand Prix de John Frankenheimer; y también hay mucho de buddy movie con Mate y McQueen. Es decir, Cars 2 no es Cars 1 aumentada y engordada, sino algo totalmente diferente, que pone en primer plano al personaje que antes era secundario, que se construye sobre una trama compleja que habla de combustibles ecológicos y contaminantes; y que incluso justifica su existencia más allá de la venta de muñequitos: había necesidad evidente en Lasseter (no de gusto se hizo cargo del proyecto) de poner a estos personajes en una aventura de tales dimensiones. Mucho se ha hablado desde su estreno en Estados Unidos acerca de que era la primera película mala de Pixar. Sin embargo, no sorprende que Cars 2 haya representado una caída en la calidad tras Ratatouille, WALL-E, Up! y Toy story 3, una seguidilla de películas que parece imposible de superar -no sólo para Pixar, sino también para Apichatpong Weerasethakul-: ya la original Cars había sido un producto menor dentro de la escudería. Cars 2 está alejada de aquella carga reflexiva, de la profundidad sobre los temas abordados y de la sensibilidad de estas películas. El film ha sido concebido como un puro entretenimiento, sostenido en trepidantes escenas de acción y en un humor poco feliz, más deudor de un mal Dreamwoks que de la sutileza habitual. De todos modos parece bastante autoconsciente de sus limitaciones (en su construcción narrativa se nota un desarrollo demasiado lineal y simple, sin mayor vuelo o búsqueda de significado), pero sorprende en todo caso que ni siquiera funcione como entretenimiento. Tres o cuatro chistes logrados, una notable secuencia de acción inicial y no mucho más es lo que ofrece en ese sentido. De la fórmula escogida, seguramente el mayor error haya sido no darse cuenta que Mate (aquel pajuerano buenazo que era fundamental en el cambio de motivaciones del Rayo McQueen) no es un personaje que pueda sostener por sí solo una película. Si algo podemos destacar de Pixar, su inteligencia suprema, es que el humor de cada personaje es totalmente coherente con sus propias características (incluso en lo sorpresivo, como aquella Barbie reflexiva de Toy story 3). Por eso, no es de extrañar que en Cars 2 el humor, que es el de Mate, sea simplón, directo y que se exploten todas las posibilidades que su torpeza pueda contener. Esto, que puede funcionar en un público infantil, decididamente se hace repetitivo y rutinario para los adultos. No es para nada ofensivo, pero resulta demasiado explícito para la calidad habitual de la compañía. Y lo mismo que ocurre con el humor, sucede con los sentimientos: personajes demasiado planos construyen emociones espurias. Las definiciones sobre la amistad, la solidaridad y el compañerismo son tan evidentes, que Cars 2 da por tierra con aquella premisa habitual de construir historias con varias capas, que funcionen tanto en los niños como en los grandes. Aquí lo complejo se quiere forzar por medio de una trama de espías algo rebuscada, pero esa complejidad no es más que pura superficie. En todo caso Cars 2 es el primer gran paso en falso de Pixar, aunque tampoco es para tanto: es un film arriesgado y estimulante, aunque totalmente fallido en sus intenciones. Un pequeño descenso en el Olimpo de su grandeza incuestionable.
Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor. Invocaciones. De eso está hecha Medianoche en París, la tercera película de Woody Allen que llega este año a la Argentina. El orden -atemporal- de los estrenos termina siendo el adecuado: la primera Conocerás al hombre de tus sueños es la que confirmó el estancamiento del último Allen más allá de alguna línea genial; Que la cosa funcione demostró que hurgar en el pasado (el guión era de los años 70’s) podía ser un punto de reinvención del cine de Allen; y Medianoche en París muestra que en el hoy todavía hay material para seducir al espectador, casualmente en una película que celebra el presente y condena, de alguna manera, la nostalgia sobre el pasado. Decíamos invocaciones. Quien suscribe suele temer cuando el cine recurre a los fantasmas, pero no a los fantasmas del cine de terror sino aquellos que son una llamada poética al pasado. Se teme, habitualmente, por la pomposidad, la pretenciosidad de esos productos que sugieren en la sutileza de lo fantasmagórico lo más refinado del arte. Y Allen, este Allen del que a esta altura desconfiamos un poco, construye impensadamente en Medianoche en París una película de invocaciones que es ligera, divertida, esponjosa, arbitraria. Invocaciones que son tanto de las musas intelectuales de Allen que aparecen por allí (Hemingway, Cocteau, Porter, Fitzgerald) como del propio cine del director, del bueno y del malo. Gil Pender (Owen Wilson) es un escritor que tiene buen trabajo como guionista en Hollywood, pero que añora ser un gran novelista. Junto a su prometida Inez (Rachel McAdams) y sus suegros republicanos llega a París, en un viaje que terminará siendo revelador de cara a su futuro. Gil es un nostálgico, especialmente de la década de 1920 y de esa París, y una noche de borrachera, vagando solo por esas callejuelas, será invitado a recorrer la ciudad en un viejo automóvil: portal mágico que lo llevará a vivir en la París habitada por los antes mencionados y muchos más (notablemente divertido Adrien Brody como Salvador Dalí). Como es habitual en el cine de Allen, lo fantástico ingresa de la manera más prosaica posible: no hay rigor ni demasiadas explicaciones, sino que el director sospecha que lo maravilloso está ahí nomás, a la espera de revelarse. Y eso ocurre en Medianoche en París, donde sólo un auto, una callejuela, una borrachera, posibilitan el viaje al pasado. Las invocaciones, decíamos, son también del cine del propio director, del mejor y del peor. Como viene ocurriendo en la última década y media, sus películas comienzan a hacerse un poco repetitivas, desconfían de la inteligencia del espectador para poder descifrar lo que la pantalla les pone enfrente: por eso, aquí los personajes verbalizarán al exceso lo que les pasa y explicarán cuál es el conflicto central del film: que aquí no es otro que el de la insatisfacción que todos los tiempos representan, la frustración ante un pasado que se supone glorioso. Allen con el tiempo se ha vuelto un poco perezoso y sus películas, llamativamente, se han comenzado a hacer más largas: a Medianoche en París le sobran, fácil, 15 minutos. En ese estiramiento, se suceden repeticiones o excedentes que no agregan nada. Por ejemplo, la acumulación de “famosos” que aparecen por allí y la forma en que se remarca su presencia -“¡Hey, Cole Porter!”- hace recordar a ese maravilloso falso biopic que fue Walk hard: the Dewey Cox story. Pero, también, Medianoche en París recupera mucho de ese Woody Allen de antaño, el que era capaz de reflexionar y filosofar desde la ligereza y el buen humor (por eso el exceso de cameos no suena a pedantería intelectual, sino a sátira descontracturada). Y hay algo particular, que la emparienta con Vicky Cristina Barcelona, otra de sus propuestas europeas: tanto en aquella como en esta, hace evidente una mirada del norteamericano sobre lo extranjero. Eso que no pudo concretar en sus incursiones por Inglaterra (tal vez por la comunión en el lenguaje) es aprovechado en estas películas que soportan, incluso -y por eso mismo- el aire de tarjeta postal que por momentos las trasciende: Allen se sincera y dice directamente que es imposible ver lo otro sin los ojos del turista. Por eso el cliché, por eso el lugar común. Incluso refleja como en un espejo el arranque de Medianoche en París (rutinario y grasa) con el de Manhattan (cinematográfico y excelso). Y finalmente Medianoche en París encuentra en Owen Wilson el cuerpo ideal para transportar su espíritu sensible, romántico, ridículamente nostálgico: Woody le pega un puñetazo al nostálgico bobalicón que cree que sólo lo pasado fue mejor, y le dice que hay que vivir el presente, mirando al futuro. El actor es quien logra hacer que todos los elementos del film (los malos y los buenos) cohesionen en algo diferente: contra la distancia irónica de los últimos Allen, Wilson impone su figura de seductor en low-fi. Hacía rato que el director no filmaba un plano tan romántico como el de Wilson bailando con Marion Cotillard; hacía rato que no construía un final tan bello como el de Medianoche en París. Wilson hace lo que ningún otro: no intenta un alter ego del director por acumulación de tics, sino que fusiona su estilo con la neurosis habitual. De ahí surge algo nuevo, diferente, una sensibilidad que es una dicción extraña, una nariz y una ciudad particulares. Nariz y ciudad que tienen un encanto arrebatador y que dinamitan, a fuerza de carisma, cualquier dejo de apolillamiento del último Allen.
Es un esfuerzo valioso, pero con una trama lineal (la de la venganza) y otra supuestamente profunda (la subtrama mítico-religiosa), que se entorpecen sin permitirle al relato fluir; por otra algunas actuaciones están fuera de registro. Un western criollo. O una de vaqueros con gauchos en vez de pistoleros. Como usted quiera, desde lo formal Aballay, el hombre si miedo se vale de un relato corto de Antonio Di Benedetto para intentar reconstruir el género por excelencia del cine norteamericano (tanto que su estructura se repite en la actualidad, travestido de otros géneros: ver la reciente Rango, como ejemplo más extremo) insertándolo en el territorio nacional, repensándolo en una relación posible con la literatura gauchesca. Fernando Spiner, que ha dado muestras de trabajar los géneros desde una perspectiva personal -La sonámbula, Adiós querida Luna- aportándole un nuevo lenguaje, consigue aquí por momentos aunar estéticas y conceptos, aunque sin darle verdadera vida a un relato que avanza torpemente sin saber desarrollar sus tiempos muertos, ni construyendo personajes que se vinculen fluidamente con el paisaje. Tal vez lo mejor de Aballay… esté en el comienzo, un prólogo donde vemos como Aballay y su banda de forajidos mata a un hombre, para luego sorprenderse con la presencia del pequeño hijo de su víctima. Ese cruce de miradas cambiará el sentido de la vida para el asesino, quien decidirá apartarse de su senda criminal y vivir hasta el final de sus días como aquellos estilitas sobre los que escuchó, quienes decidieron treparse a columnas y no volver a pisar el suelo. Por eso, Aballay se quedará sobre su caballo y no querrá tocar nuevamente la tierra sobre la que pecó. Así, también, Aballay se convertirá en un mito al que los lugareños le rezarán en busca de milagros. En ese cruce (de miradas y de estéticas), se da lo más atractivo del relato: el cruce del western, la literatura gauchesca y el relato sobre el mito, fundamentalmente en un género que se construye sobre la base constante de lo iconográfico, como un acercamiento que es a la vez reflexivo. Habrá una elipsis y el relato se ubicará diez años después, cuando aquel niño convertido en hombre regrese al pueblo para vengar la muerte de su padre. Hay que decir que todos los tópicos están puestos: el pueblo, el mandamás déspota (Claudio Rissi, lo mejor), el tiroteo final, la chica de buen corazón en puja entre el bueno y el malo (Mariana Anghileri), el paisaje, los planos amplios que recorren geografías como un cuerpo. Sin embargo, en el film falta algo: por un lado, no hay más que una puesta en escena que conoce el decorado, pero que no sabe cómo contar eso que tiene que contar. Como decíamos, Aballay… se define no en sus secuencias de acción -bien montadas- ni en su sangre más deudora de Sergio Leone que de John Ford, sino en sus tiempos muertos, donde los personajes deben definirse por la palabra, ya sea en presencia o ausencia. Por un lado el film no tiene mucho para decir, no es más que una serie de personajes disfrazados para la ocasión, con una trama lineal (la de la venganza) y otra supuestamente profunda (la subtrama mítico-religiosa), que se entorpecen mutuamente sin darle fluidez al relato; pero por otra parte se vale de actuaciones demasiado fuera de registro o que parecen estar en otra película (Nazareno Casero, especialmente) y que impiden, a partir de torpes dicciones que buscan identificarse con regionalismos (Horacio Fontova, Gabriel Goity), que uno se crea el cuento que le cuentan. Hay otra indefinición, vinculada con la ideología del género y desarrollada por Daniel Cholakian en su crítica para Fancinema, que permite notar esa contradicción entre el western y sus vaqueros que conquistaron un territorio, con la literatura gauchesca que habla del que fue dominado. El western en nuestros paisajes es posible por condiciones geográficas, pero imposible si no se lo relee adecuadamente con nuestra historia. Más allá del consciente anacronismo que significa la introducción de la Marcha de San Lorenzo en la historia (la canción se conoció tiempo después de la época que cuenta el film), no hay nada más que haga entender que la analogía entre el western y lo gauchesco pueda ser satírica. En todo caso Aballay… termina siendo de esas películas que son saludadas por el proceso antes que por sus resultados.
El dolor después del dolor Becca (Nicole Kidman) y Howie (Aaron Eckhart) son un matrimonio que atraviesa una etapa dolorosa: hace ocho meses perdieron a su hijo de 4 años, quien salió corriendo detrás del perro de la casa y fue atropellado por un adolescente que manejaba un auto. Un accidente, un momento mínimo, una fracción de segundo que resignifica todo el después de un conjunto de vidas que harán con eso, lo que puedan. El laberinto, la sorprendente película de John Cameron Mitchell a partir de una adaptación de su propia obra de teatro a cargo de David Lindsay-Abaire, es un film sí sobre la muerte de un hijo, sí sobre la culpa, pero mucho más sobre el deber social que exige hacerse cargo de una situación como esa: qué necesitan los demás mucho más que qué puede hacer uno por uno mismo para mitigar el dolor; cómo es ese dolor que sobreviene al dolor original. Para que todo esto encaje perfectamente sin que la película se convierta en un melodrama irritante, Cameron Mitchell esconde aquello que podría haber sido trágico o difícil de filmar, y lo pone en un apreciable fuera de campo. Además, toma al matrimonio ocho meses luego del episodio, por lo que demuestra que le interesa antes que regodearse con el suceso, registrar el tránsito entre un dolor irrecuperable y una aceptación de las heridas. Pero hay algo más interesante aún: el director, que había apelado a cierta provocación con sus anteriores Hedwig y Shortbus, esconde esa virtud de confrontador social bajo capas y capas de normalización: así El laberinto es un film tenso y duro, pero contado a la manera de los dramas convencionales, que cada tanto evidencia su horror ante lo socialmente aceptado. La provocación en este caso está dada en cómo Cameron Mitchell demuestra que incluso el humor puede estar presente en una historia como esta, un humor asordinado, trágico y que evidencia lo ridículo de algunas posturas sociales; y que la verdad puede estar en las páginas de un cómic, género “menor” para estas obras que intentan acercarse a la alta cultura. Película de huellas y de cómo borrarlas, la lucha entre Becca y Howie (notables Kidman y Eckhart) está dada por las diferentes formas en que intentan superar lo ocurrido: mientras ella quiere eliminar toda huella de la presencia del hijo en el hogar, él persiste con viejas filmaciones, dibujos, ropas, elementos que llevan el recuerdo de aquello que no está. Sin embargo, ambos asumen sus posiciones como roles sociales que deben representarse hacia fuera: preocuparse en vez de ocuparse. Ella es la cínica que no cree en nada, sólo en su dolor y por eso irá a encontrarse con Jason, el chico que atropelló a su hijo, sólo a escondidas; él es quien hace el esfuerzo de ir al grupo de autoayuda, para de alguna manera intentar borrar aquello sin poder hacerlo, aunque el recuerdo persista más y más. Y esto es así porque El laberinto, antes que la película sobre un chico que murió y lo obviamente trágico que esto resulta, es fundamentalmente sobre la familia como una estructura conservadora y férrea que nos determina qué y cómo debemos sentir, por acción (Howie) u omisión (Becca). Becca y Howie descubren que las huellas, ese abstracto, son físicas, son ladrillos, como dice Nat (maravillosa como siempre, Diane Wiest), la madre de Becca. Son ladrillos y pesan, y deben ser trasladados por el resto de los días. En esa conciencia del dolor como algo que hay que atravesar, soportar y saber llevar, sin culpas cristianas, soluciones mágicas, ni metáforas bonitas (“es sólo un cuento”, dirá Jason); del dolor como algo que compone también a la familia y le da forma, es donde Becca y Howie se recostarán para seguir adelante. Evidentemente el terreno del film es más ese “hoyo de conejo” que promete el título original, antes que “el laberinto” que nos anuncia su versión castellana: es el filtro que nos obliga a pasar, como Alicia en el país de las maravillas, para devolvernos a otro mundo, más bello y con otros nosotros exitosos y felices. Por eso lo mejor de El laberinto está precisamente en el final, donde el film resignifica todo lo ocurrido y deja en evidencia que lo suyo es político: es una de las miradas más filosas sobre cómo se construye la familia, y con ella la sociedad. Entre lo que es y lo que se parece, entre el dolor que te come por dentro y la apariencia positiva que hay que mantener. De aprender a vivir en (esta) sociedad se trata El laberinto, de dolores personales e intransferibles que para los otros son, claro que sí, apenas un tema de conversación.
La presencia de Mel Gibson en el rol de Walter Black hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido. Con tres películas en su haber como directora, Jodie Foster ya comienza a dar señas de poseer un universo propio bastante particular, aunque es con esta tercera película, La doble vida de Walter, que explota con una historia por demás llamativa. Al igual que en Mentes que brillan y Feriados en familia, Foster directora juega nuevamente con lo extraño, con aquello que se sale de la norma y que impacta contra lo convencional, haciendo foco quienes tienen que convivir con estas “anomalías”. Que en verdad no son anomalías, sino comportamientos, decisiones, síntomas de los otros, que por movernos del lugar en el que cómodamente nos ubicamos, nos generan dudas, incertidumbres y nos hacen verlos como rarezas. Pueden ser un niño genio, una hija conflictuada en el marco de una familia estructurada convencionalmente o un tipo que para mitigar su depresión se inventa un alter ego en un títere con forma de castor. Estas formas de lo que no debe ser son exacerbadas en este film, el más logrado hasta ahora de la directora, que además transmuta su temática a la propia narración, desacomodando y desencajando al espectador continuamente. Claro que Foster tiene un as en la manga, que hace de La doble vida de Walter una película mucho más introspectiva e intensa de lo que podría haber sido. Ese elemento extraño, ese meteorito enrevesado que choca y saca astillas de incomodidad, se llama Mel Gibson. No hay inocencia que valga, Walter Black es un personaje que le sirve para hacer catarsis. Y el actor le incorpora su habitual sadismo, que aquí es físico pero mucho más psicológico, por ende, más profundo. Walter Black es un empresario exitoso que sufre una gran depresión y esto no sólo lo complica laboralmente, sino también afectivamente: sin nada para comunicarle a sus hijos ni a su esposa, es una especie de fantasma que recorre la vida. Su esposa (Foster) lo echa de la casa, se instala en un hotel e intenta suicidarse. Pero falla en el intento y Walter vive ese suceso como un llamado de atención sobre lo que tiene que hacer con su vida desde ahora. Aunque, detalle: adjudica eso a la presencia del castor-títere, que se convertirá de ahí en adelante en la voz de su inconsciente… y en su mano izquierda. La actuación de Gibson es notable, como así el trabajo de la directora respecto de cómo introducir este elemento extraño en la narración. Foster lo hace sin medias tintas, sabe que lo que va a mostrar puede sonar ridículo, pero va hasta el fondo. Y recorre salvajemente (porque el film es veloz, tenso, acelerado) todas las posibilidades que un tipo con un títere en la mano puede generar. Hay humor, hay absurdo, hay apuesta al ridículo, hay provocación (¿alguien dijo menage a trois entre el muppet y el matrimonio Black), hay terror y también un necesario recorrido que no olvida que, después de todo, La doble vida de Walter es un film de autodescubrimiento, de procesos, de gente que no tiene voz y que debe hallarla para poder convertirse en alguien. O al menos intentarlo. Es lo que le pasa también a su hijo mayor (Anton Yelchin), que cobra por hacer las tareas de sus compañeros de escuela, y a la porrista mejor promedio (Jennifer Lawrence), que tiene que decir su discurso de fin de año y no sabe qué decir o cómo decirlo. Nos habíamos olvidado de decir que La doble vida de Walter tiene una subtrama, una segunda línea narrativa protagonizada por el hijo de Black y la porrista. Olvido consciente: pues ahí encontramos no lo peor, pero sí al menos lo más convencional del film. Lo convencional en esta película es condenable, porque precisamente lo que se intenta es aprender a entender lo que está por fuera de lo comprensible. Sin embargo, uno puede leer esto como un descanso del relato, un necesario remanso antes de emprender un nuevo viaje ascendente-descendente, como esa montaña rusa que funciona (a veces torpemente) como leitmotiv, hacia la profundidad de la psicología de Walter Black. Es interesante por tanto fijarse un rato en esas montañas rusas. En el film, Meredith (Foster) es una ingeniera que las construye. Que al final sea una montaña rusa lo que una a la familia puede ser una metáfora un tanto ordinaria, pero lo que importa es su valor simbólico: es la esposa, la mujer, la madre, como red; son las manos de Meredith que elaboran esos recorridos, parecidos a los de la vida y a los de la cabeza de cualquiera de nosotros (incluso la de Walter), con sus caídas y sus subidas. Por eso, Meredith mira desde afuera en el final, mientras padre e hijo se abrazan. No hace falta involucrarse o meterse más de la cuenta, dice, piensa Meredith madre y Foster directora: de ahí las brillantes elipsis y fueras de campo que son parte del relato. A veces basta con saberse parte de ese todo que se construye, ese todo con lo bueno y lo malo que implica: por eso la trama áspera con Walter, por eso la convencional con su hijo. Por eso, al final, logran congeniar y abrazarse. De este todo orgánico, repleto de rabia, amor, risa, llanto, frustraciones y demás, está hecho el camino. Hay que atreverse a transitarlo, aunque no prometemos que el viaje sea del todo luminoso. Walter, Meredith y Mel Gibson, lo saben. Foster también, y lo filma como pocos.
El amor sobre todo Bourne: el ultimátum, aquel electrizante cierre de saga, tuvo entre sus guionistas a Tony Gilroy y George Nolfi. Más allá de la calidad de Paul Greengrass en la dirección, un tipo que es dueño de una fisicidad que trasciende la pantalla del cine, como un Michael Mann pero mucho más dinámico y rítmico, es indudable que la narración se sostenía sobre un guión maravillosamente estructurado, dueño de un nervio particular. Había que filmarlo, nada más. Por eso, no es de extrañar que tanto Gilroy como Nolfi hayan saltado inmediatamente a la dirección, aunque con logros disímiles. En primera instancia, Gilroy dirigió Michael Clayton y Duplicidad, si bien dos películas interesantes, también un poco deudoras del vicio del guionista, constantemente melladas por una adicción hacia el diálogo excesivo que rompía cualquier posibilidad de fluidez narrativa. También, eran un poco serias, por no decir solemnes, en su tratamiento, algo que sobresalía especialmente en Duplicidad, donde las cosas debían tener ritmo de comedia veloz. Como si hubiera estado atento a estas cuestiones, llega ahora el debut en la dirección de Nolfi, una historia de amor envuelta en relato de ciencia ficción que no tiene miedo en ponerse ridícula y hasta conformarse con ser un entretenimiento sin mayores pretensiones. Los agentes del destino parte de un cuento corto de Philip K. Dick, ese tipo al que Hollywood le debe ya demasiado y cuyas historias de ciencia ficción paranoica han sido territorio sobre el que navegaron nombres como los de Ridley Scott, Steven Spielberg, Paul Verhoeven, Jon Woo o Richard Linklater. Los relatos de Dick tienen una extraña condición: si analizamos la variedad de nombres y talentos que los han llevado a la pantalla, permiten una total libertad en la adaptación, son dueños de una versatilidad tal que conciben de la misma manera el apunte filosófico como la más prosaica historia de aventuras. De lo primero (reflexión) hay algo en Los agentes del destino, aunque Nolfi prefiere centrarse más en lo segundo (la aventura) y, llamativamente, ir al hueso del relato y dejar en claro que lo que importa es el romance entre el congresista David Norris (Matt Damon) y la bailarina Elise Sellas (Emily Blunt). El asunto es el siguiente: Norris (un Damon genial, hitchcockniano en su perfecta condición de inocente puesto ante una trama enrevesada) está a punto de ser elegido senador, pero la aparición de unas fotos suyas hacen que los votantes den un paso atrás en su elección. Tras la derrota, se cruza con una misteriosa dama, la cual lo incentiva para su discurso asumiendo la derrota, lo que hace que su figura vuelva a crecer en las encuestas. Pero, fundamentalmente, deja en evidencia la soledad en la que se ve inmerso el pobre muchacho, la cual podría ser derrotada por la presencia de Elise (Blunt, con esa mezcla de sensualidad con ingenuidad, tan clásica de Hollywood). Y es ahí donde entra a jugar un misterioso grupo de sujetos, lookeados elegantemente con sombrero respectivo, quienes tienen el poder de mover cosas y de recorrer grandes distancias nada más que atravesando puertas, quienes se le aparecerán a Norris para confesarle que ellos manejan el destino de las personas, que casi no hay lugar para improvisaciones o casualidades, y que la bailarina no está en su futuro, no es parte del plan. Si sigue empeñado en eso, destruirá sus sueños y los de ella. Así como suena, la cosa parece demasiado importante o seria. Y algo de eso hay en el relato, que juega a parecer una cosa pero ser otra, reflejada como en espejos: por un lado, con sus líneas de diálogo dichas de manera solemne y un aspecto urbano distante y despersonalizado, Los agentes del destino parece una de esas películas que están preparadas para decir algo relevante sobre el mundo. Por otra parte, toda su trama de ciencia ficción (digna de un capítulo de La dimensión desconocida) conduce el relato con suspicacia y hace que el espectador esté atento a los pliegues, mientras lo que se va revelando y desplegando progresivamente es un corazón dueño de un romanticismo exacerbado, el cual queda al descubierto simplonamente en el final, donde se revela que el misterio eran pamplinas (¡aprendé Nolan con tu “origen” soporífero!). Nolfi, a diferencia de un Gilroy, no tiene miedo en reducir la complejidad del asunto y su mecanismo de guión ante la evidencia: una pareja que se ama tan profundamente. Claro que Los agentes del destino se estira un poco, y eso le hace perder parte de la electricidad que el film había generado a partir de construir sabiamente un misterio que parece imposible de resolver. Sin embargo, que el film se desarme ante una idea ridícula y grasa como la de los amantes que pueden más que todo porque se aman y se quieren profundamente, por cierto, se entronca de una forma sorprendente con el cine que Hollywood hacía hace unos 60 años. Los agentes del destino tiene la convicción de aquel cine que podía unir a diferentes públicos, pero no con un concepto multitarget para venderle muñequitos, sino con la idea de que somos relato y que las historias se pueden encontrar en cualquier lado, y pueden seducir a todos. Si a eso se suman algunos apuntes interesantes sobre la política, el poder y la necesidad del amor en una sociedad cínica, estamos ante una pequeña y grata sorpresa de la cartelera de este año.