Dame piñas, dame dame piñas Dentro de la escudería Dreamworks, Kung fu panda había sido un producto por demás interesante: se abandonaba el gag referencial a la cultura pop al estilo Shrek, se construía personajes atractivos, había interés por contar una historia y, sobre todo, la apuesta era muy fuerte por la acción y la aventura, convirtiéndose en una gran película de artes marciales, con todos los tics del subgénero hombre-común-descubre-sus-poderes -aunque en este caso habría que decir oso panda común- reelaborados en plan slapstick de cartoon. Debido al éxito de aquella primera parte, era evidente que la compañía de cine de animación iba a intentar repetir la fórmula, y por lo que se dice serán seis las películas protagonizadas por Po y los furiosos guerreros que intentan defender la tradición del kung fu. El estreno de esta segunda parte, dirigida esta vez por Jennifer Yuh, confirma virtudes de la primera y comienza a mostrar algunas limitaciones de la propuesta: en ese sube y baja, Kung fu panda 2 gana porque refina su estética visual, aprovecha muy bien (como pocas películas lo han sabido hacer) las posibilidades del 3D, y porque se desboca definitivamente hacia la acción sin frenos. Kung fu panda 2 demuestra desde el comienzo un descrédito a la fórmula clásica. Si uno recuerda, sagas como Volver al futuro o Indiana Jones (muy respaldadas en las formas tradicionales del relato episódico) avanzaban con mínimas modificaciones del original, complejizando o aumentando donde debían, pero manteniendo la claridad narrativa por sobre todo (algo que Spielberg intentó mantener por ejemplo con El mundo perdido, aunque fallidamente) y justificando las continuaciones en el placer por la aventura cada vez más grande. Sin embargo, al igual que sagas recientes como Matrix o Piratas del Caribe, Kung fu panda 2 intenta justificar sus continuaciones a partir de complejizar la psicología del protagonista, como si los personajes no fueran lo suficientemente interesantes como para sostener la aventura por sí solos y hubiera que incorporar conflictos (un ejemplo actual y contrario es Toy story, donde siempre la aventura está por delante de lo que les pasa a sus personajes y la reflexión sobre su tema estaba presente desde el primer fotograma). Esa desconfianza de Kung fu panda 2 en el relato queda evidenciada en que sus 90 minutos parecen justificarse por el último plano, uno que revela información fundamental para la tercera parte. Antes que eso, vimos un film entretenido, que repite un poco la fórmula anterior aunque con un placer por el vértigo que se agradece. Y precisamente la palabra “vértigo” es importante aquí, es la que termina salvando a Kung fu panda 2 de la rutina y la que lucha palmo a palmo con su carácter de película subsidiaria de la saga. En el film, hay un pavo real que quiere destruir el kung fu por medio de la utilización de la pólvora y las armas. Hay una lucha entre tradición y modernidad, algo que es muy caro al cine asiático. Pero ese pavo real tiene una importancia mayor, no tanto como personaje sino como generador de sentido: fue quien en un pasado atacó la aldea donde vivían los padres de Po y puede haber sido el causante de que el héroe se haya convertido en un huérfano adoptado por un ganso. Y este es precisamente el conflicto central del film: Po, ya convertido en un héroe, enfrentado a una situación que lo pone a querer descubrir de dónde viene, cuáles son sus orígenes. Es esta línea argumental, que funciona bien desde lo narrativo y sirve de puente entre las secuencias de pura acción, la que demuestra la intención un poco forzada de los creadores por dotar a esta saga de un peso dramático que, evidentemente, creen que es necesario para justificar el producto. En lo positivo, la película de Yuh se define desde un comienzo como una de acción, trepidante y emotiva, que además aprovecha estupendamente las posibilidades del 3D en lo que tiene que ver con la profundidad de campo o con la proyección de elementos sobre el espectador. Y en el terreno de la animación, resaltar los diversos registros elegidos, con lo digital para la narración en tiempo presente, la animación tradicional para los flashbacks y lo más experimental para un prólogo estupendo que nos pone en situación. Como aquella primera aparte -y esto es lo que hace muy bien la película-, Kung fu panda 2 es una de piñas y patadas vertiginosa, graciosa, creativa, estupendamente coreografiada, que se sostiene además desde un concepto visual muy bello y preciosista, con tonos pastel que refuerzan la calidad de cuento tradicional que se esconde en sus poros. Aquí sí se hace presente el sentido de saga clásica, engrosando las secuencias de acción, buscando más y más la cima en cuanto a ritmo y movimiento. En ese sentido, la película es perfecta y se sigue con total devoción. Pero en sus vaivenes, Kung fu panda 2 encuentra otros límites: por ejemplo, la comedia ya no funciona en los mismos términos que en la primera. Es decir, si Po es ya un héroe, resulta incoherente que por momentos se lo muestre como un gordo perezoso para acto seguido verlo rematando villanos a piñas como un Chuck Norris peludo. También es evidente que el relato se centra tanto en Po, que los demás personajes (que son muchos) pierden total interés para el espectador y se convierten en relleno. Con sus más y sus menos, Kung fu panda 2 es un gran entretenimiento cuando decide ser una furiosa bola de colores que fusiona la comedia con la acción, y un film rutinario cuando opta por darle dimensiones a una saga un poco errante, por medio del drama paterno-filial.
X-Men: primera generación es una película de superhéroes, pero también una de espionaje internacional, que abreva fuertemente en el imaginario audiovisual de la saga de James Bond. A esta altura, las películas de superhéroes parecen haber encontrado un molde sobre el que navegan sin mayores sobresaltos. Con personajes instalados y carismáticos, y una generación de espectadores a los que ya no hay que explicarle demasiado estos mundos fantásticos para justificárselos, hay que ser muy inútil para que las cosas no salgan, al menos, un poco bien. O tenés que ser Gavin Hood y arruinar Wolverine. Eso sí, cuando las historias son abordadas por directores con una visión, ahí podemos aspirar a resultados mucho más interesantes: El caballero de la noche (Nolan), Spiderman (Raimi), Hulk (Lee), Singer (X-Men 2). El caso de X-Men: primera generación de Matthew Vaugh tiene un poco de todo: por momentos un film rutinario, otras veces es un producto interesante con la rara virtud de saber que está contando algo ridículo (mutantes mezclados en la crisis de los misiles de la década de 1960) y lo hace de la manera más seria posible. En esa extraña mezcla de tonos, X-Men: primera generación encuentra su mayor virtud. Hay que decirlo, Vaughn no será (todavía) Nolan, Ang Lee, Singer o Raimi, pero ha demostrado con Stardust, Kick-Ass y este nuevo filme, que tiene talento suficiente como para exprimir todo lo pop que los cómics tienen, y cohesionarlo cinematográficamente con coherencia y talento. Es más, todo lo irónico o satírico que podían tener aquellas dos películas, es aquí reconvertido y concentrado: no hay atisbo de parodia en el registro de X-Men: primera clase, simplemente porque el director entiende que no es necesario: ya ver a los mutantes involucrados con hechos de la historia política del siglo XX convoca a la mirada en sordina del mundo. Incluso, Vaughn le imprime cine al asunto: ver por el ejemplo el genial contraplano de la primera escena. Pero atención, esto tampoco es Watchmen, donde la fusión entre fantasía y realidad tenía un carácter reflexivo y filosófico más hacia el mundo exterior que hacia el universo del cómic. X-Men: primera generación, en sus mejores pasajes, es una muy divertida actualización de la franquicia, donde vemos qué motivó la división entre mutantes diplomáticos (liderados por el Profesor Xavier) y mutantes militantes (liderados por Magneto). Porque un gran acierto del director y de sus guionistas Ashley Miller, Zack Stentz y Jane Goldman es hacer totalmente comprensibles las posturas de Xavier y Magneto, más allá de las diferencias que pueda haber entre ambos. X-Men: primera generación es una película de superhéroes, pero también una de espionaje internacional, que abreva fuertemente en el imaginario audiovisual de la saga de James Bond, incluso con un villano maravillosamente interpretado por Kevin Bacon. Si toda esta sumatoria de conceptos y estéticas no termina por dar un producto excelente, es porque la primera hora de película avanza un poco a las apuradas, con escenas mínimas que merecían mayor tiempo y respiración, pero además porque los conflictos de los personajes, vinculados con la identidad y su postura ideológica, suenan un poco a cosa ya vista y transitada con anterioridad. De todos modos no deja de ser un buen ejercicio compararla con la reciente y muy menor Thor, y descubrir que la seriedad y el rigor no entendido como solemnidad pueden hacer de estos universos ridículos un espejo sobre este mundo que se puede seguir con interés, incluso sufriendo por el destino de aquellos que lo integran.
Eso que nos une y nos separa Los amantes de las historias de amor dolorosas (esas que serán canciones pop o no serán nada y que se construyen sobre la base de un morbo algo particular) tienen aquí el último modelo de película-bisturí para cortarse las venas en tardes domingueras de invierno: Blue Valentine, una historia de amor. Para peor, hay resabios postmodernos en la narración: la conformación y la ruptura de una pareja es contada en dos tiempos, sin linealidad alguna, y dejando en un fuera de campo absoluto a todo lo que unió a esa pareja. Para peor II: Blue Valentine tiene muchos tics del cine indie norteamericano y dos actuaciones (Michella Williams y Ryan Gosling) que hacen de la intensidad su tono más presente. Sin embargo, contra todo el cinismo que uno podría prejuzgar en este film de Derek Cienfrance, alguna rara alquimia hace que las piezas se acomoden extrañamente, todo lo puede estar mal está bien, lo moderno nunca sea cinismo sino una nueva paleta de colores para pintar nuevamente una historia ya vista y la película se termine convirtiendo así en uno de esos angustiantes relatos de amor que el cine entrega cada vez menos. Dean y Cindy se conocen en condiciones poco propicias, pero le ponen toda la voluntad a ese amor que va surgiendo. Mucho más, incluso, cuando se conoce que ella está embarazada y que el hijo que lleva en el vientre no parece ser de esta relación. Dean (Gosling) es un laburante mientras Cindy (Williams) ansía convertirse en una importante médica. Sueños, que son bastante módicos y cercanos, y es por eso que esta historia de amor también atrapa. Lo interesante del trabajo del director es que construye esta historia con indudable concepto estético, pero no por eso se dedica a embellecer el presente de dos personas bastante simples. Esto no es Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y los manierismos y barroquismos visuales de Michel Gondry (el dolido cool), sino un film cercano en espíritu al buen cine independiente: el de Cassavettes. Lo que vemos en el film es el momento en que Derek y Cindy se conocen y el momento en que Derek y Cindy comprenden que la relación no da para más. Eso llega durante el encuentro que mantienen, con intención de reavivar la chispa, en un albergue transitorio temático: alquilan la habitación “del futuro”, un espacio controlado por el metal, la fotografía azulada, la frialdad y la distancia. Se emborrachan, cogen un poco absurdamente (o lo intentan), pero todo se está destruyendo progresivamente: evidentemente el “futuro” que explicita esa habitación no da lugar a mayores discusiones. Es el final. Otro hallazgo de Blue Valentine es precisamente nunca mostrar cómo fue la vida en conjunto de Derek y Cindy, si no ir a los extremos para hacer mucho más absurdo el significado de la vida en pareja, de ese gran triunfo del conservadurismo llamado familia: las ilusiones sobre lo que vendrá, la desilusión sobre lo que fue. Es ahí, en ese momento, cuando se vislumbra el sinsentido de intentar encajar en determinadas coordenadas sociales. Cienfrance lo dice amargamente, en un film que no ofrece concesiones para con el espectador: lo sumerge en un universo de decisiones tomadas y de angustias compartidas. Tal vez algunos vicios del cine Indie atenten contra los resultados finales de Blue Valentine (algo de impostación, la irascibilidad que surge como idea de tensión dramática para resolver giros de la narración), sin embargo, como decíamos, el film logra sostener toda su carga formal (fotografía recargada, banda sonora cool, edición fragmentada, diferencias en la imagen para retratar el pasado o el presente) porque Cienfrance es totalmente honesto con lo que cuenta, es crudo sin caer en excesos y, por si fuera poco, cuenta con dos intérpretes en estado de gracia. Protagonistas exclusivos, Williams y Gosling llevan a Blue Valentine a los lugares que no puede cuando su afectación indie parece desbordarla: como un Casavettes con Rivotril, la pareja afronta el compromiso de una película que termina repercutiendo físicamente y a la que conducen por caminos veraces y tangibles. Y que, en última instancia, nos hace comprender la esencia de aquello que nos une y nos separa.
Rompecorazones navega plácida y convencionalmente por los territorios más o menos previsibles de la comedia romántica. En el mapa de la comedia francesa mainstream reciente es un producto ameno y divertido que se sigue con interés. Romain Duris es Alex Lippi, un especialista en seducir mujeres sin la intención de llevarlas a la cama y contratado por algún conocido de la dama en cuestión: el objetivo es hacerlas recapacitar hasta que deciden abandonar a sus parejas. Alex trabaja de manera bastante particular, junto a su hermana y su cuñado forman una especie de team símil Misión: imposible realmente absurdo si tenemos en cuenta la tecnología que movilizan para lo mínimo del plan. Rompecorazones, de Pascal Chaumeil, los encuentra a las puertas de una misión bastante compleja: el galán debe hacer recapacitar a Juliette (Vanessa Paradis), la hija de un multimillonario, que está a pocos días de casarse con un muy amable y apuesto inglés, que es todo corrección y buenos modales, aunque un poco acartonado. Si bien Rompecorazones navega plácida y convencionalmente por los territorios más o menos previsibles de la comedia romántica con algo de film de suspenso, hay que reconocer que en el mapa de la comedia francesa mainstream reciente es un producto ameno y divertido que se sigue con interés. En primera instancia esto es así porque el director combina muy sabiamente la comedia con el misterio en la concreción o no del plan. Desde lo narrativo, Rompecorazones es casi un film de acción: hay un prólogo ágil -aunque un poco canchero-, donde vemos cómo actúa este equipo, aunque obviamente las cosas estarán viradas hacia el lado de la comedia. Y luego de ese arranque, se nos mete sí en lo que será el caso principal. Chaumeil y los guionistas Laurent Zeitoun, Jeremy Doner y Yoann Gromb trabajan sobre la fórmula de dos productos que se han convertido en un género en sí mismos: por un lado las películas de James Bond, con su lujo y su gran estilo de vida; y por el otro, como dijimos, Misión: imposible con su reconstrucción minuciosa del procedimiento. Lo interesante aquí es que nada se explica demasiado y que todo resulta total y saludablemente arbitrario. No hay motivos para creer que la hermana y el cuñado de Alex pueden desempeñar diferentes tareas en el hotel donde se hospedan sin que nadie lo note. Y sin embargo sucede y lo creemos, porque aceptamos lo lúdico de la propuesta. Y si Rompecorazones no logra ser más que un producto simpático con dos o tres escenas sumamente divertidas y (¡gracias comedia americana!) un par de referencias pop (George Michael, Dirty dancing) que funcionan, no es porque al fin de cuentas estemos ante una comedia romántica y ya sepamos cómo van a terminar Alex y Juliette, sino porque el director y los guionistas no encuentran la forma de recurrir a estos clichés con el mismo sentido del humor con el que se habían burlado de todo lo anterior. Sobre el final Rompecorazones se toma demasiado en serio a sí misma, le incorpora un conflicto tonto a su protagonista (¡como si con el amor no alcanzara!) y la película se alarga bastante. Eso sí, afortunadamente hay tanta química entre Duris y Paradis que les creemos todo lo que les pasa y deseamos que terminen juntos, y a su vez se logra que la distancia irónica del comienzo se disipe. Su amor real fue construido a partir de la mentira, que es la mentira de la puesta en escena y la del cine. Hay algo interesante dando vueltas por Rompecorazones, pero la película prefiere ser ese ligero entretenimiento que es.
¿Qué pasó ayer? Parte II puede haber perdido efectividad en lo sorpresivo del asunto, pero ganó en salvajismo y, sobre todo, en ligereza. La mayoría de las críticas sobre ¿Qué pasó ayer? Parte II recaen y hacen hincapié en el hecho de su reiteración y su falta de sorpresa. Okey ¿qué esperaban? Siendo ¿Qué pasó ayer? un film cuyo mayor logro era su forma y su construcción de retazos que van formando una figura y donde la gracia mayor estaba dada precisamente en lo difuso de ese tránsito, lo que hace Todd Phillips muy inteligentemente es repetir la fórmula casi calcada a sabiendas de que era eso y no otra cosa lo que hacía a la singularidad de su comedia, tal vez la más exitosa de las últimas décadas. Por eso, no es de extrañar que muy autoconscientemente Phil (Bradley Cooper) inaugure esta secuela diciendo que “volvió a pasar”. Si a nadie le llama la atención que en Rápido y furioso 5 siga habiendo coches a mil por hora, ¿por qué debería molestar en este caso que ocurra lo mismo de la misma manera? Mucho menos cuando eso que ocurre, ocurre igual y el film es totalmente consciente de esa reiteración. Lo que importa aquí es que la comedia sigue siendo efectiva (incluso mucho más -aunque reconozco que no soy un ferviente admirador de la primera parte-) y que Phillips sigue firme en su misión de trasgredir los límites de tolerancia de la comedia mainstream. Y es que ¿Qué pasó ayer? Parte II puede haber perdido efectividad en lo sorpresivo del asunto, pero ganó en salvajismo y, sobre todo, en ligereza al centrar el conflicto en otro territorio alejado de la celebración machista de la primera parte. Phil, Stu (Ed Helms), Doug (Justin Bartha) y el inefable Alan (Zach Galifianakis) repiten aquello de la despedida de solteros que se les va de las manos y la reconstrucción de los hechos ocurridos en la noche anterior. Salvo que en vez de Las Vegas, ahora es Bangkok el escenario donde se desarrolla la aventura. Stu se va a casar con una chica asiática y si bien duda de celebrar con sus amigos, lo hace, sumando esta vez al joven hermano de su prometida: elipsis, y nuevamente Phil, Stu y Alan amaneciendo en un lugar desconocido y con algunas secuelas físicas: tatuajes, cortes de pelo, etcétera. Y, lo peor, nada más que con un dedo cercenado del cuñadito como única pista de su existencia. Como decíamos, no hay sorpresas en este recorrido, pero eso es lo de menos: lo importante es la revelación de lo fantástico que se mantiene oculto hasta que lo descubrimos y de aquello que la moral conservadora reprime y que estalla con el disfraz de la comedia. Comedia perfecta en su timing a cargo de personajes que mantienen su gracia y por un director que sabe sumarle elementos a ese universo descontrolado ya dibujado anteriormente. Es verdad que ese tufillo a “ya visto” de esta continuación repercute bastante en las lecturas que uno pueda hacer de ella: ya no es tan precisa su reflexión sobre la comedia guarra y su narración es mucho más episódica, como una road movie zafada que avanza sin demasiada cohesión, intentando encontrar el chiste. Si la primera parte indagaba y se sorprendía, esta fuerza y presiona para encontrar lo que termina encontrando. Sin embargo, donde aquella construía un conflicto entre esposas quejosas y maridos fiesteros, para terminar celebrando el machismo en su versión más cavernícola (evidente en la resolución del dentista Stu Price), esta contrapone -sin demasiada lucidez, es verdad- el discurso patriarcal conservador representado en el padre de la futura esposa de Stu, con el espíritu liberador de este. De esta ecuación, sobreviene una defensa del “demonio interior” mucho más disfrutable que la del macho que tiene derecho a la fiesta. Pero, a su vez, que este ‘conflicto’ sea apenas una excusa para la aventura hace que la película sea mucho más libre, relajada y divertida que su antecesora, que estaba mucho más preocupada en el significado de la travesía que en la propia travesía. Sí, ¿Qué pasó ayer? Parte II es apenas una sucesión de viñetas cómicas, pero su profusión de penes (de todos los tamaños imaginables), drogas y afrentas contra el sentido común y la buena conciencia permiten que la película se quite el peso de tener que decir algo y se preocupe mucho más en hacer de la comicidad el lugar más placentero para habitar.
Un paso atrás en la saga, Navegando aguas misteriosas solo funciona como un amable entretenimiento Aún siendo un producto evidentemente hollywoodense, la saga original de Piratas del Caribe tenía la personalidad que le podía insuflar el punto de vista de un director como Gore Verbinski, quien este año con Rango se confirmó como un tipo que corre al costado del sistema y que puede ser alguien confiable a la hora de repensar el mainstream desde otro lugar. Más allá de sus desniveles (el segundo sigue pareciéndome un film excesivo, barroco, sumamente fallido), eran tres películas compactas, divertidas, creativas y originales, aún en su aprovechamiento de varios subgéneros ya ampliamente transitados, que perdían un poco el rumbo cuando por la más pura ambición se ahondaba en la parte mística de sus personajes. De todos modos, la saga creó personajes inmortales (el Jack Sparrow de Johnny Depp es una invención memorable) y construyó escenas inolvidables, excelsas coreografías que tenían evidentes lazos con el cine de animación. Hay una palabra que es fundamental en todo esto: ambición. ¿Cuántas películas pensadas para el gran público se podían dar el lujo de aquellos sueños lisérgicos de Sparrow, con botes retozando en arenas de epifanía? Uno podía ver -y así lo había hecho saber la propia historia- que estaba todo contado: en un film que se centraba sobre el destino, al fin de la saga los personajes habían encontrado finalmente su lugar. Pero, esto es Hollywood al fin de cuentas, hay otra palabra importante: negocio. Y Piratas del Caribe no estaba terminada, más si se tiene en cuenta que se trata de una de las sagas más exitosas de todos los tiempos. Por eso, y no por otra cosa, se puede entender que los productores hayan avanzado con esta cuarta parte, Navegando aguas misteriosas. Aunque, también, por el hecho de haber contado nuevamente con Johnny Depp en la aventura. Pero ante su anuncio, había algo que nos hacía presagiar lo peor: ya Gore Verbinski no estaría en la dirección y, para peor, sería reemplazado por Rob Marshall, el de Chicago, Memorias de una geisha y Nine, un tipo con los peores antecedentes que pueda tejer algún director de tercera categoría del Hollywood actual. De las tres películas anteriores, Navegando aguas misteriosas mantiene apenas a Sparrow, Barbossa (Geoffrey Rush), Gibbs (Kevin McNally) y la dichosa brújula. Claro que si algo sostiene al film es la presencia de Depp, quien a pesar de ya sonar reiterado siempre saca un as de la manga, y de los guionistas Ted Elliott y Terry Rossio, quienes a pesar de no construir una historia demasiado intrigante o interesante, conocen el universo y a sus personajes, y pueden ensamblar la sucesión de escenas de acción, más fantasía y comedia con algo de fluidez. Hay una falencia de la que Navegando aguas misteriosas logra sacar algo de provecho: la falta de ambición del proyecto en general le calza bien al limitado Marshall, que logra no obstante pegar con algo de ritmo las diversas instancias de la aventura: de hecho, le saca buen rédito a una escena en la que un grupo de sirenas atacan a unos marineros. Lo que no se puede ocultar es que Piratas del Caribe 4 carece de conflictos y de personajes de peso, y que todo lo nuevo (incluyendo a Penélope Cruz y su pobre inglés) es cosmético y poco relevante. Comparar al complejo y temible Davy Jones de Bill Nighy con el pobre Barbanegra de Ian McShane, para comprobar la diferencia que existe entre un film que intenta reescribir los géneros y otro que intenta, apenas, abordar la taquilla. Tal vez por no tomarse demasiado en serio a sí misma, Navegando aguas misteriosas merezca algo de indulgencia y la aceptemos como el amable entretenimiento que es. No más que eso.
Dos o tres cosas ciertas El caso de Valerie Plame fue mundialmente conocido, uno de esos incidentes que deberían darle vergüenza a cualquier Gobierno. Agente secreta de la CIA, estaba dentro del ala moderada respecto de la actuación en Medio Oriente, y abonaba la teoría de que en Irak no se estaba trabajando sobre ningún arma de destrucción masiva. Sin embargo, apurada por dar un gesto -y por comenzar a facturar allí donde las guerras y las invasiones permiten hacerlo- luego de lo que fueron los atentados del 11 de septiembre de 2001, la gestión de Gorge W. Bush se valió de informes poco precisos y de información poco chequeada, manipulada y maliciosamente utilizada, para asestar su golpe contra “el terror”. Entendiendo que el Gobierno actuaba de mala fe, el esposo de Plame y ex embajador en Níger, Joe Wilson, publicó un artículo periodístico en el que reveló las mentiras sobre las que se sostenía la invasión norteamericana en Irak. Lejos de reconocer la pésima maniobra, las autoridades norteamericanas lo que hicieron fue enviar información a los medios donde se sacaba a la luz la identidad de Plame y se la confirmaba como agente de los servicios especiales. Fue una maniobra tan espuria como inmoral, y hasta contraria a las propias normas del Estado, que protegen celosamente a sus agentes secretos. Sobre la base de este episodio, y sobre dos novelas (The politics of truth: inside the lies that led to war and betrayed my wife’s CIA identity: a diplomat’s memoir y Fair game: my life as a spy, my betrayal by the White House, escritos por Wilson y Plame, respectivamente) es que se construye Poder que mata. Cercano en concepto a aquellos thrillers políticos del cine de los 70’s, Poder que mata es un film tan interesante como irrelevante. Interesante porque expone desde el centro de Hollywood (con un director mainstream y con actores de peso) y sin tapujos una falla bochornosa de su sistema político, pero a la vez es irrelevante porque para hacerlo construye personajes monolíticos y poco complejos, cero ambigüedad, más cercanos al cine de género que al de la denuncia política. Para ser honestos, ese aire de film de intriga internacional le juega a favor durante la primera hora, cuando Poder que mata es más una película de suspenso sobre los vericuetos de una investigación estatal que deriva en la construcción de una mentira, que luego cuando se vuelve un film más privado y menos público. Digamos que en parte esto es así porque Doug Liman es un artesano con condiciones para manejar los hilos del thriller, donde las situaciones se resuelven por medio de la acción. Durante esa primea hora, Naomi Watts (Plame) y Sean Penn (Wilson) se mueven enérgicamente, son ciudadanos indignados pero antes que nada son nervio y sudor. Poder que mata tiene un indisimulable puente, que es aquel momento en el que la identidad de Plame es ventilada por el Gobierno norteamericano. Ahí, pasa de ser un film sobre un conflicto universal (dos personas con peso enfrentadas a un poder que los supera) a otro sobre un conflicto universal, en el que una mujer debe enfrentarse al mundo que descubre su mentira: ya no es la empresaria y madre de familia, sino la espía y, para colmo de males, la espía “comunista” que está en contra de los planes de su país. Lo que es evidente en el film es que la adaptación de ambas novelas para hacerlas coincidir en un relato, no debe haber sido tarea fácil: en muchos momentos se nota esa indefinición sobre el punto de vista y sobre el tono que debe llevar la narración. Más allá de lo irregular que es el film, hay un nervio que se sostiene y que se debe a la mano de Liman y a las actuaciones -correctas- de Watts y Penn, nervio que se mantiene como no se mantiene lo político, que en la segunda parte desaparece del primer plano y donde lo que pasa a importar es más cómo este matrimonio, que a su vez es una lucha de dos poderes bien marcados, logra atravesar este sacudón. Poder que mata es en definitiva un correcto film demócrata, que dice tres o cuatro cosas acertadas sobre su sistema político y que sobre el final intenta inflar el pecho del ciudadano y convencerlo de que es él quien puede cambiar las cosas. En todo caso, lo que queda en el debe es lo que suele quedar en deuda en este tipo de películas políticamente correctas que hacen los yanquis sobre el conflicto de Medio Oriente: todos, pero todos por más demócratas y progresistas que se crean, terminan abonando la idea de que una invasión está mal cuando el motivo no se justifica, pero que cuando hay razones para hacerlo, el intervencionismo es una herramienta necesaria para balancear la paz del mundo. Es ese tufillo de paladines de la justicia el que hace que estas películas terminen pareciendo más un mero oportunismo que una crítica sesuda y convencida.
Si bien es un filme digno, a Agua para elefantes le cuesta sobrellevar la escasa química entre Pattinson y Witherspoon. Un solo detalle sirve para demostrar lo que Agua para elefantes pudo haber sido, y no fue: Hal Holbrook hace de Robert Pattinson de grande. El prólogo y el epílogo, cuando Jacob, el protagonista, recuerda los hechos, son lo mejor del film, donde se advierte la carga de nostalgia de este melodrama hecho y derecho, adaptación de una reconocida novela de Sara Gruen. Esos momentos son de Holbrook, actor veterano que no ha tenido en cine ni la suerte ni el lugar que merece, y que con su decir, con su mirada profunda, logra darle más dimensiones al “veterinario” Jacob que todo lo que puede hacer Pattinson en las casi dos horas que dura el film. Lo imposible era necesario para que el director Francis Lawrence pudiera darle más relieve a este melodrama mínimo, pero con ambición de clásico moderno: que Holbrook rejuveneciera y se hiciera cargo del personaje en sus años mozos. Usted podrá decir que tenemos algo contra el actor de la saga Crepúsculo. Puede ser, pero su presencia en plano irrita, es dueño de una pose que deja en evidencia la actuación. Entonces, es imposible creerle. Jacob estudiaba para veterinario y era un pibe ejemplar, pero la tragedia llamó a la puerta: en plena Gran Depresión de los años 1930 queda huérfano y se entrega a la vida de trotamundo, cayendo en un tren que transporta un circo ambulante. Allí terminará ejerciendo como veterinario y conocerá a diferentes personajes, entre ellos a Marlene (Reese Witherspoon) y a su marido, el dueño del circo, el cruel y bipolar presentador August (Christoph Waltz). Obviamente Jacob se enamorará de quien no debe, y el triángulo amoroso tendrá sus aristas trágicas. En primera instancia, lo que llama la atención en el film es que Lawrence, más cercano al cine de acción y fantasía, se haya involucrado con tanta energía en este melodrama que orgullosamente porta su esencia grasa: no hay pudor absoluto, y los conflictos son mostrados con la tonalidad y el registro que el género necesita. En mucho ayuda a que las cosas sean lo acertadamente desbordantes que deben ser, la actuación de Waltz (igual, alertamos: que haga ya mismo de padre simpático, porque si no Hollywood lo va a terminar relegando al rol de villano repelente, que le sale bien pero puede llegar a agotar), quien imprime en su August toda la violencia y la ambigüedad necesaria, siendo temible a pesar de su aspecto físico mínimo. Sin embargo, es evidente en Lawrence el hecho de que carece de una mirada crítica que pueda releer al género, un poco a la usanza de lo que hacía Baz Luhrmann en Moulin rouge!, o que interprete la carga de nostalgia que la novela de Gruen tiene. No de gusto, aquí el melodrama se da entre recuerdos, es una mirada sobre el pasado, una tonalidad para transmitir la historia. Aunque, definitivamente, lo que no puede sobrellevar Agua para elefantes es la escasa química entre Pattinson y Witherspoon. Si bien el filme no es indigno y se deja ver, un actor con condiciones le hubiera sacado más jugo a su personaje. Así las cosas, Agua para elefantes es una novelita rosa más o menos bien ilustrada, pero insustancial para su potencialidad.
La ley de la calle En la década de 1990 se pusieron de moda las adaptaciones de novelas sobre abogados, especialmente las escritas por John Grisham: Fachada, Tiempo de matar, El informe pelícano, El cliente. Con sus bemoles, y disculpen los correveidiles de Francis Ford Coppola (que veían en El poder de la justicia una nueva genialidad), ninguna alcanzaba un nivel más allá de la corrección. El asunto con las novelas de Grisham era que funcionaban (sin ser nunca grandes obras) en el nivel literario, pero escasamente lo hacían como expresión cinematográfica: había juego con el suspenso, pero a Grisham lo seducían los grandes temas y estos se resolvían a pura parrafada. De todos modos, el subgénero tribunalicio es toda una marca de origen hollywoodense, y cada tanto alguien revuelve sobre sus desechos tratando de encontrar nueva vida: se trata en todo caso de un territorio que permite las vueltas de tuerca, que siempre busca sorprender, que tiene reglas y elementos claves, y que además conlleva un aprendizaje moral. Todo esto, por qué negarlo, gusta al público. Una nueva vuelta a estos territorios se da con Culpable o inocente, adaptación al cine de una novela de Michael Connelly, considerado por muchos como el nuevo John Grisham. Connelly ha creado (entre otros, también fue el autor de Deuda de sangre, aquella de Clint Eastwood) al personaje de Mick Haller, un abogado que se ha formado profesionalmente en las calles, que conoce códigos barriales y que juega constantemente sobre la línea del bien y del mal. El título original de Culpable o inocente es The Lincoln lawyer, referencia directa al lugar donde Haller tiene su despacho: el asiento trasero de un Lincoln, un enorme automóvil negro, bien cuadrado como le gusta a los americanos. Haller ha defendido siempre a matones y gente poco recomendable, lo que lo ha convertido en un tipo bastante creído de sí mismo, soberbio, canchero, y con ganancias menores a otros leguleyos. Y en la travesía que lo embarca Culpable o inocente (una de las cuatro novelas escritas por Connelly sobre este personaje), se enfrenta a un caso singular: un multimillonario es acusado de intentar violar y golpear a una prostituta. Haller está por primera vez ante la posibilidad de conseguir un caso que le reporte buenas ganancias. Sin embargo las cosas se enredan demasiado. Como tiene que ser. A diferencia de lo que ocurría con las novelas de Grisham, el mundo de Connelly es más reconocible, cercano. Y, además, en la buena traslación que hace el director Brad Furman, la historia adquiere una atmósfera de película callejera, con un manejo acertado tanto de la tensión como de los conflictos éticos y morales que atraviesa su protagonista: la música funk y el hip-hop que inundan buena parte de la banda sonora, pintan de alguna manera cada rincón que visita Haller. En Culpable o inocente hay cierto espíritu del cine de Clint Eastwood. Y desde lo narrativo hay, además, un elemento acertado y es que el habitual giro del final está puesto en el medio, lo que hace que las fichas se reacomoden ante nuestros ojos y que los personajes tengan que modificar sus estrategias. Culpable o inocente está planteada como un juego, divertido y fluido, con sus diálogos irónicos y un mordaz punto de vista sobre el sistema de justicia: por una vez, las cosas no dejan de funcionar por obra y gracia de un personaje corrupto, sino que lo que queda en evidencia es que la justicia por vías administrativas es totalmente perfectible. Y que del aprovechamiento de sus grietas es que se va construyen el mundo. Lo que sale de eso, bueno, es lo que tenemos. Claro que Culpable o inocente es tan imperfecta como el sistema que muestra: le sobran 20 minutos y su epílogo está repleto de vueltas de tuerca innecesarias, que encima enmarañan un poco el punto de vista de sus personajes. De todos modos, reconocer que en su rol del abogado Haller, Matthew McConaughey encuentra el papel de su vida. Lo de McConaughey se termina pareciendo a lo de Tom Cruise: funcionan mejor en roles donde sacan a relucir el cinismo del mundo. La diferencia de Matthew es que se nota un poco más humano y cuerdo, lejos de la locura de Cruise. Después de todo, no de gusto ambos brillaban en Tropic thunder.
Culebrón salvaje La conciencia ecológica se ha instalado fuertemente, y de manera especial en el universo infantil y adolescente. Se entiende, de esta forma, que los jóvenes son el sector al que hay que apuntar, mentes frescas y abiertas que, por otro lado, puedan incorporar el discurso de una manera militante y ser quienes modifiquen el marco social de aquí al futuro. Y la industria cinematográfica, en este sentido, ha sabido absorber esta movida: se dice que para apuntalar este pedido de conciencia, aunque uno estima que hay detrás de esto un filón comercial. Que lo ecológico es, también, un gran comercio que incentiva a su manera el consumo de productos alternativos. Para el cine, el soporte ideal ha sido el documental de observación del mundo animal. Aunque esto no sea tan así: si uno mira con detalle, lo documental está dado por la captura de imágenes reales del mundo animal, pero a esto se le agrega siempre una narración, manipulada por medio del montaje, y una humanización de las especies y razas en pos de construir un cuentito que contenga los elementos básicos: un comienzo, un nudo y un desenlace; sus héroes y sus villanos. En el peor de los casos, nos encontramos con una historia didáctica y aleccionadora; y en el mejor, con una aventura más o menos entretenida, si uno logra dejar de lado las voces en off o la humanización exacerbada de los animales. Ya hemos visto pingüinos, peces, suricatas y demás especies, y ahora es el turno de los leones, leopardos, chitas y otros felinos africanos. Felinos de Africa es un nuevo producto por el estilo a cargo de la Disney, que reúne varios de los elementos negativos señalados anteriormente, pero que a su favor tiene una autoconciencia sobre el tratamiento que hace de las herramientas en juego, que la tornan, al menos, una película honesta y hasta divertida. Básicamente, este documental de Alastair Fothergill y Keith Scholey cuenta la historia de tres especies de felinos africanos y las formas de subsistencia que van encontrando en la dura vida en la sabana: la hija de una leona herida llamada Mara, una hembra guepardo apodada Sita, y el león Kali sufriendo su destierro de la tribu y a la vez intentando retomar su lugar como rey absoluto. El film incurre en subrayados innecesarios, como el hecho de reforzar constantemente el valor ético y moral de una madre y de un padre, en su intento por proteger a los suyos. Bajada de línea típica de este tipo de trabajos, donde lo que se intenta es, por elevación, terminar hablando de nosotros, los humanos, la familia y la construcción de un tipo de sociedad con sus valores bien definidos. Incluso Felinos de Africa no tiene, en comparación con La marcha de los pingüinos, Océanos o La familia suricata -por poner ejemplos recientes y reconocibles- demasiadas imágenes impactantes u originales, aquellas que son precisamente las que justifican lo documental: lo africano ya está visto tanto en la televisión como en el cine. En contrapartida, el film pone mayor énfasis en lo narrativo, en el trabajo con el montaje y en la construcción de personajes, y contra lo que uno puede pensar, encuentra ahí sus mejores momentos. Como ocurriera con La familia suricata, que se convertía en una especie de mockumentary farsesco, el tratamiento en Felinos de Africa hace parecer todo a una tragedia shakespereana, con sus reyes, sus traiciones, sus vínculos parterno-filiales, pero con el tono de un culebrón televisivo brasileño con tintes étnicos, onda El clon. Un poco berreta, con una música estridente que remarca cada sentimiento casi paródicamente, incluso los realizadores se dan cuenta de que el formato documental ficcionalizado del mundo animal no resiste ya mayor análisis y se dedican durante los créditos finales a bromear con la funcionalidad de cada especie durante el rodaje, incluso a fantasear con el destino de cada personaje. Esto, que podría ser demasiado artificioso termina generando un efecto de empatía con el film, por medio del cual aceptamos que se nos acaba de contar un cuentito de supervivencia, que se nos ha falseado información en pos de la aventura y el relato. Esa capacidad de tomarse a la chacota es lo que termina alejando a Felinos de Africa del didactismo aburrido y lo que la acerca, ligeramente, al cine.