Un film animado que nació como videojuego y después fue historieta -o manga, para usar el término apropiado, dado su origen japonés- y luego animé televisivo. Por ese camino, muy exitoso entre el público infantil, llega a este relato, centrado en la historia de un equipo de fútbol escolar -que recuerda a la serie de los años noventa Supercampeones -, que suma elementos de fantasía y ciencia ficción. Es una receta demasiado confusa para quien no esté familiarizado con este universo de antemano. Especialmente porque el doblaje hace poco por aclarar los cambios de tono y género del film y ni siquiera se pone de acuerdo a la hora de nombrar a su tema principal. El protagonista, un adolescente llamado Endo, tiene una irrefrenable pasión por el fútbol, al que a veces también llama soccer, unaindecisión idiomática que no empaña su entusiasmo por el deporte. Una actitud que no comparten sus compañeros de escuela y que preocupa a los misteriosos personajes que lo observan desde lejos: "Es un horrible mal. Las almas y los cuerpos de los niños se debilitarán", dice el aparente villano, cuya misión es evitar que Endo forme su equipo y que compita en el torneo Fútbol Frontera. Aparentemente, el futuro de la humanidad depende del fracaso del equipo de los "buenos". Más que los detalles de la narración, aquí lo que les interesará a los fanáticos del animé es que Super Once: el juego final cuenta con todas las marcas estéticas que hicieron del género uno de los favoritos del público infantil a nivel global.
Cuando se estrenó la primera parte de Los juegos del hambre, los espectadores salieron del cine con un par de certezas. La primera: esta saga, adaptada de una trilogía de novelas para el público adolescente, propone un recorrido mucho más sombrío que otras de su tipo, especialmente la fantasía romántica Crepúsculo . La segunda: Jennifer Lawrence es capaz de darle vida, alma y cuerpo hasta al más esquemático de los personajes. Y verla en pantalla es creerle todo lo que propone. Es convencerse de que ella, y nadie más que ella, puede ser Katniss Everdeen, la heroína renuente de un pueblo necesitado de un salvador. Claro que, más allá del talento y carisma de su protagonista, este segundo episodio carga con la difícil tarea de ser el puente narrativo para la resolución de la historia, que se desarrollará en las próximas dos entregas. Ya pintado el mundo gris y escaso de esperanza en el primer film, al director Francis Lawrence ( Soy l eyenda) -que tomó las riendas luego de la salida de Gary Ross- le tocaba profundizar ese universo, apostar a fondo por la visión de la autora de los libros, cuya trama se respeta casi a rajatabla. Allí está entonces la Katniss traumatizada por sus experiencias en la mortal competencia en la que tuvo que participar y consiguió ganar con valentía e ingenio. Una vuelta del destino cuyas consecuencias empezará a pagar en su retorno al hogar. Vigilada y utilizada por el mismo régimen que la oprime a ella y sus compatriotas, Katniss comenzará un duro proceso de cambio desde la adolescente desesperada por sobrevivir al símbolo de una revolución por venir. Con un argumento tan cargado de referencias políticas y apenas veladas denuncias sobre el lugar de los medios en nuestra sociedad, el film podría haberse estancado en la solemnidad que su material de origen propone y, sin embargo, logra avanzar sin tropiezos gracias a una ajustada edición y al gran trabajo de su elenco. Entre ellos, están los veteranos de la primera parte Woody Harrelson -ladrón de escenas profesional-, Elizabeth Banks, Donald Sutherland, además de Josh Hutcherson y Liam Hemsworth, que interpretan a los enamorados de Katniss evitando el tono meloso. Entre los debutantes que se suman en esta entrega se destacan Jena Malone y Sam Caflin, como nuevos rivales de Katniss. Menos atinado resultó el casting de Philip Seymour Hoffman, un talentoso actor que aquí parece perdido interpretando al siniestro y misterioso Plutarch Heavensbee, un personaje esencial para lo que vendrá. Con su atmósfera cada vez más densa y oscura y su acento en las tribulaciones internas de su protagonista, Los juegos del hambre está cada vez más cerca de ser digno heredero de la saga de Harry Potter. No es poca cosa.
Desde que la primera entrega de Iron Man puso a las historias de Marvel en la élite de los tanques de Hollywood, todos los films que salieron de esta usina de superhéroes distribuidas por Disney apuntan alto: grandes producciones de aventuras que se esfuerzan por replicar en pantalla el universo complejo ya establecido en las historietas. Objetos de la cultura popular norteamericana vueltos fenómenos globales de taquilla. En esa avanzada, la primera entrega de Thor carecía del sentido de la diversión de la mencionada Iron Man o del impecable guión y diseño de producción de Capitán América. Sin embargo , la aparición de Thor y de Loki en Los vengadores elevó bastante su perfil entre los fanáticos y los hizo merecedores de una secuela que estuviera a la altura de su éxito. Thor: un mundo oscuro cumple el objetivo desde el arranque. Luego de un prólogo en el que se establece al enemigo de turno, el film comienza con su carta más fuerte: Loki. El personaje interpretado por Tom Hiddleston carga con la responsabilidad de aligerar un relato que nunca llega a ser demasiado atrapante. Se habla de unos elfos oscuros y una fuente de poder de destrucción que los desvela, pero lo verdaderamente interesante y entretenido del film pasa por otro lado. Específicamente, por la interacción entre los personajes centrales, Thor- Chris Hemsworth le presta algo más que su imponente musculatura-, la Jane de Portman, a la que se ve un poco más cómoda que en el primer film, y Loki. Aprendidas las lecciones de Iron Man y Los vengadores , el humor marca el tono de la película aun cuando trate con mundos en riesgo. Nada parece demasiado grave en el universo de Thor, siempre y cuando a Loki le quede un comentario irónico por decir o un truco por intentar. Con escenas de acción dignas del estilo Marvel, y una batalla final bastante original que la separa de sus antecesoras, Thor: un mundo oscuro consigue un digno lugar entre los films de superhéroes. Y, como corresponde al género, cuenta con dos escenas al final de los títulos que abren la puerta a las películas que vienen.
En algún momento, pasados los primeros veinte o treinta minutos de Apuesta máxima , el espectador podría preguntarse porqué ninguno de los personajes del film habla. No es que se trate de una película muda, un raro experimento salido de Hollywood, sino que es difícil decir que las palabras que salen boca de los personajes puedan ser confundidas con conversaciones reales o al menos realistas. Una metáfora detrás de la otra, anécdotas y fábulas con moralejas torcidas o una cadena de alegorías que reemplazan el diálogo verdadero. Y, por ende, en lugar de personajes, la trama está repleta de estereotipos que se la pasan explicando por qué viven como viven y hacen lo que hacen. Como si quisieran convencer a los espectadores de que si escuchan todos sus argumentos en algún momento empezará a importarles su suerte. Y de eso se trata gran parte de la historia, de la suerte o la falta de ella, del azar frente a la estrategia aplicada a las partidas de póquer online, una ocupación que puede salvar o arruinar a quien se involucre en ella. En eso está, metido hasta el cuello, Richie Furst, un estudiante de posgrado de Princeton que para pagarse su carísima estadía en la prestigiosa universidad trabaja como promotor de un sitio de apuestas, atrayendo a sus jóvenes compañeros, que pasan más tiempo jugando que estudiando. Arrinconado por el decano Richie, se jugará todos sus ahorros en una última partida de la que, previsiblemente, saldrá mal parado y que, imprevisiblemente, lo llevará a Costa Rica. Tierra prometida para los emprendedores de las apuestas al límite de lo legal, allí se encontrará con Ivan Block, quien dirige el negocio, una especie de rey Midas tan seductor como peligroso que lo convencerá de las bondades de sumarse a sus filas. A diferencia de lo que sucede en la música, Justin Timberlake (que interpreta al joven estudiante en quiebra) en el cine no logra encontrar el papel que lo afirme como un protagonista capaz de llevar adelante el peso dramático de la historia. Opaco y sin espacio para desplegar el carisma que suele mostrar en roles más acotados o más livianos, tampoco cuenta con un guión que sostenga su interpretación. Bastante más cómodo se lo ve en pantalla a Ben Affleck como Ivan, el villano que, para que nadie dude de su tendencia al desequilibrio, tiene cocodrilos como mascotas. Las escenas que comparten Timberlake y Affleck dan indicios de que podría haber sido una película más interesante, algo que ni el director Brad Furman ( Culpable o inocente ) ni los guionistas Brian Koppelman y David Levien ( Ahora son 13 ) lograron. Tal vez estaban demasiado ocupados mostrando a los habitantes de Costa Rica como criminales, policías corruptos y brutales, prostitutas o mendigos o buscando las muchas y repetitivas maneras de utilizar el póquer como una metáfora de la vida.
Para su primer largometraje como director, Martín Piroyansky se atrevió con un género que, bien realizado, fluye con una naturalidad y una sencillez que en realidad ocultan un complejo trabajo de guión y la hazaña de conseguir la impredecible química entre sus protagonistas. Abril en Nueva York es una comedia romántica que en ciertos pasajes logra justamente eso. El film tropieza cuando se aleja del elemento humorístico de la fórmula, recae en tópicos muy transitados y algo de la frescura inicial se diluye. Pero no se pierde, porque aun en esos momentos el director y guionista nos hace saber que domina por completo su material. "Soy un cliché", dirá Ben, el tercero que genera algo de discordia en la relación entre Pablo (Abril Sosa) y Valeria (Carla Quevedo), jóvenes artistas argentinos instalados en Nueva York. El guiño a las convenciones de la comedia romántica, que obligan a siempre tener un antagonista que sea todo lo que el protagonista no es, alivia algo la carga del guión, que exagera en su construcción de estos opuestos. Ben es la opción perfecta -demasiado perfecta, claro- para quebrar la pareja que no funciona, mientras que Pablo no podría ser más adorablemente imperfecto. Con pretensiones de bohemia, irresponsable y con una alta valoración de sí mismo sostenida con sus propias fantasías de grandeza, el personaje se acerca demasiado a la caricatura, trampa de la que escapa por poco, en gran medida ayudado por su contraparte femenina. Gracias a la expresiva y bella Quevedo, Valeria resulta un personaje complejo, interesante, contradictorio, pero siempre coherente con el planteo del film. Sostenido por diálogos entre graciosos, absurdos e incómodos, Piroyansky demuestra tener un buen pulso para encontrar y desarrollar la insoportable y excitante tensión de los momentos esenciales de las relaciones amorosas. Esos que van de la ilusión del primer beso a la desolación de la última pelea.
Pelicula anclada por su origen teatral Cada expresión artística tiene sus códigos. Por supuesto que las reglas muchas veces pueden doblarse hasta quebrarse, si eso es lo que requiere la obra en cuestión. Para hacerlo, el contrato establecido entre el creador y su público debe estar lo suficientemente afianzado como para que el abandono de las convenciones no afecte la narración y pueda conmoverlo. En cine, uno de los elementos para establecer ese lazo entre el relato y sus espectadores es la actuación de sus protagonistas. Que, en el caso de Los quiero a todos , como casi todos los elementos que lo componen, revela el origen teatral de la historia y los personajes. Las interpretaciones de los muy interesantes actores principales sencillamente ocurren en el marco equivocado. El artificio de la actuación, aceptado y hasta buscado en el teatro, rara vez funciona en el cine, y para hacerlo necesita de una puesta en escena que explore hasta el límite su vena escénica o la ignore por completo. Ninguna de esas dos instancias ocurre en este film dirigido y escrito por Luciano Quilici, que adaptó su propia obra para el cine convirtiendo las escenas en viñetas que revelan las patéticas y superficiales vidas de seis amigos reunidos en una quinta en la que nadie parece estar pasándola demasiado bien. De hecho, no hay en este grupo un personaje que permita alguna posibilidad de identificación real. Los monólogos muchas veces generan la reacción contraria: un rechazo provocado por la trivialidad y la facilidad con la que enuncian crueldades sin que se genere conflicto alguno. A las dos integrantes femeninas del conjunto les tocan los poco inspirados arquetipos de la amiga puta y la esposa sumisa, y apenas los personajes interpretados por Alan Sabbagh y Santiago Gobernori logran, por momentos, elevarse por sobre el material con el que trabajan.
Un relato entre el documental y la ficcion En principio resulta sugerente la idea de seguir a una protagonista llamada Cassandra -como la pitonisa a la que nadie le cree sus profecías en la mitología griega- en su viaje por el Chaco y su encuentro con las comunidades indígenas del lugar. Especialmente porque a cargo de la dirección y el guión del relato está Inés de Oliveira Cézar ( Cómo pasan las horas ) una cineasta siempre dispuesta a experimentar con los límites de la narrativa tradicional. Sin embargo, en esta oportunidad el interés por la experimentación devino en un film que no logra sortear la trampa de la anécdota aleccionadora y cuyas buenas intenciones terminan sonando tan pretenciosas como condescendientes. Así, la Cassandra del título (interpretada por Agustina Muñoz) es una estudiante de Letras que comienza a trabajar como pasante en una revista donde su jefe (Alan Pauls, también a cargo de la narración en off), le pide, o más bien acepta, su difusa propuesta de nota, que involucra el viaje al Impenetrable chaqueño. Hasta llegar allí, la chica conversará con "expertos" en la materia que luego conocerá de cerca, un costado documental que le aporta los perfiles más interesantes al relato, aunque ese mestizaje con lo argumental termina por ser también su flanco más endeble. En ese marco, Cassandra hablará con integrantes de las comunidades wichi y toba (aunque en muchos casos la voz de sus "entrevistados" no se escuche y sea el relator el encargado de reproducir sus palabras) y visitará un hospital en el que supuestamente, dice, hay personas siendo tratadas por desnutrición. En esa secuencia, la cuidada fotografía y los planos estéticamente bellos banalizan el tema, transformándolo en uno más de los confusos tópicos que trata la realizadora.
En algún momento de Starlet , su joven protagonista suelta, sin que nadie le pregunte -mucho menos la anciana que adoptó como su nueva amiga- que es de Capricornio y por eso es "buena con la gente". Una forma de decir que se lleva bien con todo el mundo, algo completamente cierto, aunque la expresión también funciona de manera literal. Es que Jane, interpretada por la bella y prometedora Dree Hemingway (bisnieta de Ernest e hija de Mariel), va por la vida con una sonrisa y una inocencia que iluminan a las personas y las circunstancias que la rodean. Y no es poco lo que le toca alivianar en su entorno: ahí están su amiga y compañera de casa y su novio, una pareja que parece existir entre el estímulo y la depresión química, siempre al borde de una tragedia que sólo necesita de un empujoncito para ocurrir. Un paso que la mera presencia de Jane parece evitar. Con su cuerpo flaco, estilizado y esos pómulos de ángulos imposibles que reflejan la luz del valle de San Fernando, suburbio de Los Ángeles, lado B de la meca del cine industrial y pura chatura pueblerina al borde de la ciudad de los sueños del mundo, Jane es un personaje tan sutil como intrigante. Gracias al guión y a la dirección de Sean Baker y la fotografía de Radium Cheung, el que podría ser un papel de pura superficie, de chica algo boba y despistada, resulta en algo mucho más interesante y honesto. Un par de calificativos que no suelen ir juntos cuando se trata de retratar personajes femeninos ni siquiera en el universo del cine independiente más atrevido (en términos narrativos) al que pertenece Starlet . Un film que se mueve sin tropiezos ni obvios cuestionamientos morales siguiendo a su protagonista entre el mundo del cine pornográfico en el que trabaja como actriz y futura estrella, y su amistad con Sadie, una anciana que en principio no quiere tener nada que ver con ella. La película se construye alrededor del lento, aunque nunca tedioso, desarrollo de esa relación que comienza con una mezcla de casualidad, fortuna y culpa. La desconfianza inicial de Sadie, que vive sola, prácticamente encerrada en su casa, ante el interés de esa chica que insiste en ayudarla a hacer sus compras en el supermercado y compartir sus partidas semanales de bingo, empieza a mutar en una amistad entre dos personas -y un perro si se cuenta a la mascota que da título al film-, que parecen no tener nada en común. Pero aquí, claro, las apariencias engañan. Porque la veinteañera, consciente objeto de deseo de tantos, está tan necesitada de un lazo de cariño y amistad genuino como la octagenaria interpretada por Besedka Johnson (que debutó en cine a los 86 años, un año antes de fallecer, en abril pasado). En los dos extremos de la vida, ambas -Jane y Sadie- encuentran un territorio común armado con las palabras y la mirada atenta de una y los silencios repletos de sentido de la otra. Juntas son las caras -una flamante, la otra preciosamente gastada- de la misma moneda. Cada encuentro, una pequeña anécdota de gran belleza visual y emociones que trascienden la pantalla.
Uno puede intentar imaginar como fue la reunión en la que un productor logró convencer a los ejecutivos de los estudios Universal de que era una buena idea adaptar el cómic de culto R.I.P.D. a la pantalla grande. Seguramente utilizaron como referencia la película Hombres de negro (también traspuesta de la historieta), en la que tanto se inspiraron. Como en aquella trilogía, acá hay una agencia secreta que se ocupa de cazar criminales que no pertenecen a este mundo. En el caso de los films protagonizados por Tommy Lee Jones y Will Smith eran extraterrestres, mientras que aquí se trata de las almas de los muertos que se niegan a dejar la Tierra. Claro que si la premisa suena más o menos entretenida -así la deben haber vendido sus realizadores-, su ejecución resulta exactamente eso: una ejecución. Todo comienza con unas escenas algo frenéticas que muestran la vida y la trágica muerte de Nick (Ryan Reynolds), un policía corrupto destinado a trabajar en una comisaría celestial atrapando malvivientes sobrenaturales para evitar irse al infierno. Ahí se encontrará con su nuevo compañero, un sheriff del Viejo Oeste, interpretado por Jeff Bridges. Esta introducción al relato resulta poco agradable de ver en gran medida por la fallida conversión al 3D, algo que no mejora demasiado en su desarrollo, que incluye la insulsa interpretación de Reynolds y la raras decisiones actorales que tomó Bridges. Transformando su estereotipado personaje en una parodia, el ganador del Oscar y el director Robert Schwentke ( RED ) logran lo que parecía imposible: ensombrecer el magnetismo de Bridges. Algo similar sucede con Mary-Louise Parker, la jefa de la policía celestial, cuyo personaje es gracioso o levemente entretenido durante los primeros cinco minutos que aparece en pantalla; pero el hechizo no dura más que eso. Y es lo mejor del film. Lo peor: el diseño digital de los fantasmas/monstruos demasiado parecidos a los de Los cazafantasmas sólo que casi 30 años más tarde.
Apenas pasados los primeros veinte o treinta minutos de este documental, uno puede escuchar, imaginar en realidad, los gritos, los suspiros y la emoción de las fanáticas de One Direction cuando vean esta película. Está hecha para ellas, pero lejos de suponer que las seguidoras del grupo británico verían cualquier cosa que tuviera a sus adorados cantantes en pantalla, lo cierto es que el film dirigido por Morgan Spurlock resulta de los más interesantes y entretenidos de su tipo. Tal vez el problema es que no deje de ser justamente eso: uno más de los documentales en 3D dedicados al grupo más popular del momento. Su mayor debilidad es ser demasiado fiel a esta fórmula que supone que hay que empezar por el origen de la banda, para seguir con su encuentro con la fama, mostrar sus familias, el regreso al hogar y dejar claro que sus fans "son los mejores del mundo". De hecho, en la primera mitad del film, cuando no se cargan las tintas en la pasión de las fans y se ve el acceso que el director tuvo a los protagonistas, parece que se evitarán las recetas. Sin embargo, al desarrollarse la trama, Spurlock desaprovecha la posibilidad de explorar el gran material que le aportan sus propios protagonistas. Es que los cinco -Niall Horan, Zyan Malik, Liam Payne, Louis Tomlinson y Harry Styles- son divertidos, bastante espontáneos en sus respuestas y tan fotogénicos que resulta inevitable que las adolescentes del mundo hayan caído rendidas a sus pies. Claro que en el afán de armar un entretenimiento familiar y apto para todo el mundo, y aunque se nombra la rebeldía de los muchachos y su carácter algo caótico, lo cierto es que la única "rebeldía" que la cámara muestra es su aversión a practicar las coreografías que les preparan -prefieren jugar al fútbol-, y sus muchos tatuajes. "Quiero hacer esto toda mi vida. Hasta que mi cara esté toda arrugada y la gente se pregunte cómo es que sigo vivo. Como Keith Richards", dice en algún momento Styles, el más carismático del grupo, el favorito de la prensa de su país y un comunicador nato de apenas 19 años. Esa declaración y unos cuantos momentos en los que la naturalidad le gana a la fórmula insinúan el material que Spurlock supo reunir y sacarles a sus protagonistas, pero que apenas pudo usar. Simpáticos y hábiles para atraer al público tanto arriba del escenario como fuera de él, los One Direction tienen una película a la medida de su éxito.