La era de la (no) renovación La saga Transformers tuvo un comienzo auspicioso. El cine de Michael Bay venía agotado después de La Isla y Bad Boys II, pero en los robots extraterrestres que se transforman en medios de transportes encontró una especie de salvación. El resto es sabido, la primera fue un éxito, la segunda aún más y la tercera se metió entre las diez películas más taquilleras de la historia del cine. La calidad de las mismas… Bueno la uno está muy bien, la siguiente es un pelotazo tremendo y la tercera cierra decorosamente una saga que se fue desinflando con el pasar de las entregas. Transformers 4 venía para comerse los chicos crudos. Qué iba a ser un reboot, qué iba a transcurrir en el espacio exterior, qué iba a estar protagonizada por Jason Statham, que Optimus iba a ser piloteado por Hugo Moyano, etc. Pero nada de eso paso y T4 es una nueva entrega que narrativamente continua en los Autobots y Decepticons y no en los humanos. Se fue Shia LaBeouf e ingresa Mark Wahlberg. ¿Renovación? No, todo sigue igual de bien. Ponele. No voy a hablar de que se trata la historia porque es la misma ensalada de humanos y Autobots contra los Decepticons pero con algunos distintos condimentos. Había cierta ironía la relación del hipster de LaBeouf y la bomba sexual de Megan Fox, algo que se perdió en la tercera parte con la fallida sustitución a cargo de Rosie Huntington-Whiteley. Ahora con la entrada de Mark Wahlberg la cuarta parte gana a pleno en la participación de un actor con estirpe, con peso específico delante de la cámara ya sea para los one liners cómicos como para las secuencias dramáticas, pero pierde al no tener esa simpatía que tenía añadida a su figura de nerd salva mundos de LaBeouf. Si Wahlberg protagonizaba una película así hace unos, digamos, 678 (?) años el resultado hubiese sido espantoso, en cambio desde hace una década que se encuentra en un gran momento y se le cree todo lo que haga. Bay tiene la “habilidad” de hacer las películas más largas sin desarrollarte un carajo a sus protagonistas. Es crack. Transformers 4 son 2 horas y 45 minutos de… Mmm… Bueno de robots que se convierten en autos que pagan el “impuesto por ser de lujo” y que se cagan a trompadas entre ellos para destruir/proteger el planeta tierra. No hay curva, ni ascendente ni descendente, de los personajes humanos. Quizás Tessa (hija del personaje de Wahlberg interpretada por Nicola Peltz) sea la única que tiene un proceso de aprendizaje, el resto bien gracias. Si esta cuarta entrega se tomase más en joda no habría objeciones al respecto pero el problema con T4 es que Bay se toma todo muy en serio. Hay secuencias que quieren ser irónicas, como la del cine abandonado, pero que terminan dejando un impostado sello de autoconciencia. Ojo este inconveniente es el mismo de toda la franquicia pero como se sigue facturando a pleno “la era de la renovación” de los queridos Transformers va a seguir esperando. El problema con el cine de Michael Bay es cuando se toma todo muy en serio. Cuando Bay pega el tono, como en la Transformers del 2007, le sale una muy buena propuesta, pero cuando quiere hacerse el cómico como en la segunda le sale cualquier cosa. La tercera resultó un buen hibrido entre la seriedad de la debutante y a búsqueda de comicidad de la siguiente. La cuarta de alguna manera intenta apostar por el lado más humano de la franquicia pero no le sale por el torpe desarrollo en los personajes de carne y hueso. Transformers 4 esta poseída, recargada, inflada con los esteroides de la genial Pain & Gain con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. Por momentos no sabemos para donde carajo va y está llena de resoluciones inentendibles a pesar de que al ser la más larga de la franquicia tenía tiempo para resolver con sobriedad ciertas arbitrariedades. Promediando la película el bueno de Miguelito Bahía se empantana maaaaaal (la narración nunca fue su fuerte) y entra en un insufrible bache de encuadres “cancheros”, pelos al viento y música estridente en donde de buenas a primeras vamos a parar sin escalas a Hong Kong para librar la batalla final. Léase entre líneas que en realidad nos vamos a China para vender más entradas en un mercado que les va a hacer ganar una bocha de guita a sus productores (T4 superó allí la recaudación de los Estados Unidos) pero como el escenario está bien aprovechado y los chinitos que aparecen son queribles, especialmente la linda de Bingbing Li, le damos el visto bueno. Lo bueno es que cuando la película se estanca hace aparición el inmenso Stanley Tucci para darle fluidez y desenfado a la pesadez narrativa de Bay. Tucci entiende todo y ya en su primera aparición empezamos a caer en la cuenta que a partir de allí Transformers 4 va a encontrar el tono festivo y desprejuiciado que necesitaba la película. ¿Mérito de Michael Bay que aprovecha la figura del actor de El Diablo Viste a la Moda? ¿Mérito exclusivo del carisma de Tucci que siempre genera empatía? Who cares, la cuestión es que ahí la cuarta parte acelera a fondo y nos lleva a destino con soltura y desparpajo. Transformers 4: La Era de Extinción sigue en la línea de éxito taquillero de cuestionable pero querible calidad de sus obras predecesoras. Luego de 4 entregas la saga que reclama vientos de cambio seguirá a la espera de la era de la renovación.
El país de los sueños JB (Jon Hamm) es un representante de deportistas que está al horno con fritas. Una súper corporación le choreo su mejor cliente y ahora se encuentra a punto de cerrar su emprendimiento. En un momento de inspiración se le ocurre la idea de organizar un concurso en la India para conseguir dos jóvenes aspirantes a jugadores de béisbol profesional. El problema es que en el país asiático el béisbol es casi desconocido, allá se juega un deporte algo parecido llamado cricket. Hay que tirar una pelota y golpearla con un palo, pero las reglas y los lanzamientos son bastante distintos. La misión de JB es encontrar dos muchachos que lancen rápido y que acepten viajar a Estados Unidos para tener su prueba y poder convertirse en un jugador de las ligas mayores a cambio de un millón de dólares. La idiosincrasia, la diferencia en las culturas, la presión, el abandono y la poca bola de JB, el distanciamiento de sus familias y demás cuestiones serán los condicionantes que tendrán los jóvenes ganadores para ganar el concurso. La trama de Un Golpe de Talento (basada en una historia real) sería como si Jerry Maguire perdiera al crack de Rod Tidwell y para evitar la quiebra de su empresa tuviese la idea de organizar un reality show y cuya máxima su esperanza fuesen dos Older Jamal cualquieras que pueden lanzar rápido una pelota de cuero. ¿Y qué tienen que ver la opera cumbre de Cameron Crowe y la película de Danny Boyle protagonizada por Dev Patel con esta de la factoría Disney? Es qué Un Golpe de Talento podría conformarse de la ecuación de Jerry Maguire – Fútbol Americano + Beisbol + Slumdog Millionaire. Posee la redención de un manager, la épica del film deportivo y el premio a modo de rescate de una realidad adversa. Jon Hamm pone la piel a JB y cumple con esa cuota de cinismo, estirpe y carisma que tiene que tener un agente deportivo para resultar querible y despreciable a la vez. La traslación de “business man” y solterón a hombre comprometido y “familiero” es llevado con total solvencia por el actor de la serie televisiva Mad Men. Un cascarrabias Alan Arkin, un sutil Bill Paxton y una radiante Lake Bell componen el elenco secundario que arropa y acompaña a Hamm y los pibes de la India en su travesía. Un Golpe de Talento resulta un entretenimiento sencillo y franco. Craig Gillespie (Noche de Miedo, Lars y la Chica Real) dirige con absoluto convencimiento una película que transita todos los lugares comunes de los films deportivos pero lo hace desde una sinceridad y compromiso que hace de Un Golpe de Talento un entretenimiento sencillo y franco. En sus más de dos horas no posee una sorpresa y uno puede adivinar sin mucho esfuerzo la secuencia siguiente sin problemas. Pero como la película en ningún momento busca trascender más allá de la diversión pasatista podemos aceptarla y transitar junto a ella el alegre camino de dos jóvenes hindúes que buscan triunfar en el campo de los sueños o mejor dicho en “el país de los sueños”.
La última de Sandler Adam Sandler y Drew Barrymore vuelven a encontrarse en una película a 10 años de Como si Fuera la Primera Vez (50 First Dates) y a 16 de La Mejor de mis Bodas (The Wedding Singer). El film encargado de juntarlos nuevamente es Luna de Miel en Familia (Blended) donde la pareja de actores demuestra que la química demostrada en el pasado sigue intacta y hasta incluso que ha evolucionado. Jim (Sandler) y Lauren (Barrymore) tienen una cita. Esa cita sale muy mal. Ambos son padres solteros llegando o entrados en los 40 años que aún no han podido encontrar un nuevo compañero de ruta. Jim y Lauren están estancados, infelices, no le encuentran la vuelta a la crianza de sus hijos. El primero trata a sus tres nenas como si fueran hombres y la segunda no puede encauzar las frustraciones de sus hijos por tener un padre ausente. Después de aquella fallida salida el destino quiso que se encuentren en un supermercado cumpliendo con deficiencias las tareas que debería ocuparse la otra parte de la relación por cuestiones de género. Jim compraba tampones y Lauren una revista porno. Se ayudan y hay cierto complemento, aunque todavía siguen sin tolerarse. Un “milagroso” (ayyy el guión) viaje a África, que ligan de arriba de distintas personas y por separado, los cruzará nuevamente y aunque al comienzo sigan llevándose bastante mal la convivencia les demostrará que tienen mucho más en común de lo que piensan. El director de Luna de Miel en Familia es Frank Coraci, que también fue el encargado de llevar las riendas en la citada La Mejor de mis Bodas, Click o El Aguador. Más allá de quién esté detrás de las cámaras, una película “con Adam Sandler” es en realidad una película “de Adam Sandler”. Hay excepciones como Embriagado de Amor (Punch-Drunk Love) o Hazme Reír (Funny People) que serían obras cabales “de Paul Thomas Anderson” y “de Judd Apatow” respectivamente y no de Sandler. Pero en líneas generales el actor nacido Nueva York ha sabido construir una filmografía con una línea autoral bien marcada que trasciende su rol delante de las cámaras. Puede gustar o no, pero todos sabemos claramente lo que vamos a encontrar cuando Adam Sandler es la estrella de una película. El humor de trazo grueso (que no se entienda como algo negativo), el conservadurismo, los momentos dramáticos que lindan el golpe bajo, los miles de chistes a tiempo y también a destiempo, la incorrección de sus gags, las poco sutiles publicidades, las situaciones que rozan los límites de la vergüenza ajena y esa estridente voz cada vez más ronca son algunas de las marcas de su cine. Es un combo, tómalo o déjalo. Puede gustar o no, pero a esta altura todos deberíamos saber lo que vamos a encontrar cuando Sandler es la figura principal de una película. Y Luna de Miel en Familia no es una anomalía en su rica filmografía. Es la última “de Sandler” con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva. En líneas generales siempre es más bueno que malo, pero ahí están Jack y Jill, Son Como Niños 1 y 2 (!!!!!!) o Yo los Declaro Marido y… Larry para demostrar que cuando es malo es muuuuuuy malo. La remake Golpe Bajo, Happy Gilmore, Ése es mi Hijo, además de las mencionadas al comienzo donde compartió cast con Barrymore, vendrían a ser algunos de los claros ejemplos del gran comediante que es. Por suerte en este film los rasgos más nocivos de su cine se encuentran diseminados y más allá de ciertas secuencias que no funcionan Luna de Miel en Familia resulta ser una muy buena comedia romántica. Las delirantes participaciones de Terry Crews como el líder del grupo nativo Thatoo son el termómetro de que la película va bien. Acá Sandler despliega toda su acidez y agresividad habitual contra una Drew Barrymore (te amo profundamente, Drew) que le devuelve todo como la mejor contragolpeadora y lo ataca como una fiera enjaulada. Ellos aportan la fibra, el corazón y las emociones de Luna de Miel en Familia. Ahora cuando Barrymore se pone en su faceta más tierna puede enamorar y esclavizar hasta a Chuck Norris. Esa tierna sonrisa, esos imperfectos rulos y esos cachetes con hoyuelos la convierten en una de las actrices más bellas y adorables de la historia del cine. Sandler y Barrymore poseen una química especial, un magnetismo imposible de ignorar, que puede poner debajo de la alfombra a los principales defectos de cualquier película y convencernos de todo. Es que cuando ellos dos están al frente de un proyecto pueden hacernos creer que un cantante de bodas puede enamorarse y casarse a meses de ser plantado en el altar, también podremos ver a una muchacha con problemas de memoria que debe ser enamorada todos los días de su vida o como en Luna de Miel en Familia nos demuestran que la felicidad está a la vuelta de la esquina (o en África) y que la cuestión de encontrarla es “simplemente” irte de viaje al culo del mundo y enamorarte de la última persona que te imaginas. Estos fenómenos se dan básicamente porque Sandler “todo lo puede” y Barrymore “todo lo vale” y hasta ahora con eso alcanza y sobra.
Desde París con amor Ethan Renner (Kevin Costner) es un experimentado agente de la CIA que debe ultimar a un poderoso terrorista/empresario porque… Ehhh, mmm, bueno, porque sí. Porque es peligroso. Punto. La operación no sale bien del todo y mientras perseguía a uno de los objetivos cae desvanecido. Se despierta en un hospital y un doctor fríamente le comenta que tiene un cáncer terminal y que la CIA le agradece por los años trabajados. Muy rico todo, una palmadita en la espalda y a casa que llueve. Luego del forzoso retiro Ethan decide irse a su casa en París y comenzar a rehacer la relación con su hija, a quien no ha visto en años y que llama solamente para su cumpleaños. El problema se le va a presentar cuando su retiro se vea condicionado por una blonda agente llamada Vivi (Amber Heard) lo contrate para un último trabajo, a cambio de una droga experimental que podría curarlo. Joseph McGinty Nichol, más conocido como McG, es el director de esta película. Y el resultado de la misma va en consonancia con las distintas obras de la filmografía del realizador: Un producto olvidable y que roza lo mediocre. Pero 3 Días para Matar tiene un valor que la rescata, que la resalta de la insignificancia cinematográfica de su director y es la presencia del inmenso Kevin Costner. Un actor que aún hoy a más de 30 años de haber comenzado su carrera nos sigue encandilando con su sola presencia. 3 Días para Matar empieza siendo un thriller de espionaje de agentes que buscan evitar una transacción comercial que ponga en riesgo la humanidad. Luego deriva en una comedia familiar con toques de redención. McG la pega algunas veces en el tono pero los continuos saltos de género a género por momentos resultan molestos. Es que cuando uno se sumerge en las profundidades del misterio y los tiros se encuentra con un Ethan comprando una bicicleta de regalo para su hija, para después comenzar a mezclarlos cual barman en una coctelera. Hay secuencias donde el pasaje de un extremo al otro se da con un desparpajo que la hace querible, pero sobre el final se estanca en el desarrollo el costado “familiar” y cuando quiere volver hacía la otra punta no puede, ya es un poco tarde. Quién escribió la receta del cóctel es el productor, director, guionista y amo del cine “mainstream” francés Luc Besson y allí encontramos la explicación del trazo grueso del film. Sus ejemplos están a la vista y se pueden apreciar en la implementación del absurdo humor o el abuso de las locaciones “típicamente parisinas” para reafirmar una y mil veces que estamos viendo una película que transcurre en la bellísima Ciudad de la Luz. La colaboración de Besson es demasiado ruidosa para la cinta porque no logra justificar del todo desde el guión su obsesión con la recomposición de la foto familiar rota. Kevin Costner es la aceituna con morrón del vermú. Es el ingrediente más importante de este pastiche de desmedidas, pero también por momentos desprejuiciadas, pretensiones. Él es el cowboy encargado de cohesionar este irregular disparate con su cumplidora actuación de impasible espía o de padre desolado. Ojo que el actor de indispensable Pacto de Justicia no está solo. La participación de Amber Heard es otra de las ricas sensaciones a favor que tiene la película. La blonda actriz (acá también está de morocha, rubia platinada o castaña) lleva adelante el plan de femme fatal “encuerada” totalmente sacada de contexto con una estampa y una sensualidad aplastante. Es justamente en las filosas intervenciones de sus mencionados protagonistas y en los episodios en que McG consigue acertar con fluidez y descaro la conexión de la trama de “espionaje” con la de “redención familiar” donde 3 Días para Matar consigue ejecutar con frialdad y gracia su cometido en la gran pantalla.
La gran ilusión La primera entrega de la nueva saga de Spider-Man, estrenada en el 2012, contó a su favor con el factor sorpresa y las bajas expectativas (como también en su momento tuvo Batman Inicia) por la proximidad con esa calamidad cinematográfica llamada Spider-Man 3. Más allá de los condicionantes externos, el film dirigido por Marc Webb cumplía con el objetivo de relanzar una franquicia con un nuevo halo de frescura y diferenciación. Ahora llega El Sorprendente Hombre Araña 2 (The Amazing Spider-Man 2) para confirmar que el superhéroe que se columpia entre los edificios se encuentra en buenas manos. El_Sorprendente_Hombre_Araña_2_EntradaLuego de los sucesos ocurridos en la primera parte, donde salvó a la ciudad del verdoso Lizard, Spidey (Andrew Garfield) se encuentra en el máximo punto de notoriedad. Es la gran ilusión de una Nueva York segura, sin peligrosos delincuentes sueltos por las calles. Peeeero mientras Spider-Man es la esperanza blanca, el bueno de Peter Parker batalla con la promesa realizada al padre de Gwen (Emma Stone) y el amor incontenible que siente por la blonda adolescente. Y como si fuera poco, también sigue intentando descubrir los misterios detrás de la muerte de sus padres. El problema se presenta cuando el ignoto Max Dillon (Jamie Foxx) sufre un accidente y se convierte en un súperpoderoso villano que se alimenta de electricidad y que puede utilizarla para hacer bastante daño, como por ejemplo hacer pelota todas las pantallas del Times Square. A todo esto reaparece Harry Osborn (Dane DeHaan) para dirigir la compañía de su padre y de paso convertirse en otra amenaza latente para el (nacional y) popular héroe. Con sólo la primera entrega resultaba injusto realizar una comparación con la saga previa, pero con dos películas se puede comenzar a joder un poco con esto. Comenzando por los directores, hay que mencionar que Sam Raimi fue una gran elección y Marc Webb ha demostrado que no le costó demasiado el salto a las grandes ligas. Se podría declarar un empate. El tema está en que Andrew Garfield le gana por mucho al Spidey de Tobey Maguire. El Spider-Man del actor de Red Social cuenta con más habilidades que Maguire para este rol. Su carisma, su facilidad para los momentos cómicos y su apariencia de niño nerd pero a la vez interesante lo ponen bastante por encima en consideración del intérprete convocado a comienzos de este milenio. Quiero mucho a Kirsten Dunst, pero Emma Stone como partenaire romántica es un rival imposible de vencer. La bellísima colorada (acá teñida de un brillante rubio) de grandes ojos gatunos y sonrisa estridente se encuentra en estado de gracia. Su Gwen Stacy es todo lo adorable, inteligente y amorosa que todo (súper) hombre desearía tener a su lado. Siguiendo en ese camino de contrastar la de “Maguire” con la de “Garfield” no podemos dejar de lado la estelar aparición de Dane DeHaan para llevar adelante al Harry Osborn que anteriormente había interpretado James Franco. Y acá de nuevo hay una ventaja para la iniciada en el 2012. Franco es un confiable actor y su versión de Harry estaba bien pero por momentos resultaba demasiado “bello” e impasible para ese tempestivo personaje. En cambio sí hay alguien que podría ser el hijo de Willem Dafoe (el excelente Duende Verde de la dirigida por Raimi) es DeHaan. Ese rostro de trastornado y enigmático le arrebata cualquier posibilidad al actor de Spring Breakers. Volviendo a la actual segunda entrega hay que destacar que por momentos sufre demasiado las esquirlas de un guión poco certero que quiere abarcar mucho y no consigue plasmar sus ideas. El desarrollo de los dos villanos principales (la participación de Paul Giamatti cómo Aleksei Sytsevich es escasa y no entra en la cuenta como némesis de Spidey) se convierte en la principal arma en contra de El Sorprendente Hombre Araña 2. Harry posee mal que mal un buen tiempo en pantalla para comprender su comportamiento, pero sin dudas el ejemplo más emblemático es el (poco y torpe) tratamiento de Electro. El accidente y posterior adquisición de los poderes de Max Dillon resulta bastante antojadiza y mal ejecutada, no hay ninguna explicación sobre la magnitud y funcionamiento de su poderío. Sí bien se entiende que el villano color pitufo resplandeciente se alimenta de la electricidad, resulta llamativo el nulo esclarecimiento sobre a qué temerle. Sí bien esta segunda saga arácnida viene mejor rumbeada desde el casting y su primera parte así lo demostró, los trailers dejaban abierta la repetición de la fallida formula de Spider-Man 3, más que nada por la presencia de varios enemigos a enfrentar. Además, abundaba la presencia de un descorazonado CGI, es verdad que crear a Electro y plantear un ambiente donde pudiese explotar sus poderes sin esa técnica era imposible, pero parece utilizada más para impresionar que cómo un recurso ineludible. Por suerte para nosotros esta segunda parte apuesta por la continuación en el desarrollo del lado humano de Spider-Man, en contraposición a lo demostrado en los avances. Webb sigue la línea humana planteada en la primera parte y Parker/Spidey sigue siendo ese adolescente golpeado por la vida (continúa intentando superar y entender el “abandono” de sus padres), por su intrascendencia laboral (su tía May labura doble turno para poder mantenerlos), por su relación con Gwen (siente que debe terminar con ella por la promesa a su padre a pesar de amarla) y de paso por un par de villanos que quieren cagarle un poco más la existencia. En ese tire y afloje por salvar la ciudad y comprender y recomponer su puta vida se encuentra lo más destacado de la secuela. Bien por El Sorprendente Hombre Araña 2 que, a pesar de algún que otro altibajo, sigue fiel a las ideas planteadas en su antecesora.
Espíritu de esta selva Sin dudas los más de 480 millones de dólares de recaudación de Río en el 2011 dejaban ver que la secuela de este film que cuenta con la dirección de Carlos Saldanha era inevitable. Y ahora, el futuro llegó y Río 2 ya está en el cine más cercano de tu barrio (?). Blu y Perla terminaron juntos en la primera entrega y ahora comienzan la segunda con tres pequeños guacamayos en la hermosa y colorida Río de Janeiro. Todos parecen felices allí, asentados en la gran ciudad brasilera y aprovechando las instalaciones que han construido Linda y Roberto. Si bien Blu ahora vuela y se parece más en su comportamiento a un lindo loro (Randolf Mc Clain dixit) que a un gato con plumas, sigue con sus costumbres de “loro de ciudad”. Preocupada porque esos hábitos sean traspasados a sus hijos (de hecho ya los tienen) su pareja cotorra propone que todos vayan de viaje al Amazonas. “No somos personas, somos aves” exclama la buena de Perla. Y tiene razón, entonces el pájaro que podría ser la mascota de Jake Sully en las secuelas de Avatar y su familia deciden emprender el viaje hacía la selva brasilera en búsqueda de más guacamayos azules y para que de paso sus hijos aprendan a vivir como como auténticas aves. Cuando llegan a destino, guiados por un GPS que Blu lleva en su monona riñonera, se encuentran con cientos de su especie que son liderados por el padre de Perla. Albricias, la familia reunida delante del televisor para disfrutar de un programa de Discovery Channel. Ah, no… En la selva no poseen las comodidades “humanas” del parque ubicado en la carnavalesca ciudad del Cristo Redentor y de hecho las prohíben. Entonces Blu deberá acomodarse a los nuevos estándartes de vida que llevan ese grupo de loritos: comer barro en lugar de potentes waffles, levantarse temprano, obedecer al patriarca loro, odiar a los humanos y demás cosas que alteran su estadía en la selva. La cuestión no es solamente que el pájaro que vino de Minnesota consiga instalarse y ser feliz porque las verdaderas amenazas para la tropa de guacamayos son la vuelta del cacatúa Pepillo (Nigel en el idioma original) dispuesto a todo por vengar su “accidente” de la primera parte y un malvado humano, de nulo desarrollo y explicación, que se encuentra talando los árboles del amazonas. El laburo de Carlos Saldanha, creador y director de las tres primeras partes de la exitosísima saga La Era del Hielo, es de una pereza llamativa. Sí Río 2 funciona es en parte por un puñado de gags (las tortugas haciendo capoiera es genial), por alguna que otra pieza musical (la que abre el film y la tan graciosa como potente I Will Survive) y principalmente por las apariciones de esa cacatúa de voz rasposa llamada Nigel. No hay un enemigo sentible, el Big Boss (que no es Bruce Springsteen, o sea cualquiera!) no posee ningún tipo de ilustración a su cometido. ¿Cuál es su motivación, qué lo llevó a arrasar la selva y ser tan malo? Sin desarrollo de su personalidad se hace imposible sentir el peligro que acecha en la selva. Después las coreografías musicales son vistosas, tienen unos colores hermosos y un buen vértigo en las piezas de baile, pero terminan resultando totalmente estériles ante la flojera narrativa en su invocación por parte de Saldanha. El suceso de la primera parte le dio alas a Saldanha, pero apostó por emperifollar su producto con más números musicales, más “alegría brasilera” (terriblemente impostada), más un partido de fútbol que es originado y concluido torpemente, dejando a Río 2 como una fórmula sin cohesión. Sí no fuera por las apariciones del groso de Pepinillo, un par de canciones, los bellísimos colores y algún que otro chiste que funciona con efectividad el resultado sería catastrófico. El éxito está asegurado de esta secuela pero podrían haberlo generado con una película que tuviese un mínimo espíritu de osadía, sorpresa o gracia.
El poder en las sombras La nueva película de Miguel Cohan, director de Sin Retorno (2010), se encuentra enlistada detrás de esa (muy buena) intención que tiene el Cine Argentino de estrenar un par de películas más cercanas a un cine industrial y comercial que al cine de autor. Ambos cines son necesarios, aunque la oferta de películas con intenciones más pretenciosas en la firma autoral es bastante más amplia semana a semana que las de un cine con fines más de entretenimiento. Betibú se basa en la novela de Claudia Piñeiro y cuenta con un muy buen elenco encabezado por Mercedes Morán, Daniel Fanego y Alberto Ammann. Un lindo plano secuencia abre el film mostrando un sangriento asesinato en un country llamado La Maravillosa. Allí, Pedro Chazarreta (Mario Pasik) ha sido ultimado; al toque Jaime Brena (Fanego), periodista de trayectoria a punto de retirarse y recientemente desplazado de la sección policial del diario El Tribuno, se entera del crimen por medio de un informante. El inexperto Mariano Saravia (Ammann), flamante jefe de la parte del periódico antes comandada por Brena, será el encargado de llevar adelante la investigación con la ayuda del veterano periodista. Chazarreta no era ningún nene de pecho, era un tipo con bastante poder y una buena posición económica. Incluso estuvo acusado de ser el artífice del asesinato de su esposa y perteneció en la juventud a una organización de justicia clandestina llamada La Furia. En una jugada para atraerla de nuevo a sus brazos y para que escriba una columna en el diario sobre el enigmático asesinato, Lorenzo Rinaldi (José Coronado), el editor de El Tribuno, decide contratar a Nurit Iscar (Morán), una talentosa escritora de novelas policiales que se encuentra saliendo de la depresión que significó la ruptura con Coronado. Así es como Brena, Saravia e Iscar unirán sus distintas capacidades, llámese la experiencia del personaje interpretado por el crack de Fanego, la fibra y la juventud del llevado adelante por Ammann y la imaginación que posee la caracterizada escritora de Morán, para intentar llevar la verdad al pueblo (lindo eslogan para un diario). Aunque en el camino se deberán enfrentar a una fuerza que opera en las bambalinas del caso, un poder en las sombras que parece capaz de todo con tal de que la verdad no salga a la luz. Es interesante como este segundo largometraje de Cohan apuesta por una narración concisa, que se encarga de desarrollar al trío protagonista con muy buenos resultados. La decepción amorosa de Iscar, el impuesto retiro de Brena por bocón y la inexperiencia de Saravia son algunos de los detalles que Cohan se encargará de contar a medida que avanza el metraje de Betibú. Algunas veces resultan más impostados que otras pero no por eso se puede dejar de destacar la finalidad de su realizador por contar una historia con personajes donde sus ideales están presentes, sus propósitos se encuentran delineados y sus acciones justificadas en la coherencia de su progreso. El problema con Betibú se da en sus 20 minutos finales, donde todo ese entretenido desarrollo de sospechas, periodismo, muertes y engaños es develado por una redundante voz en off (que también es utilizada anteriormente aunque con mejor suerte) y un explicativo flashback que deja cierto sinsabor por el ritmo, la precisión y la soltura con la que Cohan había narrado los anteriores pasajes de la película. También está en el preponderante rol de José Coronado (sólo Fabian Bielinsky en El Aura y Nueve Reinas pudo escapar sin secuelas a la trampa de las “imposiciones actorales” en las coproducciones), aunque la cinta se encargue de aclarar que el diario tiene capitales españoles, una presencia que tiene como consecuencia un fuerte contraste con el tono costumbrista que posee. Por otra parte en el rubro actoral encontramos una (por momentos) llamativamente incómoda Mercedes Morán, un Daniel Fanego que con su desenvoltura y su reconocible voz arrabalera se come la película en cada aparición y un sobrio Alberto Ammann. Más allá del mal paso sobre el final, una falla no menor pero que tampoco hiere de muerte al film, Betibú viene a demostrar que hay un buen material, tanto técnico como artístico, para llevar adelante un cine industrial de buena calidad e intenciones.
El fantástico M. Gustave Luego de esa hermosura llamada Un Reino Bajo la Luna (Moonrise Kingdom) ha vuelto a la gran pantalla Wes Anderson con El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel). No voy a descubrir la pólvora afirmando que el Anderson de Texas es uno de los autores más atrayentes de la actualidad. Su cine de repetición estética y formal ha sorteado con reinvención y sentimiento los vendavales que trae aparejada la propia duplicación de su firma autoral. En El Gran Hotel Budapest encontraremos a un Anderson más desenfrenado que nunca. La historia está narrada desde tres épocas distintas. Primero comienza con una breve introducción en la actualidad, después visita 1985 para encontrarnos al autor del libro contando a cámara cómo se enteró a fines de los ’60 de unos extraños acontecimientos ocurridos con un conserje y su discípulo en un prestigioso hotel para por último saltar de allí e ir de excursión por los sucesos que vendrían a conformar el núcleo del film que ocurren en 1930. Esa última historia es la de M. Gustave (un fantástico Ralph Fiennes) y Zero (Tony Revolori), conserje y botones respectivamente del Grand Budapest Hotel. Cuando la amante de Gustave, Madame D. (Tilda Swinton), fallece comienza una disputa entre los miembros de una familia (integrada principalmente por Adrien Brody y un despiadado Willem Dafoe) y el nombrado encargado por una importante fortuna. Ralph Fiennes, F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Léa Seydoux, Tilda Swinton, Tom Wilkinson, Owen Wilson y Tony Revolori. Todos ellos pasan por delante de la pantalla pero ninguno cae en la mera participación de un efectista cameo. Todos sus personajes tienen distintos grados de desarrollo y cuentan con un peso específico en la película. También habrá en El Gran Hotel Budapest una fuga de prisión, un país inventado, varios romances, cuatro capítulos, grandes saltos temporales, muchos asesinatos, misterio, aventuras, enredos, humor y algo de sangre. Pero principalmente está un Anderson desatado y quizás menos “accesible” que otras veces para sus detractores o no tan amantes de su cine. Un Anderson, que hace, deshace y ejecuta a piacere sus deseos detrás de las cámaras para llevarlos adelante en frente de nuestros ojos. Un Reino Bajo la Luna tenía esa pareja de pequeños freaks que la hacía terriblemente querible. Es como si ese robot que pulula en el set de filmación hubiese conseguido imprimir sentimiento a una película cargada de personajes aparentemente inexpresivos por medio de Sam y Suzy. Y acá Wes tiene como transporte a su mundo al entrañable M. Gustave. Resulta imposible no sentir empatía con ese conserje que tiene modales de conde y que acuña al desamparado Zero para recorrer junto a él una aventura que cambiará su vida para siempre. Es que el personaje de Fiennes conjuga a la perfección esa rara e interesante mezcla de racionalidad y sentimiento que posee el cine de Anderson. Wes Anderson abrió las puertas de par en par del ficticio Grand Budapest Hotel para llevarnos a pasear por uno de los cuentos más encantadores, lóbregos y desbocados que ha presentado su filmografía. Un encendido Ralph Fiennes y un sinfín de estrellas que nos esperarán adentro nos acompañarán a explorar ese lujoso hotel cargado de misterios, historias, robos, asesinatos, romances y amistad. Quien quiera pasar se encuentra invitado en su sala de cine más cercana, Wes invita.
Born to run El popular Need for Speed se suma a las decenas de adaptaciones de videojuegos que ha hecho Hollywood en los últimos 10 años. El ignoto Scott Waugh, que tiene como único antecedente Acto de Valor (Act of Valor, 2012), se encargó de dirigir la traslación haciendo una interesante mixtura entre las clásicas roadmovies de acción y el espíritu del videojuego creado por Electronic Arts. Tobey Marshall (Aaron Paul, a.k.a Jesse Pinkman de Breaking Bad) es un eximio corredor de carreras callejeras que se encuentra con algunos problemas económicos para subsistir. La posible salvación llega de la mano de un viejo enemigo: Dino Brewster (Dominic Cooper), quien le ofrece restaurar un ¿extinguido? y valioso auto a cambio de una suculenta suma de dinero. Dino y Tobey se cruzaron en las calles de su pueblo cuando eran jóvenes pero el muchacho de nombre de origen italiano logró consagrarse en el mundo profesional de las carreras de autos, mientras que el bueno de Tobey quedó varado en el taller de su difunto padre junto a un grupo de amigos. Hasta ahí todo viene bien de manual: chico de clase media baja con valores que es “tentado” a salvar su negocio por el muchacho rico y exitoso que le robó su gran amor de la infancia. Todos saben que ese arreglo va a salir mal pero las deudas hay que pagarlas. Se nota demasiado rencor en la mirada de ambos y el continuo juego de “quién la tiene más grande” dejaba entrever que algo malo iba a pasar. Y algo malo pasó, pero no lo voy a contar. Sólo voy a decir que Tobey termina preso por un crimen que no cometió y luego de dos años tras las rejas sale dispuesto a vengarse de Dino. Una misteriosa carrera será la excusa para cobrarse lo que le quitaron. Y Need for Speed seguirá transitando la ruta de los lugares comunes pero hay en ella un espíritu de sinceridad que la hace querible. La película en ningún momento pretende salir de ese destino. No toma riesgos. Va por donde se siente segura. No pega volantazos, aunque por momentos hay varios giros dramáticos que resultan un poco impostados. Need for Speed sólo quiere circular bajo el sol y convertirse en un entretenimiento pasatista con la lealtad como principal vehículo. Y es esa demostrada seguridad para andar la carretera deseada la que termina por hacerla disfrutable de principio a fin. Si bien no encontraremos en este film los aires de incorrección política, violencia y soltura que tenían Vanishing Point, Bullit o la fallida pero entrañable Death Proof dirigida por Quentin Tarantino, sí encontraremos en Need for Speed varias suculentas secuencias de acción que por su sentible y realista puesta en escena apuntan a recordar las mencionadas películas. Lo mejor con esta adaptación es subirse al auto y dejarse llevar, porque como dijo el inmenso Bruce Springsteen en Born to Run y también un hermosamente desatado Michael Keaton en un pasaje de la cinta los vagabundos como nosotros hemos nacido para correr.
17 años de esclavitud Ha vuelto Paul W.S. Anderson. El malo de los Anderson para los amigos está entre nosotros con su nueva película: Pompeii, la Furia del Volcán. Kit Harington (Game of Thrones) y Emily Browning (Sucker Punch) protagonizan esta obra que vendría a adaptar libremente los sucesos reales ocurridos en el año 79 D.C. en la ciudad de Pompeya cuando ésta fue enterrada por la violenta erupción del volcán Vesubio. El realizador que saltó a la fama por la saga Resident Evil, y que se come a la salvaje Milla Jovovich, deja un poco de lado su video game style para filmar una película que está bastante sobria y bien, contrario a todo lo esperable. Pompeii, la Furia del Volcán vendría a ser una mezcla entre Gladiador y Volcano, aquel entretenido film de fines de los ‘90 protagonizado por Tommy Lee Jones que emulaba la erupción de un volcán en medio de la ciudad de Los Ángeles. Todas las secuencias en la arena del Coloso de Pompeya (más que un lugar de combate parece el nombre de un local bailable del barrio de la Capital Federal) remiten al clásico de Ridley Scott. La “revolución” de los esclavos en contra de sus “amos”, la amistad entre el vengativo héroe de pasado turbulento y el forzudo gladiador de color (interpretado por Adewale Akinnuoye-Agbaje) y el sublevamiento de Milo ante la autoridad presenciado y apoyado por todo un pueblo son algunos de los (para nada pocos) puntos de contacto con la citada obra protagonizada por Russell Crowe. En medio de la solemnidad, la lava volando y una ciudad próxima a ser sepultada hay una historia de amor entre el esclavo/gladiador Milo (Harington) y la plebeya Cassia (Browning) que es pretendida por el poderoso Senador Corvus (un desatado Kiefer Sutherland). La cuestión es que este culebrón de telenovela cargado de vericuetos románticos, represión por diferencia de clase y nula química entre los protagonistas no suma absolutamente nada a la trama principalmente porque Anderson nunca fue un gran narrador. El marido de Jovovich siempre se caracterizó por un cine cargado de efectos visuales y cámara lenta, es decir por estar más inclinado a forjar una potente puesta visual que hacía una narración fluida y con desarrollo. Si bien acá se encuentra bastante “contenido” consiguiendo conformar en Pompeii, la Furia del Volcán su obra más lograda, lejos está de lograr una gran película. La versión a cargo de Anderson de Los Tres Mosqueteros es el fiel reflejo de lo mal que puede salir una película cuando no hay ningún esfuerzo por desplegar a los personajes principales y sólo se apuesta por entretener con un puñado de escenas de acción al mejor estilo Matrix, vestidos de época medieval. Por suerte acá tomó nota y su muy libre adaptación del enterramiento de Pompeya resultó ser (sorprendentemente por lo mostrado en sus avances previos) una entretenida propuesta más mesurada y alejada de sus bodrios anteriores.