Imposible aburrirse Hay películas de género donde el concepto de acción se reemplaza por pirotecnia y parafernalia cara sin otro sustento que el del espectáculo del ruido y el vértigo por sí mismos, por caso el ejemplo de la última Transformers es más que ilustrativo. Pero cuando a la palabra acción se le suma el término creatividad en función del espectáculo cinematográfico (léase movimiento, armonía, despliegue visual) la noción de calidad se valoriza mucho más. Ese es el caso de la nueva entrega de la franquicia Misión Imposible, inspirada en la mítica serie televisiva de Bruce Geller que en esta cuarta entrega estrena director, Brad Bird, e incorpora nuevos personajes que acompañarán al ya conocido Ethan Hunt (Tom Cruise) en su aventura por salvar al mundo de un desastre nuclear que vuelve a poner el eje del conflicto entre Rusia y Estados Unidos como otrora ocurriera con la Guerra Fría. Para nada frío es el desarrollo de un relato bastante sólido y caliente en términos narrativos, plagado de secuencias prodigiosas de acción donde el equilibrio del movimiento, el cuerpo y la tensión merecen elogios, sobre todo porque dentro de la adrenalina y las coreografías espectaculares predomina una lógica interna que nunca sufre alteraciones por privilegiar el impacto visual o el despliegue escénico. Ya desde la primera escena que tiene por protagonista a Trevor Hanaway (el famoso Sawyer de la serie Lost) que recuerda someramente a cualquier película de James Bond hasta la última -que incluye el traspaso de un maletín en el interior de un estacionamiento con plataformas móviles- se puede apreciar el trabajo sobre el detalle en la puesta en escena, la meticulosidad en la planificación e imaginación a la hora de pensar planos de acción incorporando los elementos involucrados en cada secuencia. A modo de ejemplo basta con analizar cuidadosamente la construcción de la primera gran secuencia cuyo escenario es una cárcel donde Ethan escapa por los pasillos en medio de una gresca entre prisioneros y guarda cárceles durante la ejecución de una canción de Dean Martin. El virtuoso trabajo de sincronización de imagen y sonido (piénsese que la melodía debe encajar perfectamente cuando se corta un plano y se abre otro) para generar desde el montaje el efecto de continuidad de la melodía y ocultar los cortes de cada escena es de una perfección asombrosa. También lo es el uso de efectos especiales completamente al servicio de la narrativa que jamás desentona ni tampoco se peca de exhibicionismo gratuito como a veces suele ocurrir. No obstante, lo que resulta realmente sorprendente es la destreza del realizador Brad Bird para moverse con semejante soltura en un terreno virgen, ya que sus experiencias anteriores siempre estuvieron ligadas al ámbito de la animación. El director imprime un ritmo sostenido y admirable a una trama que no necesita de vueltas de tuerca en exceso para mantener la atención del espectador, con la información necesaria y dosificada correctamente para que no se pierda el hilo de la historia. Básicamente, el Protocolo Fantasma -al que hace referencia el título- responde a que Ethan y sus agentes Benji (Simon Pegg), Jane (Paula Patton) y luego Brandt (Jeremy Renner) quedarán librados a su suerte tras un paso en falso en una misión anterior donde nada menos explota el Kremlin, producto de un atentado terrorista encabezado por Kurt Hendricks (Michael Nyqvist, de la trilogía Millennium), un villano a la altura de las circunstancias. Y si de altura se trata qué decir entonces de la increíble secuencia de escalamiento en el edificio más alto del mundo, la torre Burj Khalifa en Dubai, para la que Tom Cruise no aceptó dobles y que sencillamente dejará sin palabras y mucho más aún si se tiene la suerte de poder verla en formato Imax (vale la pena sacudir los bolsillos esta vez) para el cual el film se reserva cinco secuencias a todo trapo en pantalla completa, destacándose por encima de todas una tormenta de arena en medio de una persecución a pie. Como siempre ocurre en este tipo de sagas, la historia queda en un segundo plano aunque la coherencia es necesaria en materia de los hilos conductores que entrelazan las escenas de acción sin dar la sensación de que aparezcan forzadas. Sin embargo, para que un relato de estas dimensiones respire o administre pausas para no atosigar al público no hay mejor recurso que el del humor. Sobre este particular, la incorporación del británico Simon Pegg aporta un plus impagable y todavía es mayor el acierto por lograr una química importante con Tom Cruise opacando -de cierta forma- al resto del grupo, salvo al promediar la última media hora en que tanto Paula Patton y Jeremy Renner se llevan los laureles en sus incursiones tanto en las peleas como en los momentos de extrema acción. El resto del convite se sirve en bandeja de plata cuando Tom Cruise con sus 49 años se carga el film a la espalda y lo hace crecer en volúmenes exultantes de emoción en lo que sin lugar a dudas es la mejor película de la franquicia por lejos. Imposible aburrirse.
Tribulaciones de un hombre pequeño Más que una mirada aguda sobre la vida de los actores principiantes, Norberto apenas tarde, debut en la dirección del actor Daniel Hendler, es una sencilla y agradable tragedia existencial a la uruguaya que nos sumerge en el microcosmos de su protagonista (Fernando Amaral), un hombre gris y pequeño que se encuentra atravesando varias crisis y que gracias a la vía de escape del teatro vocacional avizora una luz al final del túnel. Este prototipo de antihéroe se queda sin trabajo y sus dilaciones y falta de iniciativa conspiran contra su relación de pareja hasta padecer el gradual abandono de su novia (Eugenia Guerty). En el interín de su búsqueda de nuevos horizontes, un esporádico trabajo como vendedor de inmobiliaria lo obliga a reflexionar sobre cómo se interrelaciona con el entorno. Es así como la irrupción del teatro vocacional le abre un puente con un mundo desconocido para el que no necesita nada más que actuar un personaje que no es. Y en esa disyuntiva de actuar para vivir o vivir para actuar se entrelaza este melancólico repaso por las zonas interiores de la psicología de Norberto. La sutileza y el humor brillan en este retrato intimista, bien elaborado por Hendler, en el que se puede encontrar alguna que otra influencia del estilo de Daniel Burman pero que no renuncia en lo más mínimo a un tono singular y propio de su autor.
Anexo de crítica: El film de Cameron Crowe funciona básicamente porque el director de Casi famosos moviliza los resortes narrativos con prolijidad y agita las fibras sensibles del público sin caer en excesos melodramáticos pese a que siempre camina al borde de la cursilería y de las comparaciones más obvias entre animales y personas. No obstante, por tratarse de una película para toda la familia (animales y niños siempre son una fórmula imbatible) Un zoológico en casa cumple con todas las condiciones de emoción, mensaje positivo, rescate de valores, elementos que la galaxia Hollywoodense ha sabido transmitir aunque sea en una película más orientada hacia los chicos que a sus acompañantes.- Pablo Arahuete (6 puntos)
Anexo de crítica: Solamente una persona con la sensibilidad e inteligencia de Herzog puede reflexionar o preguntarse por los sueños del hombre primitivo a partir de los rastros y las huellas artísticas descubiertas en el interior de la cueva en lugar de reducirlo a un eslabón de la evolución humana. En ese recorrido majestuoso donde el espacio está atravesado por estalactitas y puntos que brillan como si fuesen diamantes el público tiene acceso como testigo privilegiado a un lugar restringido con la voz guía de un afilado Herzog que fuera de la caverna patenta su gran capacidad para preguntar e incluso atreverse a la ironía al detectar la pedantería o arrogancia del discurso científico que en ese fragmento de conjeturas también persigue la búsqueda de la verdad. Sin embargo, la pregunta por esa verdad absoluta que pueda determinar cómo era aquel hombre del paleolítico; cómo pensaba; cómo se relacionaba con la naturaleza termina igual de encapsulada en otra pregunta más trascendente y profunda: por qué tuvo necesidad de comunicar su tiempo, de trascender más allá de su finitud y su mortalidad. La respuesta descansa en el silencio de los tiempos.- Pablo Arahuete (10 puntos)
Melancolía pop Por esas incongruencias de la vida recién ahora se estrena comercialmente este film del año 2007, exhibido en su momento en el Bafici para el público local, Canciones de amor del francés Christophe Honoré, que nuevamente apela a su creatividad artística para sumergirse en un género poco explotado en Europa como los musicales pero solamente en la periferia y no en el corazón como suele ocurrir con este tipo de propuestas, que por lo general se revisten de cierta ingenuidad y mirada edulcorada sobre la vida y el amor. Tan inexplicable como el amor es la muerte y ese es el punto de partida de esta tragicomedia con canciones escritas por el director para esta ocasión y arregladas por Alex Beaupin que se adaptan perfectamente a los estados de ánimo de los personajes y a la puesta en escena, mayoritariamente en recorridos por las calles de una París gris y despojada de esa postal de folletín turístico. Estructurada en 3 capítulos definidos como partida, ausencia y regreso, el film atraviesa tres triángulos amorosos que se irán superponiendo en el derrotero del protagonista Ismael (Louis Garrel), quien primero vive una experiencia de menage a trois con su novia Julie (Ludivine Sagnier) y su compañera de trabajo Alice (Clotilde Hesme). Sin embargo, tras la repentina muerte súbita de Julie ese triángulo del principio se rompe y el protagonista entra en un estado de angustia por el duelo de la pérdida que inmediatamente se traduce en la búsqueda caótica de otras conquistas amorosas, entre ellas la de un joven bretón que lo seduce y le genera mayor confusión y duda respecto a su sexualidad. El entorno compuesto por la familia de la recientemente fallecida y especialmente por una de sus hermanas (Chiara Mastroiani) se preocupa por su estabilidad emocional pero al mismo tiempo lo asfixia como el fantasma de Julie que le propone simbólicamente el tercer triángulo amoroso, aquel que no se puede romper ni siquiera con la canción más triste del mundo aunque llueva en París. El film de Honoré se disfruta –en el sentido más amplio del término- de a ratos como aquellas canciones con letras profundas y melodías pop que las hacen un poco más digeribles pero nunca alcanza a trascender o a penetrar en lo más profundo a pesar de la brillante actuación de Louis Garrel, a esta altura de su carrera y con un futuro más que venturoso. A no confundir Canciones de amor con la experiencia de Conozco la canción u otras similares porque en las películas de Resnais existe un halo de magia y misterio que en este caso queda absolutamente sepultado por esa catarsis melancólica y pop.
Una alegoría que hace agua Sin adelantar el desenlace por motivos obvios debe decirse que el mayor defecto de La campana, debut en el largometraje del marplatense Fredy Torres, es que termina por donde debe empezar siempre que se entienda al film al servicio de una idea que toma prestado un elemento básico de la ciencia ficción como las paradojas espacio temporales para intentar un revisionismo histórico un tanto precario con una anécdota a la que le falta sustancia y desarrollo en lo que hace a los personajes y sus conflictos. Hay tradiciones marinas que no se pueden romper como aquella que reza que una mujer forme parte de la tripulación de una lancha pesquera o desafiar al mar para adentrarse mar adentro y quedar atrapado en un vórtex donde el tiempo transcurre de manera más lenta pero la percepción del mismo por parte de los tripulantes no cambia. Sobre esas dos ideas y tomando como contexto el fin de la dictadura militar y el inicio de la guerra de las Malvinas en abril de 1982 se apoya el director para contar su historia desde la vida cotidiana de sus protagonistas. Laura (Rocío Pavón) es una adolescente que tras la muerte de su padre, el capitán de la embarcación Morel (referencia obvia a la novela de Adolfo Bioy Casares), quedó a cargo de Juan (Jorge Nolasco), un pescador que la dobla en edad y del que está enamorada perdidamente. Para completar el triángulo aparece la tana (María Fernanda Callejón), la prostituta de los pescadores que intenta por todos los medios intimidar a la enamoradiza Laura. El resto del reparto lo constituye un racimo de personajes planos como el que le toca en suerte al gran Lito Cruz en el rol de Américo, un viejo lobo de mar que representa tal vez la voz de la conciencia cuando la mentira de la guerra de Malvinas se apodera del ambiente y el recuerdo de la borrachera discursiva del general Galtieri provoca no menos que ganas de vomitar. Ahora bien, no está mal recuperar el pasado siempre y cuando esa operación tenga sustento y sentido para no volverse simplemente en un recuento sumario con poca profundidad y rigor como es el caso de La campana. El otro inconveniente se suscita al no haber encontrado un relato lo suficientemente sólido como para poner en práctica la idea de las paradojas temporales sin resultar tan lineal y predecible. Da la sensación que esta película argentina con buenas intenciones se perdió de la misma manera que la embarcación y que cuando se dio cuenta de ese problema ya era tarde.
La regla no escrita Más allá de transitar por el derrotero de toda película deportiva donde un equipo chico pasa a la historia para luego morder el polvo de la derrota en el partido final y que eso termine siendo todo, el mayor defecto de El juego de la fortuna radica en el público al que va dirigido: norteamericanos fanáticos del baseball. Cualquier otro tipo de análisis que pueda hacerse como muchos aventuran -exageradamente se considera compararla con la Red social del deporte- es sencillamente sobrevaluar una película correcta que cuenta con las actuaciones principales de Brad Pitt, Jonah Hill, Philip Seymour Hoffman y Robin Wright, quienes se ajustan a sus respectivos papeles sin descollar. Pitt interpreta el rol de Billy Beane, director general o lo que podría denominarse manager de un equipo de baseball, Atléticos de Oakland, que tras una seguidilla de derrotas atraviesa una de sus peores crisis y debe arrancar la temporada siguiente con muy poco presupuesto disponible para rearmar un equipo competitivo. Pero las reglas del capitalismo determinan también la lógica deportiva en una brecha entre equipos ricos y equipos pobres que precipita aún más la caída. Sin embargo, la aparición de un joven economista (Jonah Hill), metódico y riguroso analista de estadísticas, convencerá al manager de cambiar el rumbo de la estrategia e ir en contra de toda tradición para desafiar a las leyes del baseball y de la economía propiamente dicha con las de las estadísticas y conformar un equipo ganador con jugadores que cualquier otro descartaría. Así las cosas, las tensiones internas con el entrenador (Philip Seymour Hoffman); quien debe adaptarse al cambio constante de jugadores; y las negociaciones que deberán llevar a cabo para tratar de escribir un nuevo capítulo en la historia del baseball forman parte del eje de este film al que le falta emoción genuina, a pesar de la buena actuación de Brad Pitt y la correcta dirección de Bennett Miller, quien estructura el relato entre presente y pasado bajo el convencional recurso del flashback para adentrarse en la juventud del protagonista cuando era una promesa deportiva y la actualidad en la que debe afrontar los fantasmas de ese pasado, recuperar el contacto con su hija y demostrar a todos que apostó a ganador con este novedoso método. Para aquellos que no conozcan la dinámica del juego y las reglas básicas resultará un tanto tortuoso enfrentarse a un mundo donde la tensión se disputa en el número de golpes o de carreras que un equipo suma sobre el otro o por las hazañas de pegarle a una pelota con un bate y sacarla del estadio para levantar multitudes y recibir un asombrado ohh. Claro que sobre gustos no hay nada escrito pero en lo que respecta a la dinámica de un film sí puede opinarse. De este modo, es justo anticipar que estamos en presencia de un film hecho a la medida de los Oscars con la historia de un hombre que cree en sus sueños y lucha contra las adversidades de un sistema que se rige solamente por los éxitos y que castiga los fracasos con la misma virulencia y exitismo de la victoria, sin otro mensaje interesante a la vista: esa es la regla no escrita.
Anexo de crítica: Esta sorprendente comedia negra del realizador irlandés Ian Fitzgibbon recuerda por su catarata de complicaciones a la entrañable Después de hora con reminiscencias y atmósferas propias de los mejores filmes de los hermanos Coen como Fargo, entre otros. El atractivo llega por partida doble al contar con un elenco sólido, donde la dupla Dylan Moran - Mark Doherty se cargan a las espaldas un relato plagado de vueltas de tuerca; críticas solapadas al cine y a la burguesía, que se alza por méritos propios a los primeros peldaños del alicaído universo de las comedias de por lo menos los últimos cinco años...- Pablo Arahuete (8 puntos)
Preguntas incómodas La directora y guionista Massy Tadjedin se queda a medio camino con La última noche de aquello que podría haber sido un interesante film sobre infidelidades y reflexiones acerca de las relaciones de pareja cuando el desgaste de una rutina hace estragos y comienzan las crisis y las búsquedas de nuevos horizontes. Pero todo se malogra por no despojarse ni un segundo del convencionalismo y el cliché con un guión explicativo y sobre dialogado en una clara muestra de no saber cómo sumergirse en la psicología de sus personajes y mucho menos encontrar el clima justo y el texto para dar cuenta de una crisis de pareja. Como en toda película que se encarga de dinamitar un mundo de apariencias desde el primer minuto, el detonante de la historia es una sencilla pregunta que hace Joanna (Keira Knightley) a su esposo Michael (Sam Worthington) tras conocer en una fiesta de negocios a Laura (Eva Mendes), compañera de trabajo con quien el hombre deberá viajar a Filadelfia para cerrar un proyecto de bienes raices y así poder encontrar el ámbito ideal para acostarse con ella durante la estadía fuera de su hogar. Ante semejante inquietud femenina arrastrada por un enojo y la intuición de un potencial engaño, Michael decide contestar con honestidad acerca de sentir cierta atracción por Laura pero bajo el compromiso implícito de que no pasará nada entre ellos dado que es un hombre felizmente casado. En paralelo a la partida de Michael, a Joanna se le presenta la oportunidad de un reencuentro con Alex (Guillaume Canet), antiguo amante que conoció en París años atrás y que ahora se hospeda en Nueva York con todas las intenciones de recomponer tiempo perdido junto a Joanna. Con un montaje básico que intenta yuxtaponer situaciones para seguir el derrotero de una noche en que tanto esposos como amantes tendrán la chance de engañar al otro mutuamente, el relato acumula tiempos muertos y digresiones que dilatan la resolución de las historias de infidelidad con una fuerte carga de culpa e interrogantes a cuestas, los cuales sutilmente se irán sembrando en la trama. La directora, a partir de la puesta en escena que aprovecha las distancias de lugares amplios en un contraste con el acercamiento y la proximidad de los cuerpos, busca crear una atmósfera apta para la seducción con una fuerte presencia de la noche como ese espacio intermedio que alimenta las fantasías y corre el velo de las apariencias para dejar de alguna manera más expuestos a los personajes con sus contradicciones flotando en un ambiente sensual y donde las ataduras del compromiso parecen quebrantarse por lo menos desde la teoría, aunque no tanto en relación a la práctica. Si bien en los rubros técnicos Massy Tadjedin contó la colaboración de los mejores exponentes como por ejemplo Peter Deming encargado de la fotografía, Susan E. Morse, antigua montajista de Woody Allen, entre otros, su mayor falencia se acentúa en la falta de dirección del reparto con irregulares actuaciones de Keira Knightley y Sam Worthington, muy cuadrados y carentes de matices para personajes que precisan mayor profundidad.
Reflexiones a medias Con una llamada basta para que el protagonista de esta historia, un hombre de unos 40 años, divorciado y con un hijo, descubra que su actual pareja –más joven que él- lo engaña con un hombre mayor pero con dinero. Y a partir de ese descubrimiento, comenzar a entender que para el otro uno se vuelve prescindible o descartable lastima y hiere al ego como en toda relación alcanzada por el desgaste del tiempo, los miedos y las frustraciones que se vuelven cada vez más habituales cuando la necesidad de vivir nuevas experiencias no incluye a aquella persona con la que se comparte un pedazo de la vida. A quién llamarías? es el título de esta película dirigida y escrita por el realizador Martín Viaggio pero también es el detonante que se dispara en un viaje mental -por momentos onírico- donde las reflexiones y las preguntas repiquetean de manera constante en la cabeza de un personaje que vive entre la obsesión y la búsqueda de un amor duradero, el cual se asocia tanto en el terreno de la realidad como el de la fatasía con distintos rostros femeninos, mujeres tanto idílicas como reales que se irán cruzando por el derrotero de su conciencia, así como los afectos de amigos y familia para transparentar que los vínculos mutan con el correr de los años donde todo se vuelve más áspero y honesto. Si bien la premisa resulta interesante como punto de partida va perdiendo fuerza a medida que el relato trastabilla con sus propias limitaciones y se vuelve digresivo y sobre dialogado para dejar visibles las fallas de un guión un tanto ambicioso. Sin embargo, existen momentos en el film donde se conjuga el clima con la situación, en sintonía con las actuaciones de un reparto heterogéneo pero donde se notan dispares niveles de actuación (comenzando con el protagonista Roberto Birindelli) con personajes que no tienen matices y dicen el texto en vez de interpretarlo. Por eso, tratándose de un proyecto que otorga suma importancia a los diálogos sobre escritos y a las atmósferas no contar con actores lo suficientemente versátiles le juega en contra y esa falencia se arrastra durante todo el metraje. En síntesis, estamos en presencia de un film irregular, fallido, que por momentos necesitaría de un director capaz de dirigir actores y que por otro lado logra crear una sensación de intimidad con un prolijo tratamiento de la imagen, aunque nunca llega a consolidarse en lo que hace a lo estrictamente narrativo y cinematográfico.