Una parodia de corta altura Robo en las alturas es la nueva incursión de Ben Stiller, luego de algunos pasos en falso como la tercera parte de Little Fockers y la irregular Greenberg (2010), en el género de la comedia liviana y también marca el retorno del alicaído Eddie Murphy a un terreno donde en un pasado supiese sacar lustre de su comicidad e histrionismo. El film dirigido por Brett Ratner (responsable de X-men 3), con guión de Ted Griffin y Jeff Nathanson, explora desde el recurso de la parodia el tópico de las películas de robos sofisticados en el contexto de la crisis económica de 2008, el cual tuvo como epicentro la ciudad de Nueva York y como principales responsables a los hombres de negocios que dilapidaron el patrimonio de hombres y mujeres que perdieron los ahorros por confiar en ellos e intentar sacar tajada de una burbuja financiera a punto de estallar. Ese es el eje de un relato bastante sencillo que no se toma demasiado en serio el plan ejecutor a manos de un grupo de inexpertos ex empleados de un lujoso edificio llamado La Torre del cual Josh Kovacs (Ben Stiller) fuera administrador antes de enterarse de que su patrón Arthur Shaw (Alan Alda) se quedara con la pensión de todos e intentara escapar en un secuestro simulado que el propio protagonista frustra y así descubre las oscuras intenciones del millonario. Detrás de los pasos del estafador se encuentra la agente del FBI Claire Denham (Téa Leoni), quien además de tener la responsabilidad de llevar a declarar al escurridizo Shaw debe encontrar dónde escondió el dinero robado para poder finalmente entregarlo a la justicia. Sin embargo, más allá de la necesidad de recuperar esos fondos la poca experiencia de Kovacs y sus secuaces de turno, entre quienes se encuentran Mr. Fitzhugh (Matthew Broderick), inquilino en bancarrota; su pariente Charlie (Casey Affleck), quien ahora ocupa su lugar, lo lleva a tomar contacto con un ex convicto Slide (Eddie Murphy), conocedor de todo lo referido a robos de poca monta. Sin dejar de lado el elemental esquema de todo film sobre robos con los planes de preparación y el reclutamiento del grupo, el mayor atractivo de este olvidable film lo constituye el insólito plan para hacerse del botín (por razones obvias no se revelará aquí), sumando unas buenas actuaciones de Eddie Murphy -con su verborragia característica- en contraste con la seriedad y parquedad de Ben Stiller, quien no aporta nada nuevo a su personaje pero eso no significa que esté mal. La trama resulta bastante despareja y por momentos las situaciones donde debería explotar el humor se quedan sin aire y eso tal vez se deba a la poco feliz dirección de Brett Ratner, quien hace lo que debe hacer pero nada más. Robo en las alturas entretiene aunque podría haber estado mucho mejor planificada como parodia sin dejar cabos sueltos -los hay en demasía- y aprovechando la ductilidad de dos buenos comediantes.
Miente, miente que algo quedará No solamente desde su vida pública sino por medio de sus películas, el actor y director George Clooney se ha encargado siempre de fijar alguna posición política respecto a determinados temas sociales. Su simpatía por el partido demócrata y especialmente por Barack Obama lo ha catapultado a esa zona gris y difícil donde las estrellas de Hollywood deben rendir examen cotidiano frente a una opinión pública desconfiada que muchas veces -desde el prejuicio- saca conclusiones apresuradas sobre el verdadero compromiso de los actores multimillonarios con las causas más sensibles. Existe un interesante documental intitulado Poliwood (2009), del director Barry Levinson, muy ilustrativo al respecto. Lo cierto es que en la misma línea que en un pasado trazara Tim Robbins con El ciudadano Bob Roberts en 1992, film político que tomaba el detrás de escena de la campaña de un ascendente candidato independiente desnudando la trama secreta que se teje durante toda la campaña política, George Clooney escribe y dirige Secretos de estado como antesala de lo que quizás pueda transformarse en el futuro en un acercamiento concreto a la vida política del partido demócrata. El guión de este thriller político que cuenta con un notable elenco no es más que un elaboradísimo discurso que puede encontrarse en cualquier campaña, dividido en tópicos concretos, los cuales van surgiendo en el derrotero de este candidato carismático y liberal durante el desarrollo del relato, inmerso -puertas adentro- en un contexto donde lealtades y traiciones de su entorno más íntimo definen el rumbo de los acontecimientos y sacan a relucir los trapos sucios de las intenciones que tienen por fin único ganar la elección para tener chances de competir en la puja presidencial. El protagonismo, sin embargo, no lo tiene Clooney, quien interpreta con corrección a un gobernador, Mike Morris, con concretas chances de convertirse en el próximo presidente de los Estados Unidos siempre que consiga el apoyo de la mayoría de los electores y sobre todas las cosas de los aliados políticos, para lo cual deberá negociar votos con los más fuertes y reacios. El encargado de las negociaciones y protagonista del film; de las reuniones y de mantener una imagen positiva del candidato es su joven asesor de campaña Stephen (Ryan Gosling), que hará lo posible por despejar todo tipo de rumores; ataques frontales de la oposición e incluso buscará una tregua con la competencia en reuniones no oficiales con su principal enemigo (Paul Giamatti), jefe de campaña del adversario con más posibilidades de derrotar a Morris, así como intentará disuadir a la incisiva periodista Marisa Tomei para que no filtre información que pueda perjudicarlo porque está realmente convencido de las palabras de su jefe. Sin embargo, el móvil más importante que mueve a Stephen no es la política en sí misma ni los discursos floridos que escribe para que Mike le dé un sentido cada vez que toma un micrófono, sino su desmedida ambición de poder. Y en definitiva de eso se trata la trama de esta nueva incursión del ciudadano Clooney en el cine: de cómo el poder corrompe a los hombres y los vuelve vulnerables e ingenuos a la vez. No obstante, más allá del conflicto de intereses coyunturales que se juegan en la carrera política cuando la mejor estrategia parece ser la mentira, Secretos de estado plantea en todo momento la desazón por no poder cambiar un sistema desde una controvertida solución que no ataca el fondo sino la forma. El conflicto central con una becaria (Evan Rachel Wood), subtrama que funciona directamente de detonante, es un pretexto dentro de la trama que apunta sus misiles hacia otro lugar desde lo meta-discursivo y ese es quizás el reproche que pueda hacerse a George Clooney ya que quita densidad a la historia, a pesar de complementar ese defecto con buenos diálogos y punzantes definiciones sobre la guerra absurda, el petróleo y otros temas de la agenda política más caliente por la que atraviesa hoy el presidente Obama. Secretos de estado en definitiva no viene a inaugurar una nueva forma de hacer cine ni valerse de él para fijar un mensaje político pero sí deja más que reflejado el compromiso y la coherencia intelectual de un actor que además de poder jugar con los códigos del faranduleo, coquetear con el glamour y reírse de sus propias banalidades tiene puestos los pies sobre la tierra, los ojos sobre la realidad y las manos sobre la cámara.
Anexo de crítica: Con el nombre de David Fincher detrás del proyecto ya existía una garantía de atractivo visual para una saga sueca que se caracteriza por la oscuridad de las historias y la solapada denuncia social y política enmascarada en un thriller psicológico. La primera parte de la trilogía no sólo adapta con eficacia y pulso narrativo la historia original sino que le imprime una impronta de vértigo y tensión propia sin dejar de lado el desarrollo progresivo de los personajes y de las acciones centrales para cerrar una trama bien narrada y donde las marcas de estilo del realizador de Red social se palpan desde la extraordinaria secuencia de créditos de inicio hasta el último plano.-
Planeamiento y ejecución Se puede tener un plan perfecto, pero al final ejecutarlo mal, apresuradamente, de manera ampulosa y entonces la pregunta es si ese plan era tan perfecto. Con la segunda aventura de Sherlock Holmes intitulada El juego de las sombras ocurre algo parecido a la experiencia de ver un espectáculo de fuegos artificiales: al comienzo uno se deslumbra por esas explosiones en el cielo con sus colores y figuras pero al acabar el ruido sólo queda el olor a pólvora. Para seguir con la imagen podríamos decir que Guy Ritchie ametralla con pirotecnia durante dos horas pero agota por falta de matices, pausas, transiciones, al punto de preocuparse por contestar casi obsesivamente los cómo de las acciones más que prestar atención a los qué. Algo así como un desfasaje entre tratamiento y argumento que no encuentran el equilibrio esperado. El film va de mayor a menor con un comienzo prometedor que se encarga de describir el contexto en el que se desarrollará la trama: una Europa asolada por bombas incendiarias de dudosa procedencia; un villano que asesta su primer golpe mortal en el entorno más preciado por Holmes y un desafío a la sagacidad de nuestro héroe, ejecutado con paciencia de araña por el temible Moriarty (Jared Harris), cuya amenaza de sacar de la ecuación a Watson (Jude Law) perturba considerablemente al detective pendenciero interpretado por Robert Downey Jr. El primer obstáculo que deberá sortear Holmes es el más mundano: Watson está a punto de contraer matrimonio con Mary (Kelly Reilly) y su nueva vida parece alejarlo del ruedo de las investigaciones. Sin embargo, al ser uno de los objetivos del brillante matemático Moriarty queda atrapado en las redes de un juego de ajedrez (había que deshacerse rápido de la molesta esposa para que la historia fluya) siendo la pieza más codiciada. Se suma al equipo otra mujer, la gitana Madam Simza Heron (Noomi Rapace), que lleva tiempo tratando de dar con el paradero de su hermano, quien parece estar involucrado de alguna manera con los perversos planes del profesor M. A partir de la confrontación entre Holmes y su némesis, el mecanismo de relojería comienza a avanzar acumulando vueltas de tuerca, explicaciones a la velocidad de la luz que en vez de aclarar oscurecen y un sinfín de momentos en cámara lenta que resultan un tanto tediosos, aunque sean las marcas estilísticas del ex-esposo de Madonna. Sin embargo, como se decía al comienzo si uno supera el efecto de la explosión del artificio, se comienza a percibir que en Sherlock Holmes: juego de sombras esos colores brillantes no son tan nítidos como lucían; que ese ruido aturdidor siempre suena de la misma forma monocorde y que en definitiva, salvo el gran duelo actoral entre Robert Downey, Jr y Jared Harris, en este nuevo opus del realizador de Snatch hay una cuota de exhibicionismo gratuita cuando en realidad la falla de la ejecución no obedecía al plan sino a quien lo terminó ejecutando.
Apocalíptica sí, pero la película Despropósito a escala mayúscula si los hay, La última noche de la humanidad es un film tan pobre en ideas como en presupuesto tratándose de una pretenciosa película apocalíptica con un 3d impotente e innecesario y un reparto paupérrimo que no transmite una gota de emoción ni de misericordia por lo mal actuada que está. El guión a cargo de Jon Spaihts y Leslie Bohemes es de una ligereza insólita que raya en el absurdo pero lo más grave es que se toma demasiado en serio la historia y eso le quita todo sustento a un relato que no acierta en ninguna de las propuestas: oscuridad vs luz; amenaza latente que no se vé; paseo turístico por Moscú. Básicamente todo se resume a una invasión alienígena concentrada en la ruinosa Moscú. Allí, azarosamente se encuentran los personajes: Sean (Emile Hirsch) y Ben (Max Minghella) quienes son desarrolladores de softwares que llegan a Rusia para concretar un negocio millonario de internet (una suerte de gps para turistas) que un joven ambicioso sueco, Skyler (Joel Kinnaman) les acaba de robar y así les gana de mano y cierra el trato antes que ellos lleguen; por otra parte se encuentran también en Moscú dos jóvenes turistas -quienes ya conocían a los susodichos por twitter- Natalie (Olivia Thirlby) y Anne (Rachael Taylor), la última fotógrafa con intenciones de llegar a Nepal. Antes que entregarse a la derrota por el rotundo fracaso en el negocio de internet, los muchachos deciden pasar la noche en un bar y encontrar chicas para divertirse, entre ellas, las turistas en cuestión además de volver a verle la cara de piedra al enemigo sueco que ha pensado festejar casualmente en el mismo sitio cuando de repente desde el cielo se forma una suerte de aurora boreal de la que comienzan a descender copos luminosos que rápidamente no tardarán en desatar la masacre de los curiosos y así sin un refugio seguro la carrera por la supervivencia comenzará para el grupo errante por las calles arrasadas por los visitantes poco amistosos. Se trata de extraterrestres invisibles -en Batalla final: Los Ángeles se los podía ver por lo menos- a los ojos humanos que detectan la presencia humana por la energía electromagnética y cuya misión aparente es el exterminio de la raza. A partir de allí, los jóvenes desconocidos toman verdadera dimensión de la tragedia y unen fuerzas con el fin de poder volver al hogar pero para ello deberán luchar contra un enemigo poderoso e invisible sin otras armas que la inteligencia y el instinto. Claro que en el camino encontrarán algunos sobrevivientes rusos como la joven Vika (Veronika Ozerova) y el electricista Sergei (Dato Bakhtadze), quien parece haber descubierto el punto débil de los aliens. Si se tiene en cuenta que la trama gira en torno a una invasión extraterrestre puede decirse que el film de Cris Gorak carece de espectacularidad a tal efecto a la hora de las batallas, que son muy pocas y contadas con los dedos de una mano haciéndose notoria la falta de dinero -filmar en Rusia es más barato- y la escasa inteligencia y creatividad de los guionistas para sortear ese escollo. Por eso, el término aburrido, largo, digresivo y torpe calza justo en esta ridícula propuesta que tampoco deslumbra por sus efectos especiales y mucho menos por intentar sostener un relato que no tiene peso ni sustancia alguna más allá de la simpática idea de hermanar a norteamericanos y rusos para salvar al mundo cuando cinematográficamente siempre se los presenta como enemigos. Si La última noche de la humanidad, producida por Timur Bekmanbetov (Se busca) buscaba impactar a la audiencia por su historia apocalíptica es justo pensar que si el futuro depende de estos protagonistas será mejor que desaparezcamos de una vez y para siempre.
Camino recto, camino bifurcado Para un ingeniero de locomotoras como el protagonista de esta tragicomedia que le debe tributo al cine de Aki Kaurismaki y al humor de Jaques Tati -por citar referencias que están al alcance de la vista- retirarse involuntariamente de una actividad a la que ha dedicado 40 años de servicio al frente de una locomotora por la nevada Noruega más que un alivio es un conflicto que lo enfrentará con el tiempo libre y ese ocio forzado que a veces trae aparejada la impostergable reflexión sobre la vida. Es que para alguien que solamente conoce el camino recto y ordenado, ese que transita y que marca una estación tras otra sin otra sorprsa que el cruce intempestivo de un alce que se atraviese en el recorrido, la aventura de descarrilar -por decirlo de alguna manera- implica un desafío personal al que pocos se atreven por miedo a quedar a la deriva o arrastrados por el devenir de los acontecimientos. A pesar de esa tribulación existencial, Odd Horten (Baard Owe) toma el toro por las astas y emprende un viaje por los caminos bifurcados de Oslo luego de despedirse de sus compañeros de trabajo en una fiesta de retiro; de una madre que observa por una ventana como pasa el tiempo y la vida sin registrar su presencia; de una amante que pregunta si es el final cuando la respuesta es obvia y tan elocuente como la necesidad de Horten de cambiar una rutina por una suerte de deriva controlada que lo llevará a encontrarse con situaciones y personajes secundarios que rayan el absurdo o coquetean de alguna manera con el surrealismo, pero sin perder el horizonte jamás. El realizador noruego Bent Hamer, también guionista, construye a fuerza de humor asordinado (ese que arranca una ligera risa que no llega nunca a carcajada), melancolía y gran sensibilidad esta tragicomedia existencial con ciertos apuntes del slapstick y del ritmo aletargado que caracteriza a su cine, siempre concentrado en el circuito de festivales internacionales como Cannes, entre los más prestigiosos. La actuación del experimentado Baard Owe, quien compone el personaje desde los pequeños matices y expresiones gestuales, con su pipa (de ahí la presencia fantasmal de Tati) y su economía de palabras, forma parte de los atributos de este quinto opus del director noruego que se conociera por Kitchen stories (2003) y luego con la extraña Factotum (2005). A pesar del atraso de seis años para finalmente estrenarlo comercialmente –la película es de 2007-, la sola idea de estar frente a una película europea que logra avanzar sobre las tempestades Hollywoodenses es el mejor aliciente para que el público local apoye a una propuesta diferente, lúcida y que no dejará de entretener pese a su pausado y progresivo desarrollo narrarivo.
La verdad los hará libres Historias cruzadas, film escrito y dirigido por Tate Taylor está basado en la novela homónima de Kathryn Stockett, ambientada en un pueblo sudista en los años sesenta. La película que cuenta con un reparto mayoritariamente femenino se apoya en la dialéctica de diferenciación de razas a partir de la introducción del grupo de criadas afroamericanas, encabezado por Aibileen (Viola Davis) y Minny Jackson (Octavia Spencer) entre las más importantes y su contracara de avinagradas amas blancas, liderado por la desalmada Hilly Holbrook (Bryce Dallas Howard) y Elizabeth (Ahna O’Reilly). Sin embargo, la protagonista de la historia es la rebelde Eugenia ‘Skeeter’ Phelan (Emma Stone), aspirante a escritora que dada su sensibilidad con la servidumbre por el mal trato constante del que debe ser testigo y particularmente su admiración por la criada Constantine, quien se hizo cargo de su cuidado durante toda la etapa de la infancia, se involucra en un proyecto literario que por primera vez da protagonismo al punto de vista de las mujeres afroamericanas en ese contexto de semi esclavitud (baños para negros, colectivos para negros, intolerancia y penalización para quienes hablaran de igualdad de derechos), en una sociedad pacata y retrógrada, retratada con cinismo e ironía por el realizador. Para ello apela a recursos cinematográficos como la voz en off de Aibileen, quien luego de algunos titubeos y temores por represalias mayores decide romper el silencio y contar su historia a Eugenia, a la que acompañarán luego otras experiencias duras de vida y que conformarán el eje del relato, donde el cruce de personajes se produce a partir del nexo de la construcción de este libro que da origen al título de la película. La idea funciona desde su propuesta melodramática por contar con un elenco aceitado, en el que las mejores interpretaciones inclinan la balanza hacia el lado de las actrices afroamericanas porque Bryce Dallas Howard no se puede escapar del estereotipo –tampoco Jessica Chastain como su antagonista blanca de buen corazón- y sus compañeras de voz finita, jugadoras de bridge de mente del tamaño de un maní no aportan demasiada excelencia. El caso de Emma Stone es diferente dada la impronta de su personaje con más carácter pero al que le falta algo de fuerza como a toda la película en general que bordea tangencialmente el conflicto de la lucha por los derechos civiles y se acomoda muy tempranamente en el terreno de la mirada edulcorada y vacía sobre temas más profundos aunque es justo reconocer que nunca cae en excesos ni golpes bajos cuando podría haberlo hecho tratándose de este tipo de historias de odio, segregación y sufrimiento.
Anexo de crítica: Los Muppets funciona como comedia ATP (aunque los más chicos quedarán varias veces afuera del convite); como ingenioso ejercicio de nostalgia y en gran medida como producto redondo que intentará sacar dividendos con la misión de seducir a un espectador que creció con el show televisivo -que por más localista que resultara formó parte de la infancia televisiva argentina en los tempranos 80- y para quien el film de James Bobin reserva varias sorpresas a modo de gran homenaje al grupo encabezado por la rana René, el oso Figueredo, Gonzo, Animal, la arrogante Miss Piggy, el cocinero y sus gallinas, la banda de rock y los entrañables y cínicos ancianos, entre otros. Quienes tengan en la mente reencontrarse con ese pasado que jamás volverá; recuperar la inocencia aniñada para reírse con lo políticamente incorrecto -pero siempre sanamente- sentirán cosquillas y posiblemente podrán contagiar a los más pequeños que mirarán absortos como sus padres alguna vez también fueron niños.
Vaso lleno, vaso vacío Las películas sobre enfermedades terminales son productos que se agotan en sí mismos, eso en un principio no significa que no puedan ser interesantes o conmovedoras pero sí que es inevitable el grado de predictibilidad. El derrotero de todo enfermo de cáncer como el del protagonista de esta historia atraviesa los estadios de un proceso que tiene sus etapas definidas con un final incierto en algún sentido pero que se resume en dos opciones: o sobrevive a la enfermedad o muere vencido por ella. No hay nada más ni nada menos que eso y tampoco se puede pretender un relato reflexivo, profundo e inteligente cuando todo se vuelve una carrera contra el tiempo; una pulseada desigual contra el deterioro físico por los estragos de la quimioterapia; un distanciamiento con la mayoría de las personas que tratan de acompañar al enfermo sin saber qué hacer para animarlo o que depositan sus propios temores pensando que de esa forma entablan cierta empatía cuando la brecha entre los sanos y aquel es concreta, tangible e insondable. Por lo general, el proceso de identificación con este tipo de personajes se genera por partida doble: si la actuación es convincente uno como espectador se involucra el tiempo que dura la película o se retrotrae a historias personales que lo conducen a una situación similar de empatía. Esa fórmula también gana Óscares y tanto los productores como Joseph Gordon-Levitt, en lo que quizás pueda considerarse el papel de su vida hasta ahora, lo saben. 50/50 es otro film correcto sobre el día después en que un hombre común, joven, entusiasta, educado y políticamente correcto se entera que padece de un tumor maligno alojado en su espina dorsal. A partir de ese momento, se sumerge en un camino introspectivo que lo lleva a replantearse hacia dónde condujo su vida en ese corto periodo con una novia a la cual no ama y que está con él por conveniencia (Bryce Dallas Howard); salidas con un amigo drogón pero de buen corazón que trata de hacerle el tránsito más divertido asumiendo su propia banalidad e impotencia (Seth Rogen); conoce a una estudiante de psicología (Anna Kendrick) que intentará aplicar todas las técnicas de autoayuda existentes para contenerlo al igual que su madre culpógena (Anjelica Huston) porque su padre padece de alzheimer y no lo reconoce. Sin caer en solemnidades y buscando siempre una cuota de cinismo saludable –paradójico en una película que trata sobre enfermedades- el realizador Jonathan Levine (The Wackness) filma con corrección; planifica las escenas con el tiempo correcto para la decantación emocional y los climas, que acompañados por una banda sonora funcional acomodan las fichas en los casilleros correspondientes. Pero quizá ese orden y esa estructura de manual de autoayuda le quite sorpresa o fuerza a la trama para terminar concluyendo que se trata de otra nueva película sobre la lucha individual de un enfermo terminal para lo que podría haber sido algo más arriesgado como por ejemplo la serie The Big C.
Pura aventura e imaginación El nombre de Tintín, aquella creación del cómic del dibujante belga Georges Remi más conocido como Hergé –aparece homenajeado al comienzo cuando realiza un retrato de Tintín ya transformado en 3D que se ve como dibujo animado en 2D- que viera su primera versión cinematográfica en 1947 como marioneta filmada con la técnica stop motion de la mano del francés Claude Misonne y luego en otras ocasiones con resultados dispares; ampliamente disfrutado por generaciones pasadas que podían tener acceso a los ejemplares bastantes onerosos por cierto, resonaba en la temprana infancia de Steven Spielberg –quien adquirió los derechos en 1983- y Peter Jackson (productor) como un sueño para llevar al celuloide cuando fuera posible tecnológicamente. Sin lugar a dudas, debían ser ellos y no otros los encargados de utilizar la técnica del motion capture (investigada por Robert Zemeckis) para dar vida cinematográfica al icono de las historietas europeas -y al universo de Hergé- y así de esa manera garantizar no tanto la fidelidad al personaje sino a la imaginación al servicio de la historia de quienes, sin preámbulos, deben considerarse dos de los más grandes narradores cinematográficos contemporáneos. El resultado de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio es más que positivo tanto para los puristas como aficionados por tratarse de un film que hace un uso adecuado del 3D en función de la majestuosidad y el virtuosismo de un director como Steven Spielberg, quien no repara en sorpresas a la hora de encarar esta primera gran aventura del perspicaz periodista Tintín (Jamie Bell) y su inseparable perro Milú tras la búsqueda de un tesoro relacionado con un antiguo pirata, Francisco de Hadoque, y su descendiente directo, el capitán de navío Haddock (Andy Serkis), cuya particularidad se vincula con una pérdida de memoria importante y su adicción al alcohol. El antagonista de turno, que tiene atrapado al capitán en un barco mercante que luego será liberado por el muchacho para que comience la travesía, Sakharine (Daniel Craig), también cuenta con antepasado pirata, en este caso Rackham, el rojo. El villano necesita completar un fragmento de un pergamino para dar con la ubicación del mayor tesoro. Tampoco faltarán al convite los alivios cómicos representados por el dúo de policías Hernández (Simon Pegg) y Fernández (Nick Frost), que en una subtrama en paralelo investigan la pista de un carterista muy escurridizo. Así las cosas, y con un relato muy bien narrado que toma referencias de álbumes tales como “El cangrejo de las pinzas de oro”, “El secreto del Unicornio” y “El tesoro de Rackham el Rojo” (son un total de 24 con el primero publicado en 1930 y el penúltimo en 1976) a cargo de los guionistas Steven Moffat, Edgar Wright y Joe Cornish, lo que caracteriza al film del padre de ET es la recuperación del género de aventuras que otrora se reservaba -en lo que a cine respecta- a la figura del arqueólogo Indiana Jones ya que la acción, los acertijos, los viajes y una sumatoria de peligros, en un derrotero que comienza desde la ciudad para terminar en el Sahara no decaen un segundo en una trama bastante sofisticada y narrativamente perfecta. Resultan prodigiosas las secuencias de acción –acompañadas incidentalmente por el maestro John Williams responsable de la banda sonora- y sobre todo aquella referida a una persecución en un plano secuencia admirable donde las bondades de la tecnología 3D al servicio de la creatividad permiten disfrutar una perfecta síntesis de movimiento, ideas desopilantes que harán sonrojar al propio James Bond, humor y coherencia dentro de un verosímil que hace de la exageración su mayor virtud. Hasta el más mínimo detalle cuenta con el rigor y la excelencia del tándem Spielberg-Jackson, quienes incluso aportan su cuota de creatividad en las transiciones de escenas valiéndose de las ventajas del 3D para por ejemplo atravesar con la cámara un vidrio o reflejar en una burbuja una imagen para luego adentrarse en esa escena sin cortes abruptos o fundidos a negro como todo relato clásico predica, pero sin despojarse desde los términos conceptuales de los códigos del relato clásico de aventuras más puro. Las aventuras de Tintín… por eso promete convertirse seguramente con el correr de las entregas (Spielberg habló en un primer momento de una trilogía y ya se confirma que será Peter Jackson el encargado de la segunda aventura) en una nueva mitología cinematográfica como ya lo hiciese en aquellos tiempos mozos Indiana, Volver al futuro o la reciente El señor de los anillos.