EL ARTE LIBERA Los hermanos Vittorio y Paolo Taviani venían de mucho tiempo sin hacer nada notable. Tras varios años haciendo productos menores y hasta algunos telefilms, reaparecieron con su majestuosidad cinematográfica en la Berlinale 2012 con esta película que reivindica el poder del arte para elevar el alma a un estado de libertad superior. César debe morir transcurre en una cárcel de alta seguridad de Italia, donde los reclusos ensayan el Julio César de Shakespeare los meses previos al estreno en el teatro de la institución donde están presos. Con fotografía en blanco y negro, exceptuando la presentación final de la obra, los Taviani van poniendo la cámara en plenos ensayos, como aprovechando la escena teatral para un ejercicio cinematográfico refrescante y sumamente potente a nivel visual, que convierte el filme en una doble-obra, tanto desde el aspecto teatral como el de la película en sí misma, respetando magistralmente una sola línea narrativa en la que convergen varias ideas que dan poder a la imagen. El valor del cuerpo como medio de comunicación de la dramaturgia está puesto en un lugar que pocas veces se vio en el cine reciente. La conciencia artística puesta en su más grande expresión, mediante el poder del cine y su raíz influyente más cercana, el teatro. Se destaca la presentación de los personajes, un casting que dura casi diez minutos, pero que resume a la perfección la idea de mostrar la condición en la que se va a encarar la obra. La más reciente película de los octogenarios cineastas italianos nos hace partícipes de cómo estos actores (que son prisioneros de verdad, a excepción del protagonista Salvatore Striano, ex convicto, ahora actor profesional) viven la actuación y la incorporan a sus vidas como una forma de olvidar el tiempo que llevan privados de la libertad. De hecho, en un momento uno de los protagonistas rompe la cuarta pared y se dirige a la cámara para pronunciar una frase fuerte y bellísima: “Desde que descubrí el arte, esta celda se ha convertido en una prisión.”
Brad contra los zombies Llegando a sus 50, y cada vez más reconocido por su calidad actoral, Brad Pitt ahora se da el lujo de producir pelis en las que él se pueda divertir actuando. Y esto es lo que más se agradece en la apocalíptica Guerra Mundial Z, de Marc Foster. Es como si tantos años de multifacéticos papeles hubieran desembocado en este “juego a ser el héroe de carne y hueso que intenta salvar el mundo”, en pleno auge de películas de super-héroes. Es también como si Guerra Mundial Z aunara todos esos componentes de producción-tanque de Hollywood, sumando algunos guiños a éxitos actuales (claramente, hay un oportunismo con el apogeo del sub-género zombie que supuso la serie televisiva The Walking Dead) y los dejara en manos del único actor que podía quedar creíble siendo un padre de familia que es llamado a salvar a la humanidad, justo cuando esta se empieza a devorar a sí misma. El resultado de esta ecuación nos deja, sin embargo, un producto bastante ambiguo, en el que lo único realmente sólido son los dotes actorales de Brad y algún que otro momento bien construido. Como el clímax de la película, que se desarrolla dentro de un ambiente bastante minimalista totalmente opuesto a la magnanimidad de todo el filme. En los momentos en que el director se juega por humanizar a los personajes, sin importar el valor que le dé a los diálogos (bastante flojos, dicho sea de paso), es cuando la trama es creíble y Guerra Mundial Z se vuelve mucho más disfrutable. Porque Pitt realmente se pone al hombro la trama y deja obsoleto los intentos de producción de hacer que el héroe viaje por todo el mundo para que el espectador se crea que el problema es a escala global, o poner personajes de relleno para que el susodicho no se las sepa todas y parezca menos invencible. Y aún así, la película nunca levanta vuelo y se queda a mitad de camino en todo. No es ni una peli de acción, ni de terror, ni de aventuras. Es una mezcla fría de todo, queriendo abarcar mucho y apretando poco. No esperen el gore al estilo George A. Romero, ni el frenesí de 28 Días Después, ni la carga dramática de The Walking Dead. Foster, responsable de obras como Monster’s Ball o Descubriendo Nunca Jamás que últimamente se volcó a hacer basuras de acción como 007: Quantum of Solace y otros desparpajos cinematográficos, nunca se decide a darle una impronta propia a la película, y eso le juega muy en contra, ya que su carrera demostró que cuando se jugó por la humanidad en la dirección de actores logró cosas más que aceptables. En esta película prefiere más el ruido y el choque visual. Y si hay algo que queda demostrado en producciones de zombies, es que se necesita darle humanidad a la historia. Es por eso que Brad Pitt está tan creíble, pero a la vez tan solo, tal y como los guionistas pusieron a su personaje a luchar contra la epidemia zombie. De todos modos, un buen actor siempre necesita una mala película para mostrar que aún así puede dar algo digno. Y este es el caso de Guerra Mundial Z, donde este actor ya cincuentón hace las mil y una, y es creíble solo porque pareciera estar divirtiéndose mientras salva al mundo.
SUPER-MESÍAS El Hombre de Acero es la película sobre Superman que faltaba en el DC Universe para comenzar el camino a ese súmum que sería – según los rumores – La Liga de la Justicia, así como Marvel lo hizo con Los Vengadores (2012). Como en el mundo de las novelas gráficas, la competencia se instaló también en el cine, después del fracaso que supuso Superman Regresa (2005), y ahora tienen un producto digno con el cual pelear además de la ya finalizada saga de Batman, dirigida por Christopher Nolan, quien en esta ocasión se pone en el rol de productor. Si se la ubica en este contexto, la película dirigida por Zack Snyder no está nada mal. Introduce muy bien al personaje (de forma excesiva, pero lo hace) en lo que será la primera de tres películas de esta franquicia, tiene efectos especiales excelentes, y está llena de estrellas que redondean el concepto de tanque absoluto hollywoodense. Ahora, ¿esto la hace una buena película en sí? No necesariamente. Porque la historia, como dijimos, necesita introducir tanto todo el universo, que pierde demasiado tiempo. Si a eso sumamos la excesiva poética que buscó el director de Watchmen (2008) en todos esos planos-detalle y la retocadísima fotografía, llegamos a la mitad del filme hastiados de tanto drama, flashbacks y búsqueda interior para explicar el devenir de Clark Kent. ¿Tan difícil era contar la vida del kryptoniano? Se complicaron demasiado. La película se hace larga. Muy larga. Tal es así, que cuando llega todo el clímax en el tercer acto, ya es más como un trámite para finalizar la trama. De hecho, la batalla final está muy bien filmada (sobre todo por el 3D), pero hasta parece agregada como si en los estudios hubiesen notado que faltaba acción. Todo se resume en un final abierto, típico de la tinta de Nolan y David Goyer, en que se hace un guiño con el espectador para generar empatía, como si eso aplacara todo el tedio anterior. Tres cuartos de la película son casi soporíferos, pero el peso que nivela la balanza para la calidad de la película, por suerte, recae en todo el efectismo despampanante del último acto. Cada uno dirá si eso es positivo o negativo. La música, otro elemento de solemnidad necesario en las producciones de Nolan, vuelve a estar a cargo de Hans Zimmer (sí, ante el éxito de Batman, Warner quiso repetir la fórmula casi a rajatabla). El alemán logra una partitura espectacular, pero ya se está repitiendo un poco. Si bien la música en la película no deja de ser intensa, hay bastante de El caballero de la noche asciende (2012) y El Origen (2010) en ciertos pasajes, por lo que por momentos se extraña la particular e inigualable banda sonora que John Williams hizo para las películas protagonizadas por Christopher Reeve. Las actuaciones están bien, todas. Incluso el no-muy-conocido Henry Cavill no lo hace mal en el papel protagónico. Pero, nuevamente, el problema es que todos quedan atrapados en la nube de drama que impusieron Nolan y Goyer. Russel Crowe roba cámara como nunca, haciendo de un Jor-El que es una suerte de conciencia-deidad que controla las acciones de los personajes implicados, aun cuando en el comienzo del filme ya tiene una secuencia en la que se luce como personaje clave. Y aquí entra la duda de si era necesario el tono religioso en una película que pone a un alienígena con súper poderes como si fuera un Mesías, con llamativos paralelismos hacia la figura de Jesucristo. Superman tiene 33 años, intenta representar la fe en los humanos incluso cuando es rechazado (y varias veces casi asesinado) por ser considerado superior. Hasta su cuerpo adquiere la figura del Cristo crucificado antes de dirigirse a una escena en particular. Eso, sin contar la parte en que Clark Kent entra a una iglesia católica a pedir consejo de un cura antes de tomar una decisión trascendental. “Él será como un dios para ellos”, dice Jor-El en un momento. ¿Era necesario hacer eso, Nolan, Snyder y Goyer? Bueno, uno se hace esta pregunta bastante a lo largo de todo lo que dura El Hombre de Acero.
Sobrios, pero aún re-sacados La Manada compuesta por Bradley Cooper, Zack Galifianakis y Ed Helms vuelve al ruedo por última vez para una película en la que no hay resaca, pero sí mucho descontrol, como en las anteriores dos entregas de esta trilogía dirigida por Todd Phillips. Nuevos personajes y un tono mucho más sombrío son los elementos más llamativos de un cierre a la altura del universo desmesurado que logró el maestro de las road movies. En esta ocasión no hay fiesta, no hay casamiento, ni alcohol, sino un simple disparador emocional y psicológico en uno de los personajes, que empieza a desencadenar una serie de hechos bastante salidos de control, que no le escapan a las secuencias de acción y a un cine arriesgado desde la puesta en escena. Esta vez ya no importa el desempeño actoral, clave en el éxito de la primera parte, sino más lo que ocurre y lo que los altera. Los personajes son funcionales a una narrativa muy fluida, que va tomando color a medida que las cosas se ponen peores. En definitiva, una más de ¿Qué pasó ayer? como bien sabe hacerla Phillips y su “manada”. Lo curioso es como esta vez no se centra todo en la comedia, sino más bien en lograr un clima y escaparle al género. Los elementos de un policial, acción, suspenso y obviamente todo lo que se necesita para una road movie, terminan siendo mucho más gigantescos que los gags, que son puestos a cuentagotas, con una sutileza ya característica de la casa. Y es sólo en estos tramos en que importa el arrollador trabajo que hace Galifianakis con su ya mítico personaje. Su inestabilidad emocional y su facilidad para tirarse a lo grotesco funciona a la perfección cuando se pone a dúo con el excéntrico Ken Jeong, el factor extremo que esta vez marca el tempo de la trama como nunca lo había hecho. Y es ahí cuando todos los detractores de esta trilogía (los amargos que se toman demasiado en serio una serie de películas que ni siquiera lo intentan) deben callarse y apreciar la evolución que logró Phillips con el personaje de Mr. Chow. De villano en la primera, a ladronzuelo chistoso en la segunda, a criminal protagonista, todo coronado con la escena inicial del filme, la mejor forma de introducir la importancia que tendrá en esta última entrega. A pesar de ciertos momentos de inverosimilitud ya vistos en la segunda, y algún dejo de nostalgia que se sale un poco de la propuesta jocosa, ¿Qué pasó ayer? Parte III tiene mucha risa garantizada para el espectador, y nuevamente no busca la grandeza. Se sabe poco solemne, aunque juegue un poco con eso, y mantiene el tono que la hizo memorable. No es mejor que la primera parte, pero sí se pone en un lugar privilegiado de la filmografía de Todd Phillips, para reafirmar su condición de director que sabe lo que quiere, sabe lo que hace, y cuenta historias con la simpleza y categoría necesarias para brindarnos un momento sumamente disfrutable.
Nada le viene bien a la pobre Raquel... Cuando uno se sienta a ver una película, dispuesto a encontrarse con algo diferente, siempre trae consigo una cuota de esceptisismo guardada en caso de que el producto falle, o peor aún, aburra. Pasa muchas veces, pero este no es el caso. La Nana es una obra chilena que sin dudas sobresale del resto de las de su país, y para qué negarlo, del resto del mundo. Está dirigida por Sebastían Silva con una estética bastante telenovelezca, que la ensucia un poquito de la simpleza típica de estos lares latinoamericanos, pero que siempre sirven como distintivo. No se define entre el drama y la comedia, y puede resultar tan chocante como adorable. La anodina historia de una empleada doméstica, atareada y abatida por la edad y el arduo trabajo, se ve reflejada con la brillante intepretación individual de Catalina Saavedra, que logra conmover con su seriedad y mirada triste, así como también puede enternecer con esa sonrisa permitida entre tanto letargo incomprendido por una familia de clase media-alta, interpretada a duras penas por un elenco que deja muchísimo que desear. Los habitués de este blog sabrán que no soporto que una sola actriz o actor se lleve la película por delante solo/a, pero en este caso se perdona porque el retrato que se intenta ofrecer a modo casi de historia de vida es más bien tirado hacia un individualismo minimalista deprimente y a la vez altanero, producto de una composición corporal impresionante por parte de Saavedra, que encarna a la insatisfecha Raquel. Convengamos que el personaje principal es bastante irritante, pero tiene como mejor logro transmitir la insatisfacción o el tedio con escenas espléndidas como la compra del chaleco en la boutique, o esas frenéticas hazañas de "desinfectar" la bañera de las intrusas que quieren tomar su lugar por petición de la dueña de casa. Sin dudas es digno de aplaudir el modo en que el director extrae cuotas de la vida para llevar a la pantalla grande. El realismo con el que se cuenta la historia es de lo más puro de este 2009 que se nos pasó volando. Las dos caras de Raquel sin lugar a dudas nos podrán hacer quedar como tontos que no entienden el por qué de su tristeza o su obsesión por no dejar rastros de competencias, así como tampoco quizás nunca entenderemos si lo que sintió por su última compañera fue amor o simple cariño. Es difícil digerir largometrajes como estos. Pero desde luego que son bienvenidos a la hora de tomar como análisis la denuncia social ante la incomprensión de las masas. No nos cuesta nada detenernos a preguntarle al otro cómo está, qué hace, o cómo se siente. Y películas como estas nos abren la mente para que así lo hagamos. Como punto en contra le doy esa ambigüedad en cuanto al género. Hubiese sido todo mucho más fácil si el director y guionista se inclinaba por algo concreto. Pero no. Nos tenemos que conformar con ratos de letargo complementados con otros más hilarantes, como todas las veces que Raquel deja afuera de la casa a sus compañeras. Si mezclamos toda esa ambivalencia con el realismo asfixiante de su estética cotidianezca, nos quedamos con una masa gigante que se nos atraganta hacia la mitad del filme. De verdad, no es apto para cualquiera. Se precisa tiempo y dedicación, como los años que Raquel le dedica a su trabajo en esa casa de familia. Pero quién dice que todo tiene que ser fácil y caído del cielo.
El maestro del suspense La propuesta del debutante en ficciones Sasha Gervasi era tan peligrosa como uno puede llegar a imaginarse. Un maquillaje que distrae, un guión que para muchos resultará medio adornado por ribetes del clasisismo hollywoodense, y en sí una película innecesaria. Sin embargo, nada más alejado de la realidad: Hitchcock (2012) es un logro en este tipo de filmes tipo biográficos y una aprobada primera ficción para Gervasi, que ya dirigió el aclamado documental Anvil: The Story of Anvil (2008). El director utiliza, sí, recursos de manipulación dramática para mantener a flote un guión que está planteado como uno no se lo esperaría (la realización accidentada de la obra maestra de Alfred Hitchcock, Psicosis, convertida en un ir y venir en el matrimonio del susodicho), pero obtiene como resultado un bellísimo retrato de la personalidad del característico director de cine de suspenso. Gervasi no se pierde ningún detalle, y logra que su película, mientras cuenta las peripecias del rodaje de Psicosis tanto en sus reveses económicos como los impedimentos de las instituciones reguladoras de contenido de la época, exteriorice los traumas de Hitchcock, sus problemas con la comida, su fijación con las rubias y su obsesión con innovar dentro de la industria a cualquier precio. Así, además de lo pintorezco que resulta el dúo conformado por Anthony Hopkins y Helen Mirren escondido dentro del bellísimo trabajo de maquillaje y peluquería, nos encontramos con una historia muy bien narrada, llevadera y atractiva, que no se destaca demasiado por logros particulares, pero que sirve para acercarse -siempre desde la cinefilia- un poco más a la forma de ser del director. Porque eso tiene el cine, la oportunidad de retratar o plasmar en sí mismo lo que se puede lograr a partir de y con otros medios. Entonces es de disfrute la apertura y el cierre con cuarta pared, el acento y tono de voz de Hitch impresionantemente sacado por Hopkins, o las notas de comedia innegablemente necesarias. Hitchcock resulta ser mucho más de lo que promete. No sólo cuenta la realización de la memorable película de terror y sus detalles (aunque no vamos a negar que hubiese sido bueno tener un poquito más de esto), sino también nos muestra cómo ésta fue determinante en la evolución de la hermosa historia de amor que vivió el director con su esposa, Alma, por aquellos años. Increíblemente, bastan los casi 100 minutos de metraje para que, con el relato sobre una película y un espacio temporal acotado, se abran tantas posibilidades de zambullirse en la intimidad del mundo de uno de los cineastas más maravillosos que este arte pudo dar jamás: Alfred Hitchcock, el maestro del suspense.
El deterioro y la piedad Michael Haneke es conocido por filmar el sufrimiento y trasladarlo al espectador con una pulcritud que sólo él sabe lograr en esta generación. Su cine es confundido por muchos desvelados con una producción tortuosa, cuando en realidad está más ligado a la búsqueda de emociones en los que se pongan frente a sus propuestas. Así nace Amour (2012) quizás una de sus obras más desgarradoras por la meticulosidad con la que filma (con una visión magistral) el deterioro del ser humano físicamente y en su interior. La vejez, no ajena en un Haneke que ya llega a los 70 años a pesar de su actividad constante, se sitúa en un primer plano en el que se ponen a prueba los elementos que forjan eso llamado amor. La frase "hasta que la muerte los separe" es inevitable de traer a colación en esta ocasión, puesto que el eje principal del tema de esta película es cómo se transita ese sendero, esa recta final por la que todos y todas pasaremos en algún momento. Como siempre, con su cine el austríaco no propone resolver todo frente a la cámara, sino mas bien instalar incógnitas o planteamientos, tal vez epifánicas preguntas (aquí queda a criterio de cada uno si eso es pretensioso o no) que den lugar a un constante revisitar de la propuesta. Quizás la más normal de las preguntas sería ¿qué es el amor? o ¿cuál es el verdadero amor?, así como también proponer una mirada crítica a los conceptos de piedad, dignidad y respeto como factores clave de ese amor que en Europa se da de una forma muy particular respecto al resto del mundo. La frialdad con la que Haneke hace sus películas aquí se ve impresa de forma paulatina, en un trabajo físico monumental por parte de Emmanuelle Riva, quien encarna a la protagonista en estado de agonía tras una parálisis del lado derecho del cuerpo. Del mismo modo, la transformación se ve reflejada (aunque internamente) por Jean-Louis Trintignant, marcando el polo opuesto del deterioro humano. Mientras Riva deja ver su destrucción exteriormente, el personaje de Trintignant va involucionando internamente a pesar de ser un férreo compañero para su moribunda esposa. Se destacan dos escenas muy reveladoras para el mensaje del director de Funny Games y Caché en este nuevo opus. La primera, la anécdota (una de las tantas bellísimamente contadas por Trintignant en la película) del sentimiento que despertó en su personaje de Georges una película que vio en la infancia, de la cual no recuerda ni el nombre, pero sí lo que le inspiraba. Este es un claro ejemplo de lo que busca Haneke con su cine, su meta máxima como realizador cinematográfico (y operístico; también tiene esa fasceta), así como también sirve para ilustrar ese extrañamiento que empieza a surgir en la pareja en el estado actual (llámese vejez, enfermedad, o como se quiera). La segunda, la paloma como elemento externo a todo el relato minimalista e intimista de todo el film. Ese simple animal, intruso, propone las situaciones más pintorescas durante todo el film y hasta da lugar a situaciones tan tiernas como frías: un perfecto resúmen de lo que es en sí Amour en su totalidad. Con un dúo descomunal complementándose a la perfección en pantalla (sólo apena un poco la sensación de estar demás que inspira la floja participación de Isabelle Huppert), una dirección brillante -nuevamente- por parte del director, y una histora crudísima que invita a preguntas muy profundas, esta aclamadísima obra de Haneke es una cita obligada de la temporada.
Divertimento que huele a lo mismo de siempre Resulta triste la idea de que un director haga películas prescindibles, o un cine innecesario. Esa sensación tengo con Quentin Tarantino, un realizador que tuvo su época de gloria en los 90, y ahora pasa el tiempo referenciando a sus influencias y auto-homenajeándose constantemente, como pasa con Django Unchained (2012). La película tiene una primera hora divertida y muy lúcida, pero no encuentra el camino hacia un cierre digno, a pesar de que el reparto sostiene con carisma una nueva locura del director de Pulp Fiction. La música, los títulos y los efectos de sonido evocan (o intentan hacerlo) a los spaghetti western con los que Tarantino creció, y de hecho en sí toda la propuesta es un homenaje a las películas de Django, empezando por la de Sergio Corbucci en 1966. Sin embago, el resto es más de la impronta tarantinesca: inmensas conversaciones que no van a ninguna parte, hemoglobina en exceso (ya casi a un nivel patológico) y constantes citas o referencias al género en sus años de gloria, o peor, a su propia filmografía. Si en su anterior obra, Inglorious Basterds (2009), a pesar de todos estos componentes tenía cierta originalidad en su propuesta, cierto aire a libertad artística que lo hacen un realizador respetable a nivel mundial, en Django Unchained todo eso no se ve, a pesar de que el creador de Kill Bill logra un relato sobrio en tres cuartos de film, una narrativa que se sostiene por sí misma, sin necesidad de clichés ni collages cinematográficos. Y en realidad ahí entra la pregunta de qué sería de esta película sin Christoph Waltz, quien se adueña de la pantalla porque Jamie Foxx no soporta el peso de su personaje ni de lo que le pide el ambicioso guión de Tarantino (el cual fue escrito pensando en Will Smith, pero este rechazó la propuesta) y porque sencillamente es un actor maravilloso, con esa elocuencia que en realidad no sabemos si viene del escritor o de su propia dialéctica tan prolija (lo que se confirma con tan solo ver una entrevista suya o alguna aparición pública donde abra la boca para decir "buenas tardes" haciendo valer cada letra). Lo mismo va para Leonardo DiCaprio, quien está asombroso en su papel, en una de sus caracterizaciones más anticipadas y esperadas de los últimos años. Los mejores momentos de la película son los que toman tintes cómicos, donde surge toda la espontaneidad. Así se destaca la participación de Jonah Hill, quien le da un toque particular (como en todo lo que hace) a sus pocas líneas en una escena lo suficientemente hilarante como para zafar de la parodia fallida a ¿los albores del KKK? Quizás lo mejor de Tarantino es que como director sabe usar lo que tiene. De ahí su éxito en la taquilla y su aceptación con una crítica cinematográfica que ya cada vez lo adula más (con menos motivos) por tradición. El director optimiza sus ideas con repartos muy fuertes, y no deja escapar ni un sólo detalle. Rescatamos así como ejemplo un accidente que tuvo DiCaprio en cámara durante una escena clave (la mejor, tal vez, en toda la película), en la que terminó con su mano cortada, y que el realizador aprovechó como recurso estético y de caracterización, aunque, por supuesto, el mérito es más de DiCaprio, por aguantar ese traspié y usarlo para improvisar. Aún así, Django Unchained no deja de ser un ejemplo más de la gratuidad creativa por la que atraviesa Tarantino, y se coloca entre sus trabajos más difíciles de definir. Quizás esté entre lo peor que haya hecho, aunque se pueden rescatar cosas positivas. Es un divertimento, que en su mayoría está bien narrado (eso sí, en el último acto, todo es una porquería, exceptuando la aparición del propio director haciendo un breve papel), pero el producto final es poco convincente. Una película irregular, que trata una temática muy rica con mucha pobreza, sobre explotando una temática vigente en sus últimos cuatro opus en pos de la orgía visual que busca siempre y del espectáculo de efectismos dramáticos (algunos usados de forma excesiva, rozando el melodrama). A Tarantino se le empezaron a ver los hilos.
En la guerra todo vale La directora recientemente oscarizada, Kathryn Bigelow, vuelve a explorar el cine bélico con tintes dramáticos con este thriller político que narra los intentos de la CIA por dar con el paradero del terrorista Osama Bin Laden, líder de la organización Al-Qaeda. El film, que ha dividido las aguas entre los moralistas y los tecnicistas tanto en el panorama político como cinematográfico, carece de solvencia para contar una historia que termina evaporándose en el clímax, que se devora al resto del flojo guión como si fuera un agujero negro, haciendo innecesaria casi una hora de duración. Toda la transgresión que Bigelow había logrado con su cámara intimista y brutal en The hurt locker (2009) ahora queda resumida a una filmación muy elocuente y prolija, pero que para nada habla bien de una buena dirección. Este opus se luce en montaje y el aspecto fotográfico (la "noche" final está brillantemente fotografiada), así como también en el tratamiento sonoro, pero no convence en la condensación de todos los aspectos. Resulta ser que, nuevamente, la directora está obsesionada con intentar ser neutral (una de las mayores falasias y metas imposibles del arte), y termina dividiendo a su película en dos partes muy desiguales, con mensajes evaporados: por una parte, la misión de esa supuesta fuerza única e inigualable a nivel global que mostró siempre Hollywood que es Estados Unidos, en su persecusión a uno de los hombres más buscados en la era contemporánea (el film se presenta como "la más grande cacería humana en la historia"), y por otro, el mensaje de ¿denuncia? sobre los métodos que implementa la CIA para conseguir sus objetivos, sin importar qué ni cómo. Así, sólo terminamos quedando complacidos con una arrolladora actuación de la excelente Jessica Chastain, con su maquiavélica transformación en pos de la obsesión que implica encontrar al objetivo, pero en el medio nos tenemos que aguantar una hora demás en el metraje, que solo sirven para cargar de pérdidas y nuevos retos a la protagonista. La historia, insistimos, está muy bien filmada, pero no bien contada. Sin dudas, a estas alturas los dotes detrás de cámara de Bigelow son indiscutidos, aunque no así su mensaje. El dudoso mensaje final de The hurt locker, bajo la aún más dudosa investidura de la neutralidad política, ahora se repite en un film que tiene un final agarradísimo de los pelos y que carece completamente de desarrollo de personajes. Mientras Bigelow intenta mostrar íconos de la historia reciente en este accionar de los Estados Unidos y su Casa Blanca (aparece Obama siendo consultado por las torturas de la CIA, pero nunca siquiera se hace una alusión indirecta a Bush hijo), se olvida de darle vida y conexión a los protagonistas de la cacería, provocando que el desenlace de la historia quede en manos de un montón de bits (salvo la inexplicable inclusión de Joel Edgerton, que tiene a lo sumo 30 minutos en pantalla y no más de cinco líneas de diálogo) y extras que no llevaban ni un cuarto de metraje apareciendo en pantalla. Si así pretende que el público afiance su relación con los personajes del guión, está en el camino equivocado... Por último, y siguiendo con las carencias del guión, nos encontramos con el objetivo cumplido (vamos, no es spoiler, todo el que viva en la Tierra sabe que al final de la peli muere Bin Laden) y una resolución que no alcanza el súmum necesario, ni el tratamiento de la historia lo suficientemente valiente. Es más, la directora ni siquiera (para solventar el problema mencionado de los personajes en el clímax) se anima al montaje paralelo para permitirnos estar "gozando" del logro junto a la protagonista, que queda diluída en el intento de retratar a toda una nación en su porvenir. No. Todo queda resumido a una secuencia -muy bien lograda, no lo vamos a negar-, muy violenta y magnificada por la ausencia de banda sonora. Muy efectivo, pero muere en un final inconcluso e inconexo. En definitiva, Zero Dark Thirty (2012) posee todos los artificios para una narración cargada de factores efectivos (bombas inoportunas, edición de sonido exagerada, y un gran pulso narrativo por parte de la directora), pero no logra su cometido porque está demasiado preocupada por la neutralidad y la objetividad, descuidando así un elemento muy importante en este tipo de dramas: la catársis del protagonista. Un producto hecho para los premios.
Un destino sin rumbo Vuelve Peter Jackson con la historia de la Tierra Media, con un universo mágico que le valió 3 premios de la Academia personales y un total de 17 oscars. Esta vez lo hace estirando la historia previa a todo esa maravillosa trilogía que fue Lord of the Rings, con la anecdótica ayuda que Bilbo Bolsón tuvo que hacer con un grupo de enanos que buscan recuperar su tierra, Erebor. Retomando gran parte del reparto de lujo que tuvo LOTR, en algunos casos por el mero hecho de buscar afianzar al público con una trama que necesita de estos personajes para mantenerse, Jackson narra The Hobbit... con la solvencia y la solemnidad que lo caracterizan desde que conquistó Hollywood, dejando bastante de lado su libertad estilística más propia de obras como The Frighteners (1996) o Heavenly Creatures (1994). Aquí es todo ornamentación digital y chroma, pero hecho con calidad. Innegable es la labor en la fotografía, la mezcla de sonido o el despliegue artístico, con un maquillaje fantástico y vestuario de primer nivel. Pero eso no basta para que la película alcance la genialidad de su trilogía raíz (qué importa si esta es una precuela). A toda la calidad técnica, en la que se destaca también la decisión de filmar a 48 fotogramas por segundo, no le llega ni a los talones un guión adornadísimo (paradójico, ¿no?) por situaciones innecesarias, diálogos que intentan ser solemnes pero no son más que aburridos, y ciertos actos que bien podrían eliminarse por completo para hacer de la película una aventura más amena, que no deja de ser divertida si se tiene en cuenta que la novela en la que está basada es más infantil que la trilogía de El Señor de los Anillos. Aquí tenemos personajes más pintorescos, más amigables, y unos enemigos que son más "malos" que "temibles". Tenemos un periplo que no tiene bien marcado su andar, sino por momentos de absoluto estancamiento en su narración, como la escena con los trolls del bosque, que termina siendo sólo un disparador que funciona como símbolo, en vez de un fin en sí mismo. Toda esa grandilocuencia que Jackson busca, le juega en contra, como le pasó con la insoportable The Lovely Bones (2009). Busca demasiado en un film que puede ser grande siendo modesto. No importa la calidad artística y la maravillosa labor técnica. No importan los antecedentes. Hay que salir a defender el producto con uñas y dientes, aprovechando la calidad del reparto y de genios detrás de cámara. Eso en este caso no se logra del todo. Y así logramos dar con una película entrañable, divertida, amistosa, pero que para nada está a la altura de lo que prometía, con escenas descartables, como la soporífera reunión en la casa de Bilbo Bolsón, o la que termina siendo la escena bisagra en la narración, la asamblea en la tierra de los elfos. Todos momentos que funcionan como detalles pequeños, y que no enriquecen para nada el andar de los protagonistas, que siempre terminan metidos en algún lío que inexplicablemente los aleja de su destino. Y por si fuera poco, a Jackson se le escapa de las manos tanto personaje dando vueltas frente a cámara, perdiendo incluso la esencia de su protagonista, encarnado por un Martin Freeman que con su histrionismo no logra llenar los zapatos que Ian Holm sí calza con su versión anciana de este personaje. El resultado final es una película muy buena, disfrutable, sobre todo en 3D (una maravilla visual), pero hay que ver cómo envejece con el correr de los meses, sobre todo de cara a una pretensiosa trilogía, que marca el intento (veremos si vacío o no) de lograr un nuevo capítulo único en la historia del cine. Jackson intenta abarcar mucho, y cuenta poco, quedándose en un "veremos..."