Magnífica obsesión Natalie Portman es una bailarina clásica en una encrucijada tan sórdida como encantadora. Quiero ser perfecta”. Esas tres palabras definen a Nina y, dichas a poco de comenzar la proyección, desnudan todo lo que importa y vaya a suceder en la nueva película de Darren Aronofsky, que se ha vuelto más preciosista y autoindulgente que en su época de Pi o Réquiem para un sueño . A El cisne negro se la aplaude por develar la hipocresía y la competencia desleal en el mundo del ballet, pero también es una película que aborda el archiempleado tema del doble, la paranoia y la presión que ejerce una madre sobre su hija para que triunfe allí donde ella no pudo hacer carrera. En el combo también entra el despertar sexual. Nina está ante la oportunidad de su vida. El protagónico de El lago de los cisnes está vacante ya que la estrella de la compañía donde se desempeña (Winona Ryder) está pronta a ser jubilada por el coreógrafo y estrella del ballet (Vincent Cassel). Nina baila realmente bien, su técnica es irreprochable. Y es “casi” perfecta, pero le falta la vitalidad, el aire de ser libre que conlleva el cisne negro, la hermana del blanco que es todo delicadeza. Nina no tiene maldad, es prácticamente pura. Y para adueñarse del doble rol en el ballet de Chaikovski tiene que mostrar otra cara, la más oscura. El coreógrafo (y con él, Aronofsky) es explícito al preguntarle al partenaire de Nina si le excitaría acostarse con ella. La respuesta de ambos es no. El cisne negro es un filme que va creando y sumando capas de interés, de agobio y de encierro, de locura. El leitmotiv es el temor al fracaso, a no ser lo que uno ambiciona, a encontrar en sí mismo los límites de la creatividad. Y hasta qué punto uno puede llegar a obsesionarse por algo o alguien. En esos términos, El cisne negro se toca, sí, con aquellas dos primera obras de Aronofsky, cuando su cine era más visceral, cruel y despojado de artificios. Y el director de El luchador vuelve a enfrentar a su protagonista con un sueño, un deseo, planteándolo casi como una necesidad vital. Si Randy (Mickey Rourke) no podía con su vida para volver a ser lo que era, Nina está en una etapa anterior de obnubilación. Aquí el tema del doble es central. Nina se ve a sí misma en la calle, en el subte. Y su transformación en el cisne negro la lleva literalmente en la piel. También lo es la relación con su madre (Barbara Hershey), que la abruma y fastidia, en la que no se quiere reconocer. Y con Lily, la bailarina llegada de San Francisco que parece, sí, perfecta para el cisne negro, por quien Nina siente rechazo y atracción en dimensiones parecidas. Qué es realidad y qué ingresa en el terreno de la imaginación es algo que el espectador deberá resolver acurrucado en su butaca. Aronofsky es más claro que lo que aparenta, y en eso también se diferencia de Pi . Algunos ven en el filme un costado de horror. Si es entendido como angustia y no atrocidad, bienvenido sea el término. La construcción del filme es soberbia. No hablamos del guión, sino de los aspectos artísticos. Al contraponer bondad y maldad como blanco y negro, los rubros visuales -vestuario, dirección de arte, la iluminación de Matthew Libatique (habitual director de fotografía de Aronofsky)- acaparan la atención, tanto como Natalie Portman, entregada a una pasión interna en un filme atrapantemente sórdido y encantador.
Al fin una película donde el 3D tiene razón de ser Además de su mensaje ecologista, el filme hará vivir a los chicos una gran experiencia. Ante todo, y lo más importante, si usted decide elegir una película en 3D en la cartelera para llevar a sus hijos, sobrinos, ahijados o nietos, no lo dude: Las aventuras de Sammy: en busca del pasaje secreto les hará vivir una experiencia como no se recuerda en el mundo de la animación tridimensional. Sentirán que están nadando, flotando o sumergiéndose en el mar abierto, al lado de peces, corales y tortugas marinas, sí, al alcance de la mano. El director belga Ben Stassen ( Vamos a la luna ) aprovecha el efecto tridimensional para integrarlo a la historia. Aquí el 3D no está para acompañar a Sammy, un tortugo marino, en su travesía de 50 años, sino convivir con él en todo lo que le suceda. Va mucho más allá de que los chicos estiren sus bracitos para “tocar” lo que deseen: la profundidad del fondo y los relieves de los personajes logran esa impresión de realidad, por más que estemos ante una fantasía animada. Una ficción con algo de utopía, es cierto, pero mucho de autenticidad y verdad fácil de constatar en el mundo que vivimos. Sammy nace obviamente de un huevo, le cuesta llegar hasta la costa y, una vez allí, se embarcará en una aventura sin fin. Una amiguita, Shelly, lo ayudará en sus primeros pasos, la perderá, conocerá a otro tortugo del que se hará amigo fiel y navegará distintas aguas alrededor del planeta –incluidas nuestras costas australes- en busca de ese amor extraviado por las corrientes marinas. Y como si no tuviera suficiente con tener que lidiar con los depredadores naturales, Sammy se enfrenta a manchas de petróleo, pescadores furtivos y bolsas de plástico que casi lo ahogan. Hay un claro mensaje ecologista, pero no impuesto ni obligado, sino consignado: los más pequeños lo incorporarán como algo natural. Lo mismo que los personajes “malos” –al margen de algunos humanos-, todos tienen una razón de ser. ¡Y hasta aparece un pulpo Paul! La película, entonces, recorre 50 años de la historia contemporánea, con Sammy como testigo privilegiado de la caída del Apolo XI en el Océano Pacífico, por ejemplo. Todo en un tono ameno, accesible y disfrutable. La paleta de colores y el movimiento de los personajes también sirven de atracción a los más pequeños, a quienes indudablemente está destinada Las aventuras de Sammy , pero que sus acompañantes también podrán divertirse. Y ya se viene la secuela… «
Gritos y susurros Colin Firth, como el soberano tartamudo, y Geoffrey Rush, como su terapeuta, en un duelo interpre Tativo que termina en empate en la gran candidata al Oscar. La película que tiene todos y cada uno de los elementos que tanto gustan a los miembros de la Academia de Hollywood (filme de época, historia real, personaje con capacidades especiales, grandes actuaciones, un protagonista que supera sus inconvenientes) se basa en una obra de teatro. Pero a no creer que es un filme de plano y contraplano, de frases hechas y estático. Por más que se desarrolle casi siempre en interiores, El discurso del rey es dirigido por Tom Hooper, quien a sus 37 años tiene en sus espaldas la miniserie John Adams y Prime Suspect : todo dinamismo. El filme abre en 1925, cuando el por entonces príncipe Alberto debe dirigirse a la multitud que llena el estadio de Wembley, por la Exhibición del Imperio Británico, y a otros cientos de miles que lo escucharían por radio, el nuevo fenómeno de comunicación. Los silencios entre las sílabas que apenas puede pronunciar el príncipe hablan de un papelón. Y de un problema a futuro. Bertie, como lo llaman sus íntimos, es tartamudo. El padre de la actual reina Isabel deberá enfrentar algo mucho más temible que un micrófono cuando su padre Jorge V (Michael Gambon) muera, su hermano mayor Eduardo (Guy Pearce) abdique para seguir tras una estadounidense casada y, a poco de la declaración de guerra con Alemania en 1939, deba ser, justo él, la voz cantante de la nación y su pueblo. La película admite varias capas de lectura. Por un lado, la posición que ante sus súbditos mantiene cada uno de la familia real. Por otro la historia de amor –y habría que agregar, paciencia- entre Bertie/Jorge VI e Isabel (Helan Bonham Carter). Y tercero y principal, la relación entre Bertie y Lionel Logue, el terapeuta del habla que intenta ayudar al soberano y que ocupa en buena parte el centro de la cuestión. Y para que el corazón del relato pueda latir y bombear suficiente energía se necesitaba una contraposición de caracteres entre el paciente y su terapeuta, apoyarse en diálogos filosos e ingeniosos y dos actuaciones a la altura de las circunstancias. Todo ello se cumple en El discurso del rey . Colin Firth se parece físicamente poco y nada a Jorge VI y nadie ha visto o recuerda fotografías de Lionel Logue, por lo que lo mejor es reclinarse en la butaca y disfrutar del duelo interpretativo, que también tiene varias capas o niveles. El actoral, que termina en empate; el de los personajes, ya que uno es soberbio y el otro, más humilde, pero que proyecta en el príncipe todo lo que no pudo hacer o ser (Lionel es un actor frustrado); y el hecho de que el terapeuta sea australiano le confiere a la relación otro matiz, ya que es un súbdito, sí, pero, además, viene de una colonia… La relación entre Su Alteza Real y su terapeuta desnuda las hipocresías de las que tanto se hablan en esas esferas de la monarquía, y el método que utiliza Lionel para ayudar a Bertie es sencillamente curioso. Advierte que la ira, el enojo hace que la lengua se le suelte a Bertie a la hora de proferir improperios, y lo alienta a decir palabrotas, lo que genera risas en la platea, que permiten cierto relax en la tensión de la historia de un hombre más solo… que un rey. “Tengo una voz”, llega a gritar Bertie antes de convertirse en rey. El problema es que nadie lo escucha, y en todo sentido. El hombre –que no tiene amigos y sí un pasado que habrá de revelarse nefasto- advierte que no ejerce poder alguno: son otros los que deciden si entrar en guerra o no con la Alemania nazi (brillante el momento en el que el rey ve un noticiero en el que Hitler se dirige a las masas y más que preocuparse por lo que sucede, admira lo bien que se expresa el Führer). Ya se ha dicho que el rey reina, pero no gobierna. Pero vayan a explicárselo a Bertie, que bastante tiene con practicar con sus trabalenguas. Firth probablemente se lleve el Oscar que debió ganar en marzo pasado por su profesor gay en Sólo un hombre . Su actuación es soberbia más allá de que haya tenido que hacer como que tartamudeaba. Hooper lo rodeó de otros talentosos, como Derek Jacobi (como el arzobispo, algo encorsetado y macchietado ), Rush y Helena Bonham Carter, a quien alguna vez se la recompensará por interpretar tan disímiles personajes ingleses. De todas maneras, El discurso del rey luce tan perfectita que por momentos uno recuerda que está ante una pantalla y le ve alguna que otra costura. Pero es un trabajo de orfebre, que le dicen.
La heroína menos pensada Jennifer Lawrence, en una actuación arrolladora. No hay muchas películas estadounidenses que escarben tanto en las miserias humanas como Lazos de sangre . Que lo hace de manera directa, con un personaje central con el que el espectador traba rápidamente empatía, y al que la jovencísima Jennifer Lawrence le pone el cuerpo y el alma, ambas piezas devastadas por lo que debe vivir. El entorno de Ree es ciertamente difícil. A sus 17, la chica debe hacerse cargo -nadie se lo pide, salvo las circunstancias- de una familia. Sus dos hermanitos menores y su madre, depresiva y casi postrada, mal alimentados como ella, están a su cuidado desde que el padre de Ree cayó en prisión (elaboraba y traficaba droga), de la que salió y si no se presenta ante la Corte, el sheriff del lugar le indica a la atribulada Ree que perderán la casa, ya que la dio como garantía. Ree, vuelta heroína a su pesar, tiene una semana para encontrar a su padre, pero cada vez que comienza a averiguar y a bucear, se topa con mensajes poco o nada alentadores. Mejor que no se meta a investigar mucho, porque en las casas de madera en medio del bosque en Missouri donde vive le esperan revelaciones difíciles, duras de asimilar. La directora Debra Granik va tirando al rostro del espectador uno por una todos los datos dolientes que recibe Ree. Su tío y hermano de su padre (Taerdrop, interpretado por John Hawkes, candidato al Oscar como actor de reparto) le sugiere que tal vez esté muerto. Todo lo que (re)mueve esta aseveración -por un lado, pesar; por el otro, la tranquilidad o sosiego que le da saber que si murió, no perderá su hogar- está reflejado en la expresión de Ree. Al estar prácticamente el 99% de la proyección en la pantalla, todo lo que la realizadora tenga por decir pasará ineludible e imperiosamente por este personaje. Drama que desnuda que subyacen conflictos nunca aclarados -y ése es otro rasgo a favor del filme, ya que la incertidumbre de Ree es la misma que tiene el especta- dor-, el ámbito en el que se mueven los personajes define en más de un sentido sus características. Pueblo rural, perdido en el interior de los Estados Unidos, hay mucho desecho rondando por allí, como neumáticos, que trabajan también como reveladores metafóricos. Los habitantes del lugar están entre las sobras, los desperdicios de la sociedad. Quienes se sientan a ver Lazos de sangre en busca de un thriller -que también lo es- tal vez se pierdan ese costado mórbido, patológico y nocivo. Ree aparece, junto a sus hermanitos, como el único personaje limpio, inocente, al que la sociedad no ha ensuciado. “Nunca pidas lo que te deberían otorgar”, le dice a su hermanito. Y el contexto es frágil: no tienen qué comer. Acostúmbrese a ver a la talentosa Jennifer Lawrence. Pronto estará en Las dos vidas de Walter , con Mel Gibson, y será Mystique en la precuela de X-Men : filmes completamente distintos en los que no hará falta encubrir su belleza; mientras, hay sobrados motivos para descubrirla en esta odisea humana que atrapa y no suelta.
Avispón que zumba, no pica La película con el superhéroe y su asistente Kato se queda a mitad de camino entre la parodia y el homenaje. La sumatoria del director Michel Gondry ( Eterno resplandor de una mente sin recuerdos ), el actor, comediante, coguionista y coproductor Seth Rogen ( Ligeramente embarazada ) y El avispón verde (más Kato) daba para imaginar un entretenimiento estilístico inusual, alocado, con más humor que aventuras y mucho desparpajo. Gondry no deja de sorprender. Porque su Avispón verde no es ni lo que uno presumía ni tampoco un entretenimiento del todo eficaz. Lo es por momentos, cuando el humor se impone a la acción –dicho sea de paso, pueden sacarse los anteojitos porque los efectos en 3D aportan poco y nada a la proyección- en una adaptación que se queda a mitad de camino. No es parodia, aunque dobla en la esquina, ni homenaje, aunque haya algún guiño a Bruce Lee. Tras zumbar primero en la radio, luego en el cine (1940) y entre 1966 y 1967 en la TV, con sólo 26 episodios y Bruce Lee en la piel de Kato, el asistente asiático maestro en artes marciales, a El avispón verde le costó volver al cine. Diferencias en el guión, o sea: en cómo encarar a este héroe sin superpoderes, que de la noche a la mañana decide combatir el Mal aprovechándose de la herencia millonaria que le dejó su padre, hicieron que Kevin Smith pasara por el proyecto hasta que terminara en las manos de Gondry. Ya Seth Rogen estaba subido al Black Beauty, el auto negro que Kato prepara y que es casi casi un émulo del batimóvil. Es que si El avispón y Kato (que en algún momento iban a ser George Clooney y Jet Li) tienen algo en común con Batman y Robin, esta película tiene más aliento a la serie del héroe de Ciudad Gótica que de los filmes de Tim Burton o de Christopher Nolan sobre el caballero de la noche. Para Gondry son lo de menos la trama y hasta el malvado (Chudnovsky, interpretado con cierta malicia y dejadez por Christoph Waltz, el de Bastardos sin gloria ). Es más vital y significativa la relación entre “amo” y sirviente” (aunque quede claro que el más talentoso es Kato) que todo lo que lo rodee o enfrente. Y eso incluye a Lenore, la secretaria de Britt Reid, el joven heredero del diario convertido en héroe, que interpretada por Cameron Diaz no hace más que sonreír y perderse en la trama hasta que uno se pone a pensar ¿cuál era el rol de esta chica en toda la película? Salvo en la Katovisión –el momento en el que Kato anticipa cómo va a pelear contra su(s) contrincante(s)-, y que, sí, es parecido a lo que Guy Ritchie le hacía ver a Robert Downey Jr. en su Sherlock Holmes , no hay mucho de la fantasía Gondry volcada en el relato. Que el taiwanés Jai Chou casi no sepa pronunciar una palabra en inglés le da otro toque kitsch al asunto, que demuestra que avispón que zumba, no pica.
Los ositos cariñosos Su humor y situaciones, algo básicas, son para chicos bien pequeños. De los dibujitos animados que veíamos en la tele hasta aprenderlos casi de memoria, de tanto que lo repetían, El oso Yogui (que hasta ahora en nuestro país era con u , no como titulan al filme, que se leería Yoji ) era casi un prototipo del chanta porteño. Vago pero querendón, al estilo del Lagarto Juancho -que tenía al Sr. Horacio en el Zoológico como humano (ir)responsable; en el parque Jellystone es el guardabosque Smith-, era imposible que no nos cayera simpático. Yogi, el oso pardo con camisa de cuello, corbatita y sombrero, que habla hasta por los codos y devora de un saque la comida de las canastas que roba a los visitantes al parque, tenía en el original de Hanna-Barbera una ingenuidad que en la actualidad mutó en parte. Lo escatológico (un poquito) gana en escena en la traslación animada, que comparte con personajes de carne y hueso. No escatimaron esfuerzos de producción: la voz de Yogi es la de Dan Aykroyd, y la de su inseparable y más prudente amiguito BuBú, de Justin Timberlake, pero eso en la versión en inglés, que aquí no se estrena. La trama, que de alguna manera hay que llamarla y que permite que Yogi meta una y otra vez la pata, habla de la irresponsabilidad del alcalde, que como el Parque da pérdidas -se ve que el ecologismo y la vida al aire libre no atrae demasiado por la zona- decide venderle sus hectáreas a una empresa, que talará árboles y demás. El guardabosque hará lo imposible por recaudar fondos, armará una fiesta aniversario que saldrá espantosa, se enamorará de una documentalista y habrá que ver si se consigue preservar el parque. La versión en 3D no aporta mucho a la tradicional en esta producción pensada para los chicos más pequeños, que no tienen la menor idea de que quién es Yogi, porque en los canales de cable no lo pasan, y la excusa de ser padre para llevarlos y compartir algún recuerdo es lo que nos lleva a comprar las entradas. Humor y situaciones bien básicas, que disfrutarán chicos de hasta 7 años.
Querer no es poder Rodrigo García lleva adelante un filme cuyas actrices son la locomotora del relato. Como si fueran los polos de una misma pila, Karen (Annette Bening) y Elizabeth (Naomi Watts) son madre e hija, pero no se conocen. Encendida la segunda, algo apagada y renuente a mantener cualquier tipo de relación que no sea profesional (es físicoterapeuta) la primera, son dos de los tres personajes centrales de la nueva película de Rodrigo García, un realizador con una apreciable predisposición por los personajes femeninos y sus mundos. Es que el hijo de Gabriel García Márquez, si en algo se ha especializado, es en la construcción de los protagonistas de sus relatos. Los va abriendo a los ojos del espectador de a poco. No importa si es cronológicamente o no, si advertimos antes o después por qué Elizabeth está dolida, cuándo Karen decide buscar, saber qupe es de la vida de la hija que dio en adopción cuando la tuvo, a sus 14 años, o en qué momento Lucy (Kerry Washington) decide ir al frente y dar todos los pasos necesarios para adoptar un niño cuando con su esposo no pueden procrear. A la manera de los filmes de González Iñárritu -que produjo Amor de madres - anteriores a Biutiful , que disparan distintas historias hasta que se conectan, García no fuerza las acciones sino que hace que se relacionen casi por causalidad no por casualidad. Está claro que Karen, Elizabeth y Lucy son mujeres de carácter fuerte -de nuevo: García se toma su tiempo para demostrarlo con Lucy- y ante situaciones extremas reaccionan como pueden más que como quieren. La mirada del realizador, también es cierto, suele dejar muy mal parados a los personajes masculinos. Desde la ausencia de los padres, por más que el título original, y con el que se estrena aquí hable de madres, la irresponsabilidad de algunos o el tardío darse cuenta de otros, es fácil advertir la debilidad y/o preferencia por ahondar en ellas más que en ellos. Y son ellas las que impulsan como locomotoras el relato. Una Annette Bening que asume papeles más fuertes -recordar el de Mi familia , por la que es candidata al Oscar este año-, Naomi Watts en un rol que mezcla desfachatez, insidia, audacia y resolución en idénticas dosis, y Kerry Washington ( Ray , El último rey de Escocia ) no es que se pongan a cargo la película: es ésta la que las acompaña. El amor interracial, el dolor, la muerte, el respeto, los prejuicios, las dificultades de la adopción y las relaciones madre e hija son como capas de una misma cebolla (no sólo por activar los lagrimales de las espectadoras) en este drama intenso, con actrices que son capaces de dar todo, y más, para conseguir su fruto.
Para saber lo que es la soledad Adriana Aizenberg y Martín Piroyansky, vecinos parecidos y disímiles. Dos personajes tan disímiles y parecidos entre sí, viven en un mismo edificio de departamentos. Una debe andar cerca de los 80, el otro es universitario. Rosa no tiene amigos ni parientes; Marcelo, pampeano, estudia Medicina, tampoco tiene amigos y sus padres no le mandan ayuda económica, por lo que está a punto de quedarse por dormir en la calle. Pero... Las vueltas de la vida, o del ascensor descompuesto que comparten, hacen que uno y otro terminen viviendo bajo un mismo techo, el del departamento de la anciana en esta segunda película de Pablo José Meza, luego de Buenos Aires 100 kilómetros , filme con el que había concursado y ganado en varios festivales internacionales. Ya no son historias corales sino prácticamente la de Marcelo (Martín Piroyansky), por más que se titule La vieja de atrás . Meza lo pinta como un joven que parece que quiere estudiar, pero que en el aula de la Facultad hace garabatos en vez de tomar apuntes. Que se enamora como en un flash de una desconocida (Marina Glezer), pero que no hace nada por prolongar la primera cita. Pero si hay algo que se destaque en la película es la vieja de atrás (o Adriana Aizenberg). La actriz, que prácticamente no había tenido papeles protagónicos sino de sotén en el cine argentino, demuestra con creces el porqué de su elección. Paradita en una esquina, sin que sepamos qué espera o qué mira, bien arreglada para la ocasión, Rosa es un símbolo de la soledad mejor entendida. Meza la traza de mejor manera en la oscuridad de su casa, cuando no quiere levantar las persianas “para que no nos miren” o cuando le quiten ese yeso en su brazo. “Siento que me falta algo”, dice, y desde la platea se entiende a la perfección lo que el director quiere expresar. Maza opta por algunos encuadres llamativos. Luego de arrancar con varios minutos de planos detalles, coloca a los personajes en los bordes, a veces casi cayéndose del cuadro, sin motivo ni necesidad específica (en el contraplano entre Rosa y Marcelo en la cocina, por ejemplo). Si en Buenos Aires 100 kilómetros despertaba curiosidad ver qué camino seguía, cuatro años más tarde la pregunta sigue siendo la misma.
Todo eso se parece a la sonrisa de papá Sofia Coppola apunta a lo más íntimo de sus personajes en su nueva y celebrada película. Siempre se dice, y muchas veces con verdadera razón, que un director autor está contando una y otra vez la misma historia, pero con distinta trama. Puede expresar diferentes cosas, pero refiere a lo mismo. A Sofia Coppola le endilgaron -y ella mismo lo aceptó- que sus tres primeras películas, Las vírgenes suicidas , Perdidos en Tokio y María Antonieta eran, componían una trilogía sobre personajes femeninos. Jóvenes. Bueno, ahora en Somewhere , que lleva adosado al título en un rincón del corazón , que funciona como un acaramelado subtítulo innecesario y le hace perder toda sutileza y enigma, el protagonista no es una mujer, sino un hombre. El hombre se llama Johnny, es un actor -joven- famoso, se ha separado de su mujer, que debe ausentarse vaya uno a saber por qué, y le pide que se encargue de Cleo, su hija en común, de once años. Nos enteramos de todo ello una vez que la película ha iniciado hace rato su metraje. Hasta entonces, vimos cómo Johnny vive en el hotel Chateau Marmont, un emblema del glamour hollywoodense en Los Angeles, invita parejas de bailarinas a danzar en el caño y se queda dormido. Bebe, fuma, maneja su Ferrari negra. Parece aburrido. Sofia Coppola tuvo que salir a aclarar que la película “no es autobiográfica”, sobre todo a partir de que Johnny debe convivir con Cloe, y la lleve con él de viaje a Milán, donde también vivirán en un hotel a puro lujo. Sofia viajó muchas veces, a solas, sin la compañía de su madre o sus hermanos, con papá Francis a distintos destinos. Esa aclaración de Sofia es y no es innecesaria. Por un lado, si usted ve Somewhere sin saber que es una película de Sofia Coppola -se la cruza en el cable en un par de años, digamos-, se pierde eso : el considerar, presentir que tal o cual suceso o coyuntura tiene que ver con algo que le sucedió a Sofia con su padre. Pero también puede descubrir otros matices en ese vínculo, que va más allá de la familiaridad entre el padre famoso y su hija... que está descubriendo el mundo, sensible y temblorosa. Somewhere habla del vacío de la fama y de las relaciones humanas. De las negligencias y las frases nunca dichas a tiempo. Coppola tiene un timing propio, que para algunos será cansino. Cuestiona y se burla de la prensa del espectáculo internacional, del showbusiness, pero su ojo apunta hacia algo mucho más íntimo. Aunque tarde en hacerle verbalizar a Johnny lo que le pasa en su interior, cuando la verdad estalle, nada podrá recomponerse como era antes. La película abre con un auto negro -la Ferrari de Johnny- girando y girando, dando vueltas y más vueltas sin sentido alguno. Hasta que se detiene. El final -que no vamos a adelantar- cierra con absoluta precisión la historia de Johnny, el hombre que eligio Sofia Coppola para hablar... de sí misma.
Baila conmigo Christina Aguilera es la joven que quiere triunfar en el music hall, pero Cher gana por robo. Hay gente capaz de convertirse en lo que sueña, y otra, de reconvertirse cuando aquello que anhelaba ya lo consiguió. Y ambiciona más. Ali es la típica joven que se harta de vivir en un pueblito y marcha atraída rumbo a las luces de la ciudad. Tess lo ha tenido todo, marido incluido, pero ahora regentea Burlesque, ya no canta ni baila y el marido pasó a ser su insoportable socio en el negocio. Un negocio que no funciona bien y que está a punto de tener que vender. A menos que...Los puntos suspensivos los puede llenar el lector. Noches de encanto es un musical con una base tan recorrida por el cine y la TV que apenas uno termina de acomodarse en la butaca sabe que mejor será enfocar la atención en los números musicales, alguna actuación y dejar la trama en sí a un costado. El contrapunto entre Christina Aguilera y Cher, Ali y Tess, no es tal, o nunca llega a realizarse, sencillamente porque es, casi, como comparar a Messi con Eber Ludueña. A sus 64, Cher afronta dos números musicales en los que demuestra tener no sólo presencia y prestancia escénica, sino que no hace falta gritar para conmover, algo que el timbre de voz de la nueva estrella aquí no disimula nunca, y el director debutante Steven Antin tampoco se preocupa por camuflar o encubrir. A la elegancia de esos cuadros musicales, con una cuidadísima iluminación y ajustado timing, y en los que Aguilera sostiene sus agudos a más no poder, se le suma la presencia de Cher. Que puede o no estar frente a cámara, pero que es ineludible. Noches de encanto no es solamente la historia del ascenso de una jovencita que debe sobreponer prejuicios y celos más ajenos que propios para triunfar en el show business. En la figura de Tess, su supuesta decadencia, que no es tal, radica la mirada más fina que irradia el relato. Tal vez el encierro del musical en el ámbito oscuro del Burlesque le saque “aire” a la narración. Por allí se pierde entre mohínes Stanley Tucci y, en la entrada del local, Alan Cumming, que fue un magnífico Emcee en el Cabaret de Sam Mendes en teatro.