El suspenso, por sobre todas las cosas Es un filme visceral, que traspasa el género de la película bélica. Difícil encuadrar a Vivir al límite en un género, pero si se pudiera, habría que definirlo como superior. Kathryn Bigelow toma uno o varios temas como el valor, la solidaridad, el miedo, que rondan los filmes bélicos, pero no construye un filme de guerra en el sentido lineal. Vivir al límite se sitúa en la guerra de Irak, pero la traspasa. Su protagonista está bajo fuego, pero no es presentado necesariamente como un héroe, sino como un especialista -en desactivar bombas- que llegado el caso obrará con heroísmo. Pero el sargento William James actúa con valentía porque así se lo exige la situación que lo rodea. Bigelow tiene un pulso maestro en elegir los planos y en la edición de las escenas de acción. En ellas el suspenso está por sobre todas las cosas, la espectacularidad, el dramatismo o el regodeo técnico -del que da muestras de sobra-. Una buena película de acción es aquélla en la que la cámara fluye, no se delata. Bigelow construye una secuencia para el recuerdo en medio de un desierto. Para entonces, el espectador ya ha pasado sufriendo por un par de desactivaciones de bombas, por lo que sabe que lo que está por venir no será sencillo. Sin llegar al extremo de Redacted, de Brian De Palma -con la que compitió en Venecia... 2008, Bigelow denuncia la locura de la guerra, pero se queda con el comportamiento de los soldados del escuadrón. Allí donde Oliver Stone los dividía en buenos y malos en Pelotón, o Kubrick mostraba la demencia del entrenamiento que llevaba al suicidio en Nacido para matar, la directora opta por mostrar al comando de élite tanto desprotegido como ansioso. Y allí donde Spielberg se pondría patriótico, para Bigelow no hay banderas sino hombres. Otro tema -al margen de qué lleva a James a vivir sin miedo todos los peligros- es el de la confianza: si James es quien se juega el pellejo, sus ojos no son los que ven alrededor y lo cubren, sino los de Sanborn, quien vigila el perímetro. De eso también trata Vivir al límite: cómo en el peligro uno no es nada, aunque puede creerse mucho, sin la ayuda, el soporte de quienes lo rodean. Metáforas al margen, la película es de lo más visceral, en el sentido estricto del término. Bigelow no ahorra crudezas, pero se entienden y se las ve en su justa medida. En una guerra hay cadáveres, y entre éstos suele haber inocentes -léase civiles- y allí donde parece que va a derrapar un clisé (con un niño de Bagdad), recupera el mando, y el tono. El filme es como un cuchillo que se introduce en la carne y va hasta la esencia. De la moral, del perdón, de la demencia de la guerra, pero con la maestría de quien cuenta y no sermonea. Con cámara en mano, imágenes ralentadas y planos detalles, Bigelow sabe cómo seducir al espectador y llevarlo adonde quiere. La mentada masculinidad que suele atravesar las películas de Bigelow está más que latente aquí, en la que es su mejor película y que merece todos los reconocimientos que ha tenido y -cabe esperar- tendrá.
A volar, sin los anteojitos 3D El pequeño héroe robot llega con toda la parafernalia del siglo XXI. Pasa en muchas familias: el héroe de alguna situación es un niño y no sólo parece más adulto que los grandes: lo es. Toby era un niño entusiasta e inteligente, pero un hecho fortuito -o cierta negligencia de los grandes- terminó con él. En su momento, década del '60, Astroboy ofició como un cruda metáfora tras las bombas arrojadas por los estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki. Tanto en el manga original como en la serie de TV, Toby moría en un accidente automovilístico en la futurista Metro City. El problema era que conducía él, que no tenía más de 8 años, luego de ir a visitar a su padre, un científico que no tenía tiempo para llevarlo al museo. En la película del codirector de Lo que el agua se llevó, la muerte de Toby es, si se quiere, más tremenda: Toby queda del otro lado de una cortina que podría salvarlo de unas radiaciones y de una posterior explosión (¿alguien dijo Hulk?). Lo que sigue es lo mismo: su padre pondrá todo su empeño para "revivir" a su hijo (¿y la madre?), pero creando un robot, al que hará similar e instruirá como si fuera Toby. Y le hará creer que es su hijo. Pero... ¿Toby no se da cuenta de que puede volar, y sus compañeros, no? No es tiempo de hacer preguntas en el primer capítulo -en la serie el padre se volvía loco porque Astroboy no crecía-, porque hay una ciudad, y un mundo por salvar. Aquí, la ciudad en la que los robots hacen de todo en beneficio de los humanos está como suspendida en el aire. Abajo está la Tierra, convertida en un mundo de desperdicios, chatarra (¿alguien dijo Wall-E?), con un malvado exprimiendo niños (¿alguien dijo Stromboli, de Pinocho?). Sin olvidarnos del presidente Stone, cuya avaricia derivó en la muerte de Toby, ya que quiso utilizar la energía azul (buena, contraria a la roja: mensaje anticomunista) para que un prototipo de enorme robot le devolviera el poder que parece estar perdiendo ante la ciudadanía (¿alguien dijo Bush?). Claro que los chicos poco y nada entienden esta simbología, y está bien que así sea. Astroboy comienza fuerte, y poco a poco va mutando en una aventura con rasgos de humor, sobre todo a medida de que el héroe va descubriendo sus poderes (tiene armas en la cola, lo que despierta las risas de los más pequeños) y toma contacto con los niños de la Tierra, en donde deberá enfrentar a otros robots, muy a su pesar. El mensaje ecologista está a la orden del día. Y este Astroboy no precisa, para volar, que nos calcemos los anteojitos de 3D. Sólo basta hacer volar la imaginación.
En este teatro que yo llamo mi alma En el musical, Daniel Day-Lewis y Marion Cotillard están un escalón más arriba de un elenco de estrellas. El hombre, de traje y encorvado, no sabe qué hacer. No sólo es un artista, que se siente agobiado porque no le surge una sola idea para su nueva película, y está a pocos días de comenzar a rodar, con toda la producción avanzada. Por ahí, Guido Contini balbuceará que las películas son sueños, y explicar los sueños es algo así como traicionarlos. Guido tiene sueños. Lo que no tiene es la fe, ni la fuerza para volcarlos en una hoja que se transforme en guión. Tampoco parece poder convencerse a sí mismo de cómo llevar adelante el filme... ni su vida. Nine se basa en 8 1/2, la película de Fellini con Marcello Mastroianni como Guido Contini. Nine primero fue un musical, montado en Broadway en los '80 en los que el revival era moneda corriente en la Meca del género, y ahora que se convierte en filme, el encargado de plasmar esas canciones -varias quedaron en las veredas de la Gran manzana y no alcanzaron a llegar a la pantalla- es Rob Marshall, el director que acertó con Chicago. Y ése sí que era un desafío mayúsculo. Marshall hizo una adaptación mayor que cuando tomó el musical de Bob Fosse, que fue premiado con el Oscar y auguraba una época de musicales por venir. A Guido sigue obsesionándolo lo mismo -el bloqueo creativo-, pero también las mujeres que pasaron y forman parte de su vida. Porque si detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, en este caso hay varias. El muestreo es parecido al de la escena original, con cada personaje femenino teniendo su momento en pantalla. Está la madre muerta -que revive con Sophia Loren, de vestido largo-, la prostituta que conoció cuando era un niño e iba a un colegio de curas -Fergie-, su amante esposa -Marion Cotillard-, su amante -Penélope Cruz-, su actriz y musa -Nicole Kidman-, su confidente y diseñadora de vestuario -Judi Dench- y, personaje creado para la ocasión, una periodista de Vogue -Kate Hudson-, nuevo disparador para que el latin lover de los años '60, cuando transcurre la película, se autodescubra perdido, confundido y sin horizonte. Aquí Guido se aproxima a los 50, la edad que tendrá Marshall el próximo 17 de octubre. Fellini tenía 43 cuando dirigió 8 1/2. Si esto es un síntoma de que la madurez -o la famosa crisis que atraviesan los hombres- varió con el paso de los años es sólo anecdotario. Lo que preocupan a Fellini y a Marshall es que su alter ego no quiere mentir más -en el cine y en la vida real-, y la relación con su entorno más íntimo, pero también consigo mismo. Mucha fama lo envuelve, pero en ese escenario que es su alma, Guido juega siempre el papel principal. Y se siente tan solo... Daniel Day-Lewis sorprende cuando canta y, más que bailar, se trepa a los andamios en Cinecittá. Porque que el irlandés componga a Guido desde lo más profundo de su ser, con o sin acento alla italiana, y nos emocione, a esta altura no puede causar sorpresa a nadie. Entre las actrices, lejos se destaca Cotillard, no sólo por el papel que juega, sino por los matices que sabe sacarle, así como Cruz es la misma de siempre y Kidman, no, en parte por esa naricita diferente, y porque Claudia, la musa, tiene escaso peso específico en la trama. El lujoso despliegue visual, el montaje y la escenografía son buen soporte para que Nine cautive en sus mejores momentos.
Sangre que no has de beber... En una población vampírica, Ethan Hawke (vampiro) lucha. Y vuelve. James Cameron estaba equivocado. El recurso natural más preciado en el futuro no será la piedrita por la que masacrar a los Na'vis, como muestra en Avatar, sino la sangre humana. "Tengo hambre... Necesito sangre", dice un ¿hombre? en vías de extinción, demacrado, una noche lluviosa. Es 2019, y en los carteles del subte -donde los ojitos de los pasajeros que esperan el tren brillan en la oscuridad- el Tío Sam invita a capturar humanos. ¿Qué pasó? En algún momento de la edición o reedición de Daybreakers, Vampiros del día, eso quedó afuera, pero sí se sabe que hace 10 años (esto es: el año pasado) todo comenzó con un murciélago. La mayoría de la población mundial son vampiros, y necesitan beber sangre humana de aquéllos que no se convirtieron. Pero como éstos escasean, hay crisis de líquido y plasma y aumentan los precios. La compañía que "chupa" humanos, y en la que trabaja nuestro (anti)héroe, Ed (Ethan Hawke), está buscando un sustituto para no desaparecer del mercado. Es que si en un mes no consiguen esa sangre artificial, habrá epidemias de deformes deambulando por las noches, ya que los vampiros -se sabe- están confinados a la vida nocturna. Con un enfoque más futurista que retro, los gemelos alemanes Michael y Peter Spierig ponen mucho metal, mucho azul, mucha sangre y varios cuerpos mutilados, como fileteados y flambé. Ed es un hematólogo: mientras su hermano Frankie caza humanos para la compañía, él los cultiva. Pero Ed nunca quiso ser vampiro -si pagan la entrada sabrán por qué se convirtió- y está tras la cura más que querer conseguir un sustituto sanguíneo. Ed estaba lo más tranquilo cuando unos humanos se le cruzan, y uno de ellos resulta ser Elvis. Lo interpreta Willem Dafoe, que fue chupasangre en La sombra del vampiro, y que aquí, por obra del sol, dejó de ser vampiro y se reconvirtió en humano. Creer o -literalmente- reventar. Por fortuna, para los amantes del vampirismo hay bastante material para succionar; para aquéllos que se acerquen a Daybreakers buscando un plato suculento, de emociones fuertes, también; aunque algunas escenas se aproximen a las sagas de terror, tipo El juego del miedo, todo se ve bien, truculencias al margen. Como el malvado de turno -un capitalista hecho y derecho, con problemas familiares ya que su hija adolescente no quiso convertirse, y él, como tenía cáncer, dice que encontró la salvación en el vampirismo- está Sam Neill. Está contenido, no es grandilocuente, lo mismo que Dafoe, al que cuando le dan un espacio puede hacer descalabros. No es el caso. Pero el protagonista es Ethan Hawke, que como en Gattaca está ante un mundo que cambia y que él quiere tratar de resolver de la mejor manera. El guión a veces lo ayuda, otras, no, lo mismo que la música de Christopher Gordon, rimbombante sin necesidad, pero bien que sale adelante en su quimera antimaradoneana. El no quiere que sigan chupando.
Rescatando al pasajero Ryan George Clooney se luce, lejos de su sonrisita compradora, en un papel maduro y sensible. Metáforicamente hablando, Ryan Bingham está aislado del mundo. Del mundo real, del mundo de los afectos. "¿Aislado? Estoy rodeado de gente", le dice y no miente a su hermana por el celular. Está en uno de los cientos de aeropuertos que pisa por año. Ryan se la pasa viajando en avión -el último año, los contó, viajó 322 días- y tiene un sueño: alcanzar las 15 millones de millas para tener un reconocimiento en su aerolínea preferida. Y ése ha de ser el único aliciente, la única palmada en la espalda que podrá llegar a tener, porque Ryan trabaja de eficaz despachante de empleados. Integra una agencia que es contratada para decirle en la cara a los empleados que cualquier empresa piensa echar, que se quedaron en la calle. Ryan no es cínico, pone su mejor cara comprensiva ante los desahuciados, pero tampoco lo toma muy a pecho. Hasta que una movida en la agencia lo puede dejar afuera a él. Así como Juno, en La joven vida de Juno, la anterior realización de Jason Reitman, afrontaba su embarazo adolescente y trataba de adaptarse a la realidad, afrontando los riesgos, y tenía toda la vida por delante, Ryan es la contracara. Largo cuarentón, no quiere saber nada de relacionarse románticamente -conoce a una mujer (Vera Farmiga) que viaja casi tanto como él, y es sólo su amante-, casi no se habla con sus hermanas y escuchar la palabra niños lo asusta más que alguna turbulencia a bordo de un Boeing. Hasta que... Amor sin escalas -título que tendrá gancho para una comedia romántica, pero escasa relación con la trama de esta película- es un mazazo al espectador, cuando se aproxima el desenlace. Sin ser Los amantes -el protagonista, Joaquin Phoenix, optaba por quedarse con la mujer que lo amaba, cuando a la que él amaba lo dejaba-, los ojos de Ryan hablan de una soledad, un vacío que es mejor no experimentar. Las ideas de un nuevo "talento" en la agencia (Anna Kendrick, de la saga Crepúsculo), que consiste en hacer los despidos vía teleconferencia, lo baja a tierra de una manera más que literal. Reitman, que ya había demostrado ser un gran dialoguista, acierta más aún en la pintura del protagonista. Ryan comienza a aflojar sus ataduras, bajar la coraza y a sentir, algo que aparentemente nunca había hecho en su vida de relación, con compromiso cero. Ver cómo lo trata su hermana menor, a punto de casarse, advertir que no es imprescindible para quienes lo rodean es para Ryan un aterrizaje forzoso. El papel a George Clooney -bien a la James Stewart- le cae a la perfección. No hay tics en su actuación, ni siquiera su famosa caidita de ojos. Y allí está su mérito. Ni su sonrisa compradora le funciona. Todo el pavor (¿dolor?) que siente ante lo que no puede resolver, a Ryan se le adivina en la mirada. Aunque el guión tenga momentos de calculada costura, sea moralista y hasta conservador, es devastador. Lástima que no esté traducida la canción en los créditos finales, que un desempleado dejó en el contestador telefónico a Reitman. Esparce algo de esperanza en una realidad socioeconómica despiadada que Amor sin escalas no deja de lado, y permite reflexionar, con una temblorosa sonrisa.
Dos tipos audaces Robin Williams y John Travolta, en esta comedia de Disney. Si usted tiene niños a su alrededor, propios o cercanos, seguro que le pidieron ir a ver Papás a la fuerza. Es una película de Disney, publicitada en sus canales de cable, con John Travolta y Robin Williams, y un orangután que abraza a Seth Green, la escena que los chicos esperan. Vaya, entonces preparado. Por si precisa más datos: Robin Williams es Dan, y Travolta, Charlie, amigos desde hace años y socios de una empresa deportiva a punto de cerrar un acuerdo millonario con una compañía japonesa. Y cuando todo parecía resultar -con Charlie bromeando con los japoneses que se ríen de cualquier cosa, y Dan siendo el cerebro de la operación-, Dan se entera de que el affaire de una noche para olvidar su divorcio, terminó con dos pequeños gemelos de ahora 7 años. La madre de los niños (Kelly Preston, esposa en la vida real de Travolta) va a pasar dos semanas en prisión -no por criminal, sino por activista política- y, adivinó: ellos deben hacerse cargo de los chicos (Emily es Ella Bleu Travolta: todo queda en familia, prestada). Al haber una sola copia subtitulada -en Unicenter; las restantes 59 que se estrenan son dobladas- hay que adecuarse a escuchar al dúo protagónico en castellano neutro, y seguro el que más pierde es Williams. Hay chistes que usted ya escuchó, y situaciones relacionadas a cómo adaptarse a los niños cuando no se está con ellos, que también le sonarán conocidas. Pero como dice la Sra Legrand, el público se renueva, los chicos más pequeños no los conocen. Y si ellos se divierten, no se sienta un papá a la fuerza.
Orgullo y prejuicio La obra de Noel Coward de los años ´20, llega como comedia con toques contemporáneos. Devolviéndole algo de aquel encanto entre leve y oxigenante que tenían las buenas comedias dramáticas ambientadas en mansiones en la campiña inglesa, con familias numerosas y conflictos y secretos ídem, Buenas costumbres viene a traernos una mirada cínica sobre el comportamiento de la sociedad de aquel país. Y también de la estadounidense, con este choque de caracteres y culturas que nace cuando el joven John Whittaker (Ben Barnes), heredero de una familia que disimula hasta donde puede que está venida a menos, presenta a su joven e independiente esposa norteamericana a sus padres. La pieza de Noel Coward -que había sido llevada al cine por primera vez en 1928 por Alfred Hitchcock, antes de que el maestro se dedicara de lleno al suspenso- es terrible al presentar y examinar a cada personaje. Por más que cada uno sea fácilmente etiquetado a primera vista -suegra anticuada y hostil, suegro depresivo y cínico, marido tironeado entre lo que siente por Larita y las buenas costumbres, sus hermanas eternamente perdedoras- ese aire de sarcasmo que campea por el relato es tamizado por alguna situación cuasi disparatada que vive, o síntoma de integridad y fuerza interior de alguno de los personajes. Kristin Scott Thomas es la suegra en rigor, y por más que se esfuerce en parecer pérfida y hacerle la vida imposible a su nuera, es difícil no caer ante sus encantos. Un acierto del director australiano Stephan Elliott (Las aventuras de Priscilla, reina del desierto) fue la elección de Jessica Biel para la desprejuiciada Tarita, corredora de autos que gana el Grand Prix de Mónaco y enamora al joven Whittaker. Primero ella trata de integrarse a la familia, pero bien pronto reprimirá esos sentimientos, los mismos que Colin Firth, como el abúlico Sr. Whittaker, dejará de lado, ya harto de estar harto y no sentir nada por su mujer. No es sencillo encontrar el punto medio, o mejor, el acertado, entre la comedia y el drama, pero Elliott da en el blanco con apuntes -observen qué le pasa a la mascota perruna de la Sra. Whittaker- y verdades reveladas cuando nadie las espera escuchar. Cuando por momentos parece una comedia de enredos, el director pega el volantazo y con un enfoque más contemporáneo, deja a Buenas costumbres en la mejor senda.
Detectives siglo XIX para el siglo presente La visión de Guy Ritchie es más atenta al original inglés que a lo que pide el Hollywood actual. Por suerte no siempre las adaptaciones sólo adoptan el nombre, el oficio y la época del protagonista de un clásico, sea del género que sea, para convertirlo en un producto a la medida de Hollywood. Para este Sherlock Holmes todo sonaba raro cuando se anunció el rodaje. ¿Guy Ritchie dirigiendo lo que aparentaba un tanque hollywoodense? ¿Qué haría Robert Downey Jr. como el deductivo detective, a quien el imaginario colectivo imaginaba de capa y mordiendo una pipa? El resultado nos trae que Ritchie es mucho más fiel al espíritu y a los relatos de Arthur Conan Doyle de lo que uno puede esperar de las adaptaciones de éxitos de otros medios. Imaginen a Michael Bay, el director de Transformers, o a John Turteltaub, si en este look revisionista a Holmes se lo muestra como un detective privado que apela a los puños y las artes marciales. No, mejor no imaginen nada, a ver si para la(s) secuela(s) los llaman. Holmes y su compañero -de departamento en el 221 B de Baker Street- el Dr. Watson (Jude Law) están ante un caso increíble: Lord Blackwood (Mark Strong, también haciendo de malvado en La joven Victoria) ha resucitado luego de ser aprehendido por el dúo dinámico, y ahorcado por practicar magia negra. Todo se le complica al intuitivo Holmes cuando es Irene Adler (Rachel McAdams), bandida pero de la que está en secreto enamorado, quien le trae un encargo que lo conectará con Blackwood. Ritchie tiene una visión personal de Holmes con la que se puede acordar o no. Pero una vez que se acepta que Holmes se gana la vida resolviendo misterios tanto como ganando peleas de box -en las que Watson apuesta más de lo que debe si está a punto de casarse- y que aspira más de lo que debería, es más llevadero el trayecto. Para introducirse en la mente y las elucubraciones de Holmes, el director de Snatch apela a la cámara lenta, cuando no a los flash- backs, y se permite bromas y peleas por aquí, y efectos especiales por allá. Pero -siempre- lo que prima en Sherlock Holmes es su capacidad para deducir. Allí los fans del personaje de Conan Doyle no encontrarán de qué quejarse. En el enfoque de Ritchie no habría mejor opción que la de Downey Jr., que se reinventa cada tanto y que con Law hace una pareja -y aquí los fans elevarán con preocupación sus cejas- como lo que indica el término. Divertida, Sherlock Holmes es un buen modelo a seguir, si no se quieren sólo tiros, explosiones y piñas sin ningún sentido.
El difícil arte de amar Un elenco de lujo para esta comedia sexual. Nos convertimos ahora en la persona que queríamos que fuésemos" antes, desliza como al pasar un ex. Pero la cita no es superflua: Jake (Alec Baldwin) se cansó de su esposa actual -25 años menor- y coquetea con su ex (Meryl Streep), a quien dejó por la joven (Lake Bell). No sólo intenta seducirla: lo logra. Y ahora son amantes. Jane se transforma en la otra, justo cuando se sentía "una mujer sola" tras ser una divorciada, como se define. Pero no habrá que tomarse muy a pecho todo lo que se dice y hace en Enamorándome de mi ex, y no porque sea una comedia, y de las que se permiten ciertas libertades, aunque a más de uno le pueda caber el traje de uno u otro personaje, sino porque la verosimilitud se pierde en varias situaciones en el filme de la directora de Alguien tiene que ceder. Como en aquella película, Nancy Meyers vuelve a meter el dedo en la infidelidad, el no saber qué hacer cuando un personaje se siente tironeado y en la diferencia de edad (Jack Nicholson le llevaba 35 años a Amanda Peet, y Diane Keaton 18 a Keanu Reeves). Al menos hay cierta dimensión humana -arrepentimiento, sinceramiento y dudas- en Jane, que de abandonada pasa a no saber qué hacer. Con su ex, con sus hijos y con su vida. Hay mucho clima, tics y gags en este filme del cine de Hollywood de los '70, cuando las comedias adultas las firmaban Mike Nichols o Herbert Ross, los guiones eran de Neil Simon... y Meryl Streep y Steve Martin (¿qué se hizo en el rostro, que cuando se ríe le queda la cara planchadita?) no eran más que estrellitas que asomaban. En el presente, la diferencia de Meyers con Nora Ephron (Sintonía de amor) es que la directora de Lo que ellas quieren es más osada. Meyers se juega más en lo explícito. En sus filmes hay desnudos, drogas, infidelidades, y todo -aunque tamizado con humor- pasa como lo normal. Aquí, los personajes centrales se comportan como adolescentes -"Así hablan los adultos", se sorprende Jane cuando Adam (Martin, otro divorciado detrás del personaje de Streep) le pone los puntos sobre las íes- y los hijos veinteañeros del matrimonio, como si fueran niños. Que los adultos, para afrontar sus conflictos, se fumen un porro... En eso el guión nivela para abajo, y si no llega a derrapar es porque tiene un elenco de lujo. A Streep le adivinamos cada gesto por hacer, pero está creíble. Baldwin pone carita de perrito faldero y tiene momentos imperdibles (esperen por su desnudo), y Martin luce más medido, más comediante que cómico. Meyers parece poner en pantalla un compendio de fantasías femeninas -las amigas de Jane aplauden su infidelidad, siempre y cuando no vuelva con Jake, que tendrá buen corazón pero es un soberano hipócrita y egocéntrico-. Cincuentones hablando de y teniendo sexo: en eso sí que es original. Quien quiera oír, que oiga.
Tiros por elevación Discursiva aunque ambiciosa, la película no da en el blanco. De las muchas formas que el cine demostró que hay para revisionar el pasado, con un ojo en el presente, Matar a Videla elige una de riesgo, y que también esconde un atractivo: un joven quiere hacer justicia por mano propia asesinando al ex dictador. Por supuesto que de Videla no se ve otra cosa que imágenes de archivo -y la toma de unas falsas manos que serían las del genocida acariciando un rosario es patética-. Julián no ha vivido -"como muchos de ustedes", dice- la época de Videla. Sufre y sufrió en carne propia las consecuencias en su familia, y el filme parece tener como público cautivo a jóvenes a los que se quiere acercar los hechos como si fuera la primera vez que escuchan la palabra dictadura. Igual, las tomas de archivo elegidas -en una se ve a Borges y a Sabato en una recepción con Videla- no dejan de llamar la curiosidad. "Soy un hombre muerto", se autodefine Julián, que ha decidido suicidarse. Antes, abandona a su novia (Emilia Attias), renuncia a su trabajo y planea hacer lo que reza el título. Compra un revólver por Internet, va a hablar con un cura (Juan Leyrado) para constatar lo que siempre creyó -aquello de que Dios no existe, etc.- y se dispone a acabar con el asesino. Ambicioso más allá de lo que puede, el filme de Nicolás Capelli sufre por el relato en off del protagonista, y no sólo por que el actor Diego Mesaglio (era el niño de Amigomío, 1994) lo dice sin mucho dramatismo: lo que dice, o lo que piensa, es una bajada de línea expresada de una manera poco y nada convincente. A menos que al espectador le guste que le reciten y esté dispuesto a escuchar en vez de ver, Matar a Videla puede resultar un tanto tediosa. La aparición de figuras conocidas en el elenco -súmese a Felipe Colombo y a María Fiorentino- en tomas que no les deben haber insumado más de un día o dos de rodaje- habla bien del casting, pero no altera el resultado final. La inclusión de Estela de Carlotto -un personaje de la vida real- hablándole a Julián, uno de ficción, no explicándole ni explayándose, sino simplemente diciéndole de pie que el dolor no da derechos no hace otra cosa que mezclar (no combinar) la realidad con una fantasía. A menos que ése haya sido el deseo, el resultado no es el apropiado.