Una opinión sobre la nueva y multinominada producción de los hermanos Coen. La nueva película de los hermanos Coen quizás sea una de las más atípicas dentro de su filmografía. Los directores (aunque en los créditos a veces figure uno solo) de Fargo, El gran Lebowski, y Sin lugar para los débiles (No country for old men, por la cual ganaron 4 Oscar) tienen un estilo bastante particular y para muchos, hermético. A veces tratan de imitar o resucitar algún género olvidado, siempre dentro de su cinismo y humor negro. Allí se encuentran algunas de las obras más desparejas de los hermanos: ¿Dónde estás, hermano? (O brother, where art thou?) y Quémese después de leerse (Burn after reading). En línea con su película anterior (Un hombre serio) esta vez apuestan por un cine más emotivo. Impersonal, pero más abierto a mayores audiencias. En primer lugar, el género que elijen es el western, la piedra basal de grandes autores del cine norteamericano, que hace varias décadas casi desaparece del medio que le dió la vida. Podríamos afirmar que esta es la mejor películas sobre el Lejano Oeste desde Los imperdonables(Unforgiven, de Clint Eastwood) pero de nuevo, eso no sería decir mucho (por la escasa oferta y calidad). Pero la apuesta es diferente: aquí no se trata de despedir al género, sino de celebrarlo. Si bien es una película de los Coen, se siente mucho más “clásica” que el resto de su filmografía. Por ejemplo, Carter Burwell, su habitual compositor, despliega una orquesta para musicalizar y recuperar el espíritu aventurero, grandilocuente y romántico del western. Algo raro, teniendo en cuenta que sus composiciones tienden a ser más oscuras y minimalistas. No está mal, pero no funcionó del todo para mí. Para que esta historia verdaderamente capte la esencia del western, no es suficiente un equipo técnico impecable (como en la puramente estética El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) sino hay que darle vida y corazón a los personajes. Jeff Bridges no tiene que probar nada a nadie para confirmar que es uno de los actores vivos más grandes del cine. Cada aparición suya, llena, literalmente, la pantalla. Podemos escucharlo hablar casi de cualquier cosa, porque al hombre le sobra carisma. Su presentación en la película es dentro de un baño, después de una resaca. Solamente su voz sirve para lograr que cualquiera esboce una sonrisa. Ni hablar de la secuencia siguiente: un juicio donde se lo acusa de haber disparado y matado a dos hombres. Bridges se adueña del papel, ante la mirada atrapante de Mattie Ross (Hailee Steinfeld, después hablaré de ella) quien desea contratarlo para vengar la muerte de su padre. Allí se complementa con la fotografía de Roger Deakins, la cual podrían valerle el Oscar que hace rato se merecía (más que nada por Fargo). La cámara rodea a “Rooster” (“Gallo” en la traducción) Cogburn, ubicándonos en el punto de vista de la joven protagonista, que lo rodea. Solamente una ventana permite la entrada algunos haces de luz que iluminan la oscura habitación. Es una secuencia cautivadora y bonita. Hay muchos planos generales muy típicos del género, y también poéticos, pero yo me quedo con esa secuencia. Si el Oscar lo gana o no es accesorio en cierto sentido: no hace falta para demostrar la grandeza de Deakins (además, este año la competencia es muy buena). El último tercio de Temple de acero es una belleza embriagadora. Hay, incluso, una referencia visual muy obvia a La noche del cazador (The night of the hunter) una de las películas mejor filmadas de la historia del cine. En ese último tramo se incluye una salvaje, espeluznante y no por eso menos meritoria, secuencia con una “personaje” bastante secundario que pone a prueba el temple de acero de Cogburn. Es la segunda vez que un actor interpreta a Rooster Cogburn en el cine. Y el primer actor es nada menos que John Wayne, con el papel que le valió el Oscar a Mejor Actor. Más que hacer una remake de la película de 1969 (que no es gran cosa), el verdadero atrevimiento es encarnar un personaje tan icónico en la carrera del legendario, mítico, Duke (así lo llamaban a Wayne). Jeff Bridges no es el Duke pero sí es el Dude. Sus estilos son completamente diferentes. Bridges ya tiene un Oscar y no es precisamente, el actor que pide permiso para interpretar un rol. Es atrevido, osado, juguetón. Es como un viejo maestro oriental, que a priori no aparenta mucho, pero que por algo es un maestro. Sí: también tiene esa mística que emanaba el actor de Más corazón que odio (The Searchers). El film original también contaba con Kim Darby, en el papel de Mattie Ross. Su carrera nos despegó luego de esa película. Esperemos que no sea así para Hailee Steinfeld, ahora nominada al Oscar como Mejor actriz de reparto. Ella, cuando está junto a Bridges, hace que la pantalla explote de humanidad. Se complementan más que bien: ella encuentra algo en él, mientras busca la venganza contra el asesino de su padre. Él la quiere, la aprecia. Quedan conectados cuando ella demuestre, por primera vez, su verdadero temple de acero al cruzar un caudaloso río. Y al cruzarlo, le va a reprochar algunas cosas: entre ellas, la ortografía. Steinfeld es una de las mejores promesas de la nueva generación de actores de Hollywood. Es carismática, osada, y simpática. Es una mujer en un mundo de hombre… ¡pero qué mujer! Eso sin olvidar, que sigue siendo una niña. Es como si Juno viviera en el Lejano Oeste. O algo así. Matt Damon es LaBeouf, el guardia de Texas (o Texas ranger) que comparte la búsqueda con ellos. Como toda buena persecución, lo más importante está en el viaje: cómo se relacionan los principales protagonistas entre sí. Es allí donde la película se hace más cálida. Combina grandes momentos de tensión, con otros de suspenso y comedia. Josh Brolin es prueba de ello, interpretando al torpe (pero amenazante) Tom Chaney. Hacia el final, me pregunté cuál era la necesidad de hacer una remake de la original. Ok: a los Coen no les gusta decir remake, aunque algunos planos sean casi idénticos. Prefieren decir que es una nueva adaptación de la novela de Charles Portis. Sencillamente, no me puse a pensar si había necesidad o no. Solamente me dediqué a disfrutar de una (muy) buena película. El tiempo dirá qué lugar tiene en la historia del cine.
Los viajes de Gulliver dista de ser una película perfecta. Muchos incluso dirán que dista de ser una buena película. Y la verdad es que si uno no logra sentir empatía por los personajes, seguramente no va a salir muy contento del cine. Por mi parte, logré tomarle cierto cariño a ese eterno perdedor que es Jack Black (a esta altura, hablar del actor o el personaje es casi lo mismo) y por eso disfruté, en menor medida, de la película. Basándose muy libremente en el clásico de Johnathan Swift (apenas la idea de un gigante en una tierra de gente diminuta) el director de Monstruos vs. Aliens cuenta la clásica historia de un hombre que, en nuestro mundo, vive desapercibido. Ese es Jack Black, un rockero, un nerd, o un geek. O las tres cosas al mismo tiempo. Es el “tipo del correo” que ama en secreto a su superiora. Para impresionarla, termina aceptando un viaje al Triángulo de las Bermudas. El destino hará que termine en Lilliput, atado en la playa por esos pequeños seres. Esa imagen sí es parte del universo del autor (cuyas cuatro obras tienen una densidad que la película obvia) y es fácil de reconocer porque hasta se encuentra en los afiches promocionales. La “bestia” (como prefieren llamarlo los lilliputenses) en un principio será recibido con hostilidad, hasta que un acto casi involuntario de valentía lo convertirá en su salvador. Entonces, este hombre “pequeño” en el mundo real pasará a ser un verdadero “gigante” en Lilliput. Clásico y efectivo, en este caso. A partir de esta premisa, se desarrollan algunos gags muy buenos, como aquellos donde Gulliver recrea películas como Star Wars o Titanic en una suerte de anfiteatro para los lilliputenses. Incluso hay referencias para Avatar (Gavatar aquí) y West Side Story. Tampoco podían faltar los chistes con los videojuegos y la música (Black jugando al Guitar Hero con temas de Kiss, interpretados por personitas diminutas). Él es como una suerte de Dios protector, que pronto encontrará afecto en Horacio y la princesa de Lilliput. Interpretada por la belleza británica Emily Blunt (la protagonista de El hombre lobo, o la modista de El diablo viste a la moda) cuyo escote generoso parece ser el único interés de su prometido, el General Edward (Chris O’Dowd, sobreactuando como debe ser). Claro que la llegada de Gulliver moverá las cosas de lugar y entonces Horacio empezará a expresar su verdadero amor a la princesa. Los viajes de Gulliver va a lo seguro. Hay algunos chistes con el físico de Black, pero no demasiados. A decir verdad, la película tampoco es tan larga: apenas unos 85 minutos. Sí: tiene defectos (sin ir más lejos, los efectos visuales por momentos son mediocres) pero en general se disfruta. Eso, claro, siempre que nos hayamos creído lo que nos están contando. Yo de verdad creo que Jack Black se sentiría a sus anchas en Lilliput.
Criaturas marginadas, amenazadas. Lazos de sangre es una película rotunda, que golpea al espectador con sus implacables imágenes y situaciones. Es un recordatorio de cómo el cine puede ser un poderoso instrumento de denuncia, sin dejar de ser arte. No escribe ninguna página nueva en la historia del celuloide, pero sí es un testimonio poderoso. Es una película independiente, pero su poder no reside en el montaje, la fotografía o cualquier otro aspecto técnico. La atmósfera, el clima que construye Debra Granik es lo esencial: un mundo donde cada uno lucha por su cuenta. Jennifer Lawrece es Ree, una jovencita de 17 años cuya principal preocupación es cuidar de sus dos hermanos menores. La madre está enferma y el padre, desaparecido, ha dejado deudas. Si Ree no consigue que su padre se presente ante la justicia, la casa será deshabitada. Entre la montañas de Ozark, el frío invernal no perdona a ninguna criatura. Los vecinos están al acecho: quieren quedarse con uno de los hermanitos. El hambre y la pobreza se resienten cada día más. Son criaturas indefensas, sumidas en un mundo lleno de peligros. Para más, el Sheriff que le da la advertencia a Ree, insinúa que su padre podría estar muerto: estaba involucrado en negocios con drogas. A partir de allí, Lazos de sangre se devela como un inteligente y crudo policial. Ree es la detective y el tiempo, el mayor enemigo. Hay una secuencia bastante estilizada, muy bonita, en blanco y negro, que divide estéticamente a la película. Aparentemente, sin sentido, Debra Granik inserta imágenes de árboles secos, motosierras que los tiran abajo, y ardillas huyendo del caos. Es fundamental y se relaciona con una secuencia que vemos antes: Ree tiene que enseñarles a sus hermanos menores que la vida es dura, y que deberán hacer muchas cosas que no son de su agrado. Para ello, decide cazar una ardilla. No solamente es duro matar al animal, sino que peor aún es comerlo: hay que arrancarle (literalmente) las tripas. Ellos son los depredadores y las presas. Las leyes del mundo que propone Lazos de sangre son penosamente reales. Cada uno tiene que usar sus tácticas de supervivencia para evitar ser la presa de otros depredadores más grandes. Por eso la película es también efectiva como una "película de denuncia". Hay tantos films que por hacer hincapié en el contenido social se olvidan de lo que verdaderamente deberían ser. Lazos de sangre nunca subraya: nos recuerda que estos mundos no son fantasía, ni siquiera posibilidades: son reales. La pobreza, el abandono, la indiferencia, el dolor, y la crueldad, conviven con todos nosotros. Akira Kurosawa definió para siempre los bosques, en el cine, como la mejor "locación" onírica. Lo que sucede con estos personajes no es un sueño ni una pesadilla: es lo normal. Nada de esto hubiese sido tan efectivo sin el control de Debra Granik, claro. Pero también son fundamentales las expresiones, los gestos, las cicatrices que denuncia el tiempo, de los actores. Muchos de ellos son no-profesionales, pero la distinción casi ni se nota. Tomemos a Dale Dickey, una señora con un rostro temible, que le advierte a la heroína que no meta las narices donde no debe. La primera vez, la advertencia, habría bastado para que muchos se alejaran del lugar. No Ree, que es perseverante. Jennifer Lawrence, de 19 años, recibió una nominación al Oscar por interpretar a Ree. John Hawkes también, como actor de reparto. Ambos están soberbios y son el motor y el corazón humano de la película. Ella, con su valentía inquebrantable. Él, como un hombre violento y alcohólico, trata de buscar la rendención y definirse entre hacer lo que conviene o hacer lo correcto. Son personajes curtidos por la vida.
La vida y nada de lo que viene después. Gran desafío para Clint Eastwood: filmar una película sobre lo que viene después de la vida. La sola idea de la vida después de la muerte (afterlife, o hereafter, en inglés) ya es bastante compleja y abstracta. Muchos cineastas incursionaron en esas caudalosas y peligrosas aguas y terminaron naufragando. Basta recordar The Lovely Bones (Desde mi cielo, de Peter Jackson) para ver qué tan mal puede salir todo. A decir verdad, Clint Eastwood evita bastante bien todos los problemas que pueda llegar a tener con ese concepto, pero las complicaciones en la película son otras. Esta historia coral entrelaza tres vidas afectadas por la muerte (como dice un personaje: "una vida que gira alrededor de la muerte no es una vida"): la de un médium (Matt Damon), la de una periodista que sobrevivió al tsunami de Indonesia (Cécile De France) y la de un chiquito que perdió a su hermano gemelo en un accidente (Frankie McLaren en ambos roles). A partir de esos fragmentos, Eastwood construye una historia superior. No sobre la vida después de la muerte, sino sobre la necesidad de creer en la vida después de la muerte. Cada uno de estos personajes está realmente afectado pero ninguno está fuera de sus cabales. La composición del personaje de Matt Damon así lo sugiere: un verdadero médium no estaría celebrando su poder, ni lucrando con él, sino sufriendo sus consecuencias. Es como si el nene de Sexto sentido creciera superando el trauma de ver a la gente muerta. O bueno, algo así. Una de las secuencias claves para entender a ese personaje, y quizás la mejor secuencia romántica de toda la película, se empieza a desarrollar cuando George (el que habla con los muertos) intenta tener una vida normal. Atiende a un curso de comida italiana, donde conoce a Melanie (la bella Bryce Dallas-Howard, re-afirmando que Shyamalan no sabía filmarla) una tímida, bonita, y algo torpe compañera de curso. La situación sentimental de la periodista francesa no parece ir mucho mejor. Cuando el tsunami (literalemente) la golpee, su vida cambiará. En ese momento estaba de vacaciones con su marido y productor. Él le aconsejará tomarse un tiempo para relajarse y escribir un libro. Ella empezará a indagar sobre la vida después de la muerte, ya que la experiencia la dejó con destellos de lo que podría ser el más allá (en una pequeña -pero feísima- escena donde ve a los supuestos fantasmas de la catástrofe). El tsunami es casi tan artificial como la breve visión. En los planos abiertos es cuando peor se ve. En los cerrados, Eastwood maneja mejor las cosas, distrayendo la atención en autos y demás peligros que arrastra el mar. Increíblemente ganó una nominación al Oscar por efectos visuales (a los académicos parece que les gustan las olas CGI como esta y la de Poseidón de Wolfgang Petersen). Como sea, salvo por esa introducción, estamos hablando de una película menor del director sutil y poderoso de Los imperdonables y Cartas desde Iwo Jima. Si bien la grandilocuencia se acaba luego de los primeros 10 minutos, lo que sigue es muy irregular. El guionista es Peter Morgan, uno de los mejores guionistas actuales. Entre sus trabajos se encuentran La reina, Frost/Nixon y El último rey de Escocia. Está claro que es él quien, inteligentemente, adhiere todo un contenido socio-político (el mundo está en caos: el tsunami, los atentados en Londres) y Eastwood se refugia en el minimalismo lacrimógeno de la música y la fotografía con colores apagados. En sí, Más allá de la vida no es un desastre, pero tampoco una obra brillante (o por lo menos, algo más entretenida como Invictus). Es prueba de algunos de los peores vicios de Clint (los golpes bajos como en El sustituto) pero también es un testamento de la habilidad narrativa del director. Con 80 años, sigue fiel a su estilo de cine. Para algunos, lleno de golpes bajos y sensiblero. Para otros, emocionante e inteligente. Para mí, esta película es mezcla de ambos.
La ilusión del cine. Alice mira por la ventana. Ella es pobre, vive en un pueblito de Escocia y está encantada con la magia de Tatischeff (que además de ser el nombre del alma mater de la película, Jacques Tati, es el nombre del ilusionista). Mira, y no sabe que abajo una señora tiene problemas rellenando una bolsa con plumas. El viento sopla con más fuerza y las plumas decoran un árbol como si fueran copos de nieve. Ella piensa que el frío invernal hizo nevar y enciende la chimenea, para agasajar al mago. El mago llega a la habitación (para ese entonces el viento y unos niños ya desplumaron al árbol) y Alice vuelve a mirar por la ventana: la nieve no está más. Indudablemente Tatischeff hizo que desapareciera. Alice en cierta medida nos representa a nosotros, los que amamos al cine. Creemos en una ilusión (que es mucho más romántico que decir "un truco de magia" que devela su artificio) y en este caso, creemos en el cine. Si no creemos en el cine, no lloramos cuando Chaplin se encuentra con la florista ciega. Si la ilusión no existiera, no nos pondría nerviosos ver la silueta del cuchillo acercándose a la bañera. George Meliès, el director de la primera película de ciencia ficción/fantasía de la historia (El viaje a la Luna), era un mago Y cualquier película con magos, tiene una responsabilidad mayor a la hora de hacer un comentario sobre el cine (todas las buenas películas lo hacen). ¿Nunca vieron un detrás-de-escena de una película que les gustó mucho? ¿Nunca sintieron decepción por saber como era "el truco" que hacían para hacernos creer que existía un castillo enorme, por ejemplo? Las personas inteligentes aceptan la magia, la ilusión. Se dejan maravillar por ello. Los cínicos, los que llevan una vida gris, no están pensando en la magia. Están pensando en descubrir el engaño, la trampa. Pobre de ellos. El ilusionista, en sus breves 80 minutos habla sobre muchas cosas. Sobre el estado del arte (principalmente de los artistas), sobre el amor entre un padre y una hija (Sophié, la hija que Tati apenas conoció), sobre el cine mundo y cómico, sobre las modas. ¡Qué atrevimiento sería criticar a The Beatles hoy en día!... por suerte la banda ficticia de la película se llama The Britoons (algo así como los "dibujitos británicos") que son verdaderamente unos tipos dibujados, que gritan y enloquecen a las muchachas. El espectáculo de Tati es anacrónico. Nadie se queda para ver a un viejo sacando un conejo de la galera. Qué acto viejo, qué cliché. Hasta un chiquito cínico advierte la falsedad (que no se ve, claro) del asunto. Nadie parece dispuesto a creer en la magia. Ese es un poco el rol que tienen, lamentablemente, algunas películas clásicas y animadas. Muchos son reacias a verlas. Han perdido su inocencia y el blanco y negro les parece anticuado. Ni hablar de tratar de ver una película animada con un adolescente: quieren ver algo "serio", algo "adulto". En un mundo ideal, The Britoons y el ilusionista tendrían el reconocimiento que se merecen. Y no digo uno en desmedro del otro. En una época donde el 3D parece la excusa para ir al cine (el 3D, que oscurece la pantalla y le da "más" profundidad de campo a las películas que de por sí son en 3D) y los efectos visuales son cada vez más importantes (no por nada la Academia de Hollywood expandió la categoría a 5 películas nominadas), ver El ilusionista, una película casi muda (los personajes sólo murmuran), con una paleta de colores pastel (¡vieja!) y acuarelados (¡débil!) resulta casi tan anacrónico como ir a ver el espectáculo de Tatischeff. El ilusionista es un hombre alto, de movimientos torpes, con unos pantalones ridículamente cortos, que encuentra afecto y cariño en un pueblito escocés. En París su show es poco menos que despreciado. Allí conoce a Alice, la muchacha que escapará de su realidad con él. Es una muchachita cuyos modelos de roles son los maniquíes de las vidrieras de ropa. No confundan las cosas: no es frívola ni tonta. Es inocente, y por eso la magia de Tati(scheff) impacta directo en su corazón. Él, en una cruzada quijotesca (o chaplinesca) intenta complacerla como sea. Pero como en una cruzada quijotesca, Sancho llora la muerte de Quijote, y lo insta a volver a ser un caballero errante. Sancho, la figura que quería que Quijote recupere su salud mental, lo llamaba de nuevo a la acción. En El ilusionista, sucede algo parecido, aunque de otro modo. Que El ilusionista es una película melancólica, sensible, lírica y profunda, de esos no hay dudas. Pero no es como la ópera prima de Sylvain Chomet, Las trillizas de Belleville -que también era melancólica-. Esa arrancaba como un rayo: con la canción Belleville rendez-vous y las "caricaturas" de Fred Astaire y otros bailando.Esta es una película mucho más tranquila. Comparte, eso sí, el amor que los personajes tienen por sus hijos. O sus nietos. Son una prueba de lo que las personas podemos hacer por quienes amamos. El resto de los personajes no son despreciados, aún cuando sean seres deformes, con cabezas puntiagudas y intenciones poco nobles. Aquí algunos secundarios dan lugar al costado más melodramático y poco sutil de la película (un payaso depresivo y suicida, por ejemplo) pero uno lo soporta, porque tampoco desentonan con el tono general. No es una película triste. Para nada. El ilusionista es una ilustración del cine. Un grandioso homenaje al cine de Jacques Tati, Las vacaciones del señor Hulot, Mi tió -de la cual se ve un fragmento-, un recordatorio de por qué amamos no sólo al cine de Tati, sino al cine en general. Porque El ilusionista es mágica. Es maravillosa. Es cine.
La ciudad de los clichés Atracción peligrosa (título tan imaginativo como el original en inglés) arranca más que bien. Trae rápidos recuerdos de algunos policiales recientes (y buenos) como Los infiltrados de Scorsese, El plan perfecto de Spike Lee, y algunos clásicos del cine policial "sucio" que transcurre en calles con un alto índice de criminalidad. Charlestown es la ciudad donde se desarrolla toda la historia, donde el jefe de un equipo de asaltadores de bancos se enamora de su rehén. Ahora, ustedes pueden pensar que esta relación ya la vieron varias veces (sean o no ávidos espectadores de cine) y podrían tratar de adivinar, con razón, qué es lo que va a pasar durante el resto de la película. Y no se van a equivocar. Eufemismos de la crítica local (e internacional) se usan para hablar del segundo largometraje del actor de Pearl Harbor (aquel papelón, mínimo, de Michael Bay). Algunos dicen que Affleck es un director "clásico" como Eastwood. Ese "clásico" podría significar que a Affleck no se le ocurre ninguna idea nueva, y por eso copia (con buen ritmo y pulso, hay que decir) a grandes maestros del género como los antes mencionados. Como hay varias secuencias (o 2, para se exactos) de robos a bancos, no pueden faltar las menciones a Michael Mann (el director de Fuego contra fuego y Colateral). Aunque desbordan espectacularidad, y Affleck filma bien (la acción se entiende, es prolija) ninguna secuencia me impresionó, digamos, como el robo al banco de Fuego contra fuego. Está bien: muy pocas películas pueden lograr eso. Habría que aclarar que si uno se siente cómodo en esta ciudad de lugares comunes, va a disfrutar mucho más Atracción peligrosa. No es una mala película, y hay mucho talento en ella. Desde la fotografía de Robert Elswit (ganador del Oscar por Petróleo sangriento) hasta el elenco, donde todos están más que bien (bueno... Affleck es mejor detrás que delante de las cámaras). Pero incluso allí hay problemas. Hey, entre las menciones, me olvidé de los "homenajes" a Punto límite, la película de acción de Kathryn Bigelow con los asaltantes enmascarados. Rebecca Hall (la mujer de David Frost en Frost/Nixon) sin dudas es lindísima, pero su relación con Affleck (ella es la rehén, Affleck es el líder del grupo de criminales) está forzada. En ningún momento recibí el impacto emocional que flechó a Doug MacRay (así se llama el protagonista) para quedar enamorado. Plus: hay una secuencia cliché -cliché del cliché- donde Doug decide ir a darle una paliza al bravucón que se mete con su chica. Momento: ¿un ladrón que asaltó un banco mantiene una relación con la única persona que podría identificarlos? Sí, porque Doug es bueno, busca la redención, etcétera. Cuidado: también está el reo James Coughlin (Jeremy Reener de The hurt locker, el mejor actor de la película) que es el ladrón malo, o rebelde. Como sea, se supone que deberíamos sentir algo de simpatía por ambos. El verdadero villano (o mejor dicho, en inglés, asshole) es el detective del FBI, que no deja que los buenos muchachos se diviertan. Hubiese sido mejor que Affleck convirtiera a este detective en un ser despreciable, así por lo menos resulta más fácil identificarse (o querer) a los ladrones. Pero no: lo que hace el agente es simplemente su trabajo, y sin embargo, debe apreciar a Doug, porque, en su historial de pobre angelito, no tiene ningún muerto. El otro, James, sí, porque ese es el malo (o mejor dicho: el "rebelde"). No sólo hay problemas en el desarrollo, sino también en la ética de la historia. Ustedes ya saben: si les gusta viajar por lugares que conocen hasta el hartazgo, visiten Charlestown en Atracción peligrosa. A mí, en cambio, me gusta disfrutar de lugares nuevos cada tanto. Y si viajo a los lugares que conozco, me gusta que al menos sean memorables. El resto es efímero.
El pasado y el presente Que Tron (1982) fue una película visionaria, de eso no hay dudas. Introducía el concepto de un héroe atrapado entre dos mundos, uno real y uno virtual, como si fuese Matrix o Avatar. La película se sostenía en base a sus efectos visuales... como si fuese Matrix o Avatar. Pero acá se terminan las comparaciones: el paso del tiempo la ha dejado bastante maltrecha y no sólo eso: la narración no se destaca por ser entretenida. Para más, Disney tiene una suerte de vergüenza con esa película (que, aclaramos, sí se puede conseguir en DVD) y la convierte en una figurita difícil de conseguir (o de ver). Entonces, como el título de clásico le queda bastante grande, se convierte en una película de "culto" (no quiero desprestigiarlas a todas... algunas "de culto" son bastante buenas). Más allá de ser la película favorita de Al Gore, la premisa de Tron es bastante atractiva para atraer millones de espectadores: un hombre atrapado en un sistema informático tiene que pelear por su vida en terribles juegos de video, sólo que no hay segundos intentos. Tron: El legado es consciente de ello, y no es casual que la secuencia más espectacular de la película sea la persecución en motos. Visualmente es una maravilla, aunque hay que ver cómo evoluciona con el paso del tiempo. También hay enemigos comunes, que cuando caen hacen como ruidito de monedas, a los cuales hay que eliminarlos con discos voladores (o freesbees). Son todos seres cibernéticos, así que los héroes pueden seguir siendo héroes. Hay una secuencia divertida donde el protagonista empieza a combatir a un montón de enemigos, y Daft Punk (que además de la banda sonora participa en la película) musicaliza el combate. Es como un videogame, donde al final nos espera un boss. Lo más llamativo de toda la película (después de los efectos visuales, de lo que me ocuparé luego) es su ambición. No tanto el aspecto teológico (bastante obvio, con un Dios que, entre otros grandes logros, creó a Olivia Wilde para pasar el rato) sino el cronológico: Tron: El legado es una película sobre la imposibilidad de deshacer lo hecho, y de recuperar el tiempo perdido. El protagonista sufre porque no ha visto a su padre durante 20 años. El padre, porque su creación lo ha capturado y ha perdido miles (no veinte años "de usuario") de años y lo ha separado de lo que más quiere. Jeff Bridges es este semidios en el mundo virtual, Kevin Flynn, mezcla entre The Dude y un budista, que trata de recuperar el balance perdido y poder regresa al mundo real. No es casual que el villano de la película también sea Jeff Bridges (como Clu, un programa malvado) rejuvenecido, estancando en la original Tron. Los efectos visuales para reconstruir la cara del joven Bridges son los mismos que se usaron para El curioso caso de Benjamin Button. La animación CGI no logra convertir a esta criatura en algo humano, pero tampoco lo hace falso. Es un híbrido que no se camufla como lo hacía, supongamos, el joven Brad Pitt en la película de David Fincher. Como estamos hablando de un ser virtual, podría pasar por alto eso. Clu quiere llegar al mundo real (sus intenciones no son buenas, y una secuencia molestísima lo muestra como un dictador en potencia) porque, por más perfecto que sea ese mundo ficticio, el verdadero planeta Tierra, con todas sus imperfecciones, es perfecto. ¿Por qué quiere salir un personaje de computadora a la realidad? No sabemos, pero supongo que tampoco cabe preguntar eso cuando estos seres se divierten tirándose discos unos a otros. Quizás les falte un upgrade. Además, la fotografía oscura de la película resulta agobiante, y no sólo para sus propios personajes. Si bien hay varios momentos impactantes, que pueden recordar a la escala visual de Blade Runner, la decisión de oscurecer toda la ciudad y darle algunas luces de neón termina agotando. Es como si se justificara por un par de momentos. Nosotros, como los protagonistas, añoramos un rayito de luz, del verdadero Sol. No es lo único que deseamos: el protagonista tampoco no logra transmitir mucha humanidad, aunque por suerte ahi está Bridges (capaz de darle vida a casi cualquier cosa) y Olivia Wilde, una maravilla de carne y hueso, que ningún producto CGI o hecho con piezas de Transformers puede superar. La sensación que deja Tron: El legado es que es tan "clásica" como la primera, quizás menos, porque no significa una revolución en cuanto a efectos visuales (recordemos que la original es el puntapié al cine de animación computarizada) ni estilo temático (es un rejunte de homenajes, incluyendo el momento de disparar desde una torreta como en Star Wars). Además, abarca tanto que termina definiendo poco (la lecutra del paso del tiempo, dentro y fuera de la película, es lo más interesante). Técnicamente está muy bien y puede cosechar algunas nominaciones al Oscar como efectos visuales y dirección de arte, pero cuando un tanque de Hollywood cuenta con tanta capacidad (hagamos un back up: Daft Punk, Jeff Bridges, Olvia Wilde, los efectos visuales) es una lástima que no se haya exprimido más. El resultado final es parecido al de Flynn: Tron: El legado vivirá siempre en comparación con Tron. La versión vieja contra la nueva. Ambas, llenas de maquillaje. O mejor dicho: maquillaje CGI.
Desproporción conmensurable. Un falso trailer del fallido díptico de Grindhouse fue suficiente para encender la chispa que llevaría a Danny Trejo y a Robert Rodriguez a cargarse con una parodia a las típicas películas de acción exploitation de la década de los '80. En un año que parece signado por la nostalgia, más hacia esos años (¿realmente todo lo anterior fue mejor?) y sin ser nada del otro mundo, Machete es la mejor propuesta. Es divertida, entretenida, y cumple con lo que ofrecía ese viejo trailer. Quizás sin tanta efectividad. En primer lugar, el chiste ahora parece demasiado largo. Salvo por un par de secuencias (la "soga" en el hospital, la introducción y alguna más) la locura visual y estética no logra sostenerse durante la hora y media que dura el film. En el trailer, Machete llegaba hasta el cielo con una motocicleta, mientras disparaba a sus enemigos, con la machine-gun que tenía montado el vehículo. En esos dos minutos, donde abundaba el grotesco, se parodiaba a todos los lugares comunes del cine de acción (viejo y no tanto). El héroe inmortal, el one-man army. Todo era desproporcionado, desmesurado y estaba bien que así lo sea. Después de todo, lo que seguía era Planet Terror, una brillante película cómica con zombies. Machete no hubiese sido Machete sin Danny Trejo, un actor secundario de películas como... Es carismático, feo, y rudo. Quizás no tenga demasiado tiempo en pantalla, pero bueno, en una historia donde hay tantos personajes, casi que asistimos a un desfile de caricaturas. Algunas de ellas están representadas por Michelle Rodríguez (una Che Guevara femenina), Jessica Alba (lo más flojo del film, como una agente anti-inmigración) y hasta más que cameos de Steven Seagal, Al Pacino, Lindsay Lohan y Don Johnson. El elenco de Machete, sus posters, todo, contribuyen a crear la atmósfera perfecta de una gran producción de clase B. Todo apunta a un festín de splatter, con amputaciones, muertes exageradas, tiros, explosiones, sexo y violencia. Pero como decía al principio, eso se cumple a medias. A Robert Rodriguez parece fastidiarle muchísimo la xenofobia que hay en los estados sureños en Estados Unidos, y que llevaron, incluso, a proponer leyes racistas para controlar la inmigración ilegal. La película es una creación de Robert Rodriguez, aunque esta vez, el director no compuso la banda sonora y comparte la dirección con Ethan Maniquis (¿Qué pasa con Rodriguez que siempre tiene que dirigir acompañado por otros?). Así, Machete, pasó de ser un guiño, un gran chiste, a ser un buen chiste, lleno de tintes políticos. Todo es muy obvio (y esa es la intención: vean la comparación de la propaganda donde se presenta a los mexicanos como, literalmente, cucarachas) y entorpece un poco la acción. Vamos a ver. es una buena película. Es entretenida y divertida, pero, maldita corrección política, mucho más modesta que el atrevido trailer que ofrecía y cumplía más. Y casi con 103 minutos menos.
Sin la gracia de una película barata. Unos cuantos barcos se acercan a lo que parece ser un fortín endemoniado. La batalla es cruenta, ya que el capitán de esa flota, es un pirata despiadado y sádico. Arenga a las tropas diciéndo que el único demonio es él. Es Solomon Kane. Pronto penetrará la fortaleza, hasta llegar a encontrarse con la mismísima parca, un bicho CGI que no esconde sus orígenes cibernéticos. Luego de una breve escaramuza, tenemos que creer que ese encuentro fue un punto culminante en la vida de Kane. Y bueno, después sigue un festín de clichés donde uno se pregunta si los que hicieron la película no son realmente los demonios. James Purefoy es Kane, y sin dudas es lo más divertido de la película. El tipo es carismático, y si bien por momento parece un Aragorn devaluado (como la película, que está más cerca de la terrible Calabozos y dragones que de El señor de los anillos) por lo menos le pone ganas. Conoce eventualmente a una familia, y el resto es historia, pero con minúscula. Ya sabemos que esa familia lo hará cambiar, que recuperará la humanidad de su corazón, etcétera de la etcétera. No habría tanto problema si todo estuviera bien hecho. Pero cuando veo al tercer monstruo feo, hecho con malos efectos de computadora, todo se va al diablo y no solamente Kane. Cuando uno piensa que las cosas no pueden ir peor, los productores, supongo, metieron mano en el montaje para hacer la película más "digerible". Se nota en escenas totalmente inconexas, como aquella donde, de la nada, asistimos a una feroz resistencia por parte de los héroes, en medio de un castillo en llamas. Es casi como los saltos de missing reels de Grindhouse. Sólo que esta vez, este producto clase B es malo.
Movimiento arbitrario pero liberador Es curioso ver cómo después de 7 libros, 7 películas (y por ahora, esperando sólo 1 más) y millones de dólares cosechados, Harry Potter sigue siendo objeto de amores y odios por igual. El mérito literario de Rowling no debiera tener nada que ver con la crítica de la película. Puede ser buena (o no) literatura, y las películas, mejores o peores. En este caso, nos encontramos con la primera parte de la adaptación del último libro de Harry Potter, que según dicen, es tan denso, que son necesarios dos films, que deben sumar cerca de 5 horas, para condensarlo. Bueno, también es cierto que Harry Potter y la orden del fénix es el más largo, y la película es la más corta. Negocios son negocios. Se podrá acusar a la serie de muchas cosas (hablando, ahora, sólo de la serie cinematográfica), y algunos la podrán comparar con el otro éxito literario de la década (que también es un éxito en el cine): Crepúsculo. Pero hay que decir algo: la serie de Potter tiene mucha más dignidad que la de Edward. Eso me debe de hacer del Team Potter. Así, llegamos al principio del fin, nunca mejor dicho. Un primerísimo primer plano de Bill Nighy, que destaca todos los tics que lo hacen tan famoso, son la carta de bienvenida y el establecimiento del tono general del relato. Nighy es Rufus Scrimgeour, el Ministro de la Magia, que anuncia, con un labio tembloroso y algunas gotas de sudor por la frente, que se avecinan tiempos oscuros. Desde que Alfonso Cuarón tomó la posta en El prisionero de Azkaban, el tono de la serie se fue haciendo más oscuro. Y no sólo por la fotografía. Hasta en la elección del compositor eso se nota: mientras que en los primeros films el músico era John Williams (¿hace falta decir que es el compositor de Star Wars, Superman, Indiana Jones, y tantas otras?) que le dió la inconfundible personalidad al tema principal y aportaba su enorme espíritu de aventuras, ahora el compositor es Alexandre Desplat, un músico tan bueno como variado. Su presencia no se nota tanto como la de Williams, pero igual es soberbia. Lo misión de Harry, Ron y Hermione (tan grandes que cuesta creer que tengan 17 años) esta vez está fuera de Hogwarts. Deben encontrar unos horcruxes para derrotar a Lord Voldemort. Es decir: el horcrux es el McGuffin de la película. No importa bien qué hacen, sino que los tienen que buscar, y pasar por situaciones terribles para conseguirlos, y punto. A diferencia de la última película, en esta Yates apuesta mucho más al entretenimiento a base de explosiones, disparos de varita mágica, y a la tensión genuina que generan algunas secuencias de suspenso. Hay elementos repetidos, claro, como la partida de uno de los amigos post-pelea, el flirteo entre algunos con escena con "desnudos" incluida (y sí, tenían que crecer) y algunas muertes apuradas y otras arbitrarias como para emocionar a la platea. Lo que impide que Harry Potter y las reliquias de la muerte despegue totalmente, son algunos errores que comparte con sus hermanas mayores. En primer lugar, se nota que algunos pasajes están para contentar a los fanáticos del libro. Pequeñas secuencias que suman metraje, pero realmente no son necesarias a la historia. Otro de los problemas, es el Deus-ex-machina del final, del cual esta película no está exenta. El Deus-ex-machina se le llama al artilugio del guionista que aparece a último momento para salvar la situación. Cuando en el tercer acto de una película, algo parece demasiado complicado de resolver, el guionista introduce un Deus-ex-machina. Como ejemplo, podríamos recordar cualquier película de Harry Potter. Los que leyeron el (los) libro(s), dirán que así lo escribió Rowling. Pero bueno, esos serán recursos que usó la escritora cuando no supo como salir del enredo. Que las películas los sigan, es otra cosa. Además, el elenco no puede lucirse demasiado. Grandes nombres han pasado por la saga, como Robbie Coltrane, Alan Rickman, Kenneth Branagh, Michael Gambon (y Richard Harris), Ralph Fiennes, Brendan Gleeson, Maggie Smith, John Hurt, y un largo etcétera. Tantos nombres del Reino Unido, que llama la atención lo poco que aparecen algunos de los mismos en el film. La que más tiempo gana es Ilmeda Stauton, la gran actriz de El secreto de Vera Drake, como la estricta profesora Umbridge. Según la trivia de IMDb, uno de los productores de la serie sólo se lamentó de no haber conseguido a Daniel Craig, Daniel Day-Lewis, Ian McKellen y a James McAvoy. Con Helen Mirren y Judi Dench, hubiese sido un dream-team. Incluso, los mortífagos, ahora más que nunca, son una directa alegoría al nazismo. Persiguen a los sangre impura y hasta los marcan en el brazo. Sí: como en los campos de concentración. Alguno se podrá quejar de la banalidad, o la obviedad, pero no hay que olvidarse que es ficción, y que es Harry Potter. No lo digo con desprecio: afortunadamente la película evita caer en el sensiblerismo y la solemnidad de tantas películas relacionadas con el nazismo. Sí: apuesta al melodrama, pero al melodrama de adolescentes. Sabe escapar con elegancia de las zonas más riesgosas. La acción transcurre en muchos exteriores (que uno supone que siempre son los mismos, con algunos cambios climáticos), a diferencia de las anteriores que se desarrollaban puertas adentro de Hogwarts. La aventura está allá afuera, y bueno, hay que salir a buscarla. Si bien los momentos más débiles de la película son aquellos donde los personajes debaten qué hacer, y cómo seguir, en el bosque, casi siempre son rescatados a tiempo por la tele-transportación. Está bien: para los que no siguen la serie (o los que no recordamos cómo funciona eso) parece algo muy arbitrario, pero como agiliza muchísimo el relato, no está mal. Y esa es la principal virtud: los personajes se mueven de aquí para allá, como si tantos años encerrados en Hogwarts tuvieran sus consecuencias. David Yates apuesta por agilizar el relato, y no le sale mal. Los mejores momentos de La orden del fénix, eran aquellos donde el director apostaba por el espectáculo grande. Se nota que esos son los momentos que Yates más disfruta, y le quita la pereza y la modorra a las situaciones y diálogos. En el aspecto técnico, la película está más que bien, e incluso hay algunas apuestas arriesgadas (por lo menos para una superproducción de Hollywood). Quizás ese sea un buen resumen para toda la película: está bien, es entretenida, no revoluciona al cine, pero tampoco todas las películas están orientadas a eso. A ver con qué trivialidad me salís... - El primer trailer casi no tiene secuencias de la primera parte de Las reliquias de la muerte. Y a decir verdad, el trailer de la verdadera película entusiasma mucho menos que ese...