Un viaje a Villegas sin mucho que contar Un muchacho recibe la noticia de la muerte del abuelo. Le avisa al primo, pasa a buscarlo con su auto y ambos parten de Buenos Aires a Villegas, un viaje de siete horas que ellos extienden con un desvío, cena y sobremesa en restaurante, alguna discusión, y un tiempito haciendo noche al costado del camino. Llegan a la casa paterna, saludan a la familia, se lavan, se cambian, total el muerto no tiene apuro, y una vez cumplido el trámite tampoco tienen apuro en volver. Para estar en sintonía, el público debe ver esta obra sin apuro alguno. La idea es buena. También es bueno el tono elegido para desarrollarla. Tranquilo, contenido, con ocasionales amagos de disrupción. Un personaje es medio formal, con novia oficial ausente, el otro es medio informal, sin novia, los dos son flacos de aspecto entre fastidioso, engrupido y aburrido, los demás parientes también son flacos y medio formales, y casi todos secos (de carácter). Más tarde se arriman unas flacas con ganas de guerra. A una la paran en seco (de mala educación) y del encuentro con la otra no veremos el resultado. Tampoco vemos mayores conflictos, aunque cabe sospechar que algo pasa por la mente de los protagonistas. Interrogantes ¿Pasa también algo entre ellos? ¿Será que nunca lo sabremos? Como sea, cada uno debe resolver su vida. En todo caso, la sangre no llega al río, y en muchos casos no llega ni siquiera a la superficie de la piel. ¿Tendrá consecuencias liberatorias la presencia de otra flaca más amable que vive a mitad de camino? Porque ella es la última esperanza de que pase algo. Eso es todo, y si el espectador no espera más, puede que disfrute de algo. Tal parece ser la idea del autor. Es linda la parte donde casi se chocan unas vacas en medio de la noche. También la figura del padre sugiriendo al hijo la posibilidad del regreso. En dos semanas querrá hacerlo volver a Buenos Aires de una patada.
Fábula más empalagosa que poética En su libro «Los viernes de la eternidad», María Granata imaginó una chica condenada a convertirse en vegetal por un maleficio más o menos transitorio. Silvia Kutica, entonces al comienzo de su carrera, interpretó ese personaje en la versión cinematográfica de Héctor Olivera, donde la criatura incluso florecía hermosamente. Mucho antes, al comienzo de «El señor doctor», Cantinflas recibía a un niño del que le brotaban plantas por las orejas. «No es tierra, son las plantas de los pies, que se le han subido», era el dictamen del galeno, y ahí nomás las arrancaba de raíz como cualquier jardinero. Lo que acá vemos quiere estar más cerca de la fantasía de Granata que del disparate cómico de Cantinflas, pero a veces resulta involuntariamente disparatado, y lo malo es que no causa mayor gracia, sino más bien vergüenza ajena. Una lástima, porque se supone que han querido hacer una fábula poética, y en parte casi lo consiguen. Este es el cuento. Una pareja quiere convencer a la autoridad sobre sus méritos para recibir un niño en adopción, y en el esfuerzo le cuentan la experiencia mágica que vivieron en su afán de ser padres. No podían serlo, estaban desconsolados, y tan afligidos que de pronto escribieron en unos papeles las virtudes del niño ideal que soñaban, y los plantaron en el jardín, donde, sin dudas, habría repollos encantados porque de otro modo no se explica. Esa noche llovió, y el chico apareció. Supuestamente con las virtudes soñadas, y claramente con unos cuantos vacíos informativos y volitivos, hojitas brotadas a la altura de las canillas, y aspecto de diez años cumplidos, pero no vividos. Le faltaba experiencia. Tampoco los padres tenían experiencia. Entonces hacían papelones públicos en trío, pero nadie se afligía demasiado. ¿Alguien soñó con un hijo futbolista? Pues ahí estaba en el campeonato infantil aunque fuera un tronco. Y como tal, en vez de seguir la pelota se paraba a gozar de la fotosíntesis. Pero como ésta es una película, entonces el chico de buenas a primeras se mandaba unas figuras mejor que Ronaldinho en sus tiempos mozos. En resumen, pasan esas y otras cosas similares, hasta que se le secan las hojitas, lo que significa que ya no está verde, y tiene que irse. Los tipos éstos, que son unos atropellados, le cuentan la historia a la agente de adopción que decidirá su destino, y asunto arreglado. En fin, como argumento hay cosas peores, el problema es que la productora enredó la historia con otros elementos y personajes, dejando demasiadas incoherencias a la vista, y encima le dio una pátina innecesariamente empalagosa. Eso sí, el lugar es hermoso, uno de esos pueblos rodeados de árboles de Georgia y Carolina del Norte dignos de almanaque, y la casita de los aspirantes a padres tiene un parque ideal para que cualquier criatura pueda retozar a gusto. Dato extraño: algunos observadores dicen que es la misma casa donde se filmó «Halloween II» (a propósito, quizás hubiera sido bueno contar esto como historia de terror, tipo «La pata de mono», y no como la ñoñería que se nos ofrece).
Cine de sugerencias para contemplativos Le falta fuerza al guión, y tensión a la historia, que casi no existe, pero tiene sus aspiraciones este cuadro de un último día en las afueras de un pueblo perdido. Fotografía bien cuidada hecha con mínimos elementos, edición sonora todavía más cuidada, clima particular, que en partes delata cierta influencia del mexicano «Stellet lich», vulgo «Luz silenciosa», sobre todo en los tiempos y la ambientación. Aquel se ubica en una comunidad menonita de Chihuahua y está hablado en plautdietsch. Y éste en una aldea entrerriana de descendientes de alemanes del Volga y alterna el castellano con el wolgadietsch. Durante mucho tiempo ésa fue la única lengua practicada en Aldea Spatzenkutter, Aldea Protestante, y otras nacidas en Entre Ríos a fines del Siglo XIX, y todavía hoy los viejos la hablan cotidianamente. Gente trabajadora pero cerrada, desdeñosa de los «schwartz» locales, se fue abriendo con los años e hizo crecer la ciudad de Crespo, convirtiéndola en Capital Nacional de la Avicultura. Pero después vino el declive y su único orgullo en los tiempos recientes ha sido el defensor Gabriel Heinze. Esta película se limita a darnos una pintura de ese declive. Advertimos los restos de una granja avícola venida a menos, parece que por algún virus. Los pollos y gallinas ya dan lástima. La madre está trabajando muy ocupada en su casa, que debe abandonar. El hijo adolescente está ociando desocupado en el campo, que también abandona. La hija adolescente tampoco hace nada útil. Deben despedirse y los vecinos se retraen, como suele retraerse la gente frente a los fracasados. No pasa mucho más, aunque se sospecha otro drama inmediato, el embarazo de la chica por un amor prohibido. Cine de sugerencias, de climas y desarraigo. Envuelve al público contemplativo, aburre al otro, que agradece su brevedad. Dura 75 minutos.
El dolor, con gran altura artística Reflexionaba François Truffaut sobre el éxito mundial de «Gritos y susurros», aquel drama bergmaniano de una mujer agonizando de cáncer ante sus hermanas, en tiempos aún más difíciles que hoy para la medicina. ¿Por qué la gente quería presenciar tamaño sufrimiento? Quizá, decía en su libro «Las películas de mi vida», porque el público intuyó que recibiría una experiencia artística capaz de sublimar la temida experiencia de la realidad. La curva ascendente del arte compensaría la curva descendente de la vida. El razonamiento puede aplicarse ahora al éxito mundial de «Amour», donde una anciana sufre una enfermedad degenerativa apenas auxiliada por su esposo también anciano. Dicho sea de paso, ambas obras recibieron igual cantidad de nominaciones al Oscar, cinco, entre ellas las de mejor film y mejor director. Claro que Michael Haneke no es Ingmar Bergman, pero tiene lo suyo, y esta vez también tiene algo de ternura. Su habitual escepticismo y sus escenas de crueldad dieron paso a una mirada piadosa sobre el compañerismo, el cariño, la paciencia, el dolor ante la decadencia del ser querido, la vergüenza de la persona enferma. La resolución, eso si, es «a lo Haneke». También lo es la distancia que evita la lágrima. La elección y dirección de los intérpretes, la ubicación inicial de los personajes en medio de una audiencia (son músicos jubilados asistiendo al concierto de un ex alumno que los admira), el detalle simbólico de la cerradura falseada como si un ladrón quisiera irrumpir en el hogar (y ese ladrón es la enfermedad), una pesadilla, la charla con la hija casada, típico «familiar ausente», el modo calmo con que se muestran avances y resignaciones, e incluso agotamientos, las recorridas por las habitaciones o por el álbum de fotos, la cámara discretamente alejada en ciertos momentos, los silencios, la relación con una paloma, permiten apreciar la mano del artista. Y soportar lo que vemos en la pantalla, aunque a fin de cuentas es poco comparado con lo que más de un lector habrá tenido que pasar en su propia familia. Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan a esos dos ancianos. Los dos solos en su refugio, y cada uno en su propia soledad. Sus actuaciones son soberbias, con unas miradas inolvidables. Que los hayamos visto a lo largo de años, desde que eran jóvenes y hermosos, y que los veamos ahora, tan cerca del momento de la despedida como sus personajes, también es impresionante. Pero ellos tienen acá la suerte de una hermosa despedida artística.
Un emocionante ejemplo de entereza Nacido Yankele Fuks en la vieja ciudad de Lodz, adoptó su nombre definitivo en Nueva York, adonde fue a vivir después de la guerra. A partir de entonces se llama Jack Fuchs. Diez años después vino a visitar unos tíos, y otros años después, ya cuarentón, vino, se enamoró, se casó y tuvo una hija. Más tarde enviudó, tiene tres nietas, fue a visitar Lodz y también Auschwitz. Ahí me dijeron que debía pagar la entrada. La primera vez que fui no me cobraron, dice, con típico humor judío. Así es Jack Fuchs al borde de los 90 años, alto, la voz firme, las réplicas inmediatas, llenas de lucidez y simpatía, buen cocinero, buen anfitrión, abuelo afectuoso, memorista que tardó lo suyo en elaborar todo lo que había vivido y empezar a contarlo. Primero pensó qué daño se hace, o hace a otro, y en qué contribuye recordar ciertas cosas. Pensó para adelante: recordar lo que uno ha pasado, pero no vivir en el pasado. Y recién después empezó a dar charlas y escribió un par de libros: Dilemas de la memoria y Tiempo de recordar La cámara lo sigue por la Facultad de Derecho, una escuela privada, otra estatal, recopila entrevistas televisivas, el acto de homenaje en la Legislatura de la Ciudad, algo de su regreso a Lodz con la hija, y también la visita de personas como Diana Wang, hija de sobrevivientes, y Elsa Oesterheld, a quien en los 70 le mataron al marido, sus cuatro hijas y dos yernos, y robaron dos nietos, mujer que en un gesto admirable se sobrepone a su tragedia y le dice con hidalguía El dolor en nosotros dos es esperanza, en otros es odio. Así vamos oyendo algunos breves relatos de Fuchs a sus diversos auditorios, sobre el momento en que la familia fue descubierta y entregada por la propia policía judía del gueto y otras situaciones terribles, pero no cuenta mucho, y no dramatiza nada. El habla en especial de los espacios vacíos que suele tener la memoria, acaso en defensa propia, de la tercera persona que a veces asume para no derrumbarse. Y observa que ya no puede llorar. Cuando llegó la liberación, y al fin se vio debidamente bañado y con ropa limpia, se dijo Ahora ya puedo morir. Morir dignamente, explica alguien. Pero siguió viviendo. Estamos condenados a vivir, sonríe con algún dolor. De su vida antes de 1940 solo tiene una foto que le llegó muchos años después. Allí están, gozando un día de sol, el padre, la madre, el hermano mayor, la hermanita, y había una hermanita más, que no salió en la foto. Solo él quedó vivo. De su viejo barrio, apenas hay unas casas abandonadas. La película ofrece allí un dibujo evocativo, agradable, de gente reunida ante los músicos ambulantes, un dibujo de lindos colores, que contrasta con las paredes descascaradas que quedaron. Pero ahí estaba el árbol del título. El hombre ve a ese árbol como una metáfora de sí mismo. Nosotros vemos a ese hombre como un ejemplo de entereza. Autor, Tomás Lipgot, documentalista sensible, sencillo, y sinceramente comprometido con sus retratados, como ya hemos visto en Fortalezas, Moacir, y Ricardo Becher, recta final. Digno de aprecio.
“Los miserables” de cine adolece de lo mismo que el musical Aclaremos: ni Victor Hugo ni Tom Hopper tienen la culpa. Esta no es una adaptación de la novela, sino una traslación del musical (en versión inglesa) de Schonberg, Boublil, Natel y Kretzmer. El mismo que se hizo en español en la temporada 2000 del Opera, traducido por Mariano Detry, dirigido por Ken Caswell, y cantado sobre un enorme disco giratorio por Carlos Vittori, Juan Rodó, Zenón Recalde, Silvia Luchetti, Elena Roger como Fantine y Pili Artaza como Eponine. Ahora aparece cantado por Hugh Jackman, Russell Crowe, Eddie Redmayne, Amanda Seyfried, Anne Hathaway, que se lleva las palmas, y Samantha Barks, que le pisa los talones pero tiene la desgracia de cantar cuando el público ya empezó a cansarse. En escena, la obra duraba 200 minutos más intervalo. En cine dura 158, pero parecen más. Es que metieron todas las canciones, que son largas, reiterativas, encima algunas detienen la acción, y para más agregaron otra, bonita pero también larga. Apretaron los números sin respiro, hicieron lo posible, pero ese musical ya nació con un problema insoluble: justo cuando el público está enganchado con el enfrentamiento de los protagonistas, se anuncia un paso del tiempo, surge una nueva generación que poco nos importa, y cuando volvió a engancharse empieza una larga serie de despedidas donde cantan hasta los muertos y lo único que falta es que toda la compañía termine bailando el pericón nacional. Aún así fue un suceso mundial y terminó llevado al cine, con todos sus méritos (algunas canciones son lindas y están muy bien cantadas) y sus deméritos: estiramientos, pompa, mínima información para quien ignore la tremenda historia original de redenciones y autopuniciones en medio de una sociedad cruel, mezquina y cambiante, etcétera. El director hizo lo suyo y se jugó bien: entre otros hallazgos acercó la cámara al rostro sufriente de cada intérprete (una ventaja sobre el teatro), marcó transiciones con símbolos de muerte y resurrección, reservó los grandes planos generales para impactar en muy específicos momentos, desplegó acción no solo teatral en el capítulo de la revuelta, y, según dicen, grabó a los intérpretes en directo para que trascienda más fuertemente su emoción. Como si estuvieran en público. Nada de regrabación en estudio, ni playback. Eso, con los buenos intérpretes seguramente funciona. Pero a Crowe hubiera sido mejor doblarlo directamente. Su canto es limitado y, peor aún, inexpresivo. Y justo le toca la parte de Javert, el de la terrible toma de conciencia. Algo mejor está Jackman en rol de Valjean, aunque por ahí nos distrae un pensamiento raro: lo vemos, y parece como si Coco Silly hubiera adelgazado. Y en una de esas, éste, bien dirigido, capaz que hace un Valjean más intenso. Postdata: para interesados, quizá las mejores adaptaciones de la novela sean las de 1934 (Harry Baur, Charles Vanel), 1935 (Fredric March, Charles Laughton), 1958 (Jean Gabin, Bernard Blier) y 1978 (Richard Jordan, Anthony Perkins). Párrafo especial, la hermosa paráfrasis de Claude Lelouch, 1995, con Jean-Paul Belmondo durante la II Guerra, evidenciando la eterna actualidad del relato de Víctor Hugo.
Registro que debió quedar en familia Poco antes de filmar la película estrenada en enero, «Graba», con sus francas y extensas sesiones de sexo y su pintura de una ciudad de Paris fria y vacía, Sergio Mazza filmó lo que ahora vemos, su registro más íntimo y más público al mismo tiempo. El más comprometido a nivel personal, y también, paradójicamente, el de estilo menos personal. Es probable que muchos otros en su misma circunstancia hayan conseguido el permiso y hayan hecho lo mismo. Pero es difícil que alguien lo hilvane y lo estrene, como hizo él. Es que Sergio Mazza nos presenta el parto de su mujer. Los días previos, la noche de la internación apurada, las visitas de las enfermeras, la partera y el médico, y (abreviados, por supuesto) los detalles del trabajo de parto. El esfuerzo, el agotamiento, la paciencia del personal, el placentero fruto. ¿Por qué la necesidad del registro? El mismo autor ha dado sus explicaciones, confesando, básicamente, que la cámara «me permitió observar todo tomando distancia (...). No sé si hubiese tolerado la sangre, las miradas de los médicos, el grito de mi mujer, los latidos del corazón de mi hijo, las horas con tanto riesgo si no hubiese tenido la herramienta que me saca de mí, que me permite mirar con otros ojos. Creo que toleré todo eso gracias a la cámara». Le tiembla un poco en varios momentos. Por suerte cuando llega lo más importante la deja firme en algún trípode y se va a acompañar a su esposa como corresponde. También, por suerte, la ubica de tal forma que el encuadre resulta suficientemente explícito pero decoroso. No como Naomí Kawase, que en «Tarachime», insultando públicamente a su abuela y desafiando gratuitamente a la familia y al público japonés, hizo filmar su propio parto de frente, y cuando el niño sea más grande que se arregle con su psicólogo.
Curiosos deportistas con anécdotas gozosas Esta película habla de 22 jugadores, amén de suplentes y colegas de otros equipos, y dos amigos. Los dos amigos son los directores técnicos de cada equipo en juego, y además son dueños de todos los equipos, la cancha, los arcos, los vasos y el whisky. A cada jugador lo eligen detenidamente, lo pulen, lo hacen rendir, lo conservan. En cajas. Se trata de botones de varias clases y tamaños, cuidadosamente lijados para responder mejor a la presión de la tarjeta que los impulsa, según su ubicación en la cancha, peso y tamaño. Los grandotes en la defensa, los de desplazamiento más ligero en el ataque. Con sus respectivos nombres, que evocan nombres de antiguos futbolistas. Antes los niños jugaban de esa forma, tirados a la siesta sobre pisos de portland o cerámica. Después se acabó la infancia, pero algunos siguieron jugando, ya sobre una mesa. En ciertos países hasta hay asociaciones locales (Esplugues Futbol Associació de Cataluña, Futmesa Brasil, donde además está oficialmente reconocido como deporte, etc.) y por acá también existe La Argentina de Fulbotón. Los dos hombres ya grandes que acá vemos tienen su propia asociación: una amistad de medio siglo y la yapa. Tienen también un similar sentido del humor, paladares cultivados, y el don, que también cultivan, de la conversación afable y la narración graciosa. Da gusto escuchar sus anécdotas y observaciones. Sin ellos no habría película, ni público: los conocidos periodistas Romulo Berruti y Alfredo Serra. Brillantes, distendidos, verlos y escucharlos es un regocijo, aumentado por la buena onda de los dos muchachos que hicieron la película, Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, que agregaron separadores tipo "La cabalgata deportiva" y otros chistes y, sobre el final, se trajeron otros dos jugadores, de Brasil nada menos. ¡El clásico sudamericano reeditado en jugadores de nácar, madrepérola y galalita, salidos de los potreros de Perramus y Los 49 Auténticos! ¿Y el árbitro será el Botón Tolón? Un deleite.
Sólido documental de sabor agridulce Duele dulcemente, atrapa con una serie de intrigas y sorpresas, y no puede sino elogiarse por su búsqueda y elaboración, este nuevo documental de José Luis García, el segundo que hace. Siete años pasaron desde el primero, el notable "Cándido López, los campos de batalla", donde rehizo los caminos del soldado y pintor durante la Guerra del Paraguay, hallando a su paso los resabios que dejó esa lucha. Ahora García rehace, en lo posible, un viaje que él mismo había experimentado cuando jovencito, en 1989, hallando a su paso las cicatrices de la vida y los resabios de la juventud. Lo lleva la necesidad de encontrar una muchacha admirable de ese entonces. ¿Qué sería de su vida? Aquel viaje fue de pura casualidad. Un día él apareció como sapo de otro pozo suplantando a su hermano en una delegación de izquierdistas argentinos al XIII Festival Mundial de la Juventud organizado en Pyongyang, capital de Corea del Norte. Con una Super VHS registró fiestas, desfiles, carteles, Eduardo Aliverti y Hernán Lombardi (con otro look y seguramente otro pensamiento), representantes del Partido Comunista de Inglaterra declarando que las Malvinas son argentinas, rockeros europeos y norcoreanos alegres y coloridos como cualquier persona del planeta, aunque Hollywood nos haga pensar que todos ellos son circunspectos y visten uniforme gris. Y en plena fiesta apareció una chica surcoreana. Linda, fresca, sin ataduras mentales. Había cruzado medio mundo para entrar al norte de su propio país con un anhelo de unión nacional por encima de las ideologías. En las calles la gente la rodeaba de cariño, la adoraba, la llamaba Flor de la Reunificación. Pero ya debía volver a Seul. Un cura la acompañó para que no la mataran en la frontera. Se supo que la arrestaron apenas pasó el paralelo 38. ¿Y después? Tres semanas antes había sido la masacre de Tian Anmenn. Dos meses después fue la caída del Muro de Berlín, apurando, como piezas de dominó, la caída del Imperio Soviético y sus regímenes satélites. Y al mismo tiempo Corea del Sur se disparaba como semipotencia económica. Pasaron los años. Cada tanto, García se preguntaba qué habría sido de aquella chica linda y soñadora. Ya con una cámara digital, Internet, y un amigo coreo-argentino, pudo saber algo. Y decidió ir, y hablar con ella. ¿Seguiría siendo la misma? Así pudo ubicarla, hoy profesora universitaria. Pudo cruzar hasta la otra punta del mundo, charlar con sus padres, que la acompañaron, los monjes que le dieron consuelo, los amigos. Pero le costó hablar con ella. Sucesivos golpes, que culminaron con la muerte de un hijo, habían ido moldeando otra mujer. Una mujer de humor cambiante, desconfiada del curioso argentino, desolada en su ilusión juvenil, y volcada al recuerdo de una ilusión del hijo. Vamos viendo entonces sus contradictorias, conflictivas, instancias de acercamiento en Seúl y, sorpresivamente, en Buenos Aires. Y ahí nos cae la ficha, y entendemos, con pena y admiración, la complejidad de los corazones. Ella era la chica del sur, con un norte imposible. Hoy, por el recuerdo de un niño, mira hacia un sur inalcanzable, y por lo tanto limpio. Así es la vida, una ilusión. Pero la película es muy buena.
Potente fábula de crecimiento en un mundo apocalíptico Imagine el lector una pequeña comunidad casi primitiva, y orgullosa de serlo, en las afueras del Dock Sur, o en la tercera Sección del Delta, con el fondo no tan lejano, pero ajeno, de la vida urbana y fabril. Otro mundo, a pocos kilómetros del que transitamos cotidianamente. Para el caso, un villorio de cajunes y afines en una isla de Louisiana, frente a las refinerías y una represa que están allá en tierra firme, y las aguas del Golfo ahí nomás. Cuando se derritan los hielos polares ese pequeño mundo va a desaparecer. Quizá no falte mucho. Así más o menos lo enseña la maestra en la escuelita de la isla, y enseña también otras cosas, en ilustraciones escolares pintadas donde menos se espera. Tampoco uno espera, ni se imagina, que la niña de esta historia encienda la cocina del modo en que lo hace (no se recomienda llevar chicos inquietos al cine, no sea que luego quieran imitarla). Esa escena deja a cualquiera estupefacto, muerto de risa y espanto. Y no es la única. Los niños de un lugar semejante no se crían igual que los de otros lugares más civilizados. A propósito, el título de estreno local es bastante amable. El original habla de bestias, entendiendo por tales tanto a los enormes uros que la niña teme en sus fantasías, como a los propios habitantes del lugar. Que beben y hablan y se la aguantan a lo bestia, y se niegan al socorro de la Asistencia Civil. Pero en el fondo son unos tiernos. Potente fábula de crecimiento en un mundo apocalíptico, fuerte retrato de seres casi primitivos a pocos kilómetros del mundo moderno, intensa y singular historia de amor entre una niña y su padre enfermo. Eso, y todavía algo más, es en pocas palabras la película que acá vemos, asombrados, regocijados, ocasionalmente emocionados, y estremecidos, con un estremecimiento que sigue hasta el final, bajo los efectos de una música de raíces también primitivas. No corresponde contar más. Solo decir que es una obra singular, que seguramente exagera y estiliza la realidad del lugar pero no la traiciona, y que está hecha con intérpretes irrepetibles de la comunidad cajun de Louisiana, y con sus músicos (los Balfa Brothers, The Lost Bayou Ramblers y algún otro). Protagonistas, un taponcito de garra actoral impresionante y nombre enrrevesado, Quvenzhané Wallis, y un hombre que en la vida real es panadero, Dwight Henry, que para alivio de tantos troncos ya dijo que no piensa ser actor profesional. Autor, con todo el ingenio, el sentido artístico y la habilidad para dirigir no actores, el debutante Benh Zeitlin. Pero a este "Beast of the Southern Wild" conviene encontrarlo en la pantalla grande. Coguionista, Lucy Alibar. A ella le debemos el cuerpo básico del drama familiar que universaliza la obra.