La fábula de los hermanos Grimm Blancanieves y los siete enanitos se arraiga en un curioso realismo en manos de la directora Anne Fontaine. La disputa por un reino de belleza transformado en un hotel de lujo, y por un amante antes que un padre, ubica a Claire (Lou de Laâge) y a Maud (Isabelle Huppert) en las antípodas: la primera es una inocente joven que explora su sexualidad en un bosque habitados por hombres; la segunda es la artífice de una pérfida venganza más por mandato dramático que por verdadero deseo de atesorar su juventud perdida. La narrativa imaginada por Fontaine intenta anclar la tradición de Blancanieves, su inocencia, los enanos y la manzana, en un mundo de contornos reales. En ese juego, con un humor fuera de timing y personajes huecos, algo se extravía y la historia de esa joven que vive la huida inconsciente de su madrastra como una liberación no deja de ser una sucesión de juegos eróticos para la cámara, que aspiran a evocar el halo trágico del relato popular exprimido por el cinismo contemporáneo. Huppert hace lo que sabe hacer: recrear otra vez ese imaginario de mujer fría y perversa que proyecta con su magnética aparición, sus labios rojos y su furia contenida. Pero acá con eso no basta, su personaje se desgaja en una construcción endeble y ella se pierde en una película que nunca está a su altura de su talento.
Una pintora se refugia en su casa familiar en el campo para recuperarse de sus adicciones y retomar el trabajo creativo. En su descanso, la visitan los recuerdos de su trágica infancia, las presencias fantasmales, el temor a la falta de inspiración. Sin embargo, el prometido viaje interno de Sofía (Ingrid Grudke) se convierte en un tortuoso devenir de escenas sin pasión ni carga dramática. Son apenas eslabones sueltos de un guion forzado y perezoso, agravado por los giros absurdos y las pobres interpretaciones. A esa fallada alquimia se suman inexplicables pretensiones de psicologismo y teoría del arte. El director Roberto Salomone parece quedarse prisionero de una disyuntiva. Si la historia de Sofía nos sumerge en la inquietud del thriller, tensando el espacio entre lo real y lo onírico, o si nos conduce hacia los dilemas de la creación artística, la necesidad de sugestión y alucinógenos para arribar al genio. No hace ni una cosa ni la otra. Luego de dar los primeros pasos, de algunos flashes del pasado y la salida del psiquiátrico, no hay nada más que un derrotero hueco, ridículo por momentos, sin misterio alguno. Sofía y cada uno de los personajes son bosquejos de intenciones, figuras vacías que se mueven por los caprichos y las pretensiones del guion. Todos sus elementos, desde una pelota que se cae por la escalera o una nena que deambula por la casa, son escalones estériles en un relato que no inquieta, ni interesa, ni emociona.
Como en un baile de disfraces, cada personaje de Hacer la vida esconde su verdad tras la mejor máscara. La Rusa (Raquel Ameri), sus sueños de natación olímpica tras la espera de un marido que no llega; Lucy (Bimbo), el anhelo de escapatoria hacia las tierras del Sur; Mónica (Victoria Carreras), una maternidad delegada en el cuidado obsesivo de su perro Aquiles. En el patio central de un viejo edificio porteño, esas historias arman un teatro curioso en el que las vidas se encuentran y desencuentran, se encaminan y desvían tras el velo de su propia representación. Sin embargo, lo que parece una idea atractiva, nunca encuentra la soltura a la que aspira. Cada personaje se sostiene apenas como una isla, con parlamentos impostados y relaciones forzadas por el andamiaje del guion. La película de Alejandra Marino no termina nunca de encontrar su equilibrio, de conjugar los destinos de sus criaturas más allá de la imposición de esa convivencia en el espacio. Lo que podía ser una comedia ácida se anula en momentos dramáticos fuera de tono, en interpretaciones dispares, en un relato que nunca está a la altura de la chispa que parecía originarlo. Lo mejor está en el choque subterráneo entre Lucy y su madre, la joven rebelde y la dama con ideales de otra época, con sus visiones y su tiranía mística. En la tensión interpretativa que consiguen Bimbo y Luisa Kuliok se despliegan los únicos destellos de comedia que la película consigue con fluidez y verdadera gracia.
Horrores y monstruos ambientales En la cena anual de la Alianza Química Ohio, una gala de celebración para las compañías petroquímicas y sus abogados defensores, Rob Billot (Mark Ruffalo) quiebra la armonía. Se acerca a uno de los ejecutivos de DuPont para exigirle detalles sobre el contenido de los desechos que vierten en el río Ohio. En ese clima de festejo, Billot expone el secreto, lo saca a la superficie a los gritos. Allí se consagra la personalidad de Todd Haynes, más allá del peso de la denuncia, de la expresión grave de Ruffalo, de la vocación programática de la película. Su mirada como director asoma bajo el tono lúgubre y azulado de la puesta en escena como un consciente ejercicio de rebeldía. Tráilers "El Precio de la Verdad: Dark Waters" - Fuente: Fandango Latam02:40 El precio de la verdad cuenta la historia de una extensa demanda, que comienza en los años 90 cuando Billot recibe la visita de un granjero de Virginia al que se le muere el ganado. Billot sortea su incredulidad y su lealtad laboral con una firma que defiende compañías químicas, para iniciar una cruzada que le lleva toda la vida, que lo consume como un deber y una obsesión. Es cierto que a la película le falta la fuerza espectral que podía vislumbrarse en la genial Safe (1995), en la que ese mundo de contaminaciones y poderes intangibles también llevaban la vida de Julianne Moore hacia el límite de lo posible. Sin embargo, bajo una apariencia más prolija y discursiva, Haynes nos regala una película de horrores y monstruos, mucho más peligrosos y presentables que los que habitan en la oscuridad.
En una fortaleza vidriada sobre la costa de San Francisco, Cecilia (Elizabeth Moss) abre los ojos. El minucioso plan que ocupa su mente incluye la escapatoria perfecta de las garras de Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen), genio de la óptica que la tiene controlada en su morada. No es un extraño ni un secuestrador, sino su pareja, sociópata cultor de una violencia sutil y asfixiante. Es ese temor a lo cercano e imperceptible la pista inicial que elige el australiano Leigh Whannell para su mirada sobre un mundo de poder y opresión. Apenas inspirada en el clásico de H. G. Wells y abiertamente nutrida de historias de terror doméstico como Luz de gas (1944), la nueva El hombre invisible revierte el punto de vista del original, anclado en el científico loco que anhela controlar el mundo, para seguir a su víctima, prisionera del silencio y los espacios vacíos, acorralada por amenazas en las que nadie cree. Más allá de ciertos efectismos visuales y algunos excesos en los giros narrativos del final, Whannell consigue inquietar a partir de certeros movimientos de cámara que llevan la empatía del espectador hasta el imperativo de avistar lo incomprensible. La película tensa el imaginario de la mujer abusada entre el recuerdo de las historias de venganza de los 70, la estética analógica de los thrillers de los 90 y una búsqueda nueva, concentrada en las extraordinarias expresiones de Elizabeth Moss, quien nos deja ver un horror allí donde solo podíamos imaginarlo.
En su fábula sobre el llamado del origen, Jack London imaginó el camino inverso de un involuntario héroe. De la vida confortable en un hogar suntuoso a las exuberancias de la naturaleza, donde anida la esencia perdida en tiempos de modernidad. El relato implica cierta resistencia al reinante positivismo de comienzos del siglo XX. Su héroe es Buck, un perro malcriado en un hogar burgués, que en los años de la fiebre del oro comienza su travesía hacia los confines nevados del Ártico. Pese al intento de homenaje que este film delinea sobre aquel universo literario, su mirada reniega de una de sus principales fuerzas: el costado salvaje de la naturaleza. Esa aura temible de lo primitivo apenas se vislumbra en la simpática expresión de un perro humanizado, adherido en demasía al diseño digital. Sus encuentros con hombres brutales y fraternales animales tienen siempre un aire de programación antes que de sorpresa y peligro, como si ese viaje estuviera protegido por los comandos de un videojuego. Aun en la presencia de Harrison Ford como un padre en duelo y en la pérfida irrupción de otros villanos humanos, la película explica en off cualquier signo ambiguo y no se aparta del ideario de una naturaleza domesticada, recurso al servicio de un perro que viaja lejos para terminar demasiado cerca.
Oz Perkins ya había demostrado en la modesta Soy la cosa bella que vive en esta casa (2016) -disponible en Netflix- que el cine de terror puede prescindir de historias densas y laberínticas y disponerse a construir un creciente estado de inquietud. La anécdota entonces era la ambigua relación entre una enfermera y una novelista anciana y el inquietante espacio, una húmeda casona plagada de recuerdos y fantasmas. Ahora el director retoma el tradicional relato de los hermanos Grimm ( Hansel y Gretel) para subvertirlo en su estilo y protagonismo: es Gretel (Sophia Lillis) la que conduce la aventura junto a su pequeño y hambriento hermano Hansel (Samuel Leakey) hasta una casa escondida en el bosque. El universo ocre y expresionista se convierte en un permanente preámbulo de una tensión dramática que no termina de erizarnos la piel. La película es visualmente deslumbrante pero bajo esas maravillas, el horror tiende a diluirse en una narrativa indecisa -demasiado apoyada en la voz en off- y una serie de resoluciones anticlimáticas. Si persiste su atractivo es gracias a la potencia de la historia vista desde el prisma femenino: la joven en el vértice de su descubrimiento como mujer que encuentra en aquel banquete todos los espejos posibles. La ambición de Perkins, concentrada en el magnetismo de las imágenes, se olvida de afinar una progresión dramática que es, en última instancia, la que nos involucra en la suerte de los que queremos y odiamos.
Construir una ficción alrededor de uno los hitos más relevantes del #MeToo, como fue la caída de Roger Ailes, el director de Fox News denunciado por acoso sexual, era todo un riesgo para una película que intentara trascender la coyuntura. ¿Cómo contar esa historia tan cercana en el tiempo, eje de la agenda pública junto al "caso" Harvey Weinstein, y atravesada por el poder de una de las cadenas de noticias más influyentes del mundo? El director Jay Roach sale indemne del desafío al liberarse de toda solemnidad y conseguir un relato inteligente y atractivo sobre un tema que podría haber derivado en un decálogo de culpabilidades. El guion de Charles Randolph ( La gran apuesta) abre el espectro sobre tres personajes claves: Gretchen Carlson (Nicole Kidman), la legendaria conductora de la cadena que inicia las denuncias; Megyn Kelly (Charlize Theron), la estrella de Fox News cuya ambición e independencia tornan compleja su figura, esquivando cualquier bosquejo de fácil heroísmo; y Kayla Pospisil (Margot Robbie), personaje modelado a partir de los testimonios de numerosas denunciantes. El juego con lo real está abierto desde el comienzo, sumando las imágenes de Donald Trump en la disputa mediática con Kelly previa a su presidencia, afirmando el perfil conservador del medio y sus influencias en la opinión pública, y esbozando la complicidad con el espectador que en su ironía no descuida la importancia de lo que aborda. Si hay algo que Roach consigue es trascender el impacto mediático de las denuncias y observar con interés un panorama amplio y esclarecedor. Los términos misóginos que circulan en los pisos del canal, la obsesión del director con las piernas de sus conductoras y la naturalización de la subordinación de la mujer frente al poder del varón son parte de una radiografía que excede a la figura de Ailes, que problematiza el rol de las mujeres como víctimas para analizar los límites de sus decisiones, y que abre la reflexión aún en sus toques de comedia. Quizá la mayor limitación sea el retrato de los Murdoch, padre e hijos, quienes funcionan en la misma lógica de poder, pero no resultan corroídos por la ingente combustión que los sostiene. Pese a ello, resulta una película ingeniosa en su forma y efectiva en su resultado. Y les debe muchísimo a sus extraordinarias actrices -Theron sobre todo-, que más allá de maquillajes y prótesis faciales, dotan de fuerza y emoción a personajes exigidos por los privilegios de su exposición pública.
En su ópera prima, Lucio Castro desarma la historia de amor de Ocho (Juan Barberini) con la ciudad de Barcelona para explorar con notables sutilezas las tensiones entre el deseo, los miedos y el tiempo que ya no regresa. Ligera y geométrica, su puesta en escena recuerda la de los directores de juventudes y ciudades como Eric Rohmer, que mostraba el movimiento de sus personajes en el espacio, libres para el azar y agitados por el destino. Poeta argentino en plan de regreso a Nueva York, Ocho deambula unos días por las calles de Barcelona como parte de una impasse en sus deberes. Visita sus playas, sus recovecos, llevando a cuestas esa soledad propia de los viajeros. Desde el balcón de su casa de alquiler divisa una remera de Kiss e invita a subir a su portador. Ese encuentro con Javi (Ramón Pujol) será la puerta a inesperadas confesiones, a un ejercicio de memoria que convierte toda posible epifanía en virtud cinematográfica. Castro se atreve a conjugar el sexo, la soledad y la responsabilidad de ser padre en charlas al pasar, vividas a lo largo de 20 años, en ese extraño pasaje entre un mundo abierto de posibilidades y el devenir que exigen todas las decisiones. Aún en el peso literario de las conversaciones, en las citas a la pintura y las referencias al arte, sus personajes encuentran su única presencia en cámara, en el rumbo que emprenden más allá de nuestros ojos.
Una nueva adaptación al cine de un clásico literario tan leído y amado como Mujercitas no podía despertar más que una perfecta mezcla de entusiasmo y exigencia. Sobre todo porque al frente está Greta Gerwig, voz ejemplar de una generación de directoras que asoma con fuerza y personalidad en un escenario todavía dominado por varones. Que después de haber convertido sus recuerdos de adolescencia en una película entrañable como Lady Bird haya decidido releer los de mujeres de todo tiempo y lugar, que desde mediados del siglo XIX se han nutrido del coraje y la inventiva de Louisa May Alcott para afrontar sus penas y alegrías es el gran triunfo que su cine tiene para darnos. Mujercitas es la historia de la familia March, de las cinco mujeres que habitaron en la norteña ciudad de Concord mientras el padre peleaba en la Guerra de Secesión. En el retrato de las cuatro hermanas y la amorosa Marmee -unas temperamentales y audaces, otras pacientes y reflexivas-, Alcott recrea su propia vida con ese halo de imaginación y verdad que solo puede conseguir la gran literatura. Y Greta Gerwig es quien mejor ha entendido esa tensión entre ambos universos, el de la infancia idealizada y el del inicio de una adultez ceñida a deberes económicos y responsabilidades afectivas, iluminando las ideas que la novela insinuaba, mostrando con vital autoconciencia los dilemas de la mujer de entonces, que todavía hoy resuenan. Lo que convierte a esta versión en la definitiva, pese a los buenos recuerdos de la de George Cukor de los 30 y la de Gillian Armstrong de 1994, es la fuerza de su estructura, que desafía la cronología del texto para hacer dialogar a los dos tiempos de las March, quebrados por el crecimiento, guiados en ese vínculo por un montaje lúcido y una puesta en escena precisa e inteligente. Gerwig no solo consigue afirmar a la rebelde Jo (extraordinaria Saoirse Ronan) como alter ego de Alcott, en el descubrimiento y la perfección de su oficio como escritora, sino que engrandece al personaje de Amy (gran mérito de Florence Pugh), a quien eleva de la vanidad infantil a una medida sabiduría que consagra en cada una de sus escenas. Mujercitas demanda a sus espectadores una participación activa con la historia, tanto a los devotos como a los debutantes. Y lo hace con la sutileza de los artistas que son capaces de reinventar un mundo sin traicionarlo, de enraizar una obra de más de 150 años en el presente sin sacrificar el retrato de aquel tiempo, de poner en escena una voz ajena y a la vez encontrar la propia.