El cine de “violación y venganza”, epítome del renacimiento de los géneros en los 70, siempre tuvo voluntad catártica. Una explosión de furia y gore como válvula de escape de la injusticia reinante en un mundo de opresión y desigualdades. Ese itinerario nunca excluyó el prisma del exploitation como condimento indispensable: asistir a la venganza de una víctima sin olvidar el anterior goce que trajo su desgracia. ¿Cómo deconstruir aquel ejercicio libertario que escondía como un as en la manga el placer por ver chicas con poca ropa y violencia encarnizada? Esa es la tarea que se propone Emerald Fennell en un camino inteligente y corrosivo que desemboca en algunas trampas inevitables. Lo que define a Cassie Thomas (extraordinaria Carey Mulligan, que consigue humanizar a un personaje siempre opaco) es tanto la culpa como la gélida decisión de su reparación. Al no ser la víctima de la violación sino su delegada, todo su itinerario está imbuido de un pulso reflexivo: propiciar la situación criminal para ahí ejercer el merecido castigo. Y su destinatario nunca es el sátiro del puente, la anomalía de una sociedad saludable, sino el perfecto ejemplo de una cultura del sexismo y el abuso naturalizado. En ese juego de ida y vuelta entre el pensamiento y su concreción, Fennell diseña con minuciosa dedicación ese mundo alrededor de su personaje: colores pasteles, encuadres simétricos, vestuarios primorosos, todas exquisiteces rellenas de un veneno implacable, que ofrecen su falso paraíso en una canción tonta de Paris Hilton tocada por la gracia. Lo que Fennell arrastra de su paso por Killing Eve –justo en la segunda temporada, que es una aguda reescritura de la mirada original de Phoebe Waller-Bridge- es menos el nihilismo corrosivo de aquel amor imposible que el gusto por la subversión de las expectativas, la conversión de la explosión catártica en un grito ahogado, de la venganza en un festivo martirologio. Lo que revela el desajuste del final de la película -que no solo ofrece un derrotero inmerecido a su personaje sino que fuerza el verosímil del relato para llegar a la secuencia final de la despedida de soltero y sus derivas- es que el ojo de Fennell está puesto en el efecto de su historia en el afuera y no en el cierre de su lógica interna. Lo que oscila entre el cinismo y la admonición en el fondo no es más que una inevitable mueca de amargura con un simpático ringtone que nos invita a celebrar lo que nos deja sin palabras.
Lo que Anna (Nina Hoss) divisa durante una audición para los futuros alumnos del conservatorio de música es el atisbo del genio. El mismo que ella prometía en su juventud, el que quisiera vislumbrar en el futuro de su hijo, el que escucha en las grabaciones que modelaron sus expectativas de grandeza. Hoy profesora de violín, Anna toma bajo su ala la educación musical de Alexander (Ilja Monti) al que solo cree le falta la disciplina que conduce el talento a su florecimiento. La audición se mantiene adherida al recorrido de su personaje; Ina Weisse sigue de cerca a Anna, su soterrada frustración, sus intentos de liberación. Tanto su entorno académico como familiar refractan esa misma tensión que ella emite, que la genial Nina Hoss condensa en apenas un gesto o una mirada. Y la película logra su equilibrio en esa medida cercanía, y sus momentos más oscuros e impredecibles en el camino de la exigencia que se revela un calculado ejercicio de crueldad. A diferencia de lo que ocurría en La profesora de piano de Michael Haneke, a Weisse no le interesa el pathos de la excepción sino el temor a la mediocridad, esa convicción que agita a Anna de que detrás del fracaso yace la falta de carácter. En los espejos que ofrecen su hijo y su alumno, imprevistos rivales pero también alternativas de su misma encrucijada, Anna nos confina a esa angosta línea que nos separa del abismo.
Cristian Arriaga toma las mejores decisiones para su película. Cuando la historia de las Abuelas de Plaza de Mayo parecía ya haber sido contada en todas sus aristas, la voz de cada una de ellas emerge en primera persona para recorrer su pasado y presente, el de la búsqueda de sus nietos pero también el de su legado. La conciencia de la película Abuelas, que Arriaga erige con inteligencia, es la del paso del tiempo, la de la vejez de todas aquellas mujeres que caminaron en la plaza para luchar por el encuentro con sus nietos secuestrados, la de la memoria que se inscribe en sus cuerpos pero que aspira a prevalecer en el futuro. Arriaga entrevista a las principales referentes de Abuelas de Plaza de Mayo sobre un fondo blanco despojado, apenas con el sonido de sus voces y su respiración. Cuentan quiénes son, dónde nacieron, recuerdan su infancia, sus romances de zaguán, sus trabajos y profesiones, el nacimiento de sus hijos. Los testimonios son emotivos porque son honestos, y la cámara respeta sus tiempos, sus inflexiones, sus silencios. Rosita Roisinblit intenta recordar la palabra que su marido pronunció cuando nació su hija; Estela de Carlotto afirma que llamaron Laura a su hija por la Laura de la película de Gene Tierney. Sus historias, las alegres y las desgarradoras, no tienen vestiduras, ni imágenes de archivo, ni música invasiva, solo esa única presencia que le da su cuerpo y su voz. Abuelas consigue que esos relatos que son propios sean también compartidos, que sean inmortales en las imágenes, en la esperanza de aquellas que todavía no hallaron a sus nietos, en la convicción de la continuidad de ese espíritu de lucha cuando ya no estén.
Marcos Roldán (Carlos Portaluppi) es enfermero de la unidad de terapia intensiva de una clínica. En la primera escena lo vemos salvar a una paciente en las puertas de la muerte, cuidar a los enfermos con dedicación, ejercer la piedad como un pequeño dios en la Tierra. Sus noches transcurren en la oscuridad de la sala, entre medicamentos y respiradores; sus días en la soledad de un departamento descascarado, con el mal sabor del abandono. Pero un día llega a la clínica Gabriel (Ignacio Rogers), un nuevo enfermero joven y primerizo, dispuesto a aprender de Marcos y a seguir sus pasos. Todos y cada uno de sus pasos. La dosis se sitúa en ese contorno que separa a Marcos de su némesis, esa figura que le disputa su lugar y sus méritos. La estrategia de la película consiste en situar el terror en ese universo cotidiano, en alimentarlo de los miedos y deseos silenciados de Marcos, de los huecos de esa vida solitaria que el nuevo enfermero llena con sus escurridizas intenciones. Sin embargo, la puesta en escena transita por carriles previsibles, las dualidades que sugiere el argumento no terminan de inquietar los diseños de las escenas, las revelaciones se juegan casi a contrapelo de ese clima ominoso que había definido el comienzo de la historia. Es Portaluppi quien sostiene verdaderamente la ambigüedad de la mirada, quien trasmite con precisión las angustias e inseguridades de su personaje, quien trasluce en su gesto la transformación de lo conocido en extrañado. Basta con verlo parado en la puerta de terapia intensiva, sin palabras ni reacciones, como la verdadera aparición de esa sombra que lo sigue a cada paso.
En una de las primeras escenas de El desprecio de Jean-Luc Godard, Fritz Lang -que hace de sí mismo, con su parche y su apostura-explica con paciencia la mitología que danza en esas imágenes de dioses pintados y paisajes de Capri que le muestra a su escéptico productor Jack Palance. El oficio del Lang que recrea Godard consiste en condensar el alma de la poesía de Homero en la materia de la experiencia cinematográfica, en la precisión del travelling que dirige en la última escena y en el cuerpo de Brigitte Bardot lanzada al mar. Juan Villegas también lidia con una mitología, aunque pueda parecer de otro orden. Es el concepto musical gestado por el Centro Experimental del Teatro Colón y su creador, Gerardo Gandini, que cobró cuerpo en el sótano del teatro, en la mística de ese territorio habitado por los sonidos y sus secretos espectadores. Allí, desde hace 25 años, se conjugan todas las tareas, las espirituales y las mundanas: el ensayo de una orquesta con la compra de almohadones negros para ubicar a los espectadores, la medida justa de una luminaria con la escritura del texto perfecto para convencer a un funcionario. Los dilemas del arte y la burocracia se entremezclan sin distinciones, formando el cuerpo de una experiencia vital escondido bajo el brillo de su resultado estético. Con los padrinazgos del poema de Hesíodo, del que toma prestado su nombre, y de Rafael Filippelli, al que dedica cita y homenaje, Villegas construye plano a plano, con el arte único de su encuadre, el trabajo paciente y minucioso detrás de la música contemporánea del CETC, esa que nace de las profundidades para elevarse hasta el Olimpo.
El documental de Luciano Nacci es un diario de viaje. Comienza con el ala de un avión que sobrevuela el suelo cubano y se interna en su tierra y sus costumbres. La Cuba que recorre Nacci escapa a los hitos turísticos, a los paisajes conocidos y también a la historia ya escrita. Su vocación consiste en develar esos rostros y presencias que no siempre están a la vista, atender a sus contradicciones, explorar junto a ellos su propia experiencia como visitante. Es esa primera persona la que define su aproximación a ese mundo, que halla mejor expresión en la atención a las manos de los artesanos cuando tejen el yarey, en la decisión de filmar las esquinas de los bulevares de Cienfuegos o la luz del atardecer sobre los campos de Viñales, antes que en la intervención de las fotografías o las declaraciones de una voz insistente. Quizás el mayor obstáculo para la experiencia del espectador sea esa voz en off, invasiva y algo didáctica, que condiciona la libertad que ofrecen las imágenes.
En Amalcha del Valle, una pequeña localidad ubicada al norte de la provincia de Tucumán, sus cinco mil habitantes se ven de pronto sorprendidos en el momento en que un temporal de fuertes vientos interrumpe el servicio de internet de toda la región. Mario Reyes, arriero y guardaparque de la comunidad, acompañado por un ingeniero de la empresa, tendrá como misión subir hasta las altas montañas para reparar ese defecto técnico y así, en medio de esta arriesgada aventura, nacerá entre ambos una cálida amistad. Sesentón y curtido por el viento y el frío de las elevadas cumbres, Mario nació y se crió en las alturas y este desafío le permitirá observar el lugar en el que se halla apostada la antena, único vestigio de modernidad del desolado paraje y, rápidamente, ambos comenzarán con los trabajos de reparación mientras la oscuridad se adueña del lugar. Al caer la noche Mario y su nuevo amigo buscarán abrigo al calor de una fogata mientras observan el humo que se diluye en las alturas como el paso de una vida ancestral que nunca más volverá a ser la misma. El director Luis Sampieri (Cabecita negra, La máquina del humo, La hija) logró con este paisaje y con estos personajes, apoyados por impecables rubros técnicos, elaborar con enorme calidez este documental que habla del valor y también de la necesidad de ser útiles a los demás.
Un misterioso terremoto inunda de fuego y terror el territorio de Malaui en el desierto africano. Una corporación energética australiana resulta la benefactora elegida para la reconstrucción. Un delicado acuerdo comercial entre China y Australia se tiñe de sospechas, se enreda en delirantes persecuciones, accidentes aéreos, falsos funerales y un complot de titánicas proporciones. Todo ello trascurre justamente en Complot internacional , una coproducción chino-australiana heredera del espíritu de Misión Imposible pero con aspiraciones de conciencia social. Nada funciona del todo bien en la película. Las escenas de amor entre un ejecutivo chino de la firma australiana y su ex amor de juventud se tornan cursis y enredadas, el trasfondo político se hace disperso y esquemático, la historia se agota en infinitas vueltas de tuercas previsibles. Quedan las escenas de acción, filmadas con la estética del videojuego, con explosiones y caídas espectaculares, todo con demasiado ralenti pero con la necesaria desatención por lo verosímil. La guionista y directora Xue Xialou ( Finding Mr. Right ) ensaya una persistente acumulación de elementos: crisis familiares, sospechas de corrupción, engaños maquiavélicos. Todo lo extiende de manera obsesiva y anticlimática, manipula a sus personajes caprichosamente, quitándole el poco interés dramático que podía haber conseguido bajo el paraguas de una acción enloquecida. Finalmente extravía las virtudes del thriller, diluyendo sus momentos más irresponsables en pretensiones de seriedad que la vuelven absurda.
La comedia chilena Cosas de hombres nace de la usina de Nicolás López, director de la versión mexicana Hazlo como hombre (2017) y también de varios éxitos en Chile como Sin filtro (2016) y No estoy loca (2018). Todo ese universo parte de la misma premisa, poner en escena prejuicios culturales e imaginarios sociales desde el prisma de la sátira de costumbres. Pero las películas de López, sin demasiadas aspiraciones más allá que un relativo efectismo cómico y una buena recaudación, no consiguen ejercer ninguna crítica social. Esta remake, dirigida por Gabriela Sobarzo y en sintonía con la idiosincrasia chilena, se mueve en el mismo terreno. La historia de la salida del clóset de Santi ( Boris Quercia ), seguida por las reacciones homofóbicas de su mejor amigo Raúl ( Marcial Tagle ), acumula en su primera parte chistes previsibles sobre jabones en la ducha, terapias religiosas y un abanico de gags anacrónicos y sexistas. En su segunda parte intenta una tímida deconstrucción -que no le llega nunca al personaje de la esposa, cuya reacción ante la confesión de su marido es espeluznante-, sin riqueza dramática, apoyada en personajes que ni siquiera ofrecen en su caricatura una observación corrosiva. Más allá de las severas impugnaciones asociadas a la figura de López -acusado de abuso sexual en Chile, lo que originó resistencias al estreno de la película en Santiago-, Cosas de hombres no consigue demasiados méritos propios. La dirección de Sobarzo apenas maniobra con un material muy limitado desde su concepción, que confina el humor a un ejercicio de repetición de fórmulas ya vencidas.