Un barco puede ser el lugar ideal para una película de terror. No hay exterior hacia donde escapar, el océano resulta el límite absoluto de todos los miedos. En Yo caminé con un zombie (1943), un viaje en barco era el prólogo del horror de la isla: "Todo le parece hermoso porque no lo comprende. Esos peces voladores no viven felices, saltan de terror porque el pez mayor se los quiere comer", anunciaba el lúgubre navegante. En Terror a bordo (1989), el mar también se convertía en el escenario de la locura, prisión única de pasiones desatadas. Pero La posesión de Mary nunca aprovecha la inmensidad del agua ni la superstición de los marineros para alimentar las angustias de una familia que decide embarcarse en un viejo yate hacia las Bermudas. Anunciado como el inicio de una nueva vida para los Greer (Gary Oldman y Emily Mortimer, totalmente desaprovechados) y sus dos hijas, el viaje se convierte en el despertar de viejas maldiciones y conjuros de brujas resentidas que la película adosa al relato como la excusa perfecta para estridencias musicales, pisadas misteriosas o planos caprichosamente inclinados. El director Michael Goi no logra trascender desde la puesta en escena el pobre argumento -plagado de giros entre absurdos y previsibles-, ni definir una atmósfera inquietante y opresiva; apenas salpica de ansiedad el derrotero dramático de sus personajes y convierte en una excursión aburrida ese salvaje crucero que prometía ser más interesante.
"Benny es un buen jefe", le asegura a Orna la secretaria de una importante empresa constructora dedicada a proyectos inmobiliarios de lujo en la zona de playa de Tel Aviv. Sin embargo, la entrada a ese mundo implica para Orna una serie de cambios decisivos: el aprendizaje de una nueva profesión, el equilibrio de sus horarios laborales con la vida familiar, y las tensiones de un entorno laboral demandante y competitivo. Y si Orna parece adaptarse con solvencia al principio, no todo resulta tan idílico. El eje de la película de la israelí Michal Aviad es el poder que paulatinamente ejerce su jefe bajo el velo de la recompensa primero , con la excusa del agradecimiento después, siempre amparado en las estrategias de un asedio que tiñe de angustia e indefensión la nueva vida de Orna. La precisa construcción de los encuadres -que ofrecen al espectador la decisión de qué ver y con qué ahínco- permite a la película hacer materia de la ficción lo que podría ser el mensaje de una denuncia. La notable actuación de Liron Ben-Slush brinda a Orna el creciente descubrimiento del mundo que la rodea, de las desventajas con las que debe lidiar, del poder que ella misma puede asumir cuando parecía impensado. Y todo ello se consigue con una asombrosa economía de recursos, explorando el vigor de los espacios vacíos donde no hay respuestas (tanto en la obra en construcción como en el hogar de Orna), y haciendo del silencio en las situaciones límites el mejor aliado para cualquier reflexión.
Ya no tiene demasiado sentido afirmar que Clint Eastwood es uno de los últimos directores clásicos en vigencia. ¿Qué significa eso hoy en día? ¿Que es solvente en la construcción narrativa? ¿Que coloca la cámara a la altura de los ojos? Sus virtudes exceden cualquiera de esas frases hechas y se consagran en su mirada del mundo, más allá de modas y coyunturas, tensando el mármol que le corresponde a su trayectoria con el riesgo de su trabajo continuo. En El caso de Richard Jewell, elige una historia (real) con aristas controvertidas: Richard Jewell (Paul Walter Hauser), guardia de seguridad con ambiciones de policía, encuentra una bomba durante un concierto celebrado en el marco de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96. Su hazaña lo convierte primero en héroe, y luego en el terrorista doméstico de turno. Allí confluyen la desidia del FBI, la voracidad de los medios, la tendencia de las sociedades a celebrar los extremos. Sin embargo, lo que a Eastwood le interesa es el efecto devastador que ese hecho tiene en la vida de un hombre que cree en las instituciones como garantes del orden social. Es esa convicción la que se pone en entredicho, en tensión con sus valores inculcados y frente a un entorno que lo seduce al mismo tiempo que lo destruye. La película fue polémica en los Estados Unidos por dos razones. El efectivo tiro por elevación a la administración demócrata de Clinton (desde la voz de un republicano), marco en el que un hombre inocente es acusado por poderes impostores, propensos a los simulacros y la doble moral. Pero sobre todo por su retrato sesgado de la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde), promotora de la acusación periodística de Jewell, convertida en una infeliz metáfora de la inmoralidad de los medios de comunicación. Es este el punto débil de la película, donde sacrifica la complejidad de Scruggs para convertirla en el engranaje ideal de un andamiaje de errores y complicidades. Los heroísmos en el cine de Eastwood son siempre ambiguos y ajenos a la épica. Como su ejemplar Bronco Billy, sus personajes son idealistas de un mundo obsoleto. Pero es justamente esa falta de grandeza a los ojos de la época lo que los eleva para la mirada de Eastwood, lo que los destaca -como a Jewell-cuando nada en su genética o circunstancias podría haberlo indicado. Su cine está consagrado a esa justicia en la representación, que únicamente la ficción puede asumir, deudora sí de los mandatos crepusculares de John Ford, pero atravesada por una proeza que solo le pertenece a este gran director.
Charlotte atraviesa su adolescencia con todo el drama de sus 17 años: la ruptura con un chico que descubre que es gay, los paseos por la plaza con sus amigas, el alboroto y las carcajadas en un sex-shop, y la inolvidable voz de Maria Callas, que resulta ser la única que de verdad la comprende. Entre la angustia y la desorientación, Charlotte se presenta junto a sus amigas para un empleo temporal en una inmensa juguetería, que le ofrece la mejor oportunidad para conocer chicos y permitirse toda la libertad sexual que el despecho y las hormonas le despierten. Desde la ciudad de Quebec y filmada en blanco y negro, la historia escrita por Catherine Léger y dirigida por Sophie Lorain redescubre los tópicos del coming of age desde una mirada desprovista de prejuicios sobre la sexualidad femenina y dispuesta a subirse al juego de seducción que conlleva todo tiempo de desilusiones amorosas y despertares políticos. Es cierto que nunca se corre demasiado de la fórmula, que algunos contrapuntos de carácter entre los personajes (Mégane es la amiga cínica; Aube, la romántica) funcionan como requisito del retrato, pero la película consigue vitalidad y frescura en las actuaciones, un uso inteligente de la mirada a cámara al pasar, casi como lazo de complicidad con el espectador, y la confirmación de que no hay como la guía de la Callas para alcanzar la dignidad cuando se sufre por amor.
La búsqueda del artista plástico Fernando García Curten comienza con un viaje hacia su San Pedro natal, donde se encuentra su casa, hoy convertida en museo, y el corazón mismo de su obra. La cámara recorre sus cuadros y esculturas de manera paciente y atenta, guiada por la vocación de descubrir a ese artista al que la fama le fue esquiva.El documental de Matilde Michanie bascula entre el placer y el academicismo. Cuando se apoya en la voz autorizada, en sus frases elocuentes, algo de ese placer de la búsqueda y el descubrimiento se transforma en un deber. En cambio, cuando la voz de García Curten, limpia y desprovista de toda vanidad, se hace dueña de su propia historia descubrimos a ese pintor fascinante que siempre debimos conocer.
Con un espíritu festivo y nada pretencioso, Boda sangrienta se piensa como una farsa sobre varios de los temas en danza en las historias de terror: la familia como origen de los miedos y las terribles consecuencias de no pertenecer al mundo prometido. Esas ideas que las películas de Jordan Peele ( ¡Huye!) y Ari Aster ( Midsommar) visten de sofisticación, el eufórico experimento de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett no solo las recrea en sus términos disparatados, sino que las tiñe de un gore aristocrático y medieval, celebrado en el seno de una familia de millonarios con ambiciones de privilegiada posteridad. Grace (Samara Weaving), huérfana de afecto, cree haber encontrado a la familia perfecta en la mismísima noche de bodas. Pero, como ya lo sabemos, las apariencias siempre engañan. Y es en el día de su casamiento, todavía vestida de blanco, cuando descubre que sus suegros han celebrado el más sangriento de los pactos fáusticos, en el que ella parece tener un papel estelar. Quizás el único defecto de la película sea asegurarnos una y otra vez la clave que la atraviesa, condensada en la desesperada frase de Grace: "¡Maldita gente rica!". Pero más allá de ese pecado perdonable, los directores asumen con desenfado un estilo lúdico que llega hasta el límite, heredero de los años del mejor terror de De Palma (con homenaje al final de La furia incluido) y de esa máxima de toda película sobre el miedo: no hay nada peor que la familia unida.
Hace un tiempo que Kate (Emilia Clarke) no parece encontrar el rumbo de su vida. Luego de una seria enfermedad, su presente está guiado por el egoísmo y la despreocupación, dedicada con poco esmero a su trabajo en una tienda navideña, a asistir sin convicción a audiciones, a pasar las noches en casas de amigos o en citas con desconocidos. Es del melodrama que su familia le tenía preparado del que quiere fugarse, de las canciones tristes de la natal Yugoslavia, de la compasión de quienes la quieren. En ese limbo, Tom (Henry Golding) asoma por la ventana como el príncipe en bicicleta, casi demasiado perfecto para cualquier cuento de hadas. Por fin a alguien se le ocurrió hacer una película inspirada en una de las mejores canciones de Navidad, "Last Christmas", de Wham! Sin embargo, no todo sale como prometía la idea. La película camina sobre una fina cornisa, en la que a veces hace pie y en otras amenaza con caerse al vacío. Siempre que se afirma es gracias al encanto de Emilia Clarke, a los chistes ingeniosos que desliza el guion de Emma Thompson, a la gracia con la que Paul Feig filma los clichés de la comedia romántica. Pero tambalea cuando se pone admonitoria, viste al romanticismo de serios discursos y nos enseña importantes lecciones de vida. El resultado es más aprendizaje que romance, reservándose para el final el as que guarda en la manga para lograr que, después de todo, cantar las canciones de George Michael valga la pena.
Hace 17 años que Julia (Natalia D'Alena) no volvía a la casa de su infancia. En ese pueblo perdido en el campo, la acompaña su pareja Ana (Daryna Butryk) y la aguardan un desfile de animales embalsamados, las sombras de un pasado indecible y la obligada espera de la venta de la propiedad. El director Ernesto Aguilar, quien cimentó su trayectoria en incursiones en el terror y lo fantástico, historias de zombis, sectas y magia negra, instala el regreso de Julia en una atmósfera de pesadilla, plagada de ecos sonoros y sueños diurnos. Sin embargo, desde el comienzo algo no funciona. Aguilar entreteje los signos del género con un trasfondo de violaciones, abuso y violencia familiar. Sus personajes se deshacen en los giros del guion, convirtiendo el relato en una serie de episodios efectistas que se desprenden de esa inicial inquietud para derivar en una exhibición de actos tortuosos, un erotismo de mal gusto y una resolución digna del peor cine de explotación. La puesta en escena, con ideas más complejas que las que aparecían en La gracia del muerto oLucy en el infierno, y algunas sólidas actuaciones -como la de Natalia D'Alena, que se carga toda la película- se terminan vaciando de sentido en tanto no hay sutileza posible frente a ese universo trazado en líneas gruesas, a personajes con diálogos y conductas imposibles y a un uso especulativo de todas las formas de violencia.
El pupilo del título es un niño a cargo del Estado francés, que comienza su vida en la sala de partos de un hospital para luego iniciar un complejo camino hasta su adopción. La directora Jeanne Herry retrata con paciente minuciosidad cada instancia de ese proceso, desde el nacimiento y la relación con la mujer que lo dio a luz, hasta las distintas manos que lo cargan en el vínculo con la asistencia social, la guarda y las complejas decisiones que encierra su futuro. Todo ello, que siempre fue concebido desde la legalidad y la burocracia, es humanizado por la mirada de Herry sin sacrificar sus aristas más incómodas y sus inevitables contradicciones. Los hombres y las mujeres que forman parte de la vida de Théo confluyen en un retrato que asume los sentimientos que se ponen en juego, los interrogantes que asaltan a los involucrados en la salud y el bienestar del bebé, los miedos de una maternidad elegida que no por ello resulta menos desafiante. En la elección de la coralidad y el equilibrio de las historias que se cruzan, Herry encuentra el lugar exacto para cada uno de sus personajes -notables los trabajos de Gilles Lellouche, Élodie Bouchez y Sandrine Kiberlain como los pilares de un elenco sin fisuras- , nutridos por las palabras con las que construyen su vínculo con Théo, decisivas en esa etapa crucial de su vida. La película nunca cede a la tentación de un giro inesperado, sino que se afirma en la convicción de observar con amor los primeros pasos de una vida que comienza.
La dama vestida de negro parece tener un fuerte arraigo en las historias de fantasmas. Una especie de madre oscura y vengativa que regresa de la muerte vestida de luto para curar su dolor con la sangre de los inocentes. Como era de esperar, Rusia también tiene la suya, conocida como Reina de Espadas, cuyo poder deriva de una ancestral leyenda que incluye macabros hechizos, muertes infantiles y muchos, pero muchos espejos. Pensada como una secuela de Pikovaya dama. Chyornyy obryad (2015) -algo así como La Reina de Espadas: el oscuro rito, inédita aquí-, Reflejos siniestros reinventa esa leyenda sobre la base de las convenciones clásicas del cine de terror: caminatas por largos corredores, sótanos con signos de ritos macabros, espejos rotos, deseos que resultan maldiciones. Al nunca trascender ese punto de partida, la película se acomoda en esa meseta y en lugar de explorar los elementos autóctonos de esa mitología, de teñir a sus personajes con miedos auténticos, termina siguiendo al pie de la letra las recetas conocidas del terror universal. Pese a esas limitaciones, la película dirigida por Aleksandr Domogarov resulta algo inquietante cuando se aparta de la estricta guía para lograr sobresaltos: lo mejor se halla en la relación entre los dos hermanos que terminan en el internado luego de la trágica muerte de su madre, en esa inevitable tensión entre amor y odio que aviva la certeza de la orfandad.