En el pasado estaba la magia negra y las invocaciones a las fuerzas ocultas, en los 80 el juego de la copa, en los tempranos 2000 los últimos estertores del VHS que dieron origen a la nena de pelo largo de La llamada, ahora es un videíto alojado en un misterioso sitio web la puerta al mismo miedo a lo desconocido. Eso que siempre resulta inexplicable aquí cobra la forma de un hombre sin rostro, delgado y vestido de traje, cuyas largos brazos se confunden con las ramas de una boscosa y tétrica arboleda. Explorar la obsesión con ese espeluznante hombre de la bolsa (en la cabeza) podría darnos más de un susto si la película del director Sylvain White y el guionista David Birke no fuera tan limitada. Los recursos oscilan entre la repetición de tópicos demasiado conocidos (cuatro adolescentes, un bosque misterioso, la amenaza de un monstruo) y resoluciones entre redundantes (las campanadas, el sonido de las ramas) y ridículas (los sueños, la deformación del espacio). El único momento en el que algo parece salir bien es una escena en la que Wren (Joey King, la que mejor funciona del elenco) se interna en una biblioteca para seguir la pista del mito de Slender Man: los límites de la razón y el saber se concentran en ese espacio que se angosta, en la mente que se retrae, en la lucidez que se obnubila. En una película en la que poco se consigue, en la que no hay demasiados sustos y ninguna risa, un momento logrado se celebra.
"Tenemos que ser muy cuidadosos con aquello en lo que creemos". Esa advertencia del profesor Goodman (Andy Nyman), especialista en desenmascarar falsos profetas del ocultismo y la adivinación, impregna los minutos iniciales de Historias de ultratumba. Con el trasfondo de un bar mitzvá que transita del fervor a la tragedia en las breves imágenes de un video casero, Goodman nos revela pasado y presente, la raíces de su fe y el impulso de su escepticismo. La mirada a cámara, el registro televisivo y el juego entre lo creído y lo develado son las claves de una película llena de ideas y cambios de tono, que se despliega como un juego de cajas chinas, con aires hitchcockianos y momentos escalofriantes. Los ingleses Andy Nyman y Jeremie Dyson no solo se inspiraron en una obra de teatro propia sino que conjugan en su historia la frontera entre dos géneros y tradiciones: por un lado la investigación científica, arma de la razón para desmontar los mitos y las leyendas del más allá; por el otro, la recurrencia de lo no visto, de aquello que convive con el mundo de lo existente, de lo explicable. En esa dualidad la película edifica sus méritos, oscila entre la parodia del registro realista y la potencia de la pesadilla lynchiana, y nos conduce, en tres historias sobre el límite de lo sobrenatural, a las profundidades de la mente humana. Lúcida, divertida y perturbadora, Historias de ultratumba es el terror que vale la pena ver para creer en fantasmas.
Cuando uno imagina al director ideal para la adaptación de la novela fantástica de John Bellairs -sobre un niño huérfano que debe vivir en una tenebrosa mansión con su extravagante tío-, la imagen de Eli Roth ( La cabaña del miedo, Hostel) difícilmente sea la primera que aparezca. Su cercanía a un terror concreto, visceral, que se sumerge en el gore y en la angustia, lo convierte en una elección atípica y arriesgada. Hay que decir que sale bastante airoso: construye un relato lleno de ingenio y simpatía, en el que conviven calabazas de sonrisa diabólica, relojes de permanente tic-tac y villanos de mascarada escalofriante con las aventuras de un chico que descubre una familia improvisada y se sumerge en los miedos y los desafíos del final de la infancia. Roth condensa las claves del horror gótico en los colores heredados de la casa Hammer, con sus cortinados y candelabros, con puertas que se abren con chirrido, con vientos sorpresivos y pasadizos secretos. Jack Black explota su energía desbordante, que casi lo convierte en un personaje de animación, y Cate Blanchett, vestida de púrpura, se desliza por la escena como siempre, como si todas las películas fueran hechas para ella. Si soltar del todo ese aire de teatro de lo macabro, entre el humor que exige conquistar un público infantil y alguna parodia autoconsciente para los adultos, la película logra un equilibrio disfrutable.
En 2028, Los Ángeles es un infierno de injusticias y revueltas, escenario que podría recordar el decadentismo distópico de películas como Blade Runner o la reciente saga John Wick. Mucho de ese imaginario de la lúgubre ciencia ficción se amalgama con el pulso del policial de atracos en el robo a un banco a manos de los hermanos Waikiki y Honolulu (Sterling K. Brown y Brian Tyree Henry) que abre este film. En ese mundo de urbes tumultuosas y morales difusas, un hotel art déco, convertido en secreto hospital y gobernado por una ajada enfermera, concentra los retazos de solidaridad del mundo criminal, regido por escurridizas corporaciones, atléticas killers y ladrones de pésimos modales. Bajo la premisa de ese atractivo universo, el debutante Drew Pearce decide pisar el acelerador en una trama rocambolesca que combina guiños al noir con arranques esperpénticos de acción, viejas nostalgias del corazón con matanzas en clave gore. No demasiado de todo ese hervidero funciona y el relato se diluye irremediablemente al no aprovechar la potencia de sus actores (el regreso de Jodie Foster como actriz luego de cinco años de ausencia, la siempre grata aparición de Jeff Goldblum) ni la efectividad de una narrativa que desperdicia los conflictos que instala (el misterio alrededor de la lapicera) y malogra tanto esperadas revelaciones como sugestivos encuentros.
La felicidad rota de los Dreier se percibe desde los ventanales del altillo de la casa familiar, definida por el insistente sonido del videojuego que comparten con desgano y algo de tensión contenida Dolores (Lali Espósito) y su hermano Martín (Emilio Vodanovich). Hace dos años y medio, Dolores fue acusada de asesinar a su mejor amiga y desde entonces su vida es sinónimo de encierro social, asedio mediático y culpas silenciadas. El juicio es inminente y la pregunta lógica que se dispara es si esa joven de 21 años, estudiante de Diseño de Indumentaria e hija de una "buena" familia, es capaz de venganzas y atrocidades. Como en todo thriller, la clave está en el clima y en la administración de pistas e interrogantes que mueven la trama y aguzan el interés del espectador. Gonzalo Tobal ( Villegas) pendula en su dirección entre dos elementos: el estudio del personaje, sostenido en la estilización estética (el uso de los reflejos, de las panorámicas circulares), en la intervención de desvíos argumentales (la misteriosa desaparición de un puma), en concentrar el dilema de la culpabilidad en el seno mismo de la familia (¿creen los padres en la inocencia de su hija?), y los requerimientos del género: el ritmo sostenido, la implantación gradual de los indicios, la necesaria resolución de los enigmas. La indecisión en esa encrucijada es lo que más afecta la película, que logra sus mejores momentos cuando indaga silenciosamente en la superficie brillosa de su personaje, siempre a punto de rasgarse, y naufraga cuando quiere animar el ingenio y las pistas llegan tarde o se resuelven de manera atolondrada. Acusada se construye alrededor de la presencia de Lali Espósito y logra explotar su magnetismo cuando devela el artificio de la ficción interna, cuando se pone en tensión esa Dolores que deben conocer la prensa y la Justicia para exculparla. En tanto le exige ser la apariencia de la ambigüedad para no despertar desconfianza, en tanto abusa de la música para enrarecer el ambiente y le hace esquivar cualquier emoción, se mantiene en la superficie. Cuando ella en tanto personaje desgarra el guion, se desvía del entrenamiento, se saltea los designios del abogado (como en la entrevista televisiva con el presentador que interpreta Gael García Bernal), algo vibra. Es mucho mejor lo que la película consigue en el retrato del frágil entorno familiar (excelentes Inés Estévez y Leonardo Sbaraglia) que en despistar sospechas y girar sobre alegatos y revelaciones.
"Sigue el camino amarillo" cantaban los Munchkins en El mago de Oz. Ese sendero debía llevar a Dorothy a Oz para de allí volver a casa. Como en todos los cuentos de hadas, el camino conduce siempre al inicio, luego del aprendizaje que implica toda aventura. En Yanka, el destino no es Oz sino el volcán Copahue, corazón de leyendas mapuches. Lo mejor de la película de Iván Abello es el camino de la heroína, la terquedad y el malhumor que le aporta la interpretación de Maite Lanata, su viaje hacia una madre perdida, hacia una historia recobrada. La fantasía que habita en el bosque, bajo la apariencia de duendes y criaturas legendarias, tiene sus altibajos, y por momentos se pierde en efectos digitales en lugar de potenciar la fuerza del fuera de campo y el pulso de lo irracional que tiene siempre todo desmedido sentimiento.
Al igual que en las Annabelles, James Wan oficia de productor al recolectar los retazos de El conjuro y reciclarlos en una copia torpe y desangelada. La monja nace de una imagen, pero no consigue desprenderse nunca de ella. Esa imagen es un rostro diabólico enmarcado en un hábito, que deambula por las góticas alucinaciones de un poseído y se refugia en una abadía perdida en las montañas rocosas de Rumania por las que también transitó Nosferatu. De hecho, la poca inventiva que excede los golpes de efecto y las previsibles apariciones en espejos es ese paisaje escarpado, deudor del clásico de Murnau que no logra cobrar vida más que como un mero decorado. Ni Taissa Farmiga puede sostener un personaje tan plano como el de la novicia que sueña horrores, pero nunca los habita. Tal vez ya sea hora de dejar de exprimir aquel éxito.
Comedia de la otra orilla Este falso documental uruguayo que incluye cámaras ocultas que dieron origen al proyecto, recuerda al trabajo de Sacha Baron Cohen, cambiando la acidez del británico por un estilo más simpático. La historia sobre la misión de un farmacéutico (Denny Brechner), su madre (Talma Friedler) y un policía (Gustavo Olmos) para conseguir en los Estados Unidos marihuana para abastecer a Uruguay, después de la legalización, está llena de momentos divertidos y agudos, además de contar con la actuación del expresidente Pepe Mujica. Pero el formato de largometraje choca con el espíritu del material, que sería ideal serie web de episodios breves.
Trapero parece definir su película en los primeros planos. Un largo travelling sigue a Martina Gusmán en su llegada a la estancia familiar, la acompaña por los pasillos, la espera en la puerta de una habitación , la hace (y nos hace) partícipe(s) de una encendida discusión fuera de campo entre sus dos padres. A partir de allí creemos que la película será como las anteriores: la entrada difícil de un personaje en un mundo ajeno, desconocido. Como Gusmán lo había encarnado en la cárcel de Leonera o en el oscuro mundo de los juicios por accidentes de tránsito de Carancho. Sin embargo, aquí esa pista se enrarece, ese mundo familiar se hace opaco de manera impuesta, en virtud de un guion que acumula efectos sin nunca gestar sus causas.
Latidos en la oscuridad parte de una premisa interesante: un ladrón de poca monta oficia de valet del estacionamiento de un pequeño restaurante para tener el tiempo y la excusa perfecta para robar en las casas de los comensales. Pero un día su corazón y su moral se ponen a prueba cuando descubre a una mujer secuestrada en la lujosa mansión de un cliente -con aires de psicópata- que maneja un imponente Maserati. Hasta ahí, todo parecía prometedor. Lo que viene después es una serie de devaneos argumentales tortuosos que incluyen un malvado de caricatura, una serie de persecuciones inverosímiles, algunos (pocos) chistes que funcionan, y el consabido trauma como origen de todas las malas pasiones. David Tennant ( Doctor Who) hace lo que puede con un personaje que carece de matices y se empantana en la misma lógica efectista que termina definiendo toda la película.