Cuerpos en movimiento sobre los profundos colores de una íntima puesta en escena. Cuerpos a la distancia, como siluetas que se dibujan en el blanco y negro de la observación. El documental En el cuerpo, del director Alberto Masliah, evoca el proceso de gestación de una obra de videodanza, nacida de una idea de Liliana Furió y trabajada en conjunto con la participación de la Compañía de Danza Sin Fronteras. Como todos los documentales que siguen el devenir de una acción, el desarrollo de un proceso, la puesta en forma de una idea, los mejores destellos nacen de la atención de la cámara a lo imprevisto, a lo que altera lo establecido: el desvío de una actriz camino al ensayo, los tensos intercambios a la hora de definir las rutinas circenses, los desafíos de una convivencia inclusiva, el apremio de los tiempos y los contratiempos con la locación (que incluye una amenaza de bomba).Es allí donde se respira esa sensación de creación, de que algo nuevo estalla la repetición. La mirada de Masliah sabe explorar esos huecos cuando los encuentra de frente, tal vez un mayor desafío hubiera sido ir a buscarlos. Los cambios de registro, del color al blanco y negro, del interior al exterior, de lo ensayado a lo todavía anárquico, consiguen mayor fluidez a medida que esos límites se desdibujan, a medida que la misma conciencia de la cámara se hace parte integrante de ese meta proyectada.
Carlitos camina por las soleadas calles del norte de la provincia de Buenos Aires con la latente impunidad que le ofrece su juventud y su apolínea belleza. Fascinante, incómodo y enigmático, el Robledo Puch de Luis Ortega tiene el mismo pulso perturbador que esa extraña familia de crimen y perversión que retratara con estilizada precisión en la miniserie Historia de un clan. Quizás aquí su mirada se corre aún más de las exigencias del policial, de un caso que fue tapa de los diarios, y hace que ese derrotero de robos extravagantes y brutales asesinatos exude a los ojos del espectador la visceral combinación de escándalo y atracción que solo el cine y su inmensa pantalla pueden alcanzar. Ambientada a comienzos de los 70, la Argentina de Robledo Puch no deja de ser un teatro para ese dandismo criminal que atraviesa aquella sociedad en sus temores más arraigados, más indescifrables. El enigma detrás de la perfidia de ese ángel de alma negra, de la saña de sus actos, de su sexualidad provocadora, es la llave que Ortega mejor maneja. La elección musical, con "El extraño de pelo largo", de La Joven Guardia, a la cabeza, es la mejor prueba de ello, haciendo de cada canción un juego de representaciones, de guiños autoconscientes e irónicos (que incluyen al mismísimo Palito). Sin nunca aspirar a comprenderlo o explicarlo, Ortega muestra la fenomenología de su personaje: el capricho de sus actos, la obscenidad de su violencia, el sinsentido de ese mundo que se teje a su alrededor. El encuentro de Carlos y su compañero Ramón abre la película a ese inquietante retrato de familia que encarnan Daniel Fanego y Mercedes Morán, reflejo invertido de ese hogar de orden y trabajo que dio vida a Carlitos. Es claro que son esas tensiones homoeróticas y esas corrientes subterráneas que explotan en el seno de la banda delictiva las que se apoderan de la película, más que el vértigo de una road movie de ambiciosos y delirantes criminales. Lorenzo Ferro y Chino Darín consiguen adherirse a ese exterior de colores chillones y pasiones superficiales que elige la puesta de Ortega; el primero con ese cuerpo menudo de facciones andróginas, el segundo con esa inconsciencia dramática centrada en la fuerza de su presencia. Más cercana a la fábula pop que a la crónica de sucesos, El ángel no intenta dar respuestas sino que asume la fascinación y la inquietud de saber que hay misterios que son el límite y el fin de todo intento de explicación.
"Nuestras vidas no suman demasiado". Frase irónica para este thriller de zombis de origen canadiense que elige a un grupo heterogéneo de sobrevivientes para retratar a un mundo en el que matar se ha convertido en la única ley para seguir viviendo. Sin demasiadas explicaciones y coordenadas, los alrededores de Quebec se impregnan de una tenue neblina que oculta temibles figuras humanas convertidas en voraces depredadores. El director y guionista Robin Aubert elige una atmósfera densa, cargada de invisibles peligros, y una imagen que siempre oculta en su reverso una temible amenaza. Con contadas explosiones de gore y un clima de creciente opresión, la película retrata con elegancia ese progresivo desmoronamiento moral que invade a los protagonistas. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Una plaga, una invasión, una merecida maldición? Dos de los grandes logros de la puesta en escena son utilizar una sutil simbología que dispara interrogantes pero no anula interpretaciones -¿qué son esas pilas de objetos convertidos en altares de adoración?- y sostener un humor radical, incluso en los momentos de mayor tensión. El trabajo con el sonido como guiño de la representación -algo que hizo con maestría la reciente Un lugar en silencio- se eleva hasta conseguir una película inusual, que combina la expresión plástica del temor interior con notables momentos de imparable adrenalina.
Hacía tiempo que el universo DC no tenía una película tan divertida. Con algo de humor escatológico y bastante de incorrección política, esta adaptación al cine de la serie animada de Cartoon Network redobla la apuesta de su desparpajo y consigue una ingeniosa deconstrucción del arquetipo del superhéroe y de su sobreexplotación por parte de la industria cinematográfica contemporánea. Nada de solemnidad ni de responsabilidades, los pequeños superhéroes de esta troupe animada son amigos por afinidad y no por deber. Producida por el equipo de animación de Warner Bros., Jóvenes titanes en acción parte del deseo de un grupo de superhéroes marginales de conseguir a toda costa una película propia. Liderados por un Robin segundón y acomplejado, combinan los más ridículos e impensados poderes para conseguir poner su nombre en lo alto de la marquesina. Esa vanidad exacerbada, lindante con el absurdo, es matizada con una serie de gags geniales que parodian no solo a los héroes de DC -son extraordinarias las secuencias sobre la llegada de Superman a la Tierra y la muerte de los padres de Batman-, sino que incluyen en las burlas a los archirrivales de la factoría Marvel (notable el momento Stan Lee). Con una estructura narrativa de gran fluidez y chistes para todas las edades, la película no sacrifica la emoción en virtud del distanciamiento irónico, sino que elude la seriedad para volver a pensar el universo de héroes y villanos como el mejor y más fascinante de los juegos.
Los últimos años de la vida del escritor austríaco, condenado al exilio luego del ascenso del nazismo, encuentran en la mirada de Maria Schrader un retrato tan reflexivo como conmovedor. La película podría pensarse como una elegía en forma de cartas postales enviadas desde las ciudades que lo albergaron en América, desde Buenos Aires a Nueva York, hasta su retiro final en Brasil. Cada instancia de su recorrido acentúa su pesimismo frente a la imponente naturaleza, su consciente extrañeza con esa Europa que se hacía bárbara mientras América daba tibieza a sus últimas horas. Consagrado novelista y biógrafo de excepción -basta para confirmarlo su notable María Estuardo-, Stefan Zweig fue el espejo de la atormentada generación de entreguerras, de la que también fueron expresión intelectuales como Thomas Mann o Theodor Adorno. El rigor de Schrader en su apuesta puede fácilmente confundirse con frialdad o academicismo. Nada más lejos de ello. Su cámara sostiene la distancia justa que exige el ánimo de su personaje, su desasosiego frente a la suerte de sus amigos y colegas judíos retenidos en Alemania, la reflexión de un arte que se torna impotente frente a la barbarie. Con extraordinarias actuaciones de Josef Hader como Zweig y Barbara Sukowa como su exesposa y posterior biógrafa, Schrader sortea los resortes tradicionales del biopic que atan la intimidad a la condición histórica, y mira a su personaje y a la época con desgarradora honestidad. La escena final es la más legítima prueba de ello.
Annemarie Jacir, ganadora de varios premios internacionales a lo largo de su joven carrera, detenta también una notable distinción: el haberse convertido en la primera directora palestina con su primer largometraje, La sal de este mar (2008). Desde entonces, su aguda observación de los deberes y regulaciones que atraviesan en silencio la sociedad en la que vive ha sido una de las claves de su estilo de representación y el sentido último de sus historias. Invitación de boda - Wajib, que puede traducirse como "deber social"- nace de su propia experiencia como testigo silencioso del recorrido de su padre y su hermano repartiendo las invitaciones de la boda de su hermana. Ambientada en la zona árabe de la ciudad de Nazaret, la película se concentra en esa forzada convivencia en movimiento, arriba de un pequeño Volvo que funciona como caja de resonancia de tensiones ideológicas y generacionales entre un exprofesor universitario y su hijo arquitecto recién llegado de Roma. Sin acentuar el drama ni abandonar del todo la comedia, Jacir logra tejer y destejer las cuentas pendientes entre padre e hijo a partir de conversaciones, encuentros con vecinos e inesperadas celebraciones. Por momentos algo subrayada y esquemática, la mirada de Jacir -apoyada en las notables actuaciones de Mohamed y Salek Bakri, padre e hijo en la vida real- sostiene ese genuino intento de mirar con nuevos ojos lo conocido y hacer partícipe al espectador de cada uno de sus pequeños descubrimientos.
Ed Helms se ha convertido, desde su explosivo personaje de ¿Qué pasó ayer?, en "el hombre detrás de la cortina" de un estilo de comedia que combina la nostalgia por la juventud perdida con una urgente necesidad de catarsis para enfrentar, desde el humor, la neurosis moderna. Casi heredera de la lógica muda, ¡Te atrapé! se afirma mejor en la resolución de algunos gags físicos y en el contraste entre la aparente seriedad de hombres adultos y la impunidad del ridículo de las bromas, que en la elaboración de una sólida estructura narrativa. Todo es autoconsciente excusa para poner en evidencia la mueca amarga detrás del humor que hace ya varias décadas había desnudado la italiana Amigos míos, de Mario Monicelli con más que algún detalle argumental en común. La historia de cinco amigos que en mayo suspenden sus responsabilidades para perseguirse como en su niñez, encuentra en la puesta de Tomsic un registro mecánico, preocupado en exceso por el ritmo al que por momentos ahoga en un falso vértigo. Con algunos personajes superficiales y sin terminar de resolver el componente femenino más que como mero agregado (rayano en lo exasperante en el caso de la "novia" de la adolescencia que interpreta Rashida Jones), la película funciona en su espíritu anárquico pero sin la absoluta libertad a la que podría haber aspirado.
Si alguien entendió cómo dar nueva vida al melodrama fue Pedro Almodóvar. No fue fácil hacer su camino -desde el kitsch ochentoso hasta el clasicismo depurado de sus últimas películas-, pero aún es más difícil imitarlo. Calzones rotos, revancha de mujeres, coproducción argentino-chilena dirigida por Arnaldo Valsecchi, intenta, sin demasiada suerte, seguir ese recorrido con cierta autonomía, anclando su universo en los años 50, en un aristocrático suburbio chileno donde una familia pone a prueba sus secretos y lealtades. Pese a las buenas intenciones, aun desde la parodia el melodrama necesita fuerza y convicción, no una serie de tópicos desangelados actuados con desgano y afectación. La puesta de Valsecchi nunca se anima a lo excesivo. Las mejores escenas vibran gracias al uso de algunos espacios, como las estatuas del jardín que parecen mudas espectadoras de los enredos familiares, y otras gracias a los ecos almodovarianos, como en el justo homenaje al bolero "Espérame en el cielo", de Matador, que todavía resuena entre las glorias del género.
Paolo Genovese, alma creativa detrás del boom de Perfectos desconocidos, ha decidido profundizar su observación sobre las oscuridades morales de nuestra sociedad desde una perspectiva más solemne que lúdica. Si allí intentaba hilvanar los escombros de las grandes sátiras de la comedia italiana de la edad de oro con algo del cinismo contemporáneo, aquí asume el espíritu fáustico que tanta grandeza le ha dado al cine con el mismo propósito. La cita ya no responde a la invocación que había imaginado el célebre Murnau en su audaz e inolvidable adaptación de Goethe, sino a los mundanos escenarios de una cafetería llamada The Place. Allí sumergido en la música de la rocola y con un café de por medio, un hombre celebra encuentros con diversos asistentes con los que intercambia deseos y anhelos por inquietantes exigencias. Genovese no ofrece demasiada carnadura a ningún personaje, todos responden a un esquema global que deja en claro la alegoría. Los que trascienden esa forma calculada del guion lo consiguen gracias a las interpretaciones: Alba Rohrwacher teje los mejores matices para su monja y Valerio Mastrandrea da a su eco de Mefisto una áspera humanidad. Despojada de toda grandeza fantástica, Los oportunistas se afirma demasiado en la convicción de su propio ingenio y si bien consigue equilibrio narrativo sin destellos de puesta en escena deja entrever demasiado su armado cuanto más anhela sublimarlo.
La cámara de Carlos Sorín recorre el frío espacio de la Patagonia siguiendo el andar de Cecilia (impecable Victoria Almeida) mientras se dirige al encuentro con su marido (Diego Gentile) para comunicarle una importante noticia. Instalados desde hace poco tiempo en un pequeño pueblo de Tierra del Fuego, el deseo de ser padres se entreteje con la inquieta espera por la adopción, con la tensa expectativa por el recibimiento del recién llegado. La aparición de Joel, un chico de nueve años derivado desde Buenos Aires, con un pasado de desamparo marcado por la detención de su tío, no solo será un aprendizaje para esa familia, sino para todo el pueblo, entorno aislado que concibe lo desconocido como amenazante. La mirada humana de Sorín se concentra en los vínculos entre sus personajes, en las relaciones que se tejen en sus silencios y esperas. El lento descubrimiento de las emociones de Joel, sus gustos, sus recuerdos emergen gracias a las decisiones del director de acercarse a ese universo sin desmoronarlo. Cuando intenta retratar posiciones colectivas -o institucionales- se perciben con más evidencia los hilos de la construcción, como en el debate de los padres sobre la permanencia de Joel en la escuela pública. Sin embargo, el universo de Sorín se torna más complejo en los pequeños trazos, en la dimensión moral que adquieren las acciones sin necesidad de juicio, en la consciente cercanía que nos inspira sin hacer alarde de su presencia.