Fantasía con los pies en la tierra Cuando Chaikovski compuso su ballet para vestir ese mundo de fantasía imaginado por la pluma de E.T. Hoffmann, la música se convirtió en el emblema de una Navidad mágica y atemporal, llena de juguetes, ratones y soldados cascanueces. Más de un siglo después, Disney se apropia nuevamente de aquella tradición (ya lo había hecho en Fantasía) para convertirla en su película de Navidad, en la historia de una huérfana (otra vez) que persigue el legado de su madre para encontrar el propio.
Música, fama, chicos y chicas lindas, un poco de romance y algunas lágrimas. Esa es la fórmula que sigue casi al pie de la letra la película de Andy Caballero y Diego Corsini, sin salirse de la rigidez de esa construcción ni de los deberes de esos ingredientes. La historia de Noah (Franco Masini), un cantante que descubre a su musa (Yamila Saud) y a las mieles y amarguras de la fama casi en el mismo abrir y cerrar de ojos, podría haber tenido, no originalidad, pero sí atractivo y entusiasmo. Sin embargo, todas las escenas que hacen avanzar la trama están ideadas como montajes en un largo videoclip, desprovistas de verdadero relato y sumergidas en una fragmentación innecesaria. Lo que más simpatía despierta es el spanglish de Andrea Frigerio, que se divierte en secreto sin que nadie se dé cuenta, con sus pelucas, sus falsas sonrisas y sus juegos de palabras.
Paul Feig ha logrado distinguirse como uno de los directores (varones) de comedia femenina más ingeniosos y solventes de la actualidad. De esas comedias que conciben a las mujeres como los personajes centrales, sin hacerlas románticas ni convertirlas en un mero álter ego masculino. Películas que piensan a la amistad como lazo social fundamental, a la profesión como forma de independencia y a la búsqueda de satisfacción como estrategia narrativa. Todos sus personajes persiguen algo, algunos un ideal, otros una realidad concreta: Kristen Wiig en Damas en guerra la lealtad a sus sentimientos pese a la madurez y las frustraciones, Melissa McCarthy en Spy: Una espía despistada a una red de espionaje internacional. En Un pequeño favor los resortes de la comedia funcionan de manera aceitada y se sostienen en el contrapunto entre la madre prolijita y de dicción apurada, que se anota en eventos y recauda rifas, y la femme fatale que desayuna con martinis y viste como los dioses. Anna Kendrick y Blake Lively no pueden ser más distintas y Feig filma esa impensada amistad con la fuerza del absurdo. Pero como detrás de todo están el misterio y el thriller, en su segunda mitad la película se ata a esas necesarias revelaciones: desapariciones, crímenes, estafas. Ahí es donde todo parece desviarse: las acciones se disparan como gags y las resoluciones policiales desbaratan el tiempo de la comedia. Igual nos reímos bastante, y toda risa siempre justifica algún desliz.
Criaturas nocturnas comienza como una historia de cautiverio. Un hombre alimenta a una niña de grandes ojos azules mientras esa mirada virgen de miedos y permeable a los castigos atisba tras las rejas de su prisión el mundo que le está vedado. Como heredera de los "niños salvajes" que poblaron la mitología científica de la Europa continental de fines del siglo XVIII y principios del XIX -al estilo Víctor de Aveyron y Kaspar Hauser-, la joven Jane se integra al mundo desde una corporalidad en ciernes, que pugna en su interior junto a los despertares que la cultura de un pueblo rural tiene interés en ver domesticados. Criaturas nocturnas sigue, entonces, como la historia de ese repentino encuentro entre lo que irrumpe con furia y lo que debe ser negado. La ópera prima del alemán Fritz Böhm, filmada en los Estados Unidos, sigue la estela de los despertares adolescentes devastadores, desde Carrie hasta Criatura de la noche. Lo que sigue es tal vez lo más evidente de la película: la recurrencia de una exposición de lo visible de manera redundante, la afirmación de lo monstruoso en los contornos de la apariencia exterior. Sin embargo, el viaje de Anna desde el encierro a la liberación es más complejo cuando se configura en el revés de sus grandes ojos azules, cuando la mirada que teme es la que está del otro lado de las rejas.
El film de Mariano Laguyás entreteje actos mezquinos y sinos fatales bajo el fallido paraguas de un thriller, que se revela hueco en el uso de las claves del género y absurdo en la pretensión de abordar temas complejos. La llegada de una española a Mar del Plata en el verano de 1995 se alterna con su presente veinte años después, dos tiempos en los que la voz en off se encarga de subrayar paralelismos y discordancias. Para ser una película producida en la ciudad, sus calles y playas son apenas postales. Laguyás sobreexplica su propio guión en cada escena, no consigue que sus personajes sean más que un discurso pronunciado, y condena la puesta en escena a un marco superficial que nunca expresa las pasiones que allí se declaman.
Disney ha convertido la historia de Christopher Robin, el niño de los libros de Winnie the Pooh, escritos por A.A. Milne, en la aventura de un adulto hacia aquella infancia que ha perdido en los pliegues de su propia memoria. Pero todo lo que podía ser simple nostalgia o tenue melancolía se llena de fuerza y humor en el mismo nacimiento de los personajes -que no están inspirados en la vida del hijo de Milne, como sí ocurre en la película Goodbye Christopher Robin, ver página 1-, liberados de cualquier marco literario e inmersos en el mismo fluir de la vida. Marc Forster sorprende a los más escépticos al encontrar la forma más inteligente de convertir ideales infantiles en conquistas sociales, y lograr una película sobre el ocio y el disfrute en el contexto de una Inglaterra dominada por el esfuerzo de posguerra y la austeridad de la reconstrucción. Más allá de los notables méritos de la animación digital para crear a Winnie the Pooh y sus amigos del Bosque de los Cien Acres (en el que se luce el entrañable burro Eeyore), la magia de la película radica en la convincente mirada de Ewan McGregor sobre mundo que lo rodea. Toda la travesía de su personaje está contenida en su expresión, desde brillo en el momento del amor y su tenue parpadeo en la vida gris de oficinista, hasta el atisbo de un descubrimiento que trasciende los límites de la familia y se afirma en la comprensión del complejo mundo en el que ha crecido.
Andrés Tambornino y Alejandro Gruz piensan su película como una especie de actualización de la picaresca del siglo XVI. O, por lo menos, es lo que parece. Lo cierto es que esa mirada jocosa sobre dos antihéroes -uno pícaro, el otro poco avispado-, que viven una serie de aventuras de proporciones extraordinarias, resulta aquí una colección de las peores decisiones: el guion es flojo y lleno de lugares comunes , las actuaciones -salvo Osvaldo Santoro y Mirta Busnelli, que funcionan en un mundo aparte- están contaminadas por una estética atolondrada que no deja formar ningún gag, la fantasía está desaprovechada y los resultados cómicos son pobres y anacrónicos. Todo ese mundo de torpezas y falsas hidalguías apenas da pie a una mueca.
Carlos (Guillermo Pfening) se encierra en una habitación de su casa y, entre malhumores y epifanías, escribe algunas ideas con ceño fruncido, pega misteriosos papelitos en la pared, ensaya varias grabaciones en video. Desdoblamientos, mundos paralelos y "ensoñaciones": todo ello se concentra en la investigación de este pensador de aura atribulada y, de allí en adelante, todo es un intento de intriga que nunca se concreta. La película de Walter Becker comienza con esos temas puestos en grandes letras y nunca pasa de allí. Toda la estructura narrativa está sumergida en escenas gratuitas que nunca afirman el relato, en una puesta edulcorada y risible, en un tono de solemnidad que resulta agobiante. Los actores hacen lo que pueden para dar vida a una historia que nunca la tiene, ni en este mundo ni en los que vienen.
La nueva apuesta de Marvel sigue esa línea relajada y autoconsciente que ensayaron con éxito las dos Deadpool y Thor: Ragnarok, haciendo de su parásito extraterrestre un simpático antihéroe que salva vidas y destinos por enconos y amores personales, antes que por deberes globales. La dinámica que consigue Tom Hardy en sus escenas en solitario es lo más logrado de la película, mucho más que el despliegue de acciones espectaculares o justificaciones de guion un tanto forzadas. El inglés recupera esa tensión corporal que había explotado en Mad Max: furia en el camino -incluso algo de aquella máscara-, siempre sudando el deber ser de un héroe al que todos necesitan menos él. Emancipada de la tutela de Spider Man, Venom consigue una identidad en tanto asume como propio el juego que plantea: el encuentro de dos parias que en su improvisada simbiosis alcanzan cierta distinción. Ruben Fleischer ( Tierra de zombies) impregna su puesta en escena de ese aire anodino que recubre a una San Francisco sin brillo y consigue que su villano tenga más de niño rico y caprichoso que de científico loco. Sin embargo, nunca encuentra el tono justo que requiere la comedia negra: mucho estómago para soportar chistes incómodos y mucho nervio para adherirlos al relato en el lugar justo. Venom tiene pocos gags, y muchos de ellos resultan tibios para un personaje cuya apariencia es un atentado radical contra toda mesura.
Era todo un desafío para Álvaro Brechner contar la historia del cautiverio de tres de los líderes tupamaros uruguayos encarcelados en 1973 desde una mirada inteligente, desprovista de espectacularidades, entretejida con humor y dolorosa empatía. La noche de 12 años recorre esa interminable detención en pozos oscuros y agujeros húmedos como una experiencia extrema, inhumana, que devela las raíces de la brutalidad en las manos de un Estado militar. Las claves de su puesta en escena son el uso del silencio y la oscuridad como formas de tensar las fronteras entre la cordura y el delirio, entre la rendición y la resistencia. Rosencof, Fernández Huidobro y Pepe Mujica (notablemente interpretados por Chino Darín, Alejandro Tort y Antonio de la Torre) son sobrevivientes antes que héroes, piezas que Brechner sitúa como espejo de los sentidos del espectador, en un arriesgado ejercicio de radical introspección. Pese a ciertas convencionalidades en la recreación de detenciones y a cierta sobreescritura en los interrogatorios militares, la película consigue que tiempo y espacio se dilaten en la experiencia de cada personaje, que los vínculos con sus carceleros se tiñan de impensadas sintonías (cuando Rosencof escribe cartas de amor en nombre de un guardia), las conexiones con sus compañeros de celebrados hallazgos (la vital comunicación intramuros) y las visitas del afuera de efímeras y emotivas liberaciones.