Bella Swan, la protagonista de “Eclipse”, es una heroína romántica de pura cepa y en esta tercera parte de la saga lo confirma. El personaje está dispuesto a morir por amor, a entregar, literalmente, su vida por consumar su romance con el vampiro Edward. Tanto Kristen Stewart (Bella), como Robert Pattinson (Edward) vuelven a interpretar con el mismo convencimiento los personajes de la pareja entre una humana y un ser sobrenatural, incluidos parlamentos casi susurrados y una gestualidad acotada. Mientras tanto, Taylor Lautner está a la altura de lo que se pretende de su personaje, Jacob, un hombre lobo enamorado, despechado y temperamental que sufre por Bella. Para colmo ella esta vez le da, y ya se lo merece a esta altura de la historia, una débil esperanza con lo que complica el trío. Stephenie Meyer, creadora del drama romántico en el que se basan las películas, no perdió de vista a sus potenciales legiones de lectores. Son millones de adolescentes que siguen desde hace años estas historias. Las dotó de los ingredientes necesarios de realismo y fantasía gótica, aunque le limó las aristas más espeluznantes. Así están algunos como Bella, con certificado de bondad; los villanos civilizados, como la casta vampírica de Edward, y los chupasangres más despiadados, al estilo de la vengativa Victoria y los poderosos y sangrientos Volturi. En la puesta en escena de la película, si bien hay algunos saltos de estilo con respecto a los capítulos anteriores de la serie, la esencia permanece. El mérito es del director David Slade, que aderezó los tópicos del género con un mayor ritmo, más escenas de acción y una narración menos formal que sus predecesoras. Slade junto a la guionista Melissa Rosenberg, autora de los libros de la saga, resolvieron dejar filtrar algo de humor en las figuras del padre de Bella y hasta en la misma heroína, que a pesar de su gesto de perpetuo desfallecimiento, se permite algunas líneas con ironías, inclusive sobre la misma condición de su novio inmortal. La trama del filme, cuya columna vertebral es nuevamente la relación de Bella y Edward y que avanza un casillero importante, de desarrolla en torno la aparición de una especie de vampiros novatos que están haciendo estragos en una ciudad vecina. Los Cullen, el clan al cual pertenece Edward, está en peligro. La manada de licántropos a la que pertenece Jacob también quedará envuelta en el conflicto en el cual intervienen además los Volturi, nuevamente con Dakota Fanning como Jane, su hierática y cruel líder. Todos inmersos en una batalla que tiene el amor como botín.
Una remake que suma escasas novedades Las remakes no siempre suman. La correcta recreación de la primera entrega de aquel fabuloso éxito que fue “Pesadilla” seguramente sorprenderá a las nuevas generaciones, pero no tanto a quienes pretendan superar el terror que generaba Robert Englund en el filme de Wes Craven de 1984. Allí vuelven los efectos que apuntan a generar espanto y hasta Freddy saliendo de la pared. Tampoco faltan los viejos recursos como las garras frotando paredes y metales y saliendo del agua. El recurso del sueño en este regreso ya no sorprende. Y aunque las razones de las cuales depende la supervivencia de los personajes o la profundización sobre la historia del nefasto protagonista son de las pocas cosas que tienen algunas variantes, no siempre alcanzan para superar el horror original. Lo cual no impide que los adolescentes de hoy la pueda disfrutar.
Los ufólogos, los investigadores del fenómeno ovni, llaman "contacto del cuarto tipo" a las supuestas abducciones de personas por naves extraterrestres. Hay numerosos testimonios que dan cuenta de situaciones de este tipo y, en base a ellos, se construyó el guión de la película de Olatunde Osunsanmi. Una piscóloga investiga una serie de episodios extraños en la ciudad donde vive. Apariciones y desapariciones. Su trabajo no va más allá de lo normal hasta que empieza a sospechar que los habitantes del pueblo podrian estar siendo secuestrados por alienígenas para somerterlos a pruebas científicas. Pero eso no es todo, cuando está a punto de descubrir la verdad, ella misma se convierte en una víctima. Narrada como si fuera un documental, como “El proyecto Blairwitch” y “Actividad paranormal”, la historia pretende asustar, pero no lo logra. Apenas espanta.
Hollywood busca desesperadamente fórmulas que le permitan seguir facturando sin correr riesgos. A lo largo lo probó todo, desde apostar a los creadores que persiguen la originalidad hasta rehacer películas que, a pesar de no haber sido éxitos de taquilla, con un buen elenco y efectos con figuras convocantes puedan atraer a los espectadores. Ahora le tocó el turno al 3D. A partir del suceso de “Avatar”, de James Cameron, que se erigió como la película más taquillera de la historia del cine, la mira de los grandes estudios está puesta los relatos en tres dimensiones. “Furia de titanes” sigue esa línea, al tiempo que rescata una historia clásica de la mitología griega y la convierte en una aventura de acción. Para hacerlo apuesta a un experto en el género, el director francés Louis Leterrier, responsable de la saga del “Transportador” y de la segunda versión, mejorada y aumentada, de “El increíble Hulk”. Su talento para hacer que las aventuras de Perseo, el hijo de Zeus que se resiste a vivir en el Olimpo, tengan el ritmo, la violencia y la emoción de las persecusiones automovilísitcas que lo catapultaron a la fama queda claro cada vez que le héroe se enfrenta a un nuevo desafío, ya sea enfrentar el ataque de alacranes gigantes como engañar a la mirada asesina de Medusa. Leterrier sabe cómo imprimirle el vértigo de los tiempos modernos a una historia archiconocida y por lo tanto carente de sorpresa como la que cuenta “Furia de titanes”. De hecho, se trata de la remake del clásico rodado en 1981 por Desmond Davis, una película que asombró al mundo por la calida de la animación cuadro por cuadro de los monstruos mitológicos, un trabajo del pionero Ray Harryhausen. Perseo es encarnado por Sam Worthington, un actor musculoso y mirada tierna que saltó a la fama al encarnar al robot con corazón humano de “Terminator Salvation” y que se consagró al encarnar al marine inválido que desembarca en Pandora en la piel de un Na’vi en “Avatar”. Con su correcta aunque inexpresiva actuación en “Furia de titanes”, Worthington se perfila como el sucesor de Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone. A pesar de sus pergaminos, sus compañeros de elenco, Liam Neeson, como Zeus, y Ralph Fiennes, como Hades, apenas si, envueltos en la pirotécnica de efectos visales, logran imponer sus voces, siempre vigorosas, siempre dramáticas, pero nada más. El mayor atractivo de la pelicula es la aventura que, matizada con algunos logrados toques de humor, resulta atrapante, sobre todo cuando los hombres, los dioses y lo semidioses desenfundan sus espadas y le ponen el cuerpo a la lucha que, como todo mundo sabe, es cruel y es mucha.
“Loco corazón” no es una pelicula más. La historia es pequeña, basta un par de párragos para resumirla, no deslumbra por los efectos visuale, no demandó un presupuesto millonario, no hace falta ponerse un par de lentes de cartón para ver su verdadera dimensión, y así todo no pasa inadvertida. Es así por la genial actuación de Jeff Bridges, que compone un Bad Blake, el cantante que ha perdido el rumbo ebrio de fama y whisky barato, conmovedor, tanto que le valió un Oscar. También, por la mirada tierna de Maggie Gyllenhaal y, sobre todo, porque la película, sin querelo, es aleccionadora. Y no es que el cine tenga que serlo para ser bueno, sólo que en este caso lo es y vale la pena. La moraleja, para ponerlo en términos fabulescos, es simple: los excesos pueden acarrear grandes pérdidas. Es bueno saberlo.
Desde que la ciencia ficción es lo que es uno de sus grandes temas es el enfrentamiento, hipotético, entre las máquinas y los hombres. De eso se trata la saga de “Terminator” y también la de “Matrix”, sólo por citar un par de las franquicias más exitosas de Hollywood. Como “Número 9”, la animación de Shane Acker que llega a la pantalla grande con la bendición de Tim Burton. La historia es simple, aunque no por ello menos efectiva: un científico inventa una máquina que ayudará al hombre a evolucionar, pero el engendro, que cobra conciencia propia, se vuelve contra su creador y se propone destruir a la humanidad. El creador busca revancha y crea un pelotón de muñecos de trapo para que destruyan a la máquina, su aventura es la razón última de la película. Oscura, sombría, asfixiante, “Número 9” intenta reflejar que pasaría si el hombre se abandona a su ambición. El futuro asusta.
“Astroboy” surge de un temor que anida en el corazón de todo padre: la irreparable pérdida que significa la muerte de un hijo. Es la esencia de “Pinocho”, la historia del titiritero que le da vida a un muñeco de madera para cumplir su sueño de criar a “un niño de verdad”. En esta reversión tecno del cuento clásico, creada por Osamu Tezuka en 1963, el sustituto es un robot, como en “Inteligencia artificial” de Steven Spielberg. Más allá de las disquisiciones filosóficas —¿se puede esquivar la muerte con un reemplazo mágico, tecnológico? —, el manga, la serie de televisión y la nueva película optan por la aventura. Sin el vuelo que tenía el orginal, la realización tiene un ritmo vertiginoso, peripecias atrapantes y un protagonista tierno y valeroso. Con eso le basta para entretener.
"Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma". Esas son las últimas palabras de "Invictus", el poema de William Ernest Henley que inspiró, según él mismo, a Nelson Mandela durante los 27 años que estuvo en prisión en Robben Island. Esas también son las palabras que inspiraron a Clint Eastwood para llevar al cine la novela "El factor humano", de John Carlin. El libro, la película, cuentan la forma en que Mandela se aprovechó de la pasión que el rugby despierta entre los sudafricanos para unirlos más allá de las diferencias raciales. La historia es chiquita, apenas una anécdota en la vida política de Sudáfrica, pero su significación es enorme. Por eso y por el talento narrativo de Eastwood, "Invictus" conmueve. Y lo hace sin golpes bajos, sin ser apologética, apenas contando las cosas como son, o mejor, como deberían ser.
El cine se recicla todo el tiempo y no siempre las reescrituras de sus historias son felices. "Papás a la fuerza" es uno de esos casos. La película de Walt Becker vuelve sobre una cuestión que Hollywood ha abordado hasta el hartazgo: la paternidad a la fuerza. Narra la historia de un ejecutivo que cuando menos lo espera se entera de que tiene dos hijos y, lo más difícil, que se tiene que hacer cargo de ellos. Su mejor amigo, también soltero y cincuentón como él, se suma a la empresa. El conflicto está planteado, no la solución que, en la historia, se debate entre gags obvios y actuaciones apenas correctas. Ni siquiera se da la esperada química entre Robin Williams y John Travolta, por lo que todo queda librado al talento del director para que la empresa no naufrague. No lo logra, pese a su profesionalismo. La comedia no explota nunca; apenas, alguna vez, despierta una sonrisa piadosa.
Guy Ritchie es un experto en cine de acción, formado en el cine independiente de Londres, una escuela que le permitió, además de mantener la libertad creativa, forjar un estilo. Sus películas, desde “Juegos, trampas y dos armas humeantes” hasta “Rocknrolla”, reconocen como marca de fábrica el talento del realizador británico para poner en imágenes la violencia. Lo hace con naturalidad, pero también descarnadamente, su cine es cruel, salvaje, impiadoso, como la vida misma y eso, como le gusta decir a su maestro, Quentin Tarantino, lo hace genial. “Sherlock Holmes”, la primera película que dirige por encargo para un gran estudio de Hollywood, tiene su sello. Es una película de época, con carruajes, miriñaque y galeras, y así todo el vértigo, la velocidad con que transcurren los hechos, no tiene nada que envidiarle a un Fórmula Uno. La fotografía, que combina en dosis exactas los decorados con el blue screen, sumado al montaje, que pasa del primer plano al plano secuencia de un golpe, le imprimen a la narración un ritmo que, enancado sobre el repiqueteo de los cascos sobre el empedrado, quita el aliento. El célebre detective creado por Sir Arthur Conan Doyle es encarnado en la película por Robert Downey Jr., uno actor tan singular como el propio Ritchie. Su Sherlock Holmes es muy distinto a las versiones anteriores del personaje que dio el cine y la televisión. Es reflexivo, claro está, si no lo fuera no sería Sherlock Holmes, el pensamiento lógico es su principal arma para combatir el crimen, pero no es reposado. Piensa y actúa. No teme ensuciarse las manos. No manda a hacer el trabajo sucio a su socio, el Dr. Watson, lo hace el mismo. Como corresponde. Este cambio, nada sutil, enciende un relato que, de por sí, crispasdo, casi nervioso. El misterio, obviamente, es el principal atractivo de la trama. Desde la primera escena se espera el final, el momento en que Holmes explique lo inexplicable. Sin embargo, la diversión está en el viaje no en el destino. La pareja que forman Downey Jr. y Jude Law, que encarna al Dr. Watson, se saca chispas, sobre todo cuando, como inevitablemente lo pide la historia, le dan descanso a la acción con repentinos toques de humor. Es una dupla que, si la franquicia tiene el éxito y la saga se prolonga, dará que hablar y mucho. Tan bien se llevan en la pantalla Downey Jr. y Law que resulta inevitable preguntarse por qué no habían trabajado juntos antes. Y no sólo eso, “Sherlock Holmes”, revelará a los que no lo conocían de antes a un gran director de cine: Guy Ritchie y se preguntarán por qué no lo conocían más que como el ex marido de Madonna. Una injusticia.