El director danés Gustav Möller, aún siendo un desconocido, hizo una carrera vertiginosa en la consideración de los festivales. Con “La culpa”, su ópera prima, obtuvo 30 premios internacionales, incluidos los certámenes de Sundance, Rotterdam, Valladolid, Turín, Washington y Zurich, entre otros. Y lo logró con una película que en sólo 85 minutos narra la historia de un secuestro, un crimen y su resolución sin salir del espacio limitado de una oficina de llamados de emergencia y sin otras imágenes que las de ese lugar. En este thriller enviado para representar a Dinamarca en la última entrega de los Oscar en la categoría mejor película extranjera, además, casi no hay música, cuenta con un minucioso trabajo de cámaras, efectos de sonido, iluminación, fotografía y un guión con apenas los diálogos necesarios y sutiles o a veces abruptos giros en la trama. Los impecables rubros técnicos están al servicio de un único protagonista, Jakob Cedergren. Cedergren, con una carrera limitada a su país en la que se destaca su colaboración con Thomas Vinterberg, fundador junto a Lars von Trier del famoso Dogma de los 90, interpreta a un oficial del servicio de emergencias de la policía de Copenhague y debe conducir desde su puesto la investigación de un pedido de auxilio. El resto del elenco sugiere los exteriores, las escenografías y las atmósferas sólo con sus voces a través de un teléfono en un ejercicio narrativo que sin ser experimental va a contracorriente de las convenciones. Este recurso ubica a “La culpa” en la línea de “La soga”, de Hitchcock, o “La habitación”, de Abrahamson, pero resulta más austero y más radical y transforma al filme en un trabajo audiovisual poco frecuente que privilegia el poder de sugestión de las palabras sobre las imágenes.
Después de las dos primeras entregas que rodó Guillermo del Toro de "Hellboy", uno de los héroes más contradictorios surgidos del cómic regresa con el mismo humor sombrío e iguales dosis de acción constante. Hellboy es un demonio creado por un conjuro y arrebatado a los nazis que encuentra su destino como defensor de los humanos contra las fuerzas del mal. Rodado casi en su totalidad con imágenes digitales, el filme avanza en sus casi dos horas a un ritmo imparable mientras recuerda -sin temor al absurdo y la ironía- hasta el nacimiento del personaje protagónico en una historia que se remonta hasta el rey Arturo. Es este monarca inglés el que origina el relato cuando con su espada Excalibur termina con la vida de Nimue, o la Reina de Sangre, una bruja que planeaba apoderarse del mundo para poblarlo con sus criaturas infernales. Arturo la desmembra y reparte sus partes por todo el reino en lugares secretos. Casi dos mil años después, los monstruos sobrevivientes se organizan y la reviven, momento en el cual Hellboy tendrá que intentar detener la amenaza de la apocalíptica Nimue.
La segunda y premiada película del director iraní Vahid Jalilvand se ubica en la línea de recordadas producciones provenientes de ese país como "El viajante" y "Una separación", ambas de Asghar Farhadi, en las cuales son centrales temas como la culpa, el deber y la responsabilidad por el otro. "La decisión", galardonada en la sección Horizonte del Festival de Venecia, está encabezada por Kaveh Nariman, un personaje con una alto grado de compromiso por su trabajo como médico legal. Una noche, mientras regresa a su casa en su coche, tiene un accidente y se detiene para comprobar si le había provocado algún daño al conductor de la moto que acaba de atropellar y que viajaba con su esposa e hijos. A partir de allí el guión comienza a desplegarse en una serie de decisiones dramáticas que ponen en crisis y cuestionan el comportamiento y las buenas intenciones de los personajes. De forma pausada y sin golpes bajos, el director interpela e incomoda al espectador con sus preguntas sin respuesta sobre moral, solidaridad y otros valores arraigados, y deja que los personajes se transformen en un recordatorio de que la voluntad, la pasión o la racionalidad no siempre generan las acciones correctas. Y lo hace con un filme técnicamente correcto, con una fotografía y un diseño de arte cuidado y las actuaciones de un elenco de buenos actores.
Un hecho fortuito le cambia la vida a Horacio, el personaje de Pablo Echarri en “Happy Hour”. Horacio, un profesor que resiste los avances de una alumna, y su mujer Vera (Leticia Sabatella), una diputada en campaña, forman una pareja perfecta que vive sin sobresaltos en Río de Janeiro. Esto es así hasta que ese episodio transforma su vida y su matrimonio. Al primer hecho casi surrealista, se suman otros que expanden un relato que va y viene entre la parodia, el drama, la comedia y el suspenso. Gran parte de la transformación de la vida de Horacio se debe a la cobertura que hace la televisión del primer episodio. Lo que hasta ese momento era una comedia dramática con toques fantásticos sobre la crisis de una pareja, se transforma en parodia cuando dos periodistas analizan ese acontecimiento que hizo de Horacio un héroe nacional. Y todo eso afecta directamente a la pareja que, además, se debate entre la fidelidad o tener una pareja abierta, un conflicto que aparece justo en medio de una campaña electoral liderada por Vera. El director brasileño Eduardo Albergaria logra un buen resultado en esta ambiciosa mixtura de géneros, que se interna en la discusión de elegir entre el amor y el deseo.
“Battle Angel” marca la incursión de Robert Rodríguez en un tipo de cine que hasta ahora le resultó ajeno: el del relato logrado casi en su totalidad con imágenes digitales. También es el segundo basado en un cómic luego de “Sin City”. El pulso del director de “Desperado” se puede ver en el ritmo de la narración, el gusto por lo fantástico y los personajes femeninos fuertes de esta historia inspirada en un cómic japonés. Esta vez no se trata de vampiros (“Abierto hasta el amanecer”) o zombies (“Planet terror”), sino de cíborgs. Ese es el caso de Alita. Su cabeza y su torso son tirados desde la ciudad flotante de Salem a un basural de Ciudad de Hierro, el único lugar habitado de la Tierra después de una guerra que devastó el planeta hace 300 años. Un médico (Christoph Waltz) especialista en reparar cíborgs, encuentra los restos de Alita (Rosa Salazar) y los restaura. Esta distopía es ideal para personajes femeninos poderosos, como los de “Machete Kills”, y el guión de James Cameron incluye un romance. Así, Alita pasa de ser una adolescente vulnerable a una heroína capaz de llorar por amor como de enfrentar a los monstruos más letales para defender a su amado. La omnipresente tecnología de captura de imagen y el diseño de producción hace que los personajes de Waltz y Salazar y sus buenas actuaciones terminen siendo accesorios de una película que en el último minuto promete una segunda entrega.
El director griego Yorgos Lanthimos vuelve con una de sus historias claustrofóbicas y con uno de sus trabajos más agudos. Lanthimos patea el tablero una vez más, en este caso inclusive para transformar su propio estilo. Así como lo hizo en "Canino" o en "Langosta", recurre a un único espacio, en este caso para desarrollar un relato inspirado en la reina Ana de Inglaterra. El director dejó como telón de fondo las intrigas de la corte, la guerra con Francia y las decisiones administrativas para hablar de las relaciones de la soberana, personaje a cargo de Olivia Colman, y sus dos favoritas, Sarah Jennings (Rachel Weisz), la manipuladora esposa del general más influyente del reino, y Abigail (Emma Stone), una noble en la ruina que llega a la corte para pedir trabajo a su prima Sarah. Y lo hace especulando sobre una supuesta relación lésbica, traicionando deliberadamente la temporalidad con anacronismos tanto en la banda de sonido como en las coreografías, con recursos técnicos disruptivos, humanizando a los personajes históricos aún en sus defectos, y sobre todo poniendo al frente de la historia a tres mujeres y su relación con el poder.
El tema de las adicciones es uno de los más ríspidos y difíciles de abordar sin herir a quien pueda sentirse involucrado directa o indirectamente. "Beautiful Boy" está basado en las autobiografías de David y Nic Sheff, padre e hijo que enfrentan el imparable consumo de todo tipo de drogas de Nic, un chico que, según se muestra, creció en un contexto de amor y contención, rindió con éxito el ingreso a seis universidades, vivía en una casa acogedora en medio de un bosque, tenía una vida feliz. Pero la metanfetamina arruinó los planes de todos. El director belga Felix van Groeningen narra esta historia con flashbacks y una precisa edición que contrasta el pasado con el presente, aunque por momentos subraya lo obvio con una banda sonora cargada de dramatismo. Lo que podría haber sido un exceso, lo salva el trabajo de Timothée Chalamet. El actor, que fue candidato al Oscar por su interpretación en "Llámame por tu nombre", atraviesa todos los matices de un personaje complejo, desde la inocencia inicial hasta la decadencia, pasando por la ira, la traición y sus contradicciones entre desesperados pedidos de ayuda y su negativa a someterse a las terapias de rehabilitación.
Pasaron más de 50 años desde que Walt Disney estrenó "Mary Poppins", una película que marcó un hito para la compañía. Encarar una secuela era un desafío para el director que se atreviese a recrear la historia de la niñera voladora. Rob Marshall ("Nine", "Chicago") se atrevió y superó las expectativas con la ayuda de la tecnología, algunos cambios en la historia, buenos actores y algunos íconos del cine como Angela Lansbury, Julie Walters y Dick Van Dyke, uno de los protagonistas del filme de 1964. Ya no es sólo la inocencia de Julie Andrews sino también la chispa de Emily Blunt la que da vida a Mary Poppins, que llega a la familia de Michael Banks en el peor momento: murió la esposa, Michael quedó a cargo de sus dos hijos, el banco les embarga su casa y tienen un par de días para pagar la deuda o quedar en la calle. Cuando todo parecía que iría peor, cae del cielo la antigua niñera de Michael y su hermana Jane (Emily Mortimer) que con canciones y acciones les muestra el camino para no caer en la desesperación y superar cualquier obstáculo. El filme, fiel al original, fusiona animaciones con actores y los niños de los 60 verán recreado el estilo de aquella época con la técnica clásica en un filme que mantiene intacto su atractivo.
Ana Katz volvió a hacerlo. Con su habitual precisión, sensibilidad y sentido del humor construyó en "Sueño Florianópolis" un relato sobre todo lo que no se ve a simple vista o no siempre se manifiesta: los afectos, las emociones, las consecuencias de los encuentros y los desencuentros. Es decir: todas esas cosas que pasan mientras se vive. Pero también sobre la pareja, el amor, los hijos. Como ya lo hizo en "El juego de la silla", "Una novia errante" o "Los Marziano", apela a los rituales cotidianos de la experiencia compartida. En este caso lo hace a través de una pareja, Pedro y Lucrecia, a cargo de Gustavo Garzón y Mercedes Morán, que viajan a Florianópolis para pasar, quizás, sus últimas vacaciones con sus dos hijos adolescentes. Los argentinos se hospedan en la cabaña de una pareja de brasileños y en ese ámbito de libertad con fecha de vencimiento, de sueño como lo sugiere el título, se permiten ser otros, tanto los hijos como los padres. Con un humor genuino que se genera en el absurdo y no en el gag o en el chiste, Katz se lanza a la exploración de los rituales familiares y las convenciones sociales -el disfrute forzoso, la sexualidad- y desafía hasta en el último minuto del filme la imposibilidad de los personajes de tener el control sobre su vida y sus sueños.
Mezcla de thriller psicológico, denuncia social y drama, la directora brasileña Lúcia Murat vuelve en “Plaza París” sobre el tema de la violencia, un tema que desarrolló en trabajos anteriores. A diferencia de “Casi hermanos”, premiada en el Festival de Mar del Plata de 2005, o “Memorias cruzadas” en las que se refirió a la violencia política, en este caso ofrece un contraste en dos mundos opuestos a través de la historia de Gloria y Camila. Gloria trabaja como ascensorista en la Universidad, es de raza negra, pobre, vive en una favela de Río de Janeiro, tiene una adolescencia de abuso y un hermano narcotraficante en la cárcel. Camila viene de un mundo de privilegios y además es su psicóloga. La relación entre paciente y profesional comienza a complicarse cuando Gloria desafía a su terapeuta a tomar simbólicamente su lugar para entender su drama en profundidad. En la segunda mitad del filme, el miedo y la paranoia invaden a Camila y a la película y el suspenso bien dosificado hasta ese momento se desborda sin que por eso la historia pierda interés hasta el final.