Los fantasmas del cine español regresan a las carteleras porteñas con Desde la oscuridad, pero con pocas ideas y demasiadas pretensiones. Cuando Guillermo del Toro introdujo la temática “niños fantasmas” como consecuencia de la guerra en la subestimada El espinazo del diablo, aún el subgénero no llegaba a su etapa de auge. Desde entonces, Alejandro Amenabar e incluso Alex de la Iglesia han recurrido a este sistema de narración hasta llegar a este penoso producto. La historia es realmente muy simple. Una familia estadounidense llega a Santa Clara, Colombia, para establecerse. Ahí, el padre de la protagonista tiene una fábrica de papel, que le dio trabajo a todo el pueblo. Paul y Sarah, junto a su pequeña hija –nunca pueda faltar un niño- arriban a una casa, en medio de la selva para comenzar una nueva vida, mientras ella debe trabajar con su progenitor. Pronto, aparecen entes espectrales que convierten su estadía en una suerte de pesadilla vengativa. No hace muchos años, se estrenó en nuestro país Aparecidos, película española filmada en la Patagonia, que intentaba generar una conciencia social a través de una historia de fantasmas relacionada con la última dictadura militar. La pobreza cinematográfica de esta obra mezclada con la banalización de un tema que sigue latente en nuestra historia reciente, dieron como resultado un film poco serio, casi absurdo y olvidable. Desde la oscuridad, aborda la contaminación ambiental de empresas primermundistas en Sudamérica y la mezcla superficialmente con otra metáfora fantasmal, que contiene todos los clisés y lugares comunes que funcionaron a nivel de fórmula, en las últimas décadas del cine español, sumado a una mirada lastimosa y de corte concientizador. La película de Quílez es previsible y escasa de ideas narrativas. Cuando a los 15 minutos, el guionista tira todas las pistas juntas para que el espectador revele el misterio, el juego se ha agotado y lo que queda es solamente esperar que se confirmen las hipótesis. Por suerte, el realizador tiene una mano firme para sostener la tensión y administrar el suspenso de forma clásica, haciendo un poco más disfrutable la travesía, hasta la esperada revelación final. Sin embargo, las pretensiones dramáticas –con diversas subtramas que quedan en el aire- y sociales e intentar introducir ”estrellas” de Hollywood –aunque Julia Stiles, Scott Speedman y Stephen Rea se alejaron de ese status- en un ambiente, que deja la sensación, que en Sudamérica todavía se vive como en los tiempos de la colonización, da como resultado que el film todavía sea más absurdo y prejuicioso. Aun con algunos climas logrados, el film carece de un guión novedoso, recurre a giros ridículos, vistos infinidad de veces y personajes esquemáticos. Más allá de algunos sustos aislados, es poco lo que Desde la oscuridad aporta al género y nada produce mayor lástima que ver a un gran actor como Stephen Rea, desperdiciado en una producción de tan baja calidad artística.
Pixar regresa con ideas, corazón, sentimientos, creatividad e ingenio. Un viaje al interior de la mente humana, la psicología infantil y la existencia. Intensamente es uno de los mejores estrenos del 2015. Nunca deja de asombrar la creatividad de los realizadores de Pixar. El departamento de animación que revolucionó el género, e instaló un parámetro imposible de alcanzar en lo que respecta a calidad técnica de imágenes generadas por computadora, también impuso un estilo narrativo que muchos quisieron imitar, pero hasta el momento nadie pudo emular. ¿Por qué? Porque Pixar va a contracorriente. Comprada por los estudios Disney, los directivos –John Lasseter, Andrew Stanton, Pete Docter, Brad Bird, entre otros- revolucionan no solamente por el extraordinario trabajo audiovisual de sus historias, sino porque ese trabajo es profundamente conmovedor, divertido e imaginativo. Inspirados en las películas de Studio Ghibli –y principalmente en la filmografía de Hayao Miyazaki– los directores de Pixar están a cargo de una empresa que goza de la suficiente libertad para criticar a las cadenas multinacionales –como Disney- y echarles directamente la culpa de la destrucción del planeta –caso Wall E- o bien tener una línea temática que analiza la infancia y el olvido de los sentimientos más genuinos e inocentes, a través de la mirada de los juguetes –saga Toy Story– monstruos imaginarios –Monstes Inc.- la vejez –Up: una aventura de altura– o los propios sentimientos que son inmutables, pero a la vez cambian con el paso del tiempo, como es el caso de Intensamente. El tiempo vuelve a ser un factor determinante en esta historia creada por Pete Docter. Al igual que en Up, el realizador de esta maravilla, nos cuenta en los primeros 5 minutos de film, la vida de Riley desde su nacimiento hasta la pubertad, pero desde la mirada de los cinco sentimientos que nacen en su mente, Alegría, Miedo, Disgusto, Ira y Tristeza. A diferencia de la mayoría de otras producciones que suceden en el mundo real, pero con más similitudes con Monsters Inc. el universo de Intensamente es completamente nuevo y original. Docter y equipo no solo se la ingenian para crear una dinámica historia de aventuras y humor dentro de la cabeza de la niña, deteniéndose en la preadolescencia, sino que dan rienda suelta a su imaginación para que la mente tenga reglas propias, asociadas más con teorías psicológicas que con imágenes prediseñadas. Aún así, y como se está hablando de un producto dirigido también al público infantil, hay ciertos anclajes y estereotipos, que no son para nada absurdos. La realidad es que el personaje de Riley está empezando a crecer y experimenta cambios en su temperamento, nace el carácter rebelde ante sus padres y la justificación de ese comportamiento es que Tristeza desea tener sus propios recuerdos –el personaje es la oveja negra de un grupo dominado por Alegría- e incluso ciertos recuerdos que eran alegres, ahora se convierten en tristes por acción de la conciencia de la niña de su propia existencia y el paso del tiempo. Algo lógico que cada ser humano experimentó en su vida, Pixar lo convierte en toda una aventura por el interior de la mente –no cerebro- humano. El film es divertido, dinámico, rinde homenaje a diversas técnicas de dibujo –el departamento abstracto se lleva los aplausos- pero también se trata de una propuesta oscura y profunda. De todas las películas que se han hecho acerca del interior del cuerpo, ninguna se puso a analizar el factor sentimientos, con la originalidad de Intensamente. Al igual que en Toy Story, el crecimiento y la madurez se convierte en un tema en cuestión como factor inmodificable. La nostalgia y la tristeza son necesarias. Si bien el film es narrado por Alegría; Docter y Del Carmen, también entran en la cabeza de adultos y otros chicos. Y aunque los realizadores dijeron que era divertido que Riley sea la única cuyos sentimientos tienen características físicas diversas, lo cierto es que conceptualmente, el hecho de que el padre, solamente tenga Ira y la madre, solo Tristeza, muestran una visión pesimista del crecimiento y el ser adultos. El mensaje como en todo film de Pixar es valorar, cuidar y aprovechar la infancia lo máximo posible, indistinto al cambio de edad, pero también aceptar esa madurez. Como en todas sus obras, la mudanza es un factor narrativo determinante – los humanos de Toy Story cambian de casa; Nemo pasa a otro ecosistema; los Increibles siempre deben mudarse de pueblo y adaptarse a otro ambiente; Remy, cambiaba las alcantarillas por una cocina parisina en Ratatouille; los insectos de Bugs también debían modificar su hábita, la humanidad se muda al espacio en Wall E, y el protagonista de Up cambia de ciudad- pero el mensaje implícito es el mismo –como gran referente del clasicismo estadounidense- no hay lugar como el hogar.
Presentada en el cierre de la última edición del BAFICI, en el Teatro Colón, La calle de los pianistas acerca al público a la intimidad de la familia de pianistas Lechner-Tiempo. Desde el primer piso de una antigua pero aristocrática casa de una calle de Bruselas se escucha el sonido que emite un piano. Una melodía clásica tocada con pasión. Es difícil distinguir quién lo toca. En esa casa, la abuela, la madre y el tío de Natasha Binder, protagonista del film, son pianistas. Incluso, la vecina pared a pared es pianista, una tal Martha Argerich. No es muy difícil adivinar a que alude el título del film de Mariano Nantes, que se introduce en la intimidad de una dinastía musical que ha recorrido el mundo. El centro del documental es Natasha, una joven de 14 años, que en pocos días va a dar su primer concierto junto a su madre, la prestigiosa Karin Lechner. Nantes no se mete en la vida privada-sentimental de la familia. Prefiere evitar el relato biográfico tradicional para concentrarse en el entrenamiento, los ensayos, las expectativas, el miedo, los nervios, la preparación de Natasha para el concierto, que le permitirá regresar a Buenos Aires, la tierra natal de su familia. El documental exhibe una clásica relación madre-hija, donde ambas comparten una misma pasión, un mismo destino. Tres generaciones de pianistas unidas por un espacio común y el amor hacia un instrumento. Abuela y madre narran a Natasha sus propias primeras experiencias, le transmiten sus conocimientos, pero también las presiones que sentían, las inseguridades frente a cada concierto. Estructurado a través del diario de Karin y sesiones musicales, La calle de los pianistas es un trabajo curioso, íntimo e irónico. Sergio Tiempo, notable concertista hermano de Karin, también participa e intenta empezar a transmitir su conocimiento a su joven hija de 4 años, que ya es un prodigio musical. El arte se lleva en la sangre. Es simpático también ver a una Martha Argerich descontracturada, de entre-casa, entrando y saliendo del hogar de los Lechner-Tiempo. Impecable visualmente, prolija y con un meticuloso trabajo de montaje sonoro, el largometraje de Nantes sigue a los personajes sin intervenir, como testigo, metiendo al espectador como miembro silente de un departamento que respira música. La orgánica vida de Natasha frente a las cámara, la honestidad que transmite es lo que lleva adelante un film meticuloso pero simple, que no cae en lugares comunes. Nantes le da la oportunidad al espectador de disfrutar en primera fila, hermosos conciertos de piano y también una relación afectuosa. La calle de los pianistas muestra el costado humano de una familia de artistas, con el talento impregnado en los genes. Un afectuoso retrato/homenaje del talento argentino que brilla en el mundo.
Se estrena la cuarta parte de la saga creada por el escritor Michael Crichton. Bajo el ala de Steven Spielberg, Colin Trevorrow regala un tributo al film de 1993 y varias emociones en Jurassic World. Hay películas que son intocables, inolvidables. Cuando parecía que ya nada podría sorprender, Steven Spielberg revivió a los dinosaurios como nunca se había hecho. Jurassic Park, fue un hito, uno de los máximos exponentes del buen cine industrial, una emocionante aventura familiar, donde queda al desnudo la inteligencia como narrador del niño prodigio que dio Hollywood. El éxito de Jurassic Park, obviamente influenció a la hora de crear una saga. En 1997, el propio Spielberg se puso detrás de las cámaras de El mundo perdido, una saga que rendía mayor tributo a King Kong que a las novelas de Crichton. Ya no importaba la genética ni los peligros que acechan cuando el hombre se cree Dios. En esta secuela vale el sálvese quién pueda, sea en una isla o en la ciudad. Un producto clase B concebida con un alto nivel de autoconciencia y humor. En varios aspectos decepcionante, pero divertida al fin. Lamentablemente la tercera parte estuvo lejos de satisfacer. Una aventura familiar que poco se relacionaba ya con las entregas anteriores. Aunque Joe Johnston no es mal realizador, en Jurassic Park 3 no había novedad, la emoción era efímera. Como si Disney se hubiese hecho cargo de la saga. Pasó con poca pena y sin gloria. Pero con Jurassic World había expectativas. Un director joven –Colin Trevorrow solo había dirigido una simpática comedia “indie” romántica con toques de ciencia ficción- un elenco completamente renovado –con Chris “Star Lord” Pratt a la cabeza, y un contexto distinto, esta cuarta entrega prometía renovar la saga. Pasaron 22 años desde el primer parque y ahora el sueño de John Hammond se convirtió en realidad. Un multimillonario hindú – Irrfan Khan- volvió a la Isla Nublar y concibió un parque de diversiones lleno de dinosaurios. Con el apoyo de InGen, la empresa genética que diseña a los animales extintos hace 65 millones de años, Jurassic World es un centro de atracciones que lleva más de 20.000 visitantes por día. Zach y Gray son hermanos y van a pasar un día en el parque, gracias al pase VIP que le otorga su tía Claire –Bryce Dallas Howard- la administradora del parque. Mezcla de Disney, Sea World y un zoológico gigante el parque debe sumar animales para generar nuevos turistas. La última atracción es el D-Rex, una nueva especie, creada a partir del ADN de los más letales dinosaurios del sitio. Sin embargo, la inteligencia y ferocidad de esta especie única, que no existió en la era Paleozoica, no solamente demuestra una vez más la ambición del hombre por creerse Dios, sino también la facilidad que tiene para perder el control. Más cercana a la filosofía de Michael Crichton que en las anteriores entregas, Jurassic World tiene una primera hora un poco lenta, donde se presenta el nuevo universo, los personajes, la relación entre ellos y numerosas subtramas, que incluyen a un capitán de la Marina –Vincent D´Onofrio- que pretende reclutar Velociraptors como armas para el ejército. Trevorrow es consciente que debe renovar para sorprender, pero también apelar a los sentimientos del espectador. En una era cinematográfica, donde la nostalgia es un negocio fructífero, Jurassic World parece un fan film. Estructuralmente remite a la primera entrega, tiene diálogos, planos calcados, citas y enormes detalles, guiños y referencias a los films dirigidos por Steven Spielberg. Y si esto es poco, empieza a preparar a Chris Pratt como un futuro Indiana Jones, copiando movimientos, e incluso emulando el humor del personaje creado por George Lucas. Los nostálgicos amarán las referencias. Si la primera parte del film resulta un poco frío, la segunda hora, es una aventura emocionante que devuelva al espectador a la década del 90. Corridas, saltos, persecuciones y peleas entre depredadores. Al film no le falta ni sobra un plano. Es demasiado calculado, y aún así funciona. Detrás de Trevorrow, Spielberg confirma su presencia. En la mirada de los personajes, están los ojos del creador. El director de Safety Not Guaranteed, asegura suficientes saltos para mantenerse atado a la butaca. La dupla Howard-Pratt lidera el film y Jake Johnson como comic relief tiene los mejores chistes para romper con la tensión. Se desaprovecha la presencia de D´Onofrio, así como de algunas subtramas que no terminan de profundizarse. La única decepción visual es el 3D, que aporta muy poco a la acción. Jurassic World es ambiciosa desde la narración y los efectos visuales. No sorprende ni tampoco tiene el corazón de la primer entrega, pero se mantiene fiel al espíritu aventurero y tiene el suficiente ingenio para atrapar al espectador en un vorágine entretenimiento. Los dinosaurios siguen dominando el cine.
Auspicioso debut en solitario de Juan Schnitman. Se estrena El incendio, drama de enorme tensión con buenas actuaciones de Pilar Gamboa y Juan Barberini. Para crear suspenso no siempre se necesita tener crímenes, muertes o policías. Como ha demostrado Claude Chabrol a lo largo de su filmografía, o incluso Alfred Hitchcock, a veces la tensión en el hogar es un buen disparador para transmitir diversas emociones al espectador. Lucía y Marcelo acaban de comprar su primer departamento. Cuando están a punto de comenzar la mudanza, le notifican que el propietario anterior no puede participar de la venta y deben retrasar un día la transacción. Schnitman, co director del trabajo colectivo El amor (primera parte) parte de una premisa cotidiana para reflejar un conflicto creíble, la inseguridad conyugal de un pareja a la hora de dar un paso gigante en su relación. Pequeñas situaciones de la rutina derivan en discusiones y peleas, que se podrían solucionar de otra manera en un contexto más pasivo. Pero el guión es sumamente completo y creativo. Expone a los personajes a ambientes virulentos. Lucía trabaja en la cocina de un restaurant, donde debe ser testigo de discusiones entre empleados y patrones, y además objetivo de ataques verbales y propuestas sexuales por parte de los compañeros. Marcelo, es profesor de una escuela secundaria pública, donde debe enfrentarse con alumnos problemáticos, padres violentos y autoridades que prefieren lavarse las manos. Esta violencia, que se suma al calor que azota la ciudad y la tensión urbana, incrementan el grado agresividad que existe en la pareja. Schnitman se toma en serio cada detalle para crear un reflejo de la clase media porteña. Situaciones que generan empatía, no solo por la verosimilitud de las acciones per sé, sino también por la potencia de las interpretaciones, especialmente de Gamboa y su mirada abierta, atenta, siempre siendo testigo de aquellos que no se dice. El poder de las imágenes del relato pasa, justamente por la potencia de lo que se sugiere, que es aún más violento que aquello que se dice. La ausencia de química de la pareja protagónica es intencional y está trabajada para generar un malestar en el público. Schnitman intenta que el espectador se sienta impotente ante las consecuencias –algunas previsibles- de las acciones de los personajes. El film no es perfecto y hay algunas escenas cuya resolución es un poco exagerada en el grado virulente, pero eso no le quita efecto a una historia potente que manipula en el buen sentido al espectador, que lo introduce en un universo en el que pudo o puede llegar a ser protagonista.
California vuelve a ser el objetivo perfecto para destruir en este nuevo tanque industrial, Terremoto la falla de San Andrés que tiene a Dwayne Johnson como máximo héroe intentando salvar y unir a su familia (en todo sentido). Para Hollywood, la familia es lo primero. Por eso, no importa cuanto se deba destruir en el camino, lo importante es que el héroe de guerra recupere a su familia. Si no fuera por el tono solemne y patriótico, estaríamos frente a una de las mejores comedias de los últimos tiempos. Ray –Dwayne Johnson- es un ex soldado que ahora se gana la vida como rescatista en el Valle de San Fernando. Su esposa le está pidiendo el divorcio y encima se está casando con un empresario de la construcción, que desea quedarse con su familia. Cuando un terremoto sacude California, Ray agarra el primer helicóptero que encuentra para ir a rescatar su esposa en el centro de Los Ángeles, y a su hija que se encuentra en San Francisco. Esta es la excusa argumental de un típico film de desastres que se nutre en demasía de las películas de Roland Emmerich, especialmente 2012 y El día después de mañana, pero mientras el alemán siempre encuentra espacio para adosar su relatos de humor infantil y una sutil –ingenua- crítica sociopolítica, Brad Peyton se toma demasiado en serio la historia, y, sin pretender ser demasiado verosímil- construye una película demasiado absurda con secuencias bastantes ridículas y divertidas. Más allá de la acumulación de lugares comunes y clisés, es demasiado notorio el robo a demasiadas películas de acción y la poca atención que se pone a los detalles en este tipo de films. Brad Peyton pretende hacer un relato emotivo y concientizador acerca del cuidado del planeta. No le sale. La falta de tensión del relato, es compensada por las disparatadas situaciones que viven los protagonistas del film, prácticamente, sin despeinarse y apenas rajuñados. No sea cosa que le suban la calificación al film por contener escenas gore que perjudiquen la mentalidad de los jóvenes. Si se quiere ver un exponente grasa de la ideología conservadora de los ejecutivos de Hollywood –con sugerentes referencias religiosas en el medio- Terremoto: la falla de San Andrés es el mejor ejemplo. Aunque no hay que ser hipócritas. El film desde la primer escena desnuda su artificialidad e inverosimilitud. Dwayne Johnson es un figura atractiva, indispensable para este tipo de películas, uno de los mejores héroes de acción de los últimos tiempos, pero no tiene el carisma de un Bruce Willis o un Schwarzenegger, que saben acotar una sonrisa en los momentos más tensos para dosificar la acción. Al film le falta humor consciente y provoca efectos hilarantes sin pretenderlo.
Inspirada en una historia real, se estrena Pasaje de vida, dirigida por Diego Corsini –el joven director de Solos en la Ciudad- un cuidado drama transgeneracional con demasiadas pretensiones y resultados a medias. Las heridas sociales de la última dictadura militar en nuestro país siguen doliendo en el inconsciente colectivo, y hay muchas historias que no se conocen que merecen ser contadas. Sería fácil hacer una comparación sobre Pasaje de vida con respecto a títulos recientes con argumentos similares, comenzando por Roma, un gran film de Adolfo Aristarain pasando por el “oscarizado” El secreto de sus ojos, de Campanella o la cruda Infancia clandestina, de Benjamín Ávila. Pero hay que tomar cada historia en forma independiente. Noble en intenciones, pero con demasiadas pretensiones, Pasaje de vida narra la historia de Mario –Javier Godino– un joven español alejado sentimentalmente de su padre Miguel –Miguel Angel Solá-, pero curioso por conocer la verdadera historia de este, quién ha vivido en Argentina durante la década del ´70 militando en Montoneros y que tuvo que emigrar a España para criar a su hijo. Miguel no está bien mentalmente, confunde los tiempos, evoca el pasado. Mientras que Miguel revive sus años de militancia y el romance con una compañera, Mario desea conocer más datos sobre la historia de su madre, asesinada en ese periodo. La película sucede en dos tiempos distintos, por un lado durante la juventud de Miguel –Chino Darín– y, por otro, en su presente difuso. Corsini narra el pasado, a través de una novela que Mario encuentra escondido en la biblioteca de su padre, y a través de flashbacks del personaje. Clásico, pero convencional en su estructura melodramática, Pasaje de vida está más cerca de un culebrón televisivo que de un film austero y comprometido. Resulta interesante la construcción de la relación entre el hijo curioso y el padre que no logra conectarse con la realidad. En ese sentido la interpretación de Javier Godino es la más sólida del elenco. Miguel Ángel Solá, también consigue un trabajo verosímil y profundo. En cambio, la acción que sucede en Buenos Aires durante los años ´70 es más trillada. Por un lado, es ambiciosa por el meticuloso trabajo de arte y reconstrucción de época –aunque hay detalles que desentonan- pero por otro, los diálogos y las interpretaciones parecen forzadas, como imitando modelos de otras películas en vez de construir un autentico lenguaje propio. La construcción del romance entre Miguel y Diana –Carla Quevedo– funciona por momentos, pero en cambio toda la preparación de los ataques del grupo de Montoneros que integran Miguel y amigos, solo logra generar tensión en el momento en que se concreta un golpe. Después de esta escena –donde vale la pena destacar la precisión técnica y estética de Corsini como realizador- el film decae en un pozo melodramático, donde el pequeño enigma que es el disparador del film –una foto de Mario bebé con una mujer en España- depara en una revelación previsible, que poco aporta al resto de la historia. Pasaje de vida muestra una madurez interpretativa de jóvenes promesas nacionales como el Chino Darin y Carla Quevedo, pero que son desaprovechadas por un guión con demasiadas subtramas que aportan poco y terminan dispersando al espectador de un argumento central, que nunca cobra suficiente fuerza para mantener el interés por casi dos horas: demasiados personajes secundarios que no tienen profundidad y un núcleo superficial. Si bien hay detalles técnicos que distraen la atención por la historia brevemente, el principal problema es el guión, los diálogos y algunas interpretaciones que no logran ser convincentes. Un thriller, un coming to age y un drama padre-hijo conectados, en este caso, es demasiado.
Los nombres no garantizan la calidad de un film. Tokio es una fallida comedia romántica que desperdicia a sus intérpretes: Luis Brandoni y Graciela Borges. “El amor a la tercera edad” funciona bien en la taquilla. Prueba de ello es la “saga” de El Exótico Hotel Marigold o la exitosa comedia argentina-española, Elsa y Fred, que incluso tuvo una remake estadounidense. Dicho “éxito” se le puede atribuir a una buena campaña de prensa, el carisma de sus protagonistas o un guión efectista, calculado con los previsibles giros narrativos que permiten a un espectador promedio emocionarse, tomando en cuenta la empatía que consiga con los personajes principales. En Tokio, la pareja solitaria está compuesta por Nina –Graciela Borges- una mujer que regresa al país, tras pasar varios años en Roma, buscando una relación que la conforte, y Goodman –Luis Brandoni- un pianista de Jazz que toca en bares junto a su banda. A ella la dejan plantada, y él, ve la oportunidad ideal para encararla. A través de diálogos poco verósimiles, seudo teatrales, Goodman consigue llevar a Nina a un departamento, donde ambos deciden “abrirse” sentimentalmente. Las primeras secuencias del film, proponen un tono visual más cercano a lo publicitario o videoclipero que a las convenciones cinematográficas, especialmente en las escenas de bar, donde Maximiliano Gutierrez juega a ser Won KarWai e introducir algunos colores fluorescentes o detenerse en planos detalles combinados con ralentis que aportan poco lirismo. El estilo se rompe cuando empiezan a aparecer diálogos propios de un unitario televisivo, y dicho concepto continúa en las escenas del departamento, donde la puesta de cámara es básica y convencional. Tampoco ayuda que la iluminación sea poco verosímil, falla técnica que termina distrayendo del relato principal. Los diálogos son forzados y previsibles, no gozan de suficiente tensión, por más que los intérpretes intenten darle vitalidad. Aunque Maximiliano Gutiérrez evita caer en golpes bajos o abusar del tono sensiblero, es tan poco original el planteo básico, son tan previsibles los giros narrativos y tan escasa la sutileza o la profundidad temática del film, que daba lo mismo si los realizadores decidían agregar alguna muerte azarosa. Quizás, así, rompían con la monotonía de 80 minutos interminables. Graciela Borges, austera y contenida, junto con un interesante acompañamiento de jazz –a cargo de Jerónimo Piazza- son lo mejor del film. Brandoni aporta su acostumbrado sentido humor, no muy lejano de su registro televisivo. Errores en la compaginación sonora y caprichos narrativos –se pueden quitar la secuencia inicial en Roma, el diálogo sobre un tatuaje de Goodman y, especialmente el número musical de Guillermina Valdéz, personaje impuesto con el único propósito de vender mejor la película- que no solamente no aportan, sino que además confunde; traen como consecuencia que Tokio, más allá de sus buenas intenciones y algunas ideas visuales aisladas, sea una propuesta olvidable.
Basada en la novela de Andy Mulligan, el director de Las horas y El lector estrena Trash, filmada íntegramente en Rio de Janeiro, que combina aventura con drama social. Es muy fácil caer en el rótulo “pornografía de la miseria”. Término snobista designado a producciones anglosajonas de amplio presupuesto que deciden explotar la pobreza tercermundista para mostrar en sus territorios, generando lastima y empatía por la marginalidad foránea. Es cierto que existen ejemplo de esta mirada, no desacertada, pero sí un poco xenófoba en todas partes. Se hace con África, Sudamérica e incluso el continente asiático, específicamente con India o China. Y si el exponente más asqueroso es la pretenciosa y sobrevalorada Quien quiere ser millonario de Danny Boyle, también hay que separar las aguas y concederle a Trash, desechos y esperanzas, unos puntos a favor. En primer lugar, vale la pena declarar que si bien tiene una estética dinámica y acelerada que la acercan visualmente a la película que ganó 8 Oscars en el 2009, el tono y punto de vista es distinto. Mientras que en la película de Boyle era notable la presencia de un británico alienado y sorprendido de la pobreza hindú, en Trash se respeta una estética propia de films brasileros hechos para el extranjero. Básicamente, es como si la hubiesen dirigido Walter Salles, o más precisamente, Fernando Meirelles, que es el productor ejecutivo. El film se inspira en una novela de Andy Mulligan –quien ha vivido en los sitios más marginalizados del mundo- y la acción se desarrolla en un basurero de Rio de Janeiro, acaso uno de los lugares más humildes de Brasil. Allí, Rafael, un niño de 14 años encuentra una billetera que pertenece a un abogado asesinado –Wagner Moura- por un político, candidato a presidente. En esa billetera, hay una carta, suerte de mapa del tesoro, que conducirán al protagonista y dos amigos, a una persecución y aventura por los sitios más humildes de Río, en búsqueda de el botín más preciado de dicho político. Narrada a través de flashbacks –de manera similar a Ciudad de Dios– el film es encarado como un relato frenético, donde la amistad e inteligencia de los protagonistas es esencial para avanzar en cada clave que hay que descifrar de esta carta. El villano de esta novela, como no podía ser de otra manera, es un corrupto jefe de policía. Combinación de todas las fórmulas de films brasileros – Tropa de Elite, Estación central– que impactaron en Estados Unidos y Europa, Trash, podría caer fácilmente en golpes bajos o regodearse en el sentimentalismo, el morbo marginal, o incluso hacer mucho más énfasis en la arista religiosa que plantea, representada por un cura oportunamente estadounidense –el gran Martin Sheen, siempre impecable- pero en cambio decide mantener el foco en el espíritu lúdico, la fantasía infantil, como si se le estuviese vendiendo al público una remake marginal y tercermundista de Los Goonies, combinada con El bueno, el malo y el feo, o El tesoro de Sierra Madre (solo en términos narrativos, vale aclarar). La película no abusa de la violencia, no expone a los niños a humillaciones, ni tampoco hace una bajada de línea solemne; que quede claro, está, pero no pasa a primer plano. El tono es inocente, naif, ingenuo. Es verdad, que puede llegar a molestar, que los dos personajes estadounidenses sean tan benevolentes o que la iglesia tome un lugar de refugio, pero no se trata de un film propagandístico ni demagógico. No es pretenciosa, no hace énfasis en el drama. La acción toma protagonismo gracias a un excelente uso del steady cam y los planos secuencias, que siguen a los personajes por los pasillos de las favelas. La tensión es constante. En este sentido, tiene más puntos en común con 7 cajas, el brillante film paraguayo estrenado en el 2014, que con los films for export mencionados en párrafos anteriores. Prolija y respetuosa, Trash al menos está hablada en portugués, y su banda sonora está integrada únicamente por música carioca. Si el relato es el protagonista absoluto y nunca se pierde el hilo narrativo central es gracias a un guión sólido que proviene de las manos de Richard Curtis, director de Realmente amor y Cuestión de tiempo, y guionista de Notting Hill, Cuatro bodas y un funeral e incluso Caballo de guerra. El clasicismo de Curtis es la clave para que el film se concentre en la historia y no tanto en la “pornomiseria”. El joven trío protagónica brinda interpretaciones sólidas, que consiguen empatizar con el espectador y nunca sacarlo de la acción. Los actores profesionales adultos, complementan a los niños y se cuidan de no caer en excesos expresivos.
Llega Crímenes ocultos. El nuevo film del director de Protegiendo al enemigo es una adaptación de la primera novela de la trilogía creada por Tom Rob Smith. Nace una nueva franquicia creada a partir de Best Sellers. Esta vez, la acción sucede en la Unión Soviética a mediados de los años ´50, y toma como punto de partida una sucesión de asesinatos inspirados en hechos reales. El director sueco Daniel Espinosa –Protegiendo al enemigo– tomó la realización de este proyecto producido por Ridley Scott y cuya adaptación quedó en manos del prestigioso script doctor, Richard Price (El color del dinero, El rescate). La trilogía literaria tiene como protagonista a Leo Demidov, un huérfano de la revolución rusa, convertido en héroe durante la segunda guerra mundial, y actual miembro de la policía militar soviética. Leo fue abandonado de niño y criado por militares. Su función es encontrar traidores dentro de la Unión Soviética, que sean espías para occidente. A diferencia de un colega suyo, Vasili –Joel Kinnaman- Leo tiene un punto de vista más humanitario para atrapar criminales y cree en el sistema de justicia. Cuando empiezan a aparecer cadáveres de niños desnudos y ahogados al lado de las vías de los trenes, el ejército prefiere no hablar de un asesino en serie e individualiza cada crimen culpando a accidentes o traidores al partido. “En el paraíso (la URSS) no hay asesinatos”, es el lema del partido. La investigación del caso pone en riesgo el matrimonio del protagonista, al punto de que su mujer, Raisa, es sospechosa de ser espía y finalmente Leo es trasladado al norte del país, donde descubre que los asesinatos de niños también acontecen. El mayor problema de Crímenes ocultos es que pretende contar demasiado y se ramifica tanto que pierde su hilo conductor. ¿Es una historia de espionaje, un thriller, o una historia política? Intenta ser todo, y a la vez se queda en la superficie de lo que pretende narrar. Espinosa comienza la narración a buen ritmo, deteniéndose en la descripción del carácter del protagonista –enorme, austera e introspectiva interpretación de Tom Hardy, lo mejor del film- pero pronto la diversificación de la misma historia terminan por haciendo demasiado denso y extenso al relato. Falta un núcleo dramático. Cuando el film empieza a concentrarse un poco más en los asesinatos, Espinosa y Price recurren a dos escenas explícitas y discursivas. Entonces, los crímenes se convierten en un mero McGuffin para exponer las consecuencias de las mentiras de los regímenes totalitarios. Es cierto, que Crímenes Ocultos, a diferencia de otras adaptaciones toma un contexto político que hace tiempo el cine industrial tenía olvidado. Es mucho más atrapante e interesante conocer la metodología del stalinismo –incluso la caza de brujas y homofobia- para investigar asesinatos que los asesinatos per sé. Si el film hace un poco de agua en la narración, como contraste, son notables las interpretaciones, más allá de que los personajes secundarios carezcan de profundidad y desarrollo. Además de Hardy, están muy bien Noomi Rapace, Paddy Considine, Joel Kinnaman, y los breves minutos de Jason Clarke, Gary Oldman y Vincent Cassel demuestran precisión en el casting y la dirección de actores. Espinosa construye buenos climas, y la producción hace un notable esfuerzo por reconstruir escenográficamente la Unión Soviética stalinista. Pero con un relato denso, de tono monocorde y sin demasiada profundidad narrativa, la notable elección estética e interpretativa no alcanzan para sacar adelante un film, en primera instancia interesante, pero mediocre al fin.