No me llames Junior Y sí. El cine no es lo mismo sin John McClane. Bruce Willis puede representar el mismo héroe de acción una y otra vez, reírse de sí mismo, repetir el tag line yippie ka yei en otras película, ridiculizar al personaje que interpretó en 1988 hasta el cansancio, pero lo cierto es que John McClane hay uno solo. Y sí, celebro que en este Hollywood sin ideas, de vez en cuando, un productor con ganas de generar rédito económico de manera fácil y rápida, diga, llevemos a John McClane a Rusia y hagámoslo vivir las mil y una sin que tenga un rasguño. Al fin y al cabo, es Duro de Matar. Es divertido, es efectivo y es fórmula. Con Duro de Matar 4.0 el resultado había sido satisfactorio. Tonta, inverosímil, pero divertida, el film de Les Wiseman que había sido concebida como un thriller cibernético - inspirado en un artículo que afirmaba como se podía detener la actividad de una ciudad desde una sola computadora, y que finalmente tuvo a John McClane como héroe - no estaba nada mal. Tiros y choques de la vieja escuela. Un auto se estrellaba en el aire contra un helicóptero, el villano simulaba destrozar el congreso, y McClane sobrevivía a una autopista derrumbándose. Bien. Efectivo. Tenía sus fallas también. Lejos estaba Timothy Olyphant de ser un villano amenazador como Alan Rickman o Jeremy Irons. Pero Justin Long, Kevin Smith y la bella Mary Elizabeth Winstead (que no solo es una cara bonita, ver Scott Pilgrim vs los ex de la chica de sus sueños, y la inédita Smashed) le ponían un poco de humor y gracia al film. Duro de Matar: Un Buen Día para Morir solo se conecta con el film de Wiseman a través del personaje de Lucy (la hija de McClane, nuevamente Winstead), llevando al personaje de Willis hasta el aeropuerto, desde donde el policía neoyorquino debe viajar hacia Moscú para saber por qué su hijo fue arrestado y va a atestiguar contra un billonario ruso. Esta vez McClane va a Rusia, y los rusos no van al aeropuerto (como en la secuela dirigida por Harlin). Ahí, el joven Jack (o John Jr.) es una agente de la CIA que debe proteger al billonario en cuestión, que guarda un expediente buscado por un ministro que puede subir al máximo poder de la nación. Como en toda la saga, la acción sucede todo en 24 horas que son más largas que las de Jack Bauer. Lo que sigue es media hora de acción constante, persecuciones, choques y muchas, muchas explosiones de autos. Posiblemente desde Los Hermanos Caradura no se hayan visto tantos coches volando por el aire, literalmente hablando. El director John Moore, y el par de guionistas, llevan a McClane a un conflicto de espionaje internacional con muchas similitudes, especialmente en lo que respecta a la estética de los choques en el centro de Moscú, con La Supremacía Bourne. Sin embargo, no se olvidan que se trata de una secuela de Duro de Matar (la primera realmente escrita para la saga, pero esto no se nota). Así que durante media hora, Bruce Willis, saldrá completamente ileso, incluso con la camiseta limpia, de todos los choques. Además, como siempre, McClane debe resolver su situación familiar antes de salvar el mundo, así que al igual que las dos últimas partes de Indiana Jones (de las que roba varias frases), el conflicto central del personaje es reconciliarse con su hijo, al que dejó de lado por su trabajo, luego de su divorcio (¿qué será de la vida de Bonnie Bedelia?). Pero la relación padre- hijo no solamente está presente del lado de los policías / agentes benévolos heroicos estadounidenses - después critican a Bigelow- , sino también de los rusos malos - malos, bien malos, todos los rusos vuelven a ser malos - con una banal historia de reencuentro entre un padre y su hija. Y sí, entre tensiones filiares que rozan el absurdo y la acción constante, Duro de Matar 5 entretiene y divierte durante efímeros 90 minutos. Los guionistas y productores deciden llevar el inverosímil al ridículo extremo y a diferencia de la tercera y cuartas partes, que algo de sentido tenían en el fondo, acá los escritores dejaron el cerebro en el armario e hicieron una historia que incluye al accidente de 1986 en Chernobyl. Si Indiana Jones sobrevive a la radiación, ¿Por qué no lo habría de hacer McClane? ¿Se le va a caer el pelo acaso? Lo cierto es que más allá de la adrenalina y el humor, Duro de Matar 5 tiene muy poco ingenio, muy poca sustancia a comparación de las anteriores. Aunque John Moore haya dirigido dos thrillers decentes como Detrás de las Líneas Enemigas (en Chechenia) y la remake de El Vuelo del Fénix (no vi su versión de La Profecía ni la adaptación de Max Payne), está muy lejos de convertirse en el nuevo John McTiernan, que supo hacer las dos mejores, más inteligentes y divertidas partes de la saga. McTiernan no solo es un maestro del suspenso y la adrenalina, sino que logra que sus películas sorprendan con juegos de gato y ratón. Esto no se aplica a esta entrega. Solo vemos lo que vamos a ver: Willis sobrevivendo a todo. A diferencia de la cuarta entrega, acá las citas a las tres primeras partes (citas cinematográficas, no conexiones literales) abundan. El fanático se va a divertir bastante con esta suerte de homenaje, que en el final tiene, incluso, un plano calcado del film original de 1988. Willis se conoce el personaje de memoria, y lo interpreta de taquito. El joven Jai Courtney visto recientemente en Jack Reacher convence muy poco y, a penas mejor, está el gran actor alemán Sebastian Koch (La Vida de los Otros), oculto tras una espesa y no casual barba negra. Sin embargo, es muy difícil olvidar a Hans Gruber y Simon (Rickman / Irons, extraños hermanos). En esta oportunidad existe un simpático matón a cargo de Radivoje Bukvic que no termina por concretarse como amenazante tampoco. Moore no olvida el origen de la saga inspirado en cierta forma en el western Río Bravo de Howard Hawks. “Odio los vaqueros”, dice el personaje de Bukvic y tras esto se genera un tiroteo atrás de una barra de un bar que remite directamente a las cantinas de los films del Oeste. Y sí, Duro de Matar 5 tiene esas cosas. Mientras Bruce Willis, siga en forma, tendremos McClane para rato. Y sí. ¡Yippie ka yei, mother fucker!
Estrellas y estrellados Tras el éxito de Chicago, la transposición de musicales de Broadway a la pantalla grande era algo cantado. En realidad, lo que se está intentando es recuperar una larga tradición en Hollywood que se había perdido a fines de los años 60, con la adaptación de los últimos grandes musicales, La Novicia Rebelde, Mi Bella Dama y Oliver! Después vino una era diferente, con obras más chicas, menos épicas y contestarías, reflejo de la ideología política de los 70 que es lo muestran los musicales de Bob Fosse, y durante los 80 y 90 el género estuvo prácticamente muerto. Pero, gracias a Chicago (otra creación original de Fosse bastante sobrevalorada) los estudios empezaron a ver con buenos ojos volver a llevar los musicales con gran envergadura a la pantalla grande y con toda la pompa. Los resultados fueron menos llamativos de lo esperado, especialmente porque confiaron en los directores teatrales originales (caso Los Productores, Mamma Mia, Nine) para que hagan la adaptación. Grave error. Excepto por Joel Schumacher y El Fantasma de la Ópera, los demás directores no provenían del cine, y las puestas seguían pareciendo teatrales. Irónicamente, El Fantasma terminó siendo la peor de las adaptaciones, pero eso es culpa del poco talento de Schumacher para narrar y hacer películas en líneas generales. Con esto no quiero generar polémicas. Todas las obras son hermosas en el escenario… y deberían quedarse ahí...
Rara He defendido el cine de Caetano bajo toda circunstancia. Desde Pizza, Birra, Faso hasta Francia, pasando por Bolivia y las soberbias Un Oso Rojo y Crónica de una Fuga, Israel Adrián Caetano ha demostrado un gran talento para narrar, combinar géneros, armar personajes rebeldes, duros, generar discusión sobre el trabajo en grupo, mezclando costumbrismo con marginalidad, western con thriller, romance con pasión y sexo más alá de los estereotipos, representando una realidad posiblemente, un retrato de violencia urbana, pero influenciado por los cómics, el clase B, el cine mainstream. Por eso, uno comprende perfectamente qué es lo que lo llevó a filmar Mala, una película de sicarias, de venganza, violencia y rencores varios. Una película que a nivel temático logra encuadrarse – aunque no tiene la figura del grupo como fuerza motora – dentro de la filmografía de su director. Lo que no queda claro es por qué la hizo como la hizo, porque Mala bordea el ridículo y lo bizarro, pero no desde una perspectiva positiva, divertida, entretenida, sino con una seriedad y solemnidad, que hace dudar sobre las intenciones que tuvo su director con esta obra. Se trata de un trabajo muy personal y postergado. Durante bastante tiempo, Caetano estaba esperando que Natalia Oreiro aceptara el rol protagónico y de hecho, estuvo muy cerca de cumplirlo. Pero no la consiguió. De repente, decide contratar cuatro actrices para que tomen el rol de Rosario. La principal es Florencia Raggi, quién además es la que mejor ejecuta este rol, con más verosimilitud. Las otras actrices son imágenes que tienen las víctimas de Rosario impuestas por la misma Rosario. Acá no hay bipolaridad ni esquizofrenia. Tampoco hay capricho como el de Buñuel en Ese Oscuro Objeto del Deseo. Acá la justificación impera por una cuestiones de roles que asume el personaje frente a otros, en un tono similar al de Terry Gilliam en El Increíble Mundo del Dr. Parnassus (solo que GIlliam usó este recurso por que Heath Ledger falleció en la mitad del rodaje). El efecto le imprime a la película un clima extraño, casi onírico que funciona a la par de una estética muy cuidada y de una fotografía de contrastes, bellísima puesta de Diego Poleri. Ahora bien, lo que realmente deja afuera al espectador, o por lo menos a mí, es el salto de géneros que se van atravesando. La historia nos muestra a Rosario, una sicaria que tras ser salvada de la prisión se compromete a asesinar al ex esposo de una campeona de tiro paralítica. Esto lleva a Rosario a infiltrarse en el campo y la vida rutinaria de este hombre – Rafael Ferro – y en la vida de su esposa embarazada – Juana Viale. En principio uno creería que se va a encontrar con una suerte de thriller estilo La Mano que Mece la Cuna de Curtis Hanson, con un juego de seducción en el medio, pero en cambio el guión dispara para otro lado y deriva hacia un melodrama romántico que incluye un Torino Rojo muy parecido al Playmouth de Christine, y una subtrama telenovelesca que extiende terriblemente el argumento, y termina aburriendo con textos densos y mal escritos. Sin embargo, lo peor no es simplemente lo narrativo, la falta de profundidad en los personajes, que son banalizados y carecen de un cuerpo, son caricaturas manipulables, sino las fallas básicas de la dirección, una falta de coherencia en el montaje, errores de estudiantes – no veía a un director veterano cometer tantas falencias desde que Coppola dirigió Tetro – incongruencias narrativas, además visualmente la película desconcierta: por sus efectos visuales, por encuadres y movimientos de cámara desprolijos. Pero una desprolijidad que no pretende ser intencional, sino que termina por desconcertar más aún. Si hubiese habido crítica a la burguesía, sería más directa posiblemente y no con tantas vueltas. El elenco es desparejo – a excepción de Raggi y Celentano que se guarda un interesante duelo – y se van sucediendo situaciones que de tan patéticas que son, terminan siendo bizarras, pero sin provocar risa, sino algo parecido a la repulsión. Caetano comienza proveyendo un personaje feminista, pero al final, casi parece tomar una posición misógina, dejando al personaje masculino como un santo, y al femenino como sádico. Es difícil definir hasta que punto Caetano es autoconsciente del absurdo que hizo, del pastiche, de ese tono extraño, raro… La última escena parece un gran chiste, donde queda claro que al director poco le importan los personajes, el contexto o la historia. En ese sentido, con esa ironía final, el film podría leerse como una gran sátira clase B, pero como todo lo que vimos minutos es inclasificable, dicha afirmación podría ser errada. Mala es rara. Difícil de interpretar, con situaciones muy risibles. Confío que se trata de un paso en falso. En serio.
Una experiencia religiosa Gracias a Dios por Robert Zemeckis. Siempre el cine de Zemeckis tuvo una interesante faceta religiosa. Sin embargo, fue a partir de La Muerte le Sienta Bien, donde Zemeckis empieza a incluir en su cine elementos relacionados con las segundas oportunidades, la redención y… los milagros. De acuerdo, el tono era de comedia negra y satírica, pero poco a poco el humor se fue volviendo más serio, y si tenemos en cuenta el lugar que ocupa la religión para Forrest Gump (antihéroe creyente) o la disputa entre creencia divina y ciencia en Contacto, nos vamos dando cuenta que el “tema” destino versus fe, que el azar no existe y todo pasa una razón “misteriosa” forma parte de la ideología del director, que desde Volver a Futuro confía en que los accidentes no existe, e incluso el amor puede ser planeado. Sin embargo, Zemeckis fue interesándose cada vez menos en la ciencia, y más en la fantasía o filosofía más básica. No por nada Naúfrago, no es solo una historia de supervivencia, sino una lección moral sobre nunca perder la fe ni la esperanza. Después vino la trilogía “caption motion” que posiblemente, se haya tratado del mayor paso en falso de su director, donde las convicciones religiosas de Zemeckis se confirman con dos cuentos que celebran los íconos navideños en gran expresión (El Expreso Polar, Los Fantasmas de Scrooge) y una tercera obra, donde los protagonistas – a pesar de ser escandinavos – se guían por los dioses (Beowulf). No es que yo rechacé el “caption motion” de Zemeckis, de hecho las tres películas, especialmente Beowulf, me han gustado bastante. Pero lo cierto, es que eran obras que el mismo director con actores de carne y huesos, hubiese convertido en películas mucho más vívidas y menos artificiales. Quedó claro tras el fracaso de Marte Necesita Mamás, que es una tecnología a la que todavía le falta desarrollarse mejor. Es necesario que los personajes respiren un poco más. Aún así, si todavía le tengo fe a esta herramienta audiovisual es gracias a Las Aventuras de Tintín y el sabio uso que supieron darle Spielberg/Jackson para la adaptación de las novelas de Hergé. Volviendo a Zemeckis, el estreno de El Vuelo nos muestra el perfil más evangelista del realizador. Seguramente el guión de John Gatins en manos de otro director se hubiese convertido en una película para televisión más o en esas obras financiadas por la Iglesia Universal (como la saga Left Behind con Kirk Cameron). O sea, el elemento eclesiástico está presente en toda la obra. Teniendo en cuenta las convicciones religiosas de su protagonista, Denzel Washington, no quedan dudas porque eligió este proyecto. Se trata de una historia que condena todo tipo de vicio (llámese alcohol, marihuana, cocaína, heroína, sexo promiscuo) de la forma más obvio y didáctica posible. Acaso la inteligencia de Zemeckis es que esto esté escondido, tenga una sutil inferencia. Pero si nos fijamos en los detalles, no es en realidad la gran habilidad del protagonista lo que lo salva de morir, sino en el hecho de que cada vez que está en peligro hay una “intervención” divina, llámese el rezo de algún compañero, un “Dios mío” librado supuestamente al azar, o la presencia de alguna iglesia o panfleto evangelista. Son detalles que construyen el mensaje subliminal de la historia. Para salvarse, es necesario tener fe y creer. Claro, que un maestro de la narración como Zemeckis hace magia, pilotea la trama, le da ritmo, suspenso, intriga, incorpora numerosos elementos humorísticos (prestar mucha atención al “dealer” de John Goodman, pensar que representa a partir del tema que su director elige para presentarlo en escena, acá la sutileza ya no existe). El Vuelo – ya su título tiene una metáfora evangelista – es una película intensa, atrapante, que conmueve gracias a que detrás de cámara se ubica un autor, un hombre que ha sabido entretenernos como los mejores cineastas de la década clásica, ocultando sus convicciones con inteligentes símbolos visuales. Zemeckis siempre fue un detallista de la puesta en escena y sabe como incorporar la redención de manera que sea parte de la coherencia del film y no como un simple panfleto. Pero esto no oculta que lo sea. Hay numerosos puntos en común entre los personajes del El Vuelo y Forrest Gump o Naúfrago. Especialmente, las analogías entre Nicole y Jenny. No solamente porque ambas sean adictas, sino incluso en la forma en que irrumpen y salen constantemente de la vida del protagonista. Aun con sus golpes bajos, sentimentalismo más clásico y moralina mediante, El Vuelo, es también una película que confirma el talento de su realizador para llevar adelante una historia con transparencia e inteligencia. Las soberbias actuaciones de un convincente Denzel Washington, demostrando su versatilidad para hacer creíbles las situaciones más críticas del personaje, la siempre maravillosa y sensible Kelly Reilly (ver Eden Lake) acompañados por grandes secundones con Bruce Greenwood, Don Cheadle, Melissa Leo (en una pequeña pero esencial participación) y el gran John Goodman poniendo la cuota de humor, consiguen un película destacable, más allá del mensaje y la propaganda religiosa subliminal. Bienvenido Zemeckis, nuevamente, en la tierra de los mortales.
Lo que el agua no se llevó Confiar en el criterio del jurado del Festival de Sundance no es garantía de calidad. La sobrevalorada Preciosa, demuestra que el festival de cine independiente más prestigioso del mundo es muy adepto a las historias golpebajistas, a películas que se ocultan en el bajo presupuesto para contar las mismas cosas que se cuentan en Hollywood con menos dinero y estrellas afeadas...
Caballero(s) sin Espada Hace varios años que Steven Spielberg está esperando reconciliarse con la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas. Acaso porque sus últimos proyectos tuvieron una visión demasiado personal – exceptuando Tintín e Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal – parecía necesario que Spielberg concretara un producto afable, de mayor repercusión y aprobación con la crítica y el público en general. Un producto serio, histórico. No un producto metafórico de aventura y ciencia ficción, que en realidad oculta mucho más de lo que muestra. Y así es que llega Lincoln. Película varias veces postergada, la historia de cómo el presidente decimosexto presidente de Estados Unidos consiguió abolir la esclavitud de su país había sido pensada, en primer lugar para Liam Neeson. Pero finalmente, el rol protagónico cayó en Daniel Day Lewis. En primer lugar, la decisión de no crear una biopic – el título puede llegar a confundir – sino más bien como fue la lucha y el proceso político que tuvo que atravesar Lincoln, su partido – el republicano – y sus ministros para conseguir la libertad de los esclavos es una decisión acertada, porque de esta manera, Spielberg concentrar la tensión en un hecho histórico que a pesar de ser muy conocido, y por supuesto, saber su resolución final, termina siendo un episodio que no fue tan explorado en detalle, al menos desde el aspecto burocrático, ya que siempre lo que se ha desarrollado es la guerra de secesión, a través de varios puntos de vista, generalmente, de personajes muy particulares, peones de la guerra o generales de alto estado. Sin embargo, la elección de este periodo en particular, permite a Spielberg también mostrar el carácter más humano y sensible del personaje, no solamente como cara de una nación, sino frente a su familia, los miembros de su gabinete, los soldados incluso. Lejos de tratar de construir una estatua, Spielberg decide homenajear a Lincoln por su inteligencia y bondad, y convertirlo junto a Thadeus Stevens, el principal defensor de los abolicionistas en personajes caprianos, luchadores de causas, de ideales, y no de intereses políticos o económicos como los demócratas prosureños. Pensar en los derechos humanos y la igualdad, no como una solución a la guerra sino como una lucha por la libertad (para hacer justicia por mano propia está Django). Incluso si tiene que mentir o manipular para conseguir sus sueños, también lo hacen. En ese sentido, ambos personajes, lo más profundos e interesantes, interpretados con sensibilidad, mucho sentido del humor y calidez por Daniel Day Lewis – impresionante metamorfosis como siempre – y Tommy Lee Jones – sigue siendo un ogro, pero oculta una faceta sentimental poco habitual en el actor – son como la caracterización de un Mr. Deeds o un Mr. Smith de El Secreto de Vivir y Caballero sin Espada. Spielberg, más capriano que Capra, a diferencia de otras películas, resuelve los conflictos en el congreso, en oficinas, habitaciones varias, e incluso porches. Espacios teatrales y a través del diálogo. Lo cuál llama la atención. Generalmente es raro que Spielberg decida hacer una obra de “diálogos”, priorizar las palabras sobre las acciones, pero esta vez, el diálogo es la acción principal, resaltando también el poder de las miradas de los personajes (no falta la mirada del chico). Quizás por esto, es que volvió a recurrir a Tony Kushner, premiado dramaturgo del off de Nueva York que había trabajado previamente con él en Munich. Si el anterior trabajo no había sido demasiado fructífero es porque la asociación parecía desbalanceada. Ni Spielberg se veía demasiado cómodo con la dirección de esa película, y el guión tenía demasiadas vueltas forzadas. En cambio, en Lincoln, el ritmo fluye más allá de la teatralidad. Aun cuando la mayoría de las escenas tienen personajes sentados o discutiendo en forma más estática de lo que nos tiene acostumbrado el director – lo más cercano irónicamente sería Amistad –la capacidad de Spielberg para narrar es tan apabullante que la dos horas y medias se vuelven atrapantes de principio a fin. Ayuda mucho el soberbio elenco – lejos el mejor que haya tenido el director de Jurassic Park en su carrera – integrado por una Sally Field casi sicótica, un maravilloso David Straitharn, el veterano Hal Holbrook, un divertidísimo y sorprendente James Spader, además de varios cameo muy dignos como Jared Harris. Quizás el más sobreactuado es Joseph Gordon Levitt. Igualmente, para un director que nunca se definió como gran director de actores, lo que saca de todo el elenco es digno de un reconocimiento. Y a pesar de los valores humanos, reflexivos, históricos, visuales – notable fotografía de Kaminsky – narrativos, musical (otra gran partitura de Williams) a pesar de todo, se siente que esta película Spielberg no la hizo tanto para él como para el pueblo, como si se pusiera en la piel del propio Lincoln y le deba esta historia a su país como un compromiso. ¿A que me refiero con esto? Al igual que John Ford, a Spielberg no le interesan tanto las figuras de primera línea, los héroes más obvios. Así como Ford, siempre prefirió al héroe marginal – John Wayne – que al general o sheriff demasiado correcto – Henry Fonda, que interpretó justamente a El Joven Lincoln de John Ford – Spielberg prefiere centrar su visión en los personajes más chicos, más imperfectos, y con un pasado algo oscuro. Los protagonistas de Spielberg tienen sus falencias, sus errores. A primera vista, el Lincoln de Spielberg es un estratega político veterano, pero también es un hombre que siempre tiene una anécdota que contar para inspirar, un remate humorístico para sacar tensiones, la palabra justa para llamar la atención; tuvo sus falencias como hombre de familia: la relación con su esposa tiene tensiones debido a la muerte del segundo hijo, por lo que Abraham trata de cuidar a su hijo menor, personaje típico de Spielberg, descuidando al hijo mayor al que quiere proteger de la guerra, y cuánto más lo quiere proteger, más quiere ir, rebelándose contra la autoridad del padre. Dicha dicotomía en la relación con sus hijos nos devuelve, aunque sea por 5 minutos gloriosos al mejor Spielberg de La Guerra de los Mundos o Encuentros Cercanos del Tercer Tipo: el padre ausente que cuando aparece no puede cuidar a su hijo. Aún cuando Gordon Levitt no le imprime tanta verosimilitud al personaje, su corta participación muestran al Spielberg más personal, más visceral incluso. El resto de la película parece llevar más la firma de Kushner que del director. Parece una obra hecha por encargo. No es tan personal como podría haber sido, y eso decepciona un poco. No tiene el carácter épico de Caballo de Guerra, por ejemplo – aunque en el principio y final hay escenas que recuerdan un poco al inicio de Rescatando al Soldado Ryan. Este Spielberg más solemne, similar al de La Lista de Schindler o Munich, consigue cumplir con el objetivo. Le aplica una imprevisible cuota de humor, simpatía y calidez al relato y los personajes que ningún otro director le hubiese puesto. A pesar de la ambición y la magnitud de la producción, queda la sensación que como Amistad – aunque inferior en emoción para mí – se trata de una obra más chica de lo que termina siendo. Es más didáctica, pero a la vez necesaria para un pueblo que a veces olvida las palabras de sus próceres. Con menor truculencia, un oportuno sentido político, Lincoln es una obra clásica, importante en su mensaje, impersonal en varios aspectos, pero que aún con todo esto, y gracias al apoyo de un elenco envidiable confirma el talento de Spielberg para seguir narrando.
Hasta las Últimas Consecuencias… La Noche más Oscura ha desatado, como era de preveer las más severas polémicas en los Estados Unidos. Antes de su estreno comercial, el nuevo film de Kathryn Bigelow venía llevándose los mayores reconocimientos de la crítica internacional, que destacaba el gran manejo e intuición de su directora para llevar adelante un thriller político sin dejarse tentar por tomar partido. Sin embargo, tras las primeras exhibiciones para el público, un sector conservador se sintió “tocado” por la violencia inferida y la exposición de escenas de torturadas perpetradas por la CIA sobre los “terroristas”. Ahora, si bien la ultraderecha empezó a manifestarse en contra del film por mostrar aquello que el gobierno estadounidense siempre negó, pero todo el mundo sabe; la izquierda leyó que la posición de Bigelow ante los hechos que muestra en el film tiene fines patrióticos o propagandísticos, e inclusive partidistas del gobierno de Obama, y no demasiados críticos con el gobierno de Bush Jr. Es irónico, pero se vuelve a abrir un debate pendiente desde el estreno de Vivir al Límite, laureada obra de Bigelow que mostraba la adicción y obsesión de un soldado desarma bombas durante la guerra de Irak, sin concebir un juicio de valor, sino retratando un trabajo de riesgo. Cada individuo tendrá su opinión si la función de un cineasta es tomar partido y tener un discurso aleccionador que brindar o limitarse a narrar los hechos en cuestión con la mayor objetividad posible y dejar que el espectador establezca la balanza moral sobre lo que está bien o está mal, si el fin justifica los medios, o si todo es una excusa para mostrar el poder del imperio estadounidense a través de la violencia, el sadismo o la fuerza. Lo que yo pienso es que las películas hablan solas. Que un director, como bien indica la palabra dirige su obra para que cada espectador le de una lectura diferente contemplando su cultura y educación. Que Bigelow tiene mucho más pelotas que la mayoría de los directores de todo el mundo para enfrentarse contra la opinión pública y las dogmas didácticas de la industria del cine es innegable. Y lleva su mirada con mucha inteligencia a sus personajes. Porque más allá de la política, del punto de vista, del hecho verídico per sé, se encuentra una gran narradora, una directora con mirada de autor, que no solamente tiene un pulso tremendo a la hora de llevar adelante un relato complejo que atraviesa diez años de búsqueda, que tiene muchos personajes, nombres, lugares involucrados, negocios, atentados, y trata de comprimir todo en una obra de dos horas y media sin descanso con feroz ritmo y adrenalina, estética con cámara en mano, sino que además nos demuestra que esos personajes son personas reales. No porque se inspiren o basen en alguien de verdad, sino porque viven, transpiran, sienten. Por que cuando están trabajando representan un papel, pero fuera de la oficina, necesitan descansar, tienen dudas. Y no solamente de un solo bando, sino que ese pensamiento se aplica tanto para los terroristas de la CIA como de Al Qaeda. Por Bin Laden era un hombre, que sangraba y no tardó en morirse como los villanos duros de matar de cualquier película. Por que los “buenos” también mueren enseguida en la vida real, porque no hay heroísmo en la victoria y porque la victoria es relativa y no pertenece solo a los soldados. Hay dos películas que se me vienen a la mente para comparar La Noche más Oscura: la primera es Red de Mentiras, una floja obra de Ridley Scott que mostraba con demasiada espectacularidad y la ironía de Russell Crowe y Leonardo Di Caprio, las mentiras de la CIA, con una inocencia atroz. En cierto aspecto, La Noche más Oscura pretende ser una versión más severa, realista y dramática de los mismos acontecimientos (pero actualizada en el final). La segunda película que demuestra que la guerra se pelea más desde una oficina que desde el campo de batalla es el clásico de Stanley Kubrick, nunca tan oportuno, Dr. Strangelove. En dicho film, se ironiza sobre la influencia que tienen (o no) las salas de guerra sobre los resultados de las mismas (“gente, no se pueden pelear, estamos en la sala de guerra”). Se podría nombrar también a Fail-Safe – clásico de Sidney Lumet a la que satiriza Kubrick. Pero también tiene grandes secuencias de suspenso y acción. En los momentos más tranquilos o de aparente calma, Bigelow sorprende aún cuando el que recuerda los hechos, sabe que los personajes no están a salvo, pero la directora nos convence tanto de la ficcionalización de hechos recientes, que nos olvidamos que todo fue real por algunos instantes. Si en el medio se pone un poco dialogada – al estilo Syriana – consigue dar un quiebre para no generar monotonía. A la vez, la última media hora, consigue cautivar con una dosis de tensión como juego en primera persona, a la que aplica un pequeña dosis de ironía para no caer en la solemnidad. Y sin embargo, sus películas siguen siendo obras sobre personajes obsesionados que luchan por un objetivo hasta las últimas consecuencias, que son adictos a sus trabajos, a sus misiones, más allá del dinero, del amor, de las órdenes o de la patria. Es un tema personal para el personaje de Maya – interesantísima actuación de Jessica Chastain, aunque un poco sobrevalorada – atrapar a Bin Laden. Ese comportamiento lo podemos en ver Keanu Reeves en Punto Límite – como la obsesión por atrapar a un criminal lo convierte en su aliado – la obtención de justicia y de verdad para Jamie Lee Curtis en Testigo Fatal, descubrir un crimen y defender un invento hasta las últimas consecuencias en Días Extraños, defender un submarino nuclear como si fuera un hijo en K19 o seguir desarmando bombas hasta la muerte en Vivir al Límite. Los personajes de Bigelow no descansan hasta conseguir lo que desean… no tienen moral, no tienen sentimientos, no se quiebran. Y Maya es un reflejo de la personalidad de la directora también (igualmente el análisis definitivo de la filmografía de ella se lo dejo a mi colega Matías Orta). Por eso, a pesar de que La Noche más Oscura no se puede clasificar como una de las obras más personales de su directora ni tampoco se puede decir que se involucra en el sentimiento de adicción a la violencia con la profundidad y ambigüedad psicológica que tenía Vivir al Límite, porque no consigue decidirse si quiere quedarse solo con Maya, o contar absolutamente todos los hechos terroristas o que de alguna manera involucraron a la CIA desde el 2004 hasta el 1º de mayo del 2011 - que es lo que termina siendo – Bigelow consigue que el dispositivo que arma siga teniendo su firma. Porque más allá de las ambiciones, de las contradicciones ideológicas, del patriotismo, la crítica, la ironía o la propaganda, La Noche más Oscura es un relato clásico sobre una protagonista que tiene una misión y desea cumplirla hasta las últimas consecuencias, no porque quiera, no porque necesite la recompensa, la venganza, la sangre, sino porque es su trabajo y no sabe hacer otra cosa. Y Kathryn BIGelow podría amagar con hacer obras más suaves, reflexivas y dramáticas a esta altura de su vida y de su carrera. No necesita seguir demostrando que en un género históricamente dominado por los hombres, una mujer puede hacer LA película definitiva que cierra la guerra de Irak y la muerte de Bin Laden. Pero lo hace, porque es lo que mejor sabe hacer y no se va a detener ante nada para conseguir la mejor película posible. Y les aseguro que lo logra.
Los Anillos de Tarantino Ningún argumento de alguna película de Quentin Tarantino tiene algo de original. Siempre fue así. De hecho, Tarantino es el mayor ladrón que existe en la industria y él es el primero en confesarlo. Todas las películas de Tarantino se nutren de miles de influencias desde su estructura narrativa, hasta los nombres de los personajes. Este collage de citas e intertextualidad es lo que más enoja a algunos y resulta lo más aplaudido por otros, en este caso los cinéfilos enfermos como él, fanáticos del mismo tipo de cine que él. Aquellos que dicen que Tarantino les vuela la cabeza y ha reinventado el cine, realmente ignoran de que se trata lo que el realizador quiere generar en cada nueva obra que encara. Así mismo es errado pensar que porque en todas sus películas abundan referencias a géneros malditos o clase B, de explotación, setentista y otras bizarreadas, el trasfondo de la obra tarantinesca carece de sustancia. Nada que ver. Tarantino es hijo de todo el cine en general. Queda demostrado que su influencia puede venir de Truffaut para el argumento de Kill Bill (inspirado en La Novia Vestía de Negro) o como es el caso de Django Sin Cadenas, de Fritz Lang, más precisamente Los Niebelungos, y su obra estadounidense. ¿Qué tiene que ver el clásico poema anónimo medieval alemán sobre las aventuras de un caballero tratando de recuperar un tesoro de unos enanos que viven en cuevas, con la historia de un esclavo liberado por un dentista cazarecompensas, que pretende recuperar a su esposa también esclava de un terrateniente sureño? Todo. Y no es algo arbitrario. El personaje de King Schultz – interpretado por Christoph Waltz, el alma de la película y sin duda el personaje más sensible y humano que haya creado Tarantino en toda su filmografía, junto con propio Django – le cuenta al protagonista el origen del nombre de su esposa, Broohmilda, y cuál es el sacrificio que emprende el príncipe Siegfried en la leyenda. Claro, más que nada hay simetrías y no precisamente una analogía literal con la historia, pero si nos ponemos a dividir y comparar las diversas capas de la historia podemos encontrar que el director quiso construir una epopeya romántica disfrazada de western spaghetti. Sería muy fácil decir, que Leone o Corbucci o Anthony Mann son los principales referentes visuales del film, pero en su estructura narrativa, Tarantino prefiere ser menos episódico – aunque hay dos mitades bien diferenciadas – que en otras obras, no aspira por un relato coral, sino que se ata de principio a fin con sus protagonistas y los lleva por diferentes circuitos – o anillos – hasta llegar al centro mismo de la tierra, la guarida de los “Niebelungos”, que es Candyland, en este caso, la plantación y mansión de Calvin Candie – desorbitado y caricaturesco Leonardo Di Caprio. Después de Candyland, el film empieza a cerrar una estructura casi circular, lo que confirma que el director pensó la película en forma menos lineal de lo que aparenta ser. Con esto no me refiero a linealidad temporal – y de hecho es la película con menos flashbacks de Tarantino – sino a pensarla en forma circula basándose a situaciones que se vuelven a repetir en la vida del protagonista. Aún así y como analizábamos con la colega Laura Dariomerlo, la película tiene dos mitades que difieren en ritmo, tono pero funcionan a la vez como espejo. La primera mitad de la película que admite la liberación de Django y sus primeras aventuras como cazarecompensas se trata de una comedia, un buddy movie incluso, donde dos amigos cruzan el estado cobrándose la vida de criminales, profundizando una relación amistosa (una relación de verdad, no de camaradas, sino de verdadero sentimiento) que tiene su espejo en la relación entre Calvin y su sirviente Stephen – Samuel L. Jackson, tan caricaturesco como Di Caprio. Mientras que la primera relación se basa en lealtad impuesta por buenas actuaciones retribuidas, la segunda es una relación forzada, mientras que las actuaciones del lado de Foxx y Waltz son honestas, casi naturales – extraño en un film del director también – la segunda es completamente artificial, basada en sobreactuaciones demasiado maquillados los personajes. ¿Y acaso este contraste es azaroso? No, en Tarantino ni un solo encuadre depende del azar. Él quiere marcar esa contrafuerza visual y funciona. Por otro lado, otra diferencia entre la primera y la segunda parte es el ritmo. La primera hora y media es dinámica, divertida, llena de humor – con una memorable secuencia donde el director se burla del Ku Klux Klan – acción y tiros. Pero la segunda, cuando aparece el personaje de Calvin, y especialmente Stephen depuran un poco el relato. Se vuelve más intelectual y dialogado. Muchos han acusado a Tarantino de racista, pero lo cierto es que sucede todo lo contrario. Tarantino retrata la esclavitud en forma salvaje y sanguinaria, denotando no solo las consecuencias físicas, sino también sociológicas y psicológicas. ¿Es casual acaso que el único personaje “blanco” benévolo sea justamente un alemán? Prestar atención a este detalle. No hay un solo personaje blanco que se salva de ser estúpido, brutal, sanguinario e hipócrita. Siempre se ha tildado a Tarantino como un director poco sentimental, pintoresco, demasiado enamorado de sí mismo y sus personajes, pero poco sensible a las emociones de los personajes. En Django, Tarantino adopta un carácter romántico que empezó a aflorar con “la novia” de Kill Bill, siguió con Shossana en Bastardos sin Gloria y realmente se vuelve el núcleo dramático de Django. Parece que al ir envejeciendo, se nos va poniendo un poco más emotivo. Pero todo se justifica desde la narración, la estética y la elección genérica. Como siempre, se puede encontrar tantas citas hasta el cansancio en el cine de Tarantino. Ni Spielberg se salva esta vez (Calvin en un momento narra una escena de El Color Púrpura). Visualmente es prodigioso el trabajo de Robert Richardson plagiando la imagen lavada de millones de westerns de los 60 específicamente, tanto italianos como estadounidenses. Los pocos flashbacks remiten a la estética grindhouse incluso. Hay enormes libertades temporales que no sacan de contexto y le aportan mayor humor a una película que resulta menos cómica de lo esperado. Pretenciosa y ambiciosa, Django Sin Cadenas, tiene a un Tarantino desenfrenado sediento de violencia, sangriento, casi gore. Aún cuando no construye demasiadas escenas independientemente memorables – como logró en Kill Bill o Bastardos – consigue una película con mayor consistencia en sentido unitario, un relato un poco más clásico, pero con algunas puestas de cámara rebeldes, provocativas para un director estadounidense. La ecléctica banda sonora es realmente magnífica y mantienen la atención en forma constante. El elenco depara enormes sorpresas de actores invitados como un maravilloso Don Johnson o eternos segundones en roles destacados como Walter Googgins y James Remar, además de varios cameos divertidos (y explosivos). Difícil de clasificar, Tarantino consigue una nueva obra que confirma su talento, influencia general de todo el arte y potencia como autor. Superior en muchos sentidos a Bastardos sin Gloria, A Prueba de Muerte y Kill Bill; aún con sus excesos, caprichos, ambiciones y pretensiones, Django Sin Cadenas es una película completa, hermosa a nivel visual y con mucho más para analizar – especialmente sobre el punto de vista histórico – de lo que se ve a primera vista. Más allá de las referencias y el pastiche, hay detalles que van a saltar mejor en una segunda visión. Al igual que los mejores westerns spaguettis, Django está destinada a ser un clásico de culto, apreciado por generaciones venideras. En ese caso, el objetivo de esta aventura se habrá cumplido y Tarantino podrá decir que venció al dragón y se alzó con su anillo.
Desayuno con Tiffany Llega esta época del año y siempre se estrena “esa” película “Indie”, la comedia dramática romántica de autor que pretende darnos una lección moral y al mismo tiempo hacer una “radiografía” – palabra que encanta a los críticos – sobre la sociedad estadounidense. Cuando no es Jason Reitman – por quién siento un gran respeto a pesar de todo – es Alexander Payne… y todo parecía indicar que este año sería el turno de David O’ Russell, autor maldito que coquetea con los críticos, no suele agradar demasiado al público masivo, amaga a ser “Indie” y “autor” con tocar temas importantes, pero llama actores de renombre que desean probar suerte en el terreno del bajo presupuesto para ganar premios, etc. Pero O’ Russell, no es tampoco tan querido. De hecho, muchas “celebridades” lo odian por su mal carácter. Son legendarias sus peleas a los gritos con sus protagonistas – excepto Mark Wahlberg nadie se lo banca – e incluso existe la leyenda que le pegó a George Clooney. Quizás David debió internarse en un hospital por un tiempo y así salió El Lado Luminoso de la Vida, que a contracorriente del resto de la filmografía del realizador es una película optimista, aún con un trasfondo oscuro. Sin embargo, si bien el crédito de tal positivismo habría que adjudicárselo al autor de la novela… y por ende a la actitud del personaje frente a la vida, se pueden vislumbrar dos corrientes típicas del director: primero que siempre termina imponiendo su personalidad de una forma u otra, denotando una autoría no solo en la narración, sino específicamente en la estética, que no es tan transparente ni pop como la de otros cineastas del mismo círculo. Segundo, una fascinación por ir en contra del concepto de autor que se tiene de su filmografía. Por último, como ya demostró en El Ganador, su última obra, O’Russell es un enfermo cinéfilo del cine de los años 50 y 60. Y si en la película que tiene la actuación que le valió a Christian Bale su primer Oscar, tomaba como principal referencia el cine de Robert Aldrich o Samuel Fuller, dos cineastas de género rebeldes, para El Lado Luminoso de la Vida, eligió a los directores de comedias románticas más cínicos, críticos y melancólicos de la industrias: Billy Wilder y Blake Edwards. Dicha comparación puede parecer en principio exagerada, pero no lo es. Aunque la película esté protagonizada por dos típicos antihéroes y sus respectivas familias, O’ Russell se interesa menos que sus contemporáneos por el retrato social. Este es solo un contexto para profundizar en las relaciones. El film en sí no es humorístico. El conflicto de cada uno es muy dramático, pero el conjunto de patetismo y el simple hecho de buscar un happy ending a través de la unidad de estos personaje que parecen destinados a fracasar y pelearse continuamente, dan un tono esperanzador que era típico de los dos maestros citados. La relación entre Patrick – Bradley Cooper demostrando varias facetas de su personalidad y aun cuando podría caer en la caricatura termina siendo verosimil y brindando una gran actuación – y Tiffany,- Jenniffer Lawrence también demostrando que no solo tiene cara de chica triste, golpeada, sino que puede tener gran timing humorístico aprovechando esos golpes – parece calcada de la que tenían Baxter (Jack Lemmon) y Kubelik (Shirley MacLaine) en Piso de Soltero, o la de Paul (George Peppard) y Holly (Audrey Hepburn) en Desayuno con Diamantes. No es casual la elección del nombre de la protagonista. Todo remite a ese periodo de transición entre el Hollywood clásico con historias de amor que terminaban bien, y el nuevo, con jóvenes que huían de las rutinas de sus hogares y buscaban nuevas maneras de ganarse la vida. La relación con la familia, las costumbres es el otro pilar del film, a partir de la potente figura paterna de Patrick. Algo con lo que el personaje debe convivir y aceptar. O’ Russell pone énfasis en la distancia y la incomunicación de la relación padre – hijo y pone como única solución la conformidad y aceptación. Ni el football americano o las apuestas son lo que los unen. Existe un elemento intimidatorio en que este personaje lo interprete Robert De Niro – sin llegar a sus mejores trabajos, es al menos el más creíble, decente y digno trabajo que hizo desde Cabo de Miedo – y eso queda marcado en varios momentos, donde el actor se parodia a sí mismo en clave mafiosa. Desde la banda sonora, O’ Russell confirma que no se casa con una década y a medida que el film va tomando una estructura y un ritmo conforme a una obra clásica – convencional, previsible – se va creando una autoconciencia de ello en el plano musical que incluye una hermosa versión del tema María de Amor sin Barreras. Por otro lado, el comienzo del film, dentro del hospital psiquiátrico podría remontar fácilmente a Atrapado sin Salida. ¿Adonde voy con todo esto? O’ Russell no es un director que pretende trascender. Es un chapado a la antigua con ideas concretas sobre como llevar un relato cinematográfico con ingenio, verosimilitud, gracia y clasicismo. Logra sacarle grandes actuaciones a las piedras – Chris Tucker y Jackie Weaver son dos gemas del elenco secundario, divertidos, naturales. Y por si esto fuera poco, se trata de una película cuidada, sutil, que no apela a golpes bajos, que el sentimentalismo está bien usado, que consigue emocionar sin forzar ni manipular situaciones, que logra meternos en un microuniverso suburbano querible aún con su toque pintoresco, sus ancianos conservadores y una sátira al psicoanálisis que no deriva a la burla sino a la reflexión sobre los tratamientos. . Un retrato que parece haber conservado de El Ganador, su obra más regular, sólida y menos pretenciosa hasta la fecha. Pero si ahí había podido domar el drama, con esta consigue seguir en la línea de conflictos sociales clásicos de esta última con el humor irónico y el cinismo oscuro de Tres Reyes o Yo Amo Huckabees (film injustamente maltratado, lleno de ideas y original en su concepto). O’ Russell mantiene la cámara en mano girando intensamente alrededor de los personajes manteniendo una tensión y un ritmo que paulatinamente va bajando, en forma justificada, pero consiguiendo justificar un poco esa referencia al cine de Wilder (especialmente el de la década de los 60, donde el vienés se animó a jugar un poco más con los movimientos y las velocidades) y cerrando la penúltima escena con un travelling hermoso tributo a Edwards. Sacando de lado, la previsibilidad que el relato clásico aporta a cualquier película, El Lado Luminoso de la Vida demuestra que el optimismo no se consigue tratando de ser el mejor, o mostrando una faceta políticamente correcta, sino siendo uno mismo y aprendiendo de la experiencia, de los veteranos. Acaso la lección no solo se aplica al mensaje del guión, sino sobretodo a la filmografía de un director nuevamente demuestra el lado luminoso del cine de Hollywood.
Nuevo Tango en París El tercer film de Sergio Mazza (El Amarillo, Gallero) habla de la imposibilidad de comunicación entre dos seres que comparten las mismas incertidumbres. María – Belén Blanco – es una argentina que está hace un tiempo en París. Trabaja en una fábrica limpiando prendas y necesita un nuevo techo en el que vivir. Consigue un lugar en la casa de Jérome, un fotógrafo especialista en desnudos femeninos, que está en medio de un divorcio. Rápidamente María se acomoda en la pieza que pertenecía al hijo de Jérome. Mazza muestra la relación entre estos dos personajes solitarios. María tiene problemas para legalizar sus papeles para conseguir un permiso de trabajo, lo que le perjudica su posición en la fábrica. Jérome no consigue la custodia de su pequeño. El idioma no es un impedimento, ya que ella se arregla con el francés y él con el español. Sin embargo, cada uno hace su vida por su lado. El sexo irrumpe como única vía de comunicación y conexión entre ambos. Mazza crea un film intimista, pequeño, introspectivo, basado en silencios e imágenes realistas. La cotidianeidad de esta seudo pareja viviendo en una París fría alejada de la pintura turística pero tampoco haciendo hincapié en la marginalidad es lo que nos presenta esta obra sencilla en su concreción formal, pero profunda en su carácter climático. Las interpretaciones de Blanco y Ronan Rauz tienen una introspección y austeridad acordes con el tono frío, ajeno que respira la película. A pesar de que sabemos muy poco de cada uno, y nos vamos enterando en forma paulatina del pasado de cada uno, de lo que los llevó a esa situación, el director no fuerza a los intérpretes a largar sus diálogos. Todo se da en forma natural y coloquial, un momento lleva a otro de manera coherente y comprensible. A pesar de que es imposible no sentir empatía por el drama interno que vive cada uno de ellos, también es comprensible la distancia que existe entre los dos, a pesar de que viven bajo el mismo techo, no tienen dificultades con el idioma y no tiene peleas. Pero el pasado es más fuerte que su presente. En varios sentidos, el film de Mazza tiene puntos en común con 77 Doronship, inédita obra de Pablo Agüero que también mostraba la relación de un argentino y una francesa embarazada de su yerno en un pequeño y viejo departamento parisino. Pero mientras que lo de Agüero tomaba situaciones límites al borde del grotesco, Mazza decide que los conflictos no pasen tanto por el presente, sino por las huellas del pasado que siguen persiguiendo a los protagonistas, a pesar de querer escaparse de ellas. La construcción de los personajes y de la relación, la profundidad de las actuaciones son el fuerte de esta bella película, que apela a la repetición para comunicar un sentido del agotamiento, que consigue una crítica sobre la política y burocracia migratoria, sin bajar bandera ni crear un alegato en sí y nunca cae en la pretenciosidad filosófica. Tiene un lenguaje directo y formal, pero bien construido. La hermosa fotografía de Alfredo Altamirano es otro punto fuerte del film, no quedando de adorno, sino apoyando el clima que rodea a los personajes. A pesar de que puede volverse previsible en los últimos minutos – tampoco que Mazza pretenda sorprender al espectador – la esencia no se pierde en ningún momento y la sutileza con que se maneja el lenguaje – y el mensaje – en los pasajes finales, nos llevan a una reflexión acerca del carácter humano que traspasa las fronteras de las nacionalidades, y toma un discurso universal.