SUPERFICIALIDAD DISFRAZADA DE AUTO-IMPORTANCIA Hay películas que podrían ser de determinada forma pero terminan siendo de otra, y eso muchas veces depende de los egos involucrados. Por ejemplo, Dunkerque podría haber sido un simple y efectivo relato bélico de espera y rescate, pero Christopher Nolan se la quiere dar de inteligente y complejo, y por eso termina armando una narrativa enredada y redundante que conspira contra las emociones. Algo parecido sucede con Amores frágiles, donde Francesca Comencini (hija de Luigi Comencini, realizador del clásico Pan, amor y fantasía) tiene entre manos una premisa suficientemente atractiva: el antes, durante y después de una pareja, con sus idas y vueltas. Sin embargo, a la directora y co-guionista no le basta con eso y se dedica a complicar todo de balde en pos de dejar su huella autoral. Y de paso, le complica la vida (al menos durante una hora y media) al espectador. A Comencini no le basta con que Flavio (Tomas Trabacchi) y Claudia (Lucia Mascino) sean dos exponentes del ámbito académico e intelectual, con características opuestas pero que se enamoran súbitamente y encaran una relación definitivamente tortuosa, casi definitivamente destinada al colapso desde el minuto uno. Tampoco el estructurar la narración con idas y vueltas temporales, yendo del presente al pasado, construyendo un rompecabezas un tanto antojadizo; el insertar otros intereses amorosos interpretados por Camilla Semino y Valentina Bellè, más algunos personajes secundarios que entran y salen sin mucho sentido, y parecieran solo estar para servir de meras contrapartes de los protagonistas. No, también tiene que acumular una cantidad de diálogos apabullante para reflexionar sobre el amor, la pasión, el deseo, el sexo, las relaciones de pareja y un largo etcétera; construir secuencias artificiosas, meras performances en pos de hacer comentarios sobre el mundo, y que encima se pisan con imágenes documentales que quieren funcionar como sentencias morales; y soltarle la cuerda a Mascino hasta conseguir una actuación desbordada hasta lo insoportable (hay que reconocer que Trabacchi luce más contenido y hasta digno incluso en escenas que se prestaban a lo peor). El resultado es francamente agotador por la cantidad de diálogos, situaciones, flashbacks, tramas y subtramas que se suceden sin un verdadero sentido de fondo, y que solo sirven para disfrazar a la película de supuestamente trascendente en su visión sobre los vínculos románticos. Porque la verdad es que Amores frágiles, detrás de su pretenciosidad y aires de intelectualismo entre ácido y rebuscado, no tiene casi nada original para decir. De hecho, está plagada de lugares comunes sobre los choques entre lo masculino y lo femenino, los niveles de compromiso o cómo construimos nuestras identidades a partir del contacto con el otro. Lo mismo puede decirse de su puesta en escena, donde prevalecen las imágenes entre teatrales y publicitarias, pero eso sí, con aires seudo filosóficos. Y qué decir de su final, que se la da de inteligente y sensible, aunque bien podría haber formado parte del cine romántico hollywoodense más mediocre. En el medio, se pierde la chance de crear personajes tangibles y cercanos. Amores frágiles es otro ejemplo de ese cine europeo pedante y altisonante, que habla y grita mucho, subestima el género que aborda y finalmente se revela como hueco en su contenido y forma.
SIN VÉRTIGO Treinta años han pasado desde el estreno de Duro de matar y la obra maestra del tándem Bruce Willis-John McTiernan sigue entregando copias o derivaciones con mínimas variantes. Eso no está mal, al contrario: indudablemente se pudo encontrar ahí un molde narrativo y estético que aplicado de manera pertinente da enormes frutos. Ahí tenemos películas como Riesgo total, Máxima velocidad o El ataque que funcionan como rendidores entretenimientos aún desde sus instancias más ridículas. Pero no es una fórmula mágica, que arroje resultados de manera instantánea, y un film como Rascacielos: rescate en las alturas es un ejemplo de cómo varias tuercas pueden quedar sueltas. O demasiado ajustadas. No es por pereza que falla la película de Rawson Marshall Thurber, que reúne a priori todos los elementos que corresponden para este tipo de tramas de acción: un edificio ultra-tecnológico y supuestamente impenetrable; un grupo de terroristas que logra infiltrarse con fines muy específicos; el héroe improbable (en este caso, un ex veterano que perdió una pierna) que debe rescatar a su familia y limpiar su nombre; y las probabilidades casi imposibles, que incluyen un incendio que va escalando y devorando cada vez más pisos. Y que encima suma un enorme despliegue de pirotecnia, acrobacias y efectos especiales, más la presencia de Dwayne Johnson, un actor que siempre aporta fisicidad y humanidad en dosis equilibradas. Pero también sobra cálculo y diseño, como si el relato no pudiera ocultar el proceso por el cual encastra todas sus piezas. Quizás uno de los problemas principales sea, paradójicamente, la estampa de Johnson, cuya centralidad casi absoluta termina devorándose el film, en detrimento de todos sus demás componentes. En un punto ese foco extremo es comprensible, porque estamos claramente ante una película que se construye como un vehículo para su estrella. Pero a cambio, tenemos un villano sin carisma, cuyos motivos son irrelevantes; un núcleo familiar que es supuestamente el impulso para las acciones del protagonista pero que está lejos de generar empatía. Todo en verdad pasa por lo que puede hacer Johnson, lo cual explica que los roles secundarios sean ocupados por estrellas asiáticas –Byron Mann, Tzi Ma, Chin Han, Hannah Quinlivan- en pos de llevar más público de esas latitudes pero sin darles entidad a sus personajes. En parte Rascacielos: rescate en las alturas parece hacerse cargo de que detrás de toda su parafernalia lo único relevante es la figura de Johnson, por lo que está repleta de guiños y chistes autoconscientes, más un trabajo casi obsesivo en la imagen del héroe –que incluye la mediación por parte de dispositivos como celulares o filmaciones de los noticieros- y hasta una puesta en crisis de sus capacidades físicas por la falta de una pierna. Sin embargo, esa autoconsciencia no sirve para acercar al espectador al relato, sino que tiene un efecto contraproducente: la distancia frente a los hechos narrados es sideral, lo cual lleva al peor escenario para este films, que es la total previsibilidad. Cuando hablamos de previsibilidad, no nos referimos a que no se pueda intuir cuál va a ser el resultado final (los buenos siempre ganan en este sub-género), sino a que se ven venir todos los giros, dilemas o momentos supuestamente ingeniosos. La única excepción es el último enfrentamiento, donde la película parece liberarse un poco de sus ataduras y juega de manera perspicaz con los espejos y apariencias. El resto de Rascacielos: rescate en las alturas carece de sorpresa y vértigo, un film que se erige como una estructura tan gigantesca como vacía.
TRUCO DE MAGIA En el momento de su estreno, Ant-Man: el Hombre Hormiga representó una pequeña anomalía dentro del Universo Cinemático de Marvel, una especie de capítulo aparte, con una tonalidad distintiva dentro de ese mundo serializado y gigantesco. De hecho, fue bastante incomprendida -en parte a partir del prejuicio que surgió por los problemas de su producción, que incluyeron la salida del director Edgar Wright- o directamente subestimada por su estructura de comedia que progresivamente combinaba una trama de robo casi imposible, el camino de aprendizaje, el cuento de redención y la recuperación de relaciones paterno-filiales. Pero lo cierto es que no sólo fue un film muy logrado desde todo punto de vista, sino que también supo abrir el camino para otra extravagancia como Thor: Ragnarok. Algo similar ocurre con Ant-Man and The Wasp: luego de la solemnidad políticamente correcta de Pantera Negra y la acumulación de tramas y subtramas de Avengers: Infinity War, constituye un respiro que muchos podrán juzgar como redundante pero que en verdad era casi imprescindible. Es que Ant-Man and The Wasp se propone verdaderamente como una secuela dentro del pequeño mundo del Hombre Hormiga y no tanto dentro del Universo Cinemático de Marvel, por más que hayan referencias dentro del relato a Capitán América: Civil War y en la secuencia de créditos se tomen en cuenta los acontecimientos de Infinity War (con un giro un tanto inverosímil, hay que decirlo). Lo que importa, de manera central, es lo que pasa con Scott Lang (Paul Rudd), quien quiere sostener el rol recuperado como padre pero que debe volver a calzarse la vestimenta de superhéroe para reconstruir el vínculo con Hank Pym (Michael Douglas) y Hope Van Dyne (Evangeline Lilly), ayudándolos en una misión para traer de vuelta a la esposa y madre que es Janet Van Dyne (Michelle Pfeiffer). Es decir, el hombre común y corriente -sólo capaz de ser extraordinario cuando se calza un traje construido por otra persona-, otra vez definiéndose por sus acciones y cómo estas afectan a sus seres queridos. Nada de catástrofes inminentes, planetas al borde la extinción o villanos megalómanos; sólo gente tratando de recuperar lo perdido en una odisea que por momentos los supera. De hecho, no hay en verdad un villano fuerte: el traficante de armas que interpreta Walton Goggins representa más bien un obstáculo y la antagonista que es Ghost (Hannah John-Kamen) es un ser maldito que busca lo mismo que los protagonistas. Desde su posicionamiento como comedia de acción -con secuencias estupendas desde el humor- pero también como drama afectivo, casi ignorando al resto del mundo de Marvel, es que Ant-Man and The Wasp realiza el salto hacia la aventura de equipo. Y en ese salto, es donde no sólo surge un notable trabajo con lo espacial y las posibilidades que otorga el movimiento y el juego con los objetos -algo que ya estaba en la primera parte-, sino también con el rol que cumple lo temporal. La puesta en escena de Peyton Reed, a través del montaje, habla no sólo del tiempo pasado (y que es irrecuperable) sino también de ese tiempo futuro que está cerca de agotarse, en una carrera frenética para los personajes, donde todo cambia constantemente. A partir de ese balance de lo espacio-temporal, y de cómo esas variables alteran a los protagonistas y sus entornos, es que la película construye otro gran gesto, que es la de proponerse -hacia dentro y fuera del relato- como un gigantesco y a la vez pequeño truco de magia. Lo mágico implica artificio, engaño, apariencias, superficies que mutan a cada instante, y lo mismo puede decirse del cine o las máscaras heroicas. Ant-Man and The Wasp explicita esto a través de los trucos de magia que Lang practica para deleite de su hija y de otros personajes con los que se cruza, pero también de su estructura narrativa, que apela a múltiples giros no desde la canchereada o el cinismo -como, por ejemplo, el Nolan de El gran truco-, sino desde el amor por el arte de contar historias. En estos tiempos de franquicias enormes, el reivindicar los conflictos terrenales y los pequeños cuentos puede ser el acto de mayor heroísmo.
UNA PROPUESTA AGOTADA (Y AGOTADORA) Hay que reconocer que el concepto que rodea a la saga de 12 horas para sobrevivir (horrible título local para el original The Purge, que podría traducirse fácilmente como “la purga” o “la expiación”) es atractivo por más que invite al trazo grueso: la idea de que en un Estados Unidos distópico se reserven doce horas al año para que la población cometa cualquier crimen sin castigo –con el agregado de que el cumplimiento de ese ritual permita solucionar la mayoría de los problemas socio-económicos, trayendo un nuevo “orden”- es un trampolín para una multiplicidad de historias viables. Desafortunadamente, la franquicia nunca llegó a explotar totalmente su potencial: la primera entrega era un típico thriller de invasión hogareña discretamente ejecutado; la segunda fue la más lograda a partir de cómo utilizaba el espacio urbano y los niveles un tanto absurdos de violencia; y la tercera se dejaba llevar en exceso por la alegoría política. Esta cuarta parte repite defectos de la primera y la tercera, y casi ninguna virtud de la segunda. Lo cierto es que 12 horas para sobrevivir: el inicio es una precuela de los anteriores films, centrándose en cómo se llevó a cabo de manera experimental la primera Purga, impulsada por los Nuevos Padres Fundadores, una tercera fuerza política que llega al poder gubernamental a partir de una crisis económica sin precedentes. El experimento se realiza en Staten Island, uno de esos distritos plagados de pobreza y criminalidad en las afueras de Nueva York, convocando a la participación voluntaria a partir de la incentivación económica. La película de Gerard McMurray va desplegando, de manera bastante errática, distintas subtramas y personajes: hay una chica que milita en contra del experimento pero que tiene un hermano que acepta participar porque necesita dinero; el jefe narco del barrio (y ex de la militante) que teme lo que puede deparar la Purga porque no puede controlarla; un psicópata y otros criminales que ven la chance de cometer toda clase de atrocidades y saldar cuentas; una doctora (Marisa Tomei, totalmente desperdiciada) que diseñó el experimento pero pronto se da cuenta que las pruebas pueden ser fácilmente alteradas de acuerdo a los deseos de los poderosos; y claro, las autoridades gubernamentales, que están dispuestas a todo para mostrar que la idea de la Purga es viable, lo cual incluye infiltrar a mercenarios para agiten la violencia en la zona y, de paso, liquiden a una buena cantidad de pobres. El gran problema de este despliegue es que el film, a pesar de todos los personajes que presenta, siempre está más preocupado por bajar línea política, y con un nivel de trazo grueso digno de un informe de Roberto Navarro. Los discursos que se van sucediendo sobre la violencia imperante en las personas, la cultura armamentística, las luchas de clases, el racismo, cómo el Estado quiere deshacerse de los pobres, las manipulaciones gubernamentales o el rol de los medios no solo carecen absolutamente de originalidad –de hecho atrasan como medio siglo- sino que se repiten a lo largo del metraje, una y otra vez, hasta el hartazgo. Y como encima no hay personajes sino meros estereotipos mínimamente funcionales al guión, solo queda el mensaje, al que se le notan rápidamente las contradicciones e incoherencias. Por eso queda muy en evidencia el inverosímil del recorrido que hace el jefe narco, que casi instantáneamente se convierte en un épico defensor del bienestar de las personas a las que les vendió drogas durante años; o la hipocresía de la puesta en escena, que pretende criticar el exterminio de los indefensos mientras busca formas cada vez más rebuscadas de exponer matanzas. Todo es tan banal y superficial en 12 horas para sobrevivir: el inicio que, a pesar de su tono impostado y solemne, ni siquiera ofende. Tampoco funciona como involuntaria sátira política. Estamos simplemente ante un film aburrido e intrascendente, cuya fórmula de base está agotada o, quizás, nunca utilizada de la manera adecuada. No hay suspenso, terror, acción ni política; solo discursividad vacua y personajes fácilmente olvidables.
EL PROBLEMA DE LA CULPA Sicario: día del soldado es un experimento raro, que intenta ser una continuidad pero también una ruptura respecto a su predecesora, sin llegar a completar el recorrido por ambas vías. Es una secuela pero también un spinoff, y a la vez no termina de ser ninguna de esas cosas. Esa tensión no resuelta se da a partir de la primera decisión importante del film, que es quitar de la ecuación al personaje de Kate Macer (Emily Blunt) –que no solo era la protagonista, sino también el eje moral de la primera película- para centrarse en los personajes de Alejandro (Benicio Del Toro) y Matt Graver (Josh Brolin), los tipos encargados de hacer todo el Mal necesario en pos del Bien requerido. Ese cambio, que podía tener un gran potencial disruptivo –poniendo en foco a tipos convencidos de sus puntos de vista pero a la vez casi amorales en su accionar- queda a mitad de camino. “Esta vez voy a tener que ensuciarme”, le explica Grave a un grupo de autoridades políticas y militares que le piden que haga lo necesario para combatir a los carteles mexicanos, que ya no solo trafican droga por la frontera, sino también personas, algunas de las cuales son terroristas y terminan cometiendo atentados en suelo estadounidense, con lo que han pasado a ser el nuevo Enemigo Número 1. “Sin reglas esta vez”, le dice luego a Alejandro cuando le explica una nueva misión, que consiste en secuestrar a la hija de un jefe narco para agitar una guerra entre carteles. Pero esas frases, que suenan a promesas por parte del relato, pronto se van revelando como engaños o de mínima verdades a medias, porque a medida que pasan los minutos, surgen nuevas normas, imposiciones, reencauzamientos y, principalmente, niveles de culpa, que empantanan la narración. La clave, al igual que en el film anterior, pasa por la culpa: la necesidad de “humanizar” a Alejandro y Graver, de permitirles tener la capacidad de “ensuciarse”, de hacer cosas terribles, pero con la condición de que tengan pruritos morales, ciertos “principios” que los guíen. En eso es fundamental el personaje de la hija del narco, que funciona como una especie de reversión juvenil (y aún más vulnerable) de Macer: es la que queda en el medio del fuego cruzado, sometida no solo a los designios, pretensiones y objetivos de políticos, militares y narcos, sino también del guión de Taylor Sheridan, que la usa como un mero peón mensajístico. Su historia se complementa con la de un joven que se inicia dentro del negocio del narcotráfico y que eventualmente se cruzará con Alejandro, como para delinear de forma tajante (y con bastante trazo grueso) la pérdida de la inocencia que acarrea la acumulación de violencia. Pero tanta moralidad, tantos dilemas, tantas cavilaciones y reflexiones, llevan a Sicario: día del soldado a un terreno paradójico, donde la búsqueda constante y forzada de ambigüedad termina anulando todo elemento ambiguo. Si la película repite defectos de la primera parte y solo se sostiene desde el profesionalismo de la violencia, la puesta en escena del italiano Stefano Sollima jamás se anima a dejar una huella propia, con lo que apenas replica la estética antes desarrollada por Denis Villeneuve. De ahí que Sicario: día del soldado sea una mera copia lavada de su predecesora, sin profundizar en su premisa geopolítica y quedándose en los lugares más cómodos a nivel dramático. Hasta pareciera que lo que verdaderamente le interesa es quejarse de la tibieza de los jefes políticos, que primero les dan a los militares órdenes de ir a fondo, para enseguida arrepentirse y retroceder sobre sus propios pasos. Aunque claro, sin dejar de resaltar lo terrible y traumática que puede ser la violencia en la vida de los jóvenes. Lo que se puede intuir en Sicario: día del soldado es un velado fascismo, con una perspectiva en la que la única respuesta frente al problema del narcotráfico –potenciado por la inmigración ilegal y el terrorismo- pasan por las medidas directas y violentas. Eso, por más que no se esté de acuerdo, no deja de ser válido: al fin y al cabo, hay extensas vertientes del policial, el thriller y la acción que se apoyan en discursos fachos. El inconveniente es el tono solemne y culposo, donde lo que prevalece es el cálculo al extremo. Sicario: día del soldado, aún desde su máscara de oscuridad, jamás se sale del libro y apela a todos los lugares de la corrección política.
LO LÚDICO APENAS INSINUADO Recuerdo que la “mancha” era uno de los juegos preferidos de mi infancia: era extremadamente simple, no requería grandes habilidades (lo cual era una ventaja para mí, extremadamente torpe en lo deportivo como soy) y constituía un momento de diversión que muchas veces sólo dependía de las ganas de los participantes, con lo que podía hacerse eterno sin dejar de ser apasionante. Esos son los principales factores que busca rescatar ¡Te atrapé!, basándose en un artículo periodístico que relata hechos reales: un grupo de amigos que ya son adultos pero que tienen reglas bien establecidas por las que desde hace tres décadas, cada año y durante un mes, abren una nueva temporada del juego, en una competencia que se renueva permanentemente, con estrategias cada vez más insólitas en pos de atrapar a otro participante y sacarse la “mancha” de encima. Los problemas -o más bien las limitaciones- que encuentra la comedia dirigida por Jeff Tomsic pasan esencialmente por cómo quiere construir su discurso, o una suma de discursos, por los cuales pretende reivindicar a lo lúdico como un factor de unión y conservación de la amistad. A pesar de apelar a secuencias donde lo físico toma un indudable protagonismo, lo que termina prevaleciendo es una constante remarcación de la importancia del juego en la vida de los protagonistas -que comprometen lo personal y laboral en pos de aferrarse a las reglas- y cómo cimenta la unión entre ellos a pesar del paso del tiempo y las distancias. Es como si ¡Te atrapé! no terminara de confiar en su relato y en su público potencial, poniendo el mensaje por encima de los personajes y sus potencialidades cómicas. Y si hablamos de los personajes, no podemos dejar de lado el elenco: ¡Te atrapé!, al igual que buena parte de los exponentes más recientes de la comedia estadounidense, posee un reparto sumamente prometedor desde la variedad de talentos. No sólo están Ed Helms, Jake Johnson y Hannibal Buress, sino también Jon Hamm y Jeremy Renner, más los aportes de Isla Fisher, Leslie Bibb y Rashida Jones, pero rara vez esa acumulación de partes suma de la manera adecuada. No es que no haya momentos definitivamente graciosos: la secuencia de presentación de los personajes de Helms y Hamm sabe retratarlos casi a la perfección como seres casi anormales en sus obsesiones, utilizando la fisicidad y lo extravagante como instrumentos narrativos. Pero son chispazos, hallazgos aislados dentro de una película a la que le cuesta generar empatía con lo que está contando, a pesar de estar poniendo en escena temas universales. Ninguno de los protagonistas llega a tener el desarrollo que se merece y casi nunca pasan de ser estereotipos amontonados que se quitan espacio entre sí. Quizás el problema de fondo de ¡Te atrapé! es que, a pesar de ser una comedia, se toma demasiado en serio a sí misma, con lo que frecuentemente cae en un tono aleccionador y redundante. A partir de ahí, de esa seriedad impostada que la atraviesa, es donde pierde en comparación, por ejemplo, con otra comedia reciente como Noche de juegos: la película de John Francis Daley y Jonathan Goldstein apostaba permanentemente al disparate, construía un aprendizaje para los personajes sin pretender enseñarle nada al espectador e incorporaba lo lúdico a la puesta en escena, con un dinamismo constante y una narración que nunca se detenía. En cambio, ¡Te atrapé! se muestra demasiado preocupada por instruir a su audiencia sobre cuán relevante es jugar y conservar las amistades de toda la vida. Pero eso cualquiera lo sabe, porque se aprende desde niño y hasta el más cínico puede recordarlo. No es extraño entonces que sean mucho más interesantes las imágenes reales, que muestran al verdadero grupo de amigos recurriendo a las tretas más extravagantes en pos de pasarle la mancha al rival de turno. La ficción, frente a la realidad, esta vez queda sumida en la intrascendencia.
UN VIAJE EFECTIVO PERO YA VISTO Buena parte del cine hollywoodense (principalmente por el lado de la comedia) focaliza en los jóvenes cerrando la etapa secundaria y preparándose para el salto a la universidad, y en las repercusiones que esos cambios tienen en los padres. Lo que suele cambiar es la perspectiva, el balance y las tonalidades, lo que también implica cierto posicionamiento ideológico. Ahí es donde aparece un film como No me las toquen (otro caso de pésimo título local), que busca encontrar un equilibrio desde un marco narrativo un tanto anárquico, exhibiendo varias contradicciones que no le quitan interés. El debut en la dirección de Kay Cannon (guionista de la trilogía de Ritmo perfecto y de las series New girl y 30 Rock) se centra en un trío de padres (John Cena, Leslie Mann y Ike Barinholtz) que, cuando se enteran que sus hijas hicieron un pacto para perder la virginidad durante la noche de graduación, deciden hacer todo lo posible para impedirlo. Si nos ponemos a pensar mínimamente la premisa, no es muy difícil llegar a la conclusión de que no hay mucha credibilidad y que en verdad suena todo muy arbitrario. Sin embargo, la película no tiene muchos problemas en hacerse cargo de ese componente antojadizo y apenas si se preocupa por establecer el conflicto (de forma bastante inverosímil, por cierto), por lo que le interesa desarrollar es otra cosa. No me las toquen es, en esencia, una road-movie suburbana, una acumulación de situaciones y circunstancias en un tiempo limitado que conducen a un aprendizaje para los protagonistas, y por ahí sobrevuela algo del espíritu caótico pero sensible de Supercool. No es casualidad que Seth Rogen y Evan Goldberg, guionistas de ese film, figuren acá como productores. Durante muchos pasajes, No me las toquen es definitivamente errática, pero en un sentido buscado y pensado previamente, como si su objetivo de fondo no fuera desarrollar un relato coherente o delinear de manera fluida los dilemas de sus personajes, sino permitirles a Cena, Mann y Barinholtz exhibir sus talentos y sus capacidades para interactuar entre sí y con otras figuras (ahí tenemos, por ejemplo, a Hannibal Buress, efectivo pero algo desperdiciado) en pos de generar comedia. En esa aproximación, aún siendo despareja, la película muestra herramientas para construir momentos donde lo escatológico y lo sexual cumplen un papel no solo humorístico sino también liberador, e instancias donde las instituciones parentales quedan en ridículo. La otra vertiente que el film debe resolver cuando llega hacia su cierre es la de los desencuentros entre padres e hijas, y hay que reconocer que, a pesar de eludir cualquier tipo de ruptura discursiva, No me las toquen va hilvanando secuencias sutiles y sinceras que brindan coherencia a esa ineludible reconstrucción de las relaciones afectivas. No hay bajadas de línea explícitas, sino diálogos honestos y hasta miradas que lo dicen todo sin necesidad de palabras. Se podría hablar de conservadurismo, pero no dejaría de ser una conclusión facilista y pretenciosa, porque la película prácticamente desde el inicio se planta en un lugar donde nunca busca romper con los esquemas. Aún así, No me las toquen no deja de exhibir carencias que provienen de la falta de riesgos formales y estéticos. La narración caótica reproduce un molde ya conocido y no deja de ser un refugio seguro que garantiza una mínima efectividad pero llevan al film a un camino de paradójica linealidad. Al fin y al cabo, las lecciones aprendidas son las mismas de siempre y el discurso varía poco y nada. Para los nombres involucrados, No me las toquen termina siendo una comedia demasiado chiquita.
SONORIDADES Hay documentales que transitan por caminos previsibles y que encuentran sus mayores hallazgos a partir de rasgos formales que por ahí no son totalmente decisivos, pero cuya especificidad alimentan las estructuras mayores. Es el caso de Ábalos, una historia de 5 hermanos, donde lo que se escucha es lo más interesante aunque no siempre sea el centro de su relato. El film, co-dirigido por Josefina Zavalía Ábalos y Pablo Noé, aborda la historia de Los Hermanos Ábalos, que desde los años cuarenta hasta finales del Siglo XX desarrollaron una prolífica carrera en el folklore argentino, distinguiéndose con un estilo único y hasta inimitable. Sin embargo, ahora solo queda uno de ellos, Vitillo, quien emprende una particular misión: rescatar del olvido el variado repertorio del grupo. Para eso, contará con la ayuda de Juan, su sobrino-nieto, un guitarrista de rock que le propone grabar un disco en el que participan diversas figuras musicales. La película busca ser un seguimiento documental de todo el proceso artístico, pero también pretende ser un relato sobre la memoria, los rescates de obras que parecen perdidas, los vínculos familiares revitalizados y la melancolía por quienes ya no están, y a pesar de que transita todas estas tonalidades con corrección, no llega a explotarlas por completo, por más que le saca mucho jugo a Vitillo, un personaje tan carismático como honesto en sus conductas. Pero donde Ábalos, una historia de 5 hermanos cobra mayor vitalidad y potencia es cuando se permite ser prácticamente un musical, con las canciones de Los Hermanos Ábalos como vehículo sonoro, plegándose sin obstáculos con las imágenes. De hecho, Ábalos, una historia de 5 hermanos se ve normal y su historia –aún con sus variables ciertamente emotivas- no sale de lo normativo y previsible, pero suena muy bien. La sonoridad del film es distintiva y es la que salva algunos pozos narrativos, abriendo las puertas a un mundo que para muchos espectadores suele ser ajeno. El cine es principalmente imagen y movimiento, pero también sonido, y la música de los Ábalos demuestra tener plena carnadura cinematográfica.
EXCESO DE IMPERSONALIDAD A esta altura, la saga de Ocean´s ya es una clara paradoja: por un lado es puro artificio, con sus personajes entre glamorosos, distantes y despreocupados, y sus robos estrafalarios; pero por otro es realista al extremo, en el sentido de que nunca ofrece más de lo que promete y se sostiene en un pacto implícito con un espectador que acepta espiar una fiesta ajena, de la que a lo sumo participa mínimamente desde la mirada. Ocean´s 8: las estafadoras pretende ser un nuevo capítulo inofensivo, que profundiza el sinsentido de la franquicia y hasta muestra sus pocos recursos agotados. En cierto modo, lo que vemos es más una remake más pequeña y concentrada del film del 2001 que una reversión en clave femenina. Esta vez es Debbie Ocean (Sandra Bullock), la hermana de Danny, quien sale de la cárcel buscando revancha contra el hombre que la hizo caer en prisión y de paso llevarse una montaña de dinero por métodos ilegales: ahora el blanco es un legendario collar de diamantes de la casa Cartier, al que buscará robar durante la Gala Met junto a un pequeño y selecto grupo de criminales. Lo que vemos es previsible: la protagonista retornando a lo que mejor sabe hacer; el reclutamiento de las personalidades, dejando de lado a los hombres porque “siempre se hace notar”; la revelación del improbable objetivo y el armado del plan; un par de obstáculos y contingencias de último momento; y la concreción del golpe perfecto a pesar de que cuando nos lo ponemos a pensar no era tan perfecto. Hay una sensación continua a lo largo del metraje de que estamos ante la hermana menor de la franquicia –por más que las intenciones de realizar más entregas esté a la vista ya en el número del título-, pero hay que reconocer que el film es honesto al respecto. El problema es que quizás Ocean´s 8: las estafadoras es demasiado honesta, o que solamente tiene para brindar sinceridad. La pose cool de todas las figuras involucradas (Cate Blanchett, Sarah Paulson, Rihanna, Anne Hathaway, Mindy Kaling, Helena Bonham Carter y unas cuantas más, todas haciendo versiones apenas distintas de sí mismas) ya directamente lleva a un desapasionamiento en las actuaciones, lo cual se traslada a la estructura narrativa y la puesta en escena. En el film falta hasta cierto placer por el acto criminal (algo fundamental en la seducción de estos relatos), las dinámicas grupales son muy limitadas (los personajes son totalmente superficiales y prácticamente no generan empatía), el villano que encarna Richard Armitage es irrelevante y la tensión (aún en toda la secuencia del robo) es casi nula. Ni siquiera adquiere carnadura la veta melancólica que era saludablemente palpable en Ocean´s 13, la anterior entrega de la saga. Esto podía ser esperable e incluso previsible, pero me permito decir que no deja de generarme decepción por el realizador involucrado detrás de cámara: Gary Ross escribió grandes películas como Quisiera ser grande y Presidente por un día, pero también venía de dirigir la notable Alma de héroes, la sólida Los Juegos del Hambre y la interesante El valiente, pero acá se muestra excesivamente servicial a los egos involucrados, sin aportar su personalidad como cineasta y abordando la comedia en piloto automático. El resultado es lógico: Ocean´s 8: las estafadoras es un film intrascendente, cansino en su andar y definitivamente repetitivo, donde todos los guiños y chistes lucen agotados al instante, aunque no llegue a los niveles desastrosos de Ocean´s 12. Steven Soderbergh, realizador de la trilogía previa y productor de este film, tuvo que alejarse de la saga para construir una película de robos con personalidad y sensibilidad como La estafa de los Logan. Quizás Ross deba hacer lo mismo.
LO ROMÁNTICO COMO ALGO ADMINISTRATIVO Podemos convenir que Amor de medianoche –remake hollywoodense de un film japonés del 2006- está lejos de la indignación que genera una película Todo, todo, que no solo exhibía una pobreza narrativa y estética apabullante, sino que también tenía un par de decisiones hacia el final que eran el colmo de la manipulación. Sin embargo, también está lejos de ser un film mínimamente decente, básicamente porque nunca termina de creer en lo que está contando. Es cierto que la premisa que narra el film pone a prueba la credibilidad, pero también que sus componentes trágicos poseen aristas potencialmente atractivas: está Katie (la bonita pero algo inexpresiva Bella Thorne), una chica que sufre una rara condición médica que impide estar al sol, que comienza un romance con Charlie (Patrick Schwarzenegger, hijo del gran Arnold, tan de madera terciada que da ternura), un típico muchacho popular, deportista y bien parecido, pero también sensible y con algo de tristeza por ciertas cuestiones que no han salido del todo bien en su vida. Alrededor de esta pareja también orbitan Jack (Rob Riggle, que hace lo que puede y se le agradece), el padre de Katie, que hace todo lo que puede por su hija y hasta algo más; Morgan (Quinn Shepard, lo mejor del film), la amiga de toda la vida; y las canciones que compone y toca Katie, que según la película son buenísimas, aunque suenen igual a muchos temas trillados que se han escuchado una multitud de veces. Todo es muy rutinario en Amor de medianoche y no se sale en lo más mínimo de lo que podía esperarse a priori: la bondad de la protagonista, el cariño incondicional de sus seres queridos, su timidez innata cuando inicia el vínculo con su amado, el enamoramiento súbito del joven, la inexplicable necesidad de ella de no contarle nada de su enfermedad, el giro fatal de la última media hora y el final donde todo está todo mal pero en el fondo sabemos que todo va a estar bien. Y eso en un punto guarda algo de lógica, porque así se construyen buena parte de estas historias románticas donde el amor dura poco pero se recuerda para toda la vida. El problema es que el relato nunca parece preocuparse por ir a fondo y con pasión con su propuesta para que todo lo que se ve sea medianamente creíble. Solo pareciera ocuparse de construir con algo de coherencia la trama, hacerle jugar a cada uno de los personajes su papel en la historia, aplicar las vueltas de tuerca requeridas y redondear un producto inofensivo. Toda la puesta en escena de Scott Speer, más administrativa que cinematográfica, está destinada a un público que ya debería estar conmovido de antemano, listo para llorar y con el dinero para comprar la banda sonora, y eso se nota hasta en la duración del film, que cumple con los noventa minutos casi reglamentariamente. La película tiene un par de golpes bajos, pero como se ven venir a la distancia y son aplicados rápidamente, ni siquiera ofenden, lo cual puede ser una ventaja aunque va de la mano de la intrascendencia. Amor de medianoche amaga con querer ser una gran historia de amor, pero luego decide eludir todos los riesgos posibles, ser el producto teen de la semana y delinearse como un exponente más de un género que últimamente viene bastante maltratado.