IRREALES Al igual que Steven Spielberg con Puente de espías y El buen amigo gigante, Robert Zemeckis, con En la cuerda floja y Aliados, parece estar un poco a contramano del cine actual. En el caso del segundo, la interrogación sobre las superficies y construcciones genéricas, sobre la imagen como herramienta de impacto, siempre a través de la tecnología, lo ha colocado en un lugar problemático, difícil de dilucidar. ¿Cómo confluye su uso de los nuevos dispositivos tecnológicos en su diálogo con las convenciones propias del cine clásico hollywoodense? Aliados no termina de dar una respuesta definitiva y es, incluso, la película más desconcertante del realizador en los últimos años. En verdad, Aliados es dos películas dentro de una y a partir de allí comienzan sus movimientos desconcertantes: durante su primera mitad, se centra en Max Vatan (Brad Pitt), un oficial de inteligencia canadiense que debe realizar una peligrosa misión en Marruecos con la ayuda de Marianne Beauséjour (Marion Cotillard), una integrante de la Resistencia francesa. Allí el film apuesta a la sensación de peligro permanente, de constante amenaza frente a lo que se intuye como una tarea casi imposible de concretar por los desafíos que implica, pero también a un creciente romanticismo, a partir del vínculo amoroso que va creciendo entre ambos protagonistas. La segunda mitad transcurre en Londres, con Marianne y Max ya casados y con una hija recién nacida, viviendo felices hasta que a Max le comunican que su esposa posiblemente sea una espía alemana, a la que deberá ejecutar si se comprueban las sospechas. Ahí el tono cambia y Zemeckis apunta a brindarle al relato un clima paranoico y sombrío, donde la perspectiva es casi enteramente masculina, siendo Max el que lleva adelante el conflicto. Si los personajes de Aliados parecen estar todo el tiempo a prueba, buscando vencer sus propios miedos, desconfianzas y paranoias, Zemeckis, a través del guión de Steven Knight (el mismo de Promesas del Este), testea más que nada al espectador, cambiando de reglas genéricas, invocando casi explícitamente el espíritu de films como Casablanca, Lawrence de Arabia o El paciente inglés, y claro, recurriendo a la imagen como instrumento narrativo. Por momentos, determinados planos y encuadres dicen mucho más que los protagonistas, a pesar de la abundancia de diálogos. Y es ahí donde surge lo mejor de la película, porque germina de la innegable pericia del cineasta: el plano inicial, donde se ve a Max aterrizando en paracaídas en medio del desierto; la caída en picada de un avión durante un bombardeo a Londres; o una secuencia decisiva en un aeropuerto donde todos los acontecimientos se observan desde el interior de un auto; todas ellas son secuencias que muestran a un realizador con una capacidad notable para narrar desde la más pura composición audiovisual, diciendo mucho sobre las interacciones de superficies y profundidades en los discursos y hechos. Pero claro, Aliados es también un film de diálogos, de idas y vueltas en el medio de una trama de espionaje, de un vínculo amoroso puesto a prueba, de incluso una reflexividad sobre la forma en que el hombre y la mujer de esa época se construyen a sí mismos y al otro. Ahí es donde la película falla, donde se revela como un vehículo de imágenes sumamente atractivas, incluso icónicas, pero también como una cáscara vacía, donde los dilemas de los personajes no terminan de generar la empatía requerida. El film está atravesado por una permanente sensación de artificio, como si fuera un objeto lejano, perfectamente compuesto pero eventualmente irreal. En eso también inciden las actuaciones, porque si Cotillard encuentra un tono sobrio y relajado para un personaje que queda algo desdibujado, la sobreactuación de Pitt queda aún más exacerbada por la centralidad del personaje que encarna. A Zemeckis es imposible negarle su ambición, su voluntad para rescatar y repensar formas narrativas clásicas desde la contemporaneidad, buscando fusionar tiempos y modalidades, para así concebir un relato más grande que la vida. Algo de eso se intuye en Aliados, pero mayormente sólo queda por Casablanca. El realizador sigue buscando su propio rumbo y teniendo en cuenta sus antecedentes, e incluso lo que hoy mismo sigue demostrando, vale la pena tenerle paciencia.
LOS BIENINTENCIONADOS Varias sensaciones se imponen a lo largo del visionado de Belleza inesperada. La primera es que todo es un disparate muy poco serio, a pesar de pretender serlo. La segunda es que el film parece una versión dramática de La gran estafa: si en aquella saga de robos y comedia todos las estrellas parecían pasarlo bomba pero no el espectador, acá todas las figuras -que son unas cuantas- dan la impresión de estar re convencidos e involucrados, poniéndole toda la garra al asunto, aunque eso jamás se transmite al público. La tercera es que llamativamente, por esos milagros del cine y la vida, no termina de enojar, a pesar de ciertos gestos, acciones y giros que rozan lo indignante. Ya el argumento de Belleza inesperada convoca al escepticismo: un exitoso publicitario (Will Smith) que luego de perder a su hija se encuentra totalmente abstraído en sí mismo. Mientras sus amigos y compañeros de trabajo tratan de recuperarlo, él busca respuestas en el universo escribiéndole cartas a esas abstracciones llamadas Amor, Tiempo y Muerte, hasta que empieza a recibir respuestas, literales respuestas por parte de estas entidades encarnadas en personas. En este relato y su premisa ya se perciben posibles tensiones, una batalla de voluntades entre ese protagonista/estrella que es Smith y el director David Frankel (que llegó un poco de apuro al proyecto, reemplazando al realizador original, Alfonso Gómez-Rejón). Si el primero viene protagonizando films que son de diferentes formas concursos de manipulaciones y que testean la tolerancia del espectador con narraciones donde la prioridad muchas veces es el mensaje, como La verdad oculta, Después de la Tierra, Siete almas, Soy leyenda y En busca de la felicidad; el segundo se ha centrado en la mayoría de sus films -como El diablo viste a la moda, Marley y yo y El gran año– en las intersecciones entre el universo laboral y el personal. Sin embargo, el duelo termina siendo ganado claramente por Smith: lo que tenemos ante nuestros ojos es un film que fuerza su propio verosímil en pos de su discurso. La verdad es que Belleza inesperada es una película que batalla (y duro) por ser un drama que permanezca en la memoria del espectador: desde la construcción de diálogos hasta el diseño de situaciones, pasando por el tono de las actuaciones, todo en el film delata sus intenciones de bajar línea sobre una concepción del mundo en la que se admita la presencia de fuerzas cuasi metafísicas que nos marcan como personas. El problema es que el relato, a pesar de presentar personajes con numerosos problemas personales, dudas y conflictos, se muestra demasiado seguro de sí mismo, tan explícito en su mensajismo, que se vuelve torpe y previsible. De ahí que para la puesta en escena sea imposible sostener la credibilidad de su planteo narrativo y ciertos giros -especialmente el referido al personaje de Naomie Harris- que se ven venir a kilómetros, con lo que no tienen impacto alguno en el espectador. Todo es poco serio a pesar de su pretenciosidad, demasiado estirado o mal contado (a pesar de sus escasos 97 minutos) y demanda una excesiva credibilidad por parte del público potencial. No deja de ser llamativo que Belleza inesperada finalmente no termine siendo un producto particularmente irritante, teniendo en cuenta que incurre en un par de decisiones éticas y morales para con los personajes que son directamente tétricas. Quizás en esto ayuden las actuaciones de un reparto donde no sólo están Smith y Harris, sino también Edward Norton, Kate Winslet, Michael Peña, Keira Knightley y Helen Mirren: todos ponen una energía distintiva, lucen recontra convencidos de lo que están haciendo, incluso desde una pose relajada (eso se nota más en Mirren, que es la única que da la impresión de intuir la poca seriedad de todo el asunto). Todos se revelan como gente muy bienintencionada, con muchas ganas de transmitirnos esperanza y fe en el mundo a pesar de todas las calamidades que nos rodean. Y bueno, para qué gastar energía en enojarse con esta buena gente…
LA FE FRENTE AL HORROR Cuando parecía que su figura (y su carrera) estaba condenada luego de algunos fracasos comerciales y unos cuantos desplantes de tipo personal que afectaron su imagen pública, Mel Gibson concreta un retorno estupendo con Hasta el último hombre. Y encima lo hace sin dejar de ser él mismo, sin renunciar a sus principios como persona y como cineasta, solo puliéndolos de la forma precisa para delinear un relato donde lo esquemático se da la mano con lo universal. Gibson encuentra en los hechos reales protagonizados por Desmond Doss –un soldado que era objetor de consciencia y que en la Segunda Guerra Mundial, durante la Batalla de Okinawa, se negó a matar gente y se desempeñó como médico, rescatando y salvando a por lo menos 75 compañeros, sin disparar un solo tiro- la historia justa para transmitir su ideología, pero también los tonos, formas y modalidades para impactar de la manera adecuada. Es innegable que la enorme mayoría de la filmografía de Gibson como actor está ligada a la violencia física, pero también a otras formas de violencia indirectas o subterráneas, vinculadas a lo psicológico, familiar o cultural, que incluso terminan afectando lo físico, como en La doble vida de Walter. Pero en su carrera como director –con la posible excepción de su ópera prima, El hombre sin rostro- se agrega lo religioso como factor determinante, con la fe como elemento constitutivo de los personajes y los hechos que protagonizan. En eso, La pasión de Cristo es su película no solo más popular y emblemática, sino más representativa, un resumen de todo lo que piensa pero también de cierta prepotencia que estaba atravesando en su estrellato y de una concepción del cine que no admite sutilezas. Y si Apocalypto lograba sus mejores momentos cuando dejaba un poco de lado la bajada de línea ideológica y se zambullía sin vueltas en la aventura, Hasta el último hombre encuentra ese lugar óptimo y verdaderamente relevante dentro del campo cinematográfico, donde primero está lo que se narra y los personajes que llevan adelante la historia, y después está el mensaje. Su más reciente película es potente, no prepotente. No necesita imponer su visión del mundo, por más que no sea precisamente sutil. En el impacto definitivamente universal de Hasta el último hombre hay un par de decisiones de lógica pura pero también de enorme inteligencia por parte de Gibson. La primera es la de poder ver los rasgos prácticamente increíbles, incluso hasta inverosímiles de la historia de Doss, que desafían cualquier mirada práctica, y hacerlos suyos, llevándolos a confluir con su estética cinematográfica, casi grasa y absolutamente salvaje en su despliegue de violencia sanguinaria, estereotipos, lenguaje soez e iconicidad sin ambigüedades. La segunda, derivada de la primera, es ir haciendo transitar al relato por una multiplicidad de géneros: si el film arranca siendo un drama familiar, con la figura de ese violento padre que encarna Hugo Weaving como eje de referencia y conflicto; luego deriva en una comedia romántica a partir de que Doss conoce al amor de su vida; lo cómico continúa con el entrenamiento militar, con la presencia fundamental del sargento interpretado por Vince Vaughn (recuperando lo mejor de su talento, con líneas chispeantes a mil por hora); hay una breve parada dentro del subgénero judicial, a partir de la negativa de Doss de portar un arma y el juzgamiento por parte del Ejército; y luego está la zambullida final en el territorio bélico. Allí, a la hora de adentrarse en la Batalla de Okinawa, con la Escarpa de Maeda (conocida también como Hacksaw Ridge) como punto de quiebre de la contienda, es donde Gibson realiza la operación genérica más interesante de todas: toda la segunda mitad del metraje, desde la anticipación de lo que viene –con el desfile de cadáveres de compatriotas que observan los soldados recién llegados al campo de batalla-, el trabajo con el fuera de campo –con los japoneses como entidades casi invisibles pero palpables incluso desde lo que se cuenta de ellos-, la composición de planos, la utilización del sonido y la exposición de la violencia, convoca definitivamente al terror. En Hasta el último hombre, la guerra es esencialmente miedo, temor, horror, por lo que se ve, por lo que puede suceder, por lo que se intuye, por la permanente sensación de que cada paso dado puede ser el último, de que el enemigo está al acecho y no va a tener piedad. En cierto modo, Hasta el último hombre va hilvanando un procedimiento narrativo similar al que hacía ese clásico llamado El exorcista: la construcción progresiva de los acontecimientos y sus protagonistas es la que va generando una indudable empatía con el espectador. Frente a ese horror tangible y a la vez abismal, la única respuesta parece ser la coherencia y el profesionalismo que va de la mano de la fe. Frente a la violencia extrema, la respuesta que encuentra Doss, aferrándose a sus convicciones religiosas, negándose a tomar ese instrumento del mal que puede ser un fusil y eligiendo salvar a sus compañeros (e incluso a sus enemigos) utilizando solo sus conocimientos, termina siendo hasta perfectamente lógica, incuestionable. Los villanos no terminan siendo los japoneses (son apenas meros antagonistas circunstanciales) sino la forma en que la guerra lleva a que los individuos abandonen su propia humanidad. Cuando llega el clímax, la hazaña extrema de Doss que le permitió salvar a decenas de hombres, conmueve irremediablemente y a la vez pone en el foco el raciocinio perverso de la guerra, por el cual sobrevivir, salvar o ser salvado constituye la excepción en vez de la regla, porque todo está dado para que se imponga la muerte. Gibson ya a esa altura hizo todo el trabajo que correspondía, pero también Andrew Garfield, quien con su apabullante sinceridad interpretativa lleva a su personaje por toda clase de climas, tonos y circunstancias con una fluidez impactante, reflejando a la perfección el camino de ese héroe sin capa. Por eso Hasta el último hombre es una película de ideología explícita y convencida de sí misma, lo cual no la lleva a ser sectaria sino universal, aún en sus simbolismos y metáforas visuales manifiestamente asociados a la cristiandad. Es un film sobre la fe de un hombre moviendo montañas, proveniente de un cineasta sacudiendo al cine con su fe.
PROBLEMAS CON EL GPS ¿Vieron cuando se va con el auto por la ruta, se toma un camino no programado y enseguida se escucha la ibérica voz del aparato diciendo “recalculando”? Bueno, viendo Pasajeros, se podría escuchar perfectamente de fondo la misma voz y la misma palabra. Raro teniendo en cuenta el tiempo de concepción del proyecto, pero lógico si se toma en consideración las idas y vueltas que lo afectaron. La historia de Pasajeros y la película que terminó siendo es cuando menos particular: inicialmente fue concebido como un film pequeño, de corte casi independiente, en una compañía propiedad de Keanu Reeves, quien iba a ser el protagonista junto a Rachel McAdams. También estuvo bajo el ala de Universal y luego de The Weinstein Company, atrayendo a estrellas como Reese Witherspoon y Emily Blunt, y realizadores como Gabriele Muccino, Marc Forster y Brian Kirk. Finalmente, terminó recalando en Sony, que redobló la apuesta, rediseñando todo en función de llevar a cabo un gran tanque, contratando a dos de los actores “del momento”, como son Jennifer Lawrence y Chris Pratt, y al director Morten Tyldum (el mismo de El código Enigma y Cacería implacable), para este relato futurista sobre una nave espacial que se dirige a una distante colonia pero que sufre una serie de desperfectos, con lo que dos de sus pasajeros se despiertan noventa años antes de llegar al destino. A Pasajeros se le notan sus ganas de ser un gran espectáculo, incluso un espectáculo inolvidable, capaz de recuperar esa impronta típica del cine clásico que le permitía sostenerse sobre historias inolvidables y protagonizadas por figuras cinematográficas más grandes que la vida. Es decir, el espíritu que cimentó films como Casablanca o Lo que el viento se llevó, en combinación con la excelencia técnica de películas como 2001: odisea del espacio. Pero esa meta no es simple de lograr: desde diferentes lugares, films como Titanic o Gravedad supieron lograrlo pero porque atrás había realizadores como James Cameron y Alfonso Cuarón, con visiones propias, tanto estéticas como narrativas, que lucharon contra viento y marea para concretarlas, innovando incluso desde lo formal. No es el caso de Pasajeros, porque detrás de cámara hay un director como Tyldum, un mero artesano eficiente pero sin personalidad, que jamás consigue imprimirle un sello propio a lo que está contando. En verdad, Pasajeros es un film de ejecutivos de estudio, tratando de diseñar un producto que atraiga a la mayor cantidad de público posible y apretando los que creen que son los botones correctos para enderezar el rumbo de acuerdo a cómo va el viaje narrativo, estético, espiritual y simbólico del film. Por eso todo arranca como un drama existencial, con el personaje de Pratt tratando de habituarse -infructuosamente- a la soledad absoluta en la nave, luego deriva -a partir de la aparición del personaje de Lawrence- en una especie de comedia romántica, para continuar como un drama donde lo romántico se entremezcla con lo moral y finalizar como un típico film de aventuras espacial, repleto de efectos especiales. No está mal de por sí esta mezcolanza -a su modo, no deja de ser arriesgada-, pero lo cierto es que el film nunca se apropia de los géneros que transita, avanzando de forma errática, quedándose a mitad de camino casi siempre y sólo logrando algunos momentos óptimos muy aislados entre sí. En el medio, Pratt y Lawrence hacen lo que pueden y nunca terminan de concretar esa química indispensable para llevar adelante la trama. Ya habíamos dicho que uno de los referentes de Pasajeros es 2001: odisea del espacio y la verdad es que las conexiones con el film de Kubrick van más allá de las cuestiones técnicas, porque en ambas películas los personajes más atractivos no son los humanos sino las máquinas. En 2001 lo era la computadora Hal, en el film de Tyldum lo son el barman robot que interpreta Michael Sheen y la propia nave que alberga a los protagonistas: ambos son sinceros y coherentes en sus conductas, en su permanente búsqueda por complacer los deseos de los pasajeros. Y también torpes, porque siempre quedan a contramano y sus respuestas automatizadas nunca son las que se necesitan. Son, a su modo, representaciones cabales de la película en su conjunto: Pasajeros es un producto con múltiples respuestas programadas, pero muy pocas de ellas son las correctas. En ese viaje espacial rumbo a lo que podía ser un gran film hubo una serie de desperfectos y sólo terminó llegando una película tan pulcra como intrascendente.
EN UN TRANQUILO PUEBLO DANÉS Sin contribuir demasiado al género de zombies, Ellos te están esperando –que es oficialmente el primer film de su tipo hecho en Dinamarca- no deja de ser una película atractiva, por la forma en que aporta ciertos tonos y temáticas propias de su país a un molde ya largamente transitado y explotado. No deja de ser un tanto llamativo cómo la ópera prima de Bo Mikkelsen encuentra en sus mayores virtudes buena parte de sus límites. Hay una marcada apuesta por la sobriedad durante buena parte del relato, centrado en una típica familia burguesa que vive en un igualmente apacible pueblo danés llamado Sorgenfri (de ahí el título original, aunque el internacional es What we become), donde no parece suceder nada relevante, hasta que toda la zona es puesta en cuarentena por el gobierno luego de un brote viral que lleva a que la gente adquiera comportamientos un tanto…canibalescos. El realizador va dosificando la información y posa su mayor interés en los pequeños conflictos de los personajes: el hijo mayor adolescente atraído por la joven vecina recién llegada al barrio; la hermanita menor que de a poco está descubriendo cuán grande (y aterrador) es el mundo; y el matrimonio preocupado por balancear apropiadamente las responsabilidades a la hora de criar a sus hijos, cuidando que se salgan de cauce. Todo es un drama familiar de tono moderado y pausado, inserto en espacios sobrios, donde predomina el blanco y los bosques –con todo lo salvaje que expresan- rodean (o más bien acechan) a los civilizados hogares. Cuando se desata la epidemia, el foco pasa a estar en el contraste entre el adentro hogareño, donde escasea la noción de lo que está sucediendo realmente, y ese afuera hostil donde están pasando las cosas y que eventualmente irrumpirá en el interior. Ese cuidado por no desbordarse, por ir construyendo pausadamente las acciones y enhebrar los conflictos rumbo al estallido final, le da al film un innegable equilibrio y fluidez narrativo, pero también le quita impacto a los giros de los últimos minutos. Lo familiar y el relato de crecimiento se fusionan sin problemas con el horror, el suspenso y la sangre, pero los personajes no cautivan mucho y cuesta generar un vínculo empático. Tan previsible como correcta en su transitar –incluso en su oscuro cierre-, Ellos te están esperando es una película que va a lo seguro, mostrando a su director como un sólido narrador pero sin –al menos por ahora- una gran capacidad innovadora.
LA REMARCACIÓN PERMANENTE Hay una escena al comienzo de Intruso que transcurre en un pasillo de un edificio. Es una secuencia donde se insinúa algo del argumento central –una joven y bella chelista que sufre en su propio departamento el acoso de un psicópata- pero donde en verdad no pasa nada relevante. Sin embargo, la banda sonora se encarga de remarcar profusamente que algo atemorizante, incluso aterrador está aconteciendo, queriendo transmitirle inquietud al espectador cuando en verdad no posee elementos como para que eso efectivamente suceda. La premisa de Intruso tenía un potencial atractivo, a partir de la economía de recursos que preanunciaba: un único escenario principal, apenas dos protagonistas –uno de los cuales permanece casi todo el metraje en el anonimato-, un entorno opresivo y climas asfixiantes. Pero el director y guionista Travis Zariwny desperdicia todas las oportunidades a su disposición, con un nivel de inoperancia que hasta hace pensar que malogró todo a propósito. Quiere expandir la trama, introduciendo otros personajes que nada aportan al relato, da una cantidad de idas y vueltas totalmente inverosímiles, les quita sentido a las acciones a partir de redundantes repeticiones, remarca cada pasaje con la música –que es verdad malísima- y entrega diálogos realmente increíbles. Para colmo, los actores lucen totalmente perdidos y caen en todos los tics posibles de una mala performance. Vale una pequeña comparación entre Intruso y Los extraños, aquel excelente film de Bryan Bertino con Liv Tyler y Scott Speedman. Ambas películas ponían el foco en el silencioso pero progresivo acoso hacia personas indefensas, pero mientras Bertino aplicaba cabalmente unas cuantas lecciones del cine de terror de los setenta y ochenta, trabajando con sapiencia el fuera de campo y dosificando hábilmente la información que poseía el espectador; Zariwny pareciera no haber visto nada de cine de terror, no conocer las reglas genéricas y ser un total amateur. Pero si el nivel de torpeza exhibido por Zariwny es llamativo y los resultados son indefendibles bajo todo punto de vista, el cierre es para alquiler balcones: un nivel de arbitrariedad total, con una pretendida astucia que no es tal, porque el giro del final se ve venir a kilómetros. Intruso es una película fuera de toda variable cinematográfica, que no llega a indignar pero es una total pérdida de tiempo. Hasta la breve aparición de Moby es paupérrima.
CINE CON MANUAL DE INSTRUCCIONES El cine de Christopher Nolan empezó a tener descendencia en su peor vertiente y ahí tenemos el consenso que consiguió obtener Denis Villenueve, no sólo a partir del suceso de Incendies, sino principalmente con los éxitos de El hombre duplicado, La sospecha y Sicario. En todos los casos, estamos hablando de films con trabajos formales muy detallados y distintivos, que los dotan de pátinas de prestigio que ocultan sus notables carencias narrativas. Son películas supuestamente complejas, “importantes”, pero que en verdad se la pasan explicándose a sí mismas -no sea cosa de confiar en el espectador- y están revestidas de mantos ideológicos entre facilistas y conservadores. La llegada significa su abordaje de la ciencia ficción, en una operación de burocratización genérica. Es que en verdad, La llegada se va delineando como una especie de thriller diplomático, aunque convengamos que con escasas dosis de suspenso. Todo inicia con el arribo de una docena de naves alienígenas a distintos puntos de la Tierra. A la lingüista Louise Banks (Amy Adams) la llevan para entablar contacto con los extraterrestres que llegaron a territorio estadounidense, en una labor conjunta con un físico (Jeremy Renner) y un general del Ejército (Forest Whitaker). El problema es que hay otros once países realizando sus propios contactos y negociaciones, con lo que hay una docena de agendas diferentes. Todo gira alrededor del lenguaje, de las posibles interpretaciones para cada gesto, símbolo o palabra, con lo que cada paso puede ser decisivo e incluso el último, ya que todos los involucrados (incluidos los visitantes del espacio exterior) son principiantes en el asunto, mientras el planeta está al borde del caos absoluto. Si dejáramos de lado ciertas inverosimilitudes -¿por qué dentro del equipo de expertos no hay nadie con experiencia en diplomacia?-, La llegada podría haber sido un film realmente atractivo en su foco sobre el choque entre culturas totalmente distintas, con todas las implicancias políticas que podría tener. Pero para que la metáfora política y los dilemas éticos y morales adquieran relevancia, se necesita una dosis de incertidumbre que vaya más allá del enigma central -cuáles son las verdaderas intenciones de los alienígenas- y eso nunca termina de surgir, básicamente porque el film no deja nada sin explicar. En esto, el personaje de Whitaker es ejemplar: está supuestamente como representante y enlace con las autoridades políticas, con lo que siempre está exigiéndole a Banks que explique todas sus acciones, pero pronto queda claro que su deber enunciativo es simplificar todo para el espectador. Cuando pasa algo que puede ser difícil de entender, ahí aparece el personaje de Whitaker para demandar una explicación, que será brindada muy didácticamente por Banks. Detrás de todas sus idas y vueltas temporales, de sus jueguitos con el montaje y el despliegue de teorías científicas un poquito alejadas del conocimiento general, el film de Villeneuve se revela como temeroso de ser realmente complejo, de proponerle al espectador una verdadera aventura marcada por el descubrimiento y la maravilla. A pesar de que lo insinúa desde el primer minuto, la pretenciosidad con que transita su trama le impide a Villeneuve hacerse cargo de lo que realmente quiere contar en La llegada, que es un drama materno-filial atravesado por las nociones de la pérdida y la consciencia del paso del tiempo. Todo eso queda sobrepasado y hundido por las conversaciones lingüísticas y una permanente explicitación de cada una de las acciones y los sentimientos que surcan a la protagonista y quienes la rodean. Algo similar a lo sucedido en El origen, donde el drama romántico quedaba relegado por las teorizaciones sobre los sueños. La pasión queda anulada por la disquisición, de la mano de una puesta en escena que sólo cuenta con la belleza visual y sonora -otra vez la banda sonora de Jóhann Jóhannsson, aunque esta vez demasiado explícita- para disfrazar su alarmante estatismo: La llegada es una película casi sin movimiento -materialidad esencial en el cine- y que tiene a la palabra como única herramienta más allá de su obvio esteticismo. Lo peor de La llegada sin embargo está en sus minutos finales, donde se produce “la gran revelación” que se viene aguardando desde el principio: si ya las explicaciones eran sobreabundantes, para arribar a un cierre el film va esclareciendo cada uno de sus pasos, explicitando todo mediante diálogos de una obviedad apabullante y que encima atentan contra su propia verosimilitud. Todo lo que sucede, todo lo que se siente, está clarificado y enunciado a través de la palabra. La llegada no sólo nos dice qué pasa, sino también cómo nos debemos sentir frente a eso que pasa. Como un manual de instrucciones cinematográfico, pero eso sí, súper trascendente.
NO HAY PEOR HORROR QUE EL VACIO Pareciera que Tom Ford, quien primero saltó a la fama a partir de su labor en el campo de la moda, quisiera poner en crisis ese lenguaje a partir de su transposición al ámbito cinematográfico. Primero con Solo un hombre y ahora con Animales nocturnos, el realizador construye films donde las superficies y apariencias son expuestas en sus fragilidades, aunque en verdad su apuesta va más lejos: hay varios lenguajes y géneros en pugna, en un rompecabezas narrativo que habilita la fragmentación estética. Ya desde su mismo inicio, Animales nocturnos se propone incomodar, a partir de la exhibición de cuerpos obesos desnudos, cavilando incluso sobre la provocación a partir del malestar. La película exhibe de forma crítica la pose supuestamente desafiante de ciertas clases altas (tan formadas artística y culturalmente) a la hora de mirar el mundo, en una meta reflexión al cuadrado. Pero a Ford no sólo le interesa el paisaje burgués de Nueva York y Los Angeles, y por eso, basándose en la novela de Austin Wright, hace foco en Susan Morrow (perfecta Amy Adams), dueña de una galería de arte con su vida personal y laboral en crisis, que recibe una novela, a punto de publicarse, escrita por el que fue su primer marido (Jake Gyllenhaal), con quien no terminó precisamente de la mejor manera. El relato que va leyendo es un policial situado en el oeste de Texas, una de esas narraciones ásperas y violentas donde la venganza y la justicia por mano propia son los ejes conductores, y cuyo protagonista -no casualmente- es el propio Gyllenhaal, encarnando un doble rol que no deja de ser uno solo. El contraste entre el universo clínico y despojado en su supuesta perfección que habita Susan, y el mundo mugriento, crudo y hasta horroroso que le presenta la novela es sideral, pero hay puntos de contacto entre ellos. Esos lazos están precisamente en Susan, en esa lectora que construye un imaginario determinado desde su propia interpretación, que incluye la sospecha de una revancha simbólica y encubierta que termina de desestabilizar su ya poco estable existencia. El film se fusiona con la estructuración literaria y pone al espectador en el lugar de Susan, no sólo porque todo lo que se ve está enmarcado a partir de su punto de vista, sino porque la confusión del personaje es definitivamente contagiosa: en Animales nocturnos las líneas narrativas interactúan, poniendo a dialogar las obsesiones y fantasmas personales con los elementos artísticos, de una forma no precisamente tranquilizadora. Lo más interesante (y a la vez atemorizador) de Animales nocturnos es cómo se hace cargo del lugar de la recepción en la construcción de la obra: si la novela que lee Susan sólo cobra vida verdaderamente a partir de que ella la lee, otorgándole rostros a los protagonistas y características determinadas al espacio-tiempo que habitan (hay un plano que involucra a un sofá que es toda una declaración de principios); somos los espectadores los que debemos completar las grietas de significado expresadas en los dilemas de la protagonista. Todo es imaginario y fabricación, parece decirnos Ford, mientras arroja pequeñas pistas (¿verdaderas? ¿falsas?) cuyos enunciadores son estrellas como Michael Sheen, Laura Linney, Michael Shannon, Isla Fisher y Aaron Taylor-Johnson, en varios casos en papeles pequeños pero decisivos. A medida que avanza la trama, las líneas divisorias irán disolviéndose, confluyendo las categorías de enunciador y enunciado, de creador y creación, de lector y obra. Y aunque por momentos Ford parece caer en su propia trampa, mordiéndose la cola y entrando en la misma pose estructurada que parece querer deconstruir, tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta qué es lo que debe contar y qué no. El verdadero temor que transmite Animales nocturnos -que dentro de su narrativa policial y dramática no deja de ser esencialmente un film de horror- pasa por la insatisfacción y la incertidumbre, por cómo elude las respuestas fáciles, dejando todo al azar que implica la interpretación que pueda edificar el público. Por eso su cierre llega en el momento justo, expulsando pero también capturando al espectador.
APUESTA FALLIDA En buena parte de la producción del cine argentino de terror y suspenso se percibe una diferencia bastante grande entre las intenciones y objetivos, y lo que finalmente se termina concretando. Es decir, hay muchas y múltiples ambiciones, pero todavía escasea la capacidad para llevarlas a buen puerto y entregar films realmente interesantes y atractivos, que a su vez sean capaces de interpelar a un público masivo. Ataúd blanco: el juego diabólico es un ejemplo bastante representativo de esta problemática, donde las herramientas no están a la altura de las metas. El film de Daniel de la Vega (Necrofobia) se centra en Virginia (Julieta Cardinali), una madre a la que se le nota que junto a su hija está huyendo de algo o alguien. Luego de un grave accidente, se verá tratando de hacer lo imposible para rescatar a su hija secuestrada, obligada a participar de un juego macabro cuyo tablero es uno de esos pequeños pueblos perdidos al borde de las rutas argentinas. Hay indudablemente rasgos interesantes en el relato que construye Ataúd blanco: las sectas religiosas como entidades tan monolíticas como despiadadas; la figura materna puesta en crisis a partir de los obstáculos que se ve obligada a superar; la masculinidad como presencia condicionante y acechante para con la mujer; los niños como seres sometidos a las arbitrariedades y miserias del mundo adulto; e incluso ese ámbito rural, casi despoblado, desestabilizador y definitivamente hostil. Están todos los elementos como para ir delineando un film realmente movilizador. Pero hay un inconveniente: nada en Ataúd blanco sale bien. Las actuaciones están todas fuera de tono y se nota que es más un problema de la dirección que de los intérpretes, que hacen lo que pueden; el montaje es sumamente confuso, llevando incluso a notorios errores de continuidad (es llamativo cómo de repente el auto de la protagonista pasa de estar en la ruta a un camino de tierra sin una composición de planos que muestre el cambio de espacio); el guión presenta una enorme cantidad de baches pero también de sobre-explicaciones, brindando diálogos donde la impostación parece ser la única norma; la puesta en escena nunca encuentra la tensión y el suspenso requeridos, dependiendo siempre de los golpes de efecto; hay pasajes que de tan incoherentes terminan siendo risibles; y el final, a pesar de ciertos riesgos que plantea desde su posicionamiento discursivo, carece de la verosimilitud necesaria. El film es un compendio absoluto de errores y elecciones incorrectas, un rompecabezas donde ninguna pieza encaja. En Ataúd blanco se nota demasiado que se sabía qué se quería contar, pero no cómo, por lo que su apuesta -que es en sí un conjunto de pequeñas apuestas temáticas y formales- falla en toda regla. Con las intenciones no alcanza y lo único que queda es una película aburrida y deshilachada, que expone unos cuantos dilemas que atraviesa la producción del género de horror y suspenso en la Argentina.
LA MISMA (ABURRIDA) HISTORIA DE SIEMPRE Durante la última edición de Fancinema Radio, Mex Faliero decía algo bastante cierto: al igual que Resident evil, Inframundo fue una película bastante intrascendente que casi sin que nos diéramos cuenta terminó transformándose en una saga -o más bien franquicia- sumamente redituable. En ambos casos, constituyen el legado principal -sino único- de sus actrices principales y detrás está la compañía Screen Gems, una de las divisiones de Sony Pictures, estudio al que últimamente le ha costado encontrar propiedades de rendimientos confiables. Definitivamente, hay cosas que no son casualidad. Lo cierto es que antes de disponerme a ver Inframundo: guerras de sangre tuve el ligero temor de no poder entender bien los acontecimientos del film, ya que no había visto la anterior entrega. Mi aprensión pronto se mostró infundada: la película en sus primeros minutos, a partir de la voz en off de Selene (una Kate Beckinsale que ya tiene demasiado claro su rol y lo hace en piloto automático), se encarga de resumir toda su historia -es decir, desde el primer film- rápidamente, para que cualquier espectador desprevenido tenga todo bien claro sin mucho esfuerzo. Pero al film no le basta con esa explicación: todo se vuelve a explicar, una y otra vez, como si hubiera un temor casi irracional a que el espectador se pierda con una trama que en verdad no es tan complicada. De hecho, el asunto es bastante simple: Selene es una paria, perseguida tanto por los vampiros como por los Lycans, aunque en el fondo ambos bandos desean su sangre y la de su hija, que serían factores claves para terminar la guerra de una vez por todas. Eso es todo, lo que realmente importa, aunque el film de Anna Foerster -apoyándose en el guión de Cory Goodman- se empeñe en agregar una serie de intrigas palaciegas y subtramas románticas que nunca llegan a tener relevancia porque los personajes tienen un desarrollo casi nulo. En Inframundo: guerras de sangre se nota mucho la intención de configurar un mundo complejo y atractivo, pero todo está hecho con una superficialidad y vacuidad alarmantes, siempre de la mano de un tono pretencioso y supuestamente trascendente. Encima el humor jamás se hace presente, a pesar de que había material fértil para la diversión, la parodia y la aventura. Lo único rescatable son un par de peleas cuerpo a cuerpo que aún desde el uso de unos efectos especiales no muy creíbles transmiten un aceptable nivel de tensión. Hay que decir que la idea original de Inframundo tenía su atractivo, a pesar de constituir un Frankenstein que se alimentaba de múltiples fuentes. Sin embargo, ninguno de sus personajes supo generar empatía en el espectador, su universo es una sucesión de piezas inconexas y cada entrega se parece demasiado a la anterior. Por eso no es de extrañar que Inframundo: guerras de sangre aburra desde la más pura rutina.