EL PESO DE LO URGENTE Hay un subgénero dentro del documental que se podría caratular como “urgente”, que aborda temas que están candentes, dentro de la agenda diaria de buena parte de la población, o intentando ocupar un lugar de discusión central. Es un formato riesgoso, porque puede caer fácilmente en lo efímero si no es capaz de aportar elementos verdaderamente disruptivos desde lo formal o aspectos no visibilizados de la temática. El problema de Cada 30 horas es precisamente que no viene a aportar nada nuevo, que sólo recicla y ordena cuestiones demasiado dichas y transitadas sobre la epidemia actual de femicidios en el país, sus orígenes en una cultura patriarcal y machista, y la lucha permanente de numerosos familiares de víctimas y de diversas personas que los acompañan. El film de Alejandra Perdomo sólo tiene un conjunto de testimonios para aportar, y aunque es cierto que la mayoría de ellos son valiosos y hasta definitivamente conmovedores por las experiencias que relatan -por la manera en que demuestran la entereza para seguir luchando luego de atravesar pérdidas a partir de homicidios con rasgos horrorosos y repugnantes-, no terminan de redondear una narración cinematográfica que vaya más allá de lo meramente explicativo e instructivo. De hecho, algunas elecciones testimoniales están marcadas por la obviedad, como las explicaciones puntuales a cámara por parte de la psicóloga y profesora universitaria Eva Giberti, quien se explaya sobre los parámetros discursivos, culturales y sociales que contribuyen a que la violencia sobre la mujer por parte del hombre sea algo casi naturalizado entre amplios sectores de la población. Otros elementos, como el seguimiento a una joven que realiza un largo camino portando una bandera con la consigna “Ni una menos” hasta llegar al Congreso, entran en una remarcación innecesaria y redundante. De ahí que estética, narrativa y hasta temáticamente, Cada 30 horas está casi condenado a ser un documental fechado, a pesar de tocar un tópico que no sólo es actual, sino un reflejo siniestro de rasgos de nuestra sociedad que están cristalizados dentro del marco social desde tiempos inmemorables. Es un documental que quiere dirigirse a un amplio rango de espectadores, pero que por sus limitaciones sólo termina interpelando al público que ya está convencido.
CON SOLO UNA IDEA NO ALCANZA La historia alrededor de Atentado en París no deja de ser curiosa e interesante, porque muestra ciertas formas en que accionan los estudios cinematográficos frente a las contingencias políticas: aprovechando su título original (Bastille Day), el film se estrenó un día antes del Día de la Bastilla, que fue precisamente el día en que ocurrió el atentado en Niza, en el que un hombre arrolló con un camión a un enorme grupo de personas que asistían a las celebraciones. Frente a eso, StudioCanal, que distribuía el film, mantuvo el lanzamiento pero decidió retirar todo el material publicitario digital y aunque no retiró los afiches en las salas, dejó a criterio de las cadenas de cines el retirarlos o no. ¿Decisión de tinte moral o mero cálculo para no quedar mal con nadie? Difícil saber. Lo que no es difícil saber es que Atentado en París es una película floja. Y lo es a pesar de tener a un director y coguionista como James Watkins, que había mostrado rasgos interesantes en cuanto al manejo de la tensión y el suspenso en La dama de negro y Eden Lake; y a un protagonista como Idris Elba, alguien capacitado para manejar diversos registros, como ya demostró en las series The wire y Luther, o en films como Beasts of no nation o Titanes del Pacífico. Y también lo es a pesar de tener una premisa ligeramente atractiva, con un relato centrado en un ladrón callejero (Richard Madden) que se ve inculpado falsamente de un atentado terrorista en París y a quien sólo le cree un agente de la CIA (Elba), que se va dando cuenta que el pobre ladrón es un mero peón dentro de una serie de maniobras para generar caos en la ciudad durante el Día de la Bastilla. Hay allí un germen potente referido a los usos y abusos del concepto de terrorismo, su vínculo con lo mediático y cómo su concepción puede servir a actores institucionales con agendas muy particulares. Pero esa idea, esa semilla que podía ser el inicio de una narración repleta de mascaradas, superficies y climas paranoicos en el siempre atractivo contexto urbano parisino, pronto se desinfla. No hay nervio en la acción, sino rutina, con la excepción de una persecución por los techos de París. Tampoco hay personajes sólidos, sino estereotipos explicándose continuamente en sus características y acciones. Casi desde el comienzo el film entra en el territorio de lo anodino, los guiños más elementales y los giros supuestamente sorpresivos que en verdad son extremadamente previsibles. Atentado en París era un film con potencial, o más bien potencialidades, pero enseguida cae en todos los lugares comunes, condenado a la mera repetición de lo ya visto. Para una película sobre el terrorismo, la manipulación a través de las redes sociales y sus implicancias político-económicas, va demasiado a lo seguro, con lo que termina aburriendo.
LA ETICA DEL BOXEO Si la aparición de Roberto “Manos de piedra” Durán en el espectro del boxeo mundial resultó una sorpresa notable, una especie de meteorito que pocos podían prever, el biopic sobre su figura que es Manos de piedra también es, a su modo y salvando las distancias, toda una sorpresa. Una sorpresa que se va constituyendo de a poco, sobre la marcha, pieza a pieza, y que es en sí toda una paradoja, porque lo más interesante y atractivo no se ve dentro sino fuera del ring. Muchas cosas pasan y se cuentan en Manos de piedra, a pesar de que se presenta como un simple biopic sobre Roberto Durán, quien hilvanó una carrera legendaria en diferentes categorías, empezando por los pesos ligeros para luego reconvertirse como welter. En la primera mitad, lo que se impone no es tanto la historia de Durán, con su infancia pobre, el abandono de su padre que lo marca de por vida; su amor a primera vista con Felicidad, su mujer de toda la vida; y el problemático contexto político de Panamá como telón de fondo; sino la perspectiva y la mirada de Ray Arcel, un entrenador de enorme trayectoria al que Robert De Niro encarna con una disciplina, sobriedad y sutileza que hacía rato no se le veía, como si hubiera estado esperando por años un papel semejante. Arcel es un personaje que merece una película propia y que entrega un conjunto de frases tan simples como memorables, que evidencian una coherencia de hierro y reflejan buena parte de una ética boxística que parece perdida. Si bien su voz en off, que va pautando buena parte del relato, está ciertamente de más, hay algo en el tono que usa De Niro que lleva a que podamos aceptarla. Ese tono está marcado por lo didáctico: estamos ante a un entrenador -que es más bien un docente del boxeo y la vida- explicando a su estudiante, contándonos sus virtudes, defectos, potencialidades, su crecimiento y aprendizaje. Durante largos minutos, Manos de piedra funciona mucho mejor como biopic sobre Arcel, sobre un tipo que simboliza el Boxeo (así, con mayúscula), que como biopic sobre Durán, que representa claramente a ese país repleto de contradicciones que es Panamá. Es en su segunda mitad donde Manos de piedra encuentra la forma precisa para contar apropiadamente la serie de conflictos que aquejan a Durán (a quien Edgar Ramírez interpreta con la dosis necesaria de compromiso drama y espectáculo), como si hubiera necesitado armar todo el rompecabezas de su infancia y juventud para terminar de entenderlo y narrarlo en sus momentos decisivos, donde lo legendario se fusionó con lo humano. Si la película presenta unas cuantas dificultades para delinear las instancias de ascenso y caída, un tanto condenada por los lugares comunes, encuentra muchas más facilidades para la etapa de redención, alimentándose precisamente de todos los lugares comunes. Allí la historia de Durán confluye con la historia de Panamá, pudiendo apreciarse las construcciones de imaginarios y leyendas, la necesidad de un país de tener a un hombre que pueda ser un ídolo en quien reflejarse, y a ese hombre entendiendo los mecanismos apropiados para reinventarse y poder ser ese ídolo, ese mito viviente que simbolice todo lo que puede lograr una nación. Como decíamos antes, lo mejor de Manos de piedra no se ve dentro del ring: el director y guionista Jonathan Jakubowicz se regodea demasiado en los travellings y trucos de montaje, perdiendo la oportunidad de exponer más apropiadamente las virtudes boxísticas de Durán y lo que implicaron sus duelos con Sugar Ray Leonard. Pero a cambio logra entregar un film que entiende y muestra con sapiencia el detrás de escena, los momentos previos a subir al cuadrilátero, los desafíos físicos y conductuales que afronta un boxeador en el día a día, la forma en que puede jugar su entorno, el negocio que se ensambla a su alrededor, los egos de todo tipo en constante choque. Es un gesto deliberado, que deja en claro que el boxeo es un deporte individual pero cimentado en lo grupal y hasta directamente lo colectivo. A veces, nos dice el film, cuando un boxeador entra al ring, no solo ingresa él: también lo hacen su familia, su entrenador, su representante, sus amigos, el lugar donde nació. Entran las historias particulares y generales. Entra una ideología. Entra un país. Con esa dosis de inteligencia y sensibilidad –e imponiéndose a sus rugosidades y desniveles-, Manos de piedra cuenta una época y explica una serie de valores que parecen perdidos.
PALABRA DE MUJER No deja de ser raro, pero el mayor problema de Mujeres de la mina viene de un lugar un tanto inesperado y se llama Eduardo Galeano. No es que el fallecido escritor diga cosas inoportunas ni que tampoco sepa narrar distintos acontecimientos -todo lo contrario-, pero lo cierto es que es un hombre. Un hombre que desde la entrevista se convierte en portador y transmisor de instancias claves en historias protagonizadas por mujeres, cuando deberían ser ellas mismas las que lleven adelante por completo la narración. De hecho, durante buena parte de su escaso metraje -dura apenas algo más de una hora-, el film de Malena Bystrowicz y Loreley Unamuno realiza la pertinente elección de hacer foco exclusivamente en tres mujeres que viven y trabajan en las minas del Cerro Rico de Potosí, símbolo emblemático de lo que ha sido el saqueo colonial durante siglos en tierras bolivianas. Deja entonces que sean ellas las que lleven adelante las acciones y se cuenten a sí mismas. En unas cuentas instancias, Mujeres de la mina adquiere características de documental de pura observación, permitiendo hasta que las mujeres hablen sin siquiera traducirlas, porque ya con los tonos de la voz y los gestos es más que suficiente. Allí es donde la película alcanza mayor interés y solidez, porque son los cuerpos, los cuerpos femeninos, los que impulsan las diversas narraciones puestas en juego. Pero Mujeres de la mina parece necesitar cierta legitimación estética y temática, lo cual explica en buena medida la aparición de Galeano -ya lo dijimos antes: un hombre hablando sobre mujeres- explicando determinadas variables del conflicto minero y el rol jugado por las mujeres en circunstancias decisivas, como la caída de la dictadura de Hugo Banzer. Es entonces que el documental parece desviarse de su camino original, intentando ser un retrato no sólo de la vida de las mujeres en las minas, sino también un fresco sobre la actividad minera en general y las luchas obreras en un país como Bolivia, donde los sectores dominantes accionan de manera brutal y despiadada. Esa ambición paradójicamente le resta impacto a la película, que despliega varias puntas de análisis y termina entrando en una improductiva dispersión. A pesar de su muy buen trabajo de montaje -particularmente con las imágenes y fotografía de archivo-, Mujeres de la mina sustenta sus mayores virtudes en la observación y la escucha de las tres mujeres protagonistas, que desde sus palabras pero también sus silencios demuestran tener mucho para contar.
SUPERFICIES NARRATIVAS Y HUMANAS Ultimamente, Ben Affleck viene desarrollando una filmografía donde pone en juego temas como las diferentes modalidades de la violencia, los lazos de lealtad, el profesionalismo, la noción de responsabilidad y los relatos como grandes portadores de verdades que tienen mucho de mentiras. Pero también ha ido profundizando en una cuestión mucho más vinculada a las estructuras narrativas y estéticas, que son los niveles de artificio. A partir de su debut en la dirección con Desapareció una noche, cada película de Affleck parece ser una permanente apuesta para ver cuánto y de qué forma se puede jugar con el espectador, manipularlo, incluso evidenciando las herramientas mediante las que se manipula y tuerce todo. Hasta se podría decir que su vocación -o hasta pulsión- por reflotar su carrera actoral, poniéndose como protagonista de sus films como director, trabajando con otros cineastas de renombre o hasta asumiendo papeles que son el foco absoluto de fanáticos muy puntillosos, es una manera más de poner ese artificio a prueba. “¿Hasta qué punto puedo crear mi propio imaginario, como realizador y actor? ¿Cuán lejos puedo llevar mi estatuto de estrella?” parece preguntarse Affleck. Su ópera prima y films como Atracción peligrosa, Perdida y hasta Argo son operaciones en mayor o menor medida exitosas, mecanismos de relojería que llevan de las narices al espectador, mientras explicitan su propia artificialidad cinematográfica, aún desde el realismo o la recreación puntillosa. En cambio, películas como Apuesta máxima o Batman vs Superman: el origen de la justicia son experimentos absolutamente fallidos, pura parafernalia donde el rostro de la estrella no alcanza porque no hay un ensamblaje narrativo que le permita al público adentrarse en lo que se cuenta, ya que sólo hay una vacía referencialidad icónica o genérica. Dependiendo de por dónde se lo mire, El contador puede ser catalogado como un éxito o un fracaso. De hecho, es probable que fascine a unos cuantos pero también que irrite a otros tantos. Eso se debe en buena medida a que es muchas películas a la vez, por más que el planteo de base sea un thriller sobre un hombre con capacidades extraordinarias pero que a la vez presenta una rara forma de autismo, que trabaja haciendo dibujos contables impecables para distintos grupos mafiosos y al que el Departamento del Tesoro comienza a seguirle la pista. También es la historia de un tipo muy especial que de repente encuentra a la mujer correcta -casi tan rara como él y cuyo papel le viene a Anna Kendrick como anillo al dedo- en el momento y lugar equivocados. Asimismo, es el relato de un dúo de profesionales de la ley intentando lidiar con pasados tormentosos y cuentas pendientes mientras buscan a una figura criminal que es casi una sombra, apenas un sujeto borroso. Y es, finalmente, un drama familiar donde la hermandad y los lazos paterno-filiales juegan papeles decisivos a la hora de conformar una identidad. Todo tiene un aroma a ya visto y referentes previos potentes (Rainman, por ejemplo), con lo que el desafío a priori era fuerte. ¿Consigue El contador unir todas estas líneas narrativas, las tramas y subtramas de una forma verdaderamente coherente y fluida? Sólo de a ratos: en unos cuantos pasajes la película pareciera estar preguntándose qué es lo que quiere contar, sin hallar una respuesta precisa y en base a eso explicando excesivamente las acciones. A la vez, la mayoría de las resoluciones que presenta para los distintos conflictos desplegados son cuando menos erráticas y hasta definitivamente insatisfactorias. De hecho, varios de los giros finales no llegan a sustentarse de forma plenamente verosímil y hacen demasiado ruido dentro del relato. Aún así, sin superar totalmente sus indecisiones previamente marcadas, acierta en su tono general, donde lo que impera es la melancolía, la convicción de estar narrando un cuento algo retorcido sobre seres esencialmente solitarios, ansiando casi desesperadamente la compañía de otra persona a la que querer, con la que poder abrirse y ser uno mismos. Al contador que encarna Affleck y su mentor (Jeffrey Tambor); la joven que interpreta Kendrick, el obstinado agente del Tesoro que hace J.K. Simmons y su subordinada (Cynthia Addai-Robinson); e incluso el asesino a sueldo encarnado por Jon Bernthal los une la necesidad de ser sinceros y poder tener alguien que los escuche. Por eso el gran villano del film es la deshonestidad, el cinismo, el doble discurso. En esta composición basada en la honestidad y sus formas posiblemente tengan bastante que ver el guionista Bill Dubuque, quien en El juez ya había trabajado las sumatorias de convenciones y lugares comunes, y el director Gavin O´Connor, quien en películas como La última pelea, Código de familia y Huyendo del pasado ya demostró con creces que lo suyo son los lazos familiares, los códigos de hermandad y los mandatos que se pasan de padres a hijos. Hay un gran convencimiento tanto en el guión como en la dirección del núcleo conflictivo primario, de lo que verdaderamente quiere narrar el film. Lo demás -el thriller, el policial, el drama romántico- son superficies genéricas, bastante rugosas e imperfectas por cierto, que cubren la esencia. En la autoconciencia sobre sus costuras y construcciones artificiosas, El contador bordea la pose canchera, pero siempre se aleja a tiempo de ese riesgo, porque su interés está en el protagonista y los personajes con los que se cruza. Allí localiza su humanidad, permitiéndole a la estrella que es Affleck seguir elaborando y reelaborando imaginarios, interrogándose sobre los límites de su visión sobre el cine estando delante y detrás de cámara.
UNA ANOMALIA Hasta el momento, cuatro eran las comedias destacadas durante el 2016 en el panorama del cine argentino: Me casé con un boludo, que evidencia nuevamente que el ego de Adrián Suar sólo es equiparado por la impunidad de la que goza entre el público y los críticos; Permitidos, que expone las vacilaciones de la dupla Winograd-Piroyanski a la hora de seguir consolidando su universo cinematográfico; Inseparables, que confirma que Marcos Carnevale es el referente máximo del mensajismo nacional; y El ciudadano ilustre, donde Gastón Duprat y Mariano Cohn profundizan en ese choque entre la civilización y barbarie que habían comenzado en El hombre de al lado. Si nos ponemos a pensar cada una de estas películas, es difícil encontrar algo novedoso: hay sólo repeticiones y confirmaciones. La novedad dentro del año -e incluso cuando analizamos el cine argentino a nivel más general- la viene a aportar el estreno de La última fiesta. Será una novedad, pero la fórmula de la cual parte la película es, paradójicamente, algo ya visto muchas veces, aunque en otras latitudes: un trío de amigos, bastante distintos entre sí, pero unidos por una especie de pacto desde la infancia, que arman una fiesta donde el descontrol es la norma y que después deben afrontar las consecuencias como pueden. Lo de las celebraciones como ámbitos atravesados por los códigos de la amistad masculina y el imaginario machista es algo que Hollywood viene abordando desde hace rato, en films como Despedida de soltero, ¿Qué pasó ayer?, 21, la gran fiesta o Proyecto X, pero que en la Argentina sólo ha aparecido a cuentagotas en el terreno publicitario. Es decir, se puede pensar a La última fiesta como la traslación del discurso publicitario a la comedia argentina. Y lo cierto es que en buena medida el film se hace cargo de estos referentes y posibles pertenencias, pero sólo en la medida en que le conviene y estableciendo otras conexiones a lo largo de su relato. En verdad, lo que más le cuesta a La última fiesta es plantear el conflicto, porque implica establecer un orden narrativo -incluso desde el caos algo impostado de la celebración del título- con el que el film no se termina de sentir cómodo. Ahí tenemos a Alan (Nicolás Vázquez), que se dedica a vender propiedades inmobiliarias pero que lo suyo es enfiestarse cada vez que puede; Dante (Alan Sabbagh), quien no termina de darle el puntapié inicial a su carrera como dibujante y está estancado en su trabajo como guardia de seguridad en un museo; y Pedro (Benjamín Amadeo), que… bueno no sabemos qué demonios hace o le pasa a Pedro, y la verdad que no importa. El segundo está deprimido porque la novia lo echó de su casa y los otros dos (bueno, sólo Alan, aunque Pedro acompaña) prácticamente lo arrastran a una fiesta en la mansión de un tipo muy violento interpretado por Fabián Arenillas. Todo irá fenómeno, pero el robo de un cuadro en medio del descontrol forzará al trío a hacer todo lo posible por recuperarlo, zambulléndose en una trama policial cada vez más complicada y enrevesada. A partir de allí, de lo policial y la estructuración de road movie, es que la película irá adquiriendo una mayor solidez. Esa solidez se sostiene, por más que parezca una contradicción, en un rumbo narrativo y hasta formal que roza lo anárquico, pero que le sirve a la película para ir expresando unas cuantas ideas sumamente interesantes y hasta instancias estéticas que denotan una imaginación poco acostumbrada en el panorama del cine nacional. Es llamativo cómo, por ejemplo, el film consigue correr de los lugares esperados al rol de la mujer, en especial con el personaje de Eva De Dominici, que al principio parece cumplir con todos los estereotipos objetuales para luego poner en crisis la mirada masculina de Vázquez. También es cuando menos saludable la manera en que se naturaliza el universo pornográfico a través de una visión paródica pero no exenta de cariño. Del mismo modo, se percibe una puesta en escena ambiciosa, que hasta se permite un plano secuencia en un set de filmación que tiene plena pertinencia por cómo va delineando las fuerzas en pugna y las motivaciones de los distintos personajes. Pero todo lo anterior puede sustentarse y cobrar sentido porque, aun con sus fallas, La última fiesta tiene algo para contar y muestra una sana preocupación en lo que se refiere a la construcción de personajes: como pocas veces en sus carreras, Vázquez, Sabbagh y Amadeo encuentran un campo fructífero para explotar sus respectivas virtudes cómicas. Y esto se nota no sólo en los protagonistas, sino también en los roles de reparto: personajes como el padre adicto a la pornografía interpretado por Roberto Carnaghi; el trío de músicos siempre en pose encabezado por Luciano Rosso; el dealer (Julián Kartún), con su relación cuasi edípica con su madre (Graciela Pal); o el asesino a sueldo (César Bordón) en constante comunicación con su esposa son pequeños hallazgos de comicidad, piezas esenciales en los no pocos momentos de felicidad que entrega la película. A La última fiesta se le podrá reprochar, no sin razón, sus desniveles narrativos, su arranque titubeante, una banda sonora que remarca demasiado algunos pasajes y algunas resoluciones como mínimo apresuradas. Pero no deja de ser un gran paso adelante para los directores Nicolás Silbert y Leandro Mark, luego de la fallida ópera prima que fue Caídos del mapa, donde casi nunca conseguían encontrar el tono preciso. Acá hay un tono bien definido, en base a una enorme cantidad de ideas y unas cuantas ambiciones llevadas a buen puerto. La última fiesta es una pieza rara, una anomalía dentro de la comedia nacional actual: quizás no sea la concreción, pero sí puede llegar a ser el comienzo de algo nuevo. Difícil saber si esa novedad terminará de plasmarse, si Silbert y Mark podrán ratificar el rumbo, puliendo lo insinuado aquí, o si alguien más tomará la posta. Mientras tanto tenemos este film, que sin ser una maravilla es sincero en todo lo que propone y de lo más feliz que ha entregado el cine argentino este año.
LOS SOBREVIVIENTES Discípulo de Michael Mann como es, Peter Berg es un director interesado en el profesionalismo como concepción de vida, como ética que posiciona a los individuos y grupos en el mundo. Pero el realizador de Juego de viernes por la noche, El reino y Hancock ha profundizado en su perspectiva respecto a su tutor, indagando en el territorio de las clases trabajadoras estadounidenses, a las que contempla como sectores siempre expuestos, pagando los costos de las desigualdades imperantes en el sistema socio-económico. No deja de ser llamativa la operación que realiza: grandes estrellas interpretando a laburantes, traumas reales en la historia reciente de Estados Unidos recreados con alto presupuesto, la maquinaria hollywoodense a pleno para cuestionar buena parte de las variables estructurales que la sostienen. El rostro principal de este cine que viene componiendo Berg es el de Mark Wahlberg: ya hicieron juntos El sobreviviente, una tragedia militar; ahora es el turno de Horizonte profundo, una tragedia petrolera; mientras ya está a la vuelta de la esquina Patriots Day, una tragedia ocasionada por el terrorismo. Una especie de trilogía trágica, aún por completarse. En el caso de Horizonte profundo, Berg toma como base la explosión en la planta petrolífera Deepwater Horizon en el 2010, que llevó al peor desastre petrolífero en la historia de los Estados Unidos. Pero al realizador no le interesa tanto la catástrofe ecológica ni el construir un gran espectáculo audiovisual (aunque eso termine teniendo un fuerte peso en la segunda parte), sino los pasos previos que condujeron a la explosión: las fallas en los controles, las decisiones apresuradas producto de las ambiciones de los ejecutivos, las advertencias de los trabajadores desoídas. Es decir, los elementos que van preparando el terreno para que la tragedia sea inevitable, y que esa tragedia la paguen los laburantes. No es casualidad que el film arranque dejando escuchar la voz del verdadero Mike Williams (luego encarnado por Wahlberg en la ficción), prestando testimonio en las audiencias posteriores al suceso: la referencia a la realidad ocurrida y a los cuerpos palpables que la protagonizaron le dan de entrada a la película todo un posicionamiento político y social, muy diferenciador para un film cuyo costo superó con holgura los 100 millones de dólares. Porque Horizonte profundo es, antes que nada, una película de cuerpos pertenecientes a seres esforzados, comprometidos con su trabajo, solidarios entre ellos y, finalmente, lastimados, golpeados, vapuleados. Berg no edulcora el asunto y a través de su abordaje de lo corporal y grupal establece una conexión directa con El sobreviviente: la única respuesta ante el horror, la destrucción y la muerte pasa por el lazo con el otro, por el compañerismo, por el nosotros que incluye a cada individuo; pero al mismo tiempo eso es apenas un mitigante para la pérdida, para el recuerdo de los que fallecieron, de los que quedaron atrás, de las cicatrices y huellas imposibles de borrar. Para esa estructuración tan amarga como esforzada, hilvanada desde la acción y el movimiento, cuenta con la ayuda inestimable no sólo de Wahlberg, sino también de ese eterno laburante del cine que es Kurt Russell, un actor que se hace gigante desde la personificación del liderazgo ordinario, terrenal y esencialmente honesto. La honestidad es, precisamente, la marca de fábrica de Horizonte profundo, un film que hace hincapié en los nombres y las identidades de los que permanecen y de los ausentes. Eso es notorio en una escena cerca del final, donde el rezo en conjunto .que casi parece una repetición de una secuencia fundamental de Juego de viernes por la noche- expresa la unión y lo comunitario; y también en el cierre, donde hacen su aparición las imágenes y voces de la gente real. Allí la amargura se profundiza y lo que prevalece es la sensación de pérdida, como un nuevo gesto de sinceridad. Lo que menos hace Horizonte profundo es eludir el dolor y eso lo convierte en un film indudablemente valiente, habitado por personas enfrentadas a sus peores miedos, buscando sobreponerse a puro coraje y profesionalismo.
REDUNDANCIAS Y CARENCIAS La voz en off es un elemento ciertamente riesgoso en el cine y más aún en el género documental: puede significar un aporte que redondee una idea, complementándose con lo visual, o puede restarle impacto a lo que se está narrando, redundando en aspectos que podrían ser resueltos desde los recortes de la cámara o las acciones que se muestran. Lamentablemente, lo segundo es lo que más ocurre en La fidelidad. El film de Walter Tejblum y Eduardo Yedlin hace foco en la historia de La fidelidad, una de las estancias más grandes de Argentina, con una extensión de 250.000 hectáreas, territorio virgen que alberga una multiplicidad de especies naturales por la que pelean diversos sectores ecologistas. Su dueño fue torturado y asesinado en un caso donde se intuye la sombra del boom sojero, pero esas tierras ya tenían un largo historial previo, como lugar de nacimiento de una etnia originaria, e incluso como sitio de confrontaciones vinculadas a la formación del país. Pero además de los aspectos históricos, sociales, policiales y conservacionistas, surge asimismo lo personal, ya que el padre de Yedlin era abogado por la zona, con lo que se asiste a una especie de viaje de rescate de recuerdos. Pero a pesar de todos estos elementos en juego, La fidelidad no termina de adquirir una consistencia fuerte desde lo formal, en buena medida por esa voz en off que explica demasiado, sin atreverse a confiar plenamente en las imágenes a disposición y los hechos narrados. Así, termina cayendo en obviedades discursivas y una estética demasiado emparentada con lo televisivo, notándose estiramientos, sobreabundancias y hasta carencias dependiendo de los pasajes. Su refugio principal termina siendo lo valioso de su foco temático, por lo que su valor cinematográfico es limitado.
EL OBJETO COMO HISTORIA Mi abuela tiene cierta tendencia a acumular porquerías: bolsitas, tarjetitas, moñitos para regalos, revistas, estampitas, monedas y un largo etcétera. A eso le suma tendencias un tanto paranoicas: a la mesita que tiene al lado de su cama la tapa siempre con un pañuelo (como si eso previniera que alguien vea lo que hay abajo) y pone hasta cuatro sillas pegadas a la puerta de su casa (como si eso fuera a impedir que entrara un ladrón). No sé si todo ese conjunto de conductas entran dentro de lo compulsivo o lo maniático, lo que sí sé es que cuando le restás trascendencia, teniendo en cuenta que mi abuela tiene ya más de nueve décadas, terminás aceptando que es algo tan irremediable como adorable. Algo de todo esto está ciertamente presente en Fascinación, documental de Alex Jablonskis sobre Luis María Meregoni, un maestro de piano que ya tiene 90 noventa años y a lo largo del tiempo ha ido armando toda una colección de antigüedades. Necesitaría vender algunas de las piezas para sobrevivir, pero no hay caso, Luis no puede, o más bien no quiere, porque detrás de cada objeto hay una anécdota, una historia particular que lo define y que está inserta dentro de ese gran relato que es la vida de Luis. Es que Fascinación es, en su modo exploratorio y observador, un biopic sobre ese personaje sumamente abarcativo que es Luis, un individuo que desde sus perspectivas, miradas y anecdotario es representativo de todo un marco generacional, con sus propios valores y concepciones sobre la vida. También es una especie de historia de amistad, a partir de la entrada de Guillermo Abala, compañero fiel de Luis, con quien forman una especie de pareja despareja que construye momentos tan tiernos como hilarantes. Y es, finalmente, un drama sobre la soledad, sobre cómo ese proceso va adquiriendo cada vez más fuerza -no sólo a partir del entorno, sino también a partir de las decisiones del propio sujeto- y la forma en que el protagonista la afronta. La soledad es a la vez un indicador del paso del tiempo y en eso la película es todo un indicio sobre cómo Luis se aferra a las antigüedades como símbolos de un pasado que le permitan enfrentar su presente. En esa mixtura de géneros, tópicos y miradas, en el cariño que muestra por lo que cuenta, por ese carismático protagonista que es Luis y su entorno -hasta sus mascotas juegan un papel importante-, Fascinación adquiere un interés que va más allá del documento fílmico sobre un hombre y los objetos. Eso lo convierte en un film afectivo, tierno, sentimental (a pesar de algunas dispersiones narrativas), que encuentra lo atrayente en lo aparentemente rutinario, cumpliendo cabalmente con uno de los deberes del documental.
ESCAPANDO DE ALGUNOS PREJUICIOS Por esas casualidades de la vida, en la misma semana me tocan cubrir La luz entre los océanos y El club de las madres rebeldes, dos películas muy subestimadas por la crítica argentina, que ha preferido abordarlas desde categorías facilistas y superficiales, cuando merecían un análisis más profundo. En el caso de la comedia protagonizada por Mila Kunis como una madre que encabeza una especie de rebelión a gran escala por parte de las habitualmente dóciles figuras maternales de una escuela, se necesita una visión un poco más compleja, que tenga en cuenta ciertas coyunturas que la atraviesan. Porque lo cierto es que El club de las madres rebeldes es una especie de coctelera donde conviven diferentes vertientes de la comedia estadounidense actual, y esa convivencia no es del todo armoniosa: hay mucho de lucha interna entre perspectivas, de anarquía narrativa y formal, de identidad múltiple, maleable y deforme. El arranque, con una voz en off de Kunis totalmente redundante, es realmente muy flojo y hace recordar a esas comedias medio pelo protagonizadas por Sarah Jessica Parker o Katherine Heigl. Pero luego de unos minutos, los directores Jon Lucas y Scott Moore (21: la gran fiesta) ajustan unas cuantas piezas y comienzan a encontrar un tono definitivamente soez e impertinente, que les sirve de plataforma para unas cuantas ideas, mayormente audiovisuales. Y es ahí que surgen algunas secuencias que se alimentan de la estética videoclipera, que son grandes demostraciones de humor en movimiento, del uso de la música como elemento narrativo y de que nadie filma las fiestas y borracheras como en Hollywood. De la mano de estos pasajes, El club de las madres rebeldes se ubica como una reversión femenina de ¿Qué pasó ayer? (por algo los realizadores fueron guionistas de esa trilogía) pero incorporando elementos de los cines de Judd Apatow y Paul Feig. Las mujeres aparecen en la película sobreexigidas tanto en los ámbitos laborales como familiares, con una necesidad imperiosa de encontrar espacios propios y de un disfrute que es censurado por todo un entorno social. El relato encuentra sus aspectos más interesantes cuando expresa todo esto desde el puro movimiento, desde el reviente absoluto y la grosería como una forma de cuestionamiento de las convenciones. Por el contrario, El club de las madres rebeldes decae fuertemente al explicitar su tesis desde la palabra o las resoluciones obvias. Incluso, en su propósito de darles solidez a los personajes femeninos, sólo presenta personajes masculinos esquemáticos, representaciones estereotipadas bastante maltratadas. Del mismo modo, el film es una permanente apuesta al chiste y su mecanismo de metralleta le termina brindando una estructura indudablemente despareja, en la que no hay una reconciliación fluida de tonalidades y estilos. Aún así, su cierre no llega a ser lo concesivo que se podría pensar inicialmente, porque corre a las protagonistas de los lugares esperados, colocándolas ante nuevos desafíos. Además, cuenta con el plus que otorgan actrices como Kristen Bell, Christina Applegate y especialmente Kathryn Hahn, una verdadera bestia de la comedia, que cada vez que aparece se devora la escena. Sin ser una maravilla, con sus numerosas contradicciones, El club de las madres rebeldes escapa a unas cuantas etiquetas fáciles. Y eso ya es un mérito fuerte.