EL CINE COMO BELLA PREGUNTA Siempre que he visto películas de José Luis Guerín ha surgido la misma pregunta: ¿cómo demonios filma lo que filma? Después de unos cuantos años, en La academia de las musas me cruzo nuevamente con el cine del realizador catalán y otra vez la experiencia es enriquecedora, aunque difícil de abarcar y definir. Pero esta dificultad no implica que estemos ante una película “difícil”, “complicada” o “pesada”. No, Guerín sigue fiel a sí mismo y entrega otro relato de tono ligero, juguetón y divertido, y que en base a esa ligereza escapa a definiciones apresuradas o fáciles. El realizador utiliza la cámara como un instrumento vital, que propone una búsqueda casi inagotable, capturando la atención del espectador, proponiéndole nuevas lecturas e interpretaciones en cada nueva secuencia. En La academia de las musas se habla muchísimo sobre el amor, la poesía, las concepciones del romanticismo, el papel de la mujer en la inspiración, el arte y la docencia, y a pesar de las palabras importantes a las que recurren los personajes, de los diálogos rebuscados, nunca entra en un tono o dinámica pedante. Al contrario, hay una profunda humildad y coherencia en la manera en que Guerín observa a los protagonistas, en cómo les permite decidir sus destinos, aún cuando no queden precisamente bien parados. Esa libertad se traslada a una puesta en escena donde lo ficcional y lo documental se fusionan, poniéndose en crisis mutuamente, evidenciando el artificio cinematográfico, exponiéndolo, problematizándolo pero también abrazándolo. Guerín ya es un experto en esto, pero por suerte no se regodea en sus capacidades y sigue encontrando pequeños desvíos para renovarse. La academia de las musas es un film que le huye a la pereza, que no se conforma con las respuestas fáciles y que aún en sus pequeños pozos narrativos, muestra a un realizador capaz de crear universos propios, tangibles y apasionantes.
LO QUE PUDO SER Si todo hubiera estado medianamente a la altura del personaje del magnífico John C. Reilly, Kong: la Isla Calavera hubiera sido algo cercano a una obra maestra. Pero no, el resto de los elementos que componen el film de Jordan Vogt-Roberts están muy lejos de ese nivel, con lo que tenemos una película que, en su vocación por expandir el universo inicialmente planteado por Godzilla, repite los defectos de aquella. En este mundo repleto de gigantescas y temibles criaturas que intentan construir Warner y Legendary, la norma parece ser el deglutir las fuentes previas, en un combo de referencias, citas y guiños estéticos que sólo funciona de a ratos. En el caso de Kong: la Isla Calavera, hay un permanente diálogo con las anteriores encarnaciones de King Kong -la de 1933, pero también la de 1976 e incluso la del 2005 dirigida por Peter Jackson-, pero también con todo un compendio de cine bélico relacionado con la Guerra de Vietnam. Esa expedición integrada por militares -que todavía están lidiando con la derrota frente a los vietnamitas-, científicos, agentes corporativos, un explorador y una fotógrafa periodística, que terminará topándose no sólo con Kong sino también con otros monstruos, es el vehículo usado por el relato para establecer puentes con clásicos como Pelotón o Apocalipsis now, que sólo de a ratos cobran verdadera pertinencia. En muchos pasajes de Kong: la Isla Calavera estamos ante una especie de catálogo iconográfico, discursivo y genérico: el explorador que interpreta Tom Hiddleston se apellida Conrad, como el autor de El corazón de las tinieblas; la fotógrafa que encarna Brie Larson es una especie de voz de la consciencia, su visión crítica de la guerra y el militarismo; y el militar que hace Samuel L. Jackson es una especie de paradigma del comportamiento obsesivo y revanchista en su duelo con Kong. Pero sólo estamos ante estereotipos, no ante personajes sólidos y complejos. En cuanto a Kong, es un personaje atractivo solamente cuando ejerce su poder destructor, porque por lo demás, no es capaz de narrarse a sí mismo: son otros personajes los que tienen que contar su particular historia y posicionamiento, que lo coloca en un lugar de héroe a su pesar, de ser marcado por la tragedia, pero siempre dispuesto a dar pelea. Todo esto le impide elevarse por sí mismo al film, que hasta queda incluso condenado a ser una especie de reversión sin mucha gracia de ese otro emblema cinematográfico sobre la naturaleza hostil llamado Jurassic Park. En contraposición, el Hank Marlow que encarna Reilly insinúa otro posible film. Es un personaje libre, que respira por sí mismo, que incluso cuando baja línea respecto a la isla que habita desde que llegó siendo un joven soldado durante la Segunda Guerra Mundial, lo hace con un tono que evita una seriedad innecesaria. Es el portador del sentido de la aventura en el relato y que sirve como enlace con un imprescindible clasicismo al cual la película no termina de aferrarse. Cuando Marlow aparece, Kong: la Isla Calavera eleva su atractivo de manera exponencial. El problema es que Marlow no es el protagonista, por más que el film le termine entregando la última (y conmovedora) secuencia. Kong: la Isla Calavera pudo ser como Marlow: una película con real sentido de la aventura, divertida sin culpa, clásica en su concepción estructural, sensible para hablar de ciertos peligros y calamidades, melancólica y a la vez vital para invocar lo que se perdió. Pero no, terminó siendo otra cosa, un híbrido que encima carga con el inconveniente de ser parte de una franquicia que la supera. La respuesta para la identidad del film estaba dentro de él, pero no supo encontrarla.
INTIMA DESPEDIDA Tuvieron que pasar tres películas para que se encontrara el tono apropiado para el personaje de Wolverine. Era cuestión de profundizar en el género al cual pertenece, de identificarlo apropiadamente con la figura del outsider, el marginal. Si X-Men orígenes: Wolverine era un film sin rumbo, condicionado por su carácter de precuela, Wolverine: inmortal empezó a darse cuenta de esta necesidad de trabajar los dilemas interiores del personaje y sus carencias afectivas. Por eso esa necesidad inicial de llevarlo a Japón, de ponerlo en contacto con una otredad para así mostrar cuán diferente es de los demás. Sin embargo, Logan consigue ser el film definitivo sobre el personaje (y a la vez su despedida) porque lo revela como un extranjero eterno, incluso en su propia tierra. Posiblemente una de las claves para explicar el éxito de Logan esté en la violencia que despliega la película. No se trata sólo de las libertades que otorga la famosa calificación R, que tantos réditos (principalmente en la taquilla) le otorgó a Deadpool. El film con Ryan Reynolds funcionaba más que nada desde la provocación y el gesto canchero, aunque había que reconocerle que en sus mejores momentos lo violento se conjugaba con lo paródico. Pero el cierre de la trilogía de Wolverine apunta hacia otro lugar: es una película que duele, y no sólo en las secuencias de acción -donde impera una brutalidad inusual para el mainstream hollywoodense actual- sino desde la misma descripción y exhibición de los cuerpos. Principalmente el de Logan, un ser repleto de cicatrices, de huellas que hablan de sucesos pasados que quedan en un piadoso off. Y si hablamos de dolor, de cicatrices, de huellas de pasados terribles, el otro componente sobre el que se apoya Logan -y que va de la mano con su violencia- es su estructura argumental y genérica: el film de James Mangold primero sitúa a Logan en un futuro cercano donde los mutantes están prácticamente extintos, cuidando como puede -y con la ayuda de otro mutante, Caliban (Stephen Merchant)- a un nonagenario Profesor X, ocultos e intentando huir de un mundo que no ha cesado de golpearlos. Claro que ese esquema está destinado a alterarse a partir de la llegada de una joven mutante, Laura (notable la debutante Dafne Keen), que, como bien dice Charles Xavier, es muy parecida a Logan, tan parecida que él no podrá -por más que quiera- eludir la responsabilidad que le cae encima. A partir de ahí, en la huida que deberán emprender los protagonistas, es que la película empezará a incorporar una mixtura de géneros, fluctuando entre el western, el drama familiar, ciertos pasos de comedia -hay momentos donde lo insólito cobra características hilarantes-, los dilemas paterno-filiales (la trama está atravesada por diversas relaciones entre padres e hijos, no necesariamente biológicos) y la certeza de la vejez, de la enfermedad, de la muerte, siempre con el esquema de la road movie como marco (ligeramente) ordenador. Si hay algo que entiende a la perfección Mangold, tanto desde el trabajo en la puesta en escena como desde el guión, es que el personaje de Wolverine es, desde su ambigüedad, un vehículo perfecto para demostrar que la supuesta pureza de los géneros es una ilusión, que la mixtura es permanente y que lo que importa realmente es construir un relato atravesado por una grisácea, cruda y hasta arenosa melancolía. En Logan no se elude lo doloroso y la pérdida, pero tampoco se lo elogia desde un lugar vacuo o celebratorio. No hay épica, tampoco incluso una reivindicación de lo heroico. Hay más bien aceptación de lo que duele y lo que se pierde, de que el universo que habitan el protagonista y los que lo rodean está marcado por la persecución, la agresión, la oscuridad y hasta lo horroroso, lo cual se ejemplifica al máximo en una espeluznante secuencia en una granja. Esa aceptación es la que permite el gesto final de Wolverine, que ni siquiera puede ser entendido totalmente como de redención, sino más bien como de cumplimiento de un deber vinculado a lo afectivo. Su última acción relevante no implicará salvar al mundo o impedir una gran conspiración, sino proteger a los suyos, brindarse en cuerpo y alma hasta el final, hasta lo que puede dar su ser. En esa estructuración minimalista (con secuencias de alto impacto muy puntuales), íntima, familiar, alejada de la canchereada pero también de la impostación grandilocuente -y por ende, totalmente a contramano de casi todo el cine de superhéroes de los últimos años-, Logan es un film casi romántico y poético, sobre un tipo que busca ser fiel a sí mismo en cuanto empieza a darse cuenta que su tiempo, por fin, se está acabando. Mangold, junto a Hugh Jackman y claro, el gran Patrick Stewart, nos demuestran que, a veces, la despedida es el mayor acto heroico.
TODO SIGUE IGUAL La pregunta que atravesaba permanentemente al proyecto que significaba la secuela de Trainspotting era “¿para qué?”. Lamentablemente, esa pregunta persiste durante y después de ver T2: Trainspotting, que a lo largo de su argumento realiza un movimiento extraño: una especie de giro de 360º, donde la progresión es sólo aparente, porque a pesar de los gestos audiovisuales estrambóticos, del montaje acelerado y de los personajes corriendo de un lado para otro, todo permanece en el mismo lugar. En verdad, estamos ante una reescritura un tanto lavada y culposa de lo que fue el film original, que vuelve a girar alrededor del sinsentido permanente que marca a toda una generación, las adicciones como formas de escape hacia ninguna parte, esa necesidad de crecer pero no saber cómo y, finalmente, la traición como forma de definirse a uno mismo y en relación con los demás. Lo lavado y lo culposo surge más que nada desde ciertos monólogos de Renton (Ewan McGregor), que hacen referencia a esa existencia que es la nada misma y que continúa de igual modo, veinte años después, en su vuelta a Escocia y su reencuentro con sus antiguos compañeros; o de los apuntes de Spud (Ewen Bremner) que hacen foco principalmente en lo ocurrido en la primera parte y los dilemas que siguen acosando a todos los protagonistas en el presente. Es como si la palabra sirviera como expiación, pero también como contención y reconfiguración mainstream: ya no están las imágenes alucinadas, sucias y hasta horrorosas que interrogan al espectador, como sucedía en la primera entrega, sino a lo sumo como mera provocación o a lo sumo evocación de los hechos previos. Quizás lo lavado y lo culposo era inevitable en T2, porque ya en Trainspotting había un germen de culpa, vinculada al acto inolvidable que representa la traición. También hay que tener en cuenta que la estética del film de 1996 influyó notablemente en buena parte del cine de los años posteriores, siendo incorporado a variadas expresiones del mainstream británico, hollywoodense y de otras partes del mundo. Asimismo, prácticamente todos los participantes de esa película pasaron a integrar centralmente el sistema al cual parecían interpelar inicialmente: Danny Boyle es de los cineastas británicos más populares y llegó a ganar un Oscar; Irvine Welsh es un autor de referencia cuasi generacional; McGregor es una verdadera estrella; e incluso Bremner, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller y Kelly Macdonald desarrollaron sólidas carreras en cine y televisión. Entonces, ¿desde qué lugar había margen para plantarse en una posición revulsiva y contestataria? Por eso quizás el mecanismo de repetición de T2, ese volver a contar lo mismo para decirnos que veinte años después nada ha cambiado, el diálogo -o más bien guiño- con la antecesora. Hay, es cierto, un movimiento consciente por parte de Boyle y del elenco de la película de que se está exhibiendo una remake más que una secuela, pero parece más que nada un gesto obvio, un refugiarse en cierta seguridad de lo ya conocido, donde la convicción es un bien escaso. De innovación, progresión o anticipación, mejor ni hablar. Ya nada es lo mismo para Boyle y su pandilla, ya no son jóvenes con ganas de dar vuelta todo, son tipos grandes, maduros y burgueses tratando de hacerse cargo de que ya no pueden cambiar nada, que el momento de la rebeldía se acabó y ahora sólo queda recordar la juventud perdida, mientras se cumple con los pedidos del mercado. Y lo que pide el mercado es nostalgia, que es lo único que tienen a mano los espectadores que a mitad de los noventa, al borde del nuevo milenio y en plena consolidación de la globalización, creían ser rebeldes por reivindicar un film bastante desesperanzado que les decía que formaban parte de una generación que ya desde su concepción estaba hecha pelota. La secuela/reversión/actualización que es T2: Trainspotting viene a decirles que la profecía se cumplió, que la globalización terminó de triunfar no sólo en Edimburgo sino en todo el mundo y que sólo queda el guiño, el gesto, la repetición hasta el infinito. El problema es que no había necesidad de otra película para saber esto.
LOS BRILLOS Y SUS MÉRITOS Se podría decir que John Wick 2: un nuevo día para matar es efímera y no sería una equivocación o exageración. Tampoco un cuestionamiento. De hecho, esta secuela –que supera en eficacia y hasta complejidad a su antecesora- se hace cargo del lugar que ocupa, con desparpajo y alegría, encontrando allí sus mayores méritos: es un espectáculo hiperbólico, donde la exageración es la norma, pero también la fisicidad y el profesionalismo. Uno de los méritos más sustanciales de John Wick 2: un nuevo día para matar es que consigue una razón de ser como secuela –e incluso como paso intermedio rumbo al cierre de lo que será una trilogía-, a pesar de que la primera entrega parecía culminar la historia de su protagonista. Lo hace a partir de un relato que potencia no tanto al personaje del título sino al universo que lo rodea y habita, repleto de asesinos, mafiosos, entidades que nuclean a mafias, proveedores de criminales, hoteles que albergan delincuentes y hasta homeless que resultan ser tipos no precisamente muy santos. El John Wick que encarna Keanu Reeves con notable efectividad y compromiso, y que debe volver a las andadas cuando alguien le aparece en la puerta de su casa para cobrar ese tipo de deudas ineludibles, es una especie de envase vacío en diversos sentidos y vías: para los otros personajes, puede ser el cuco –“el Hombre de la Bolsa”, como le dicen varias veces-, el instrumento para ciertos fines, el representante de otros tiempos, la leyenda de la que todos hablan; para el espectador, es el vehículo para adentrarse en un mundo donde todo es brillo, superficie, fantasía lustrosa, códigos irrompibles –y que están para romperse-, lo que quisiéramos que fuera el submundo marginal. El director Chad Stahelski muestra ser astuto y hasta inteligente, apoyándose en el conciso y preciso guión de Derek Kolstad, pero también en todo un conjunto de filiaciones, que se acumulan desde el inicio, con una cita muy particular (y explícita) a Buster Keaton. La presencia de ese ícono del spaguetti western que es Franco Nero no es casual, porque podemos verlo como una especie de antecesor y modelo a seguir para John Wick. Algo similar se puede decir de la aparición de Laurence Fishburne: no solo es un guiño a Matrix, también lo es a un cine donde no importan los sentimientos o la política, sino las peleas y tiros. De hecho, John Wick 2: un nuevo día para matar busca recuperar cierto espíritu del cine de acción de los noventa, donde la exageración se imponía al realismo, la reflexividad escaseaba y los que dominaban el paisaje eran tipos como John Woo o Tsui Hark –verdaderos coreógrafos y compositores de la imagen-, a la vez que dialoga con el cine oriental del nuevo milenio y representantes como Johnnie To. Por eso John Wick 2: un nuevo día para matar, cuando deja el lastre de ciertos diálogos demasiado ceremoniosos, privilegia el plano de conjunto y hasta los planos generales para diseñar la acción, apelando al montaje en el cuadro, otorgándole una fluidez inusitada a la narración y las imágenes que la componen. Y en base a eso, consigue algunas secuencias notables, que están entre lo mejor de los últimos años, como la que transcurre en las catacumbas del Coliseo o la que se desarrolla en una exposición de espejos en un museo. En esa configuración narrativa, donde el relato progresa saltando de una escena de alto impacto a otra, esta secuela interpela a la saga más emblemática de los últimos tiempos: la de Bourne, con especial énfasis en Bourne: el ultimátum. Es una interpelación problemática, porque si en los films del asesino amnésico la acción está pautada por la política y la cámara en mano, el seguimiento a Wick está atravesado por un romanticismo simplón pero funcional y la steady cam. Donde ambas franquicias parecen darse la mano es en el final de John Wick 2: un nuevo día para matar, marcado por la desolación y la paranoia, y que es el puente perfecto para la tercera parte.
EL HEROISMO RECONVERTIDO “Everyday people do everyday things But I can’t be one of them I know you hear me now We are a different kind We can do anything” De la canción Heroes (we could be), que se escucha en un momento hilarante del film. Cuando el universo cinematográfico de DC parece hundirse a poco de zarpar, a partir de la dubitativa Batman vs Superman: el origen de la justicia y la desastrosa Escuadrón suicida, más los problemas alrededor de las producciones de Mujer Maravilla, La Liga de la Justicia, The Flash y The Batman, la bocanada de aire fresco llega desde el lugar más inesperado. Es que Lego Batman: la película no sólo es un gran film animado, sino también un notable relato de superhéroes, que viene a aportar algo nuevo a un género en constante peligro de encasillarse. Recién estamos ante el segundo film del universo Lego, luego de La gran aventura Lego, pero ya se puede intuir una diferencia capital respecto al mundo cinemático de DC: hay indudablemente una continuidad estética y hasta de estilo narrativo entre una entrega y otra, pero como no hay una necesidad ineludible de concebir una gran serie de relatos interrelacionados, eso permite que cada film se sostenga por sí mismo, desarrollando una trama propia y cerrada en sí misma. Eso ha sido un trampolín para que las películas de Lego exhiban una libertad llamativa en sus formas y resignificaciones genéricas. En el caso de Lego Batman: la película, el foco es el hombre murciélago, haciéndose cargo no sólo de que es el héroe más popular, sino también el más emblemático, el que estableció un imaginario con el que dialogan todos los demás. El abordaje se da desde la comedia, pero no como una mera excusa para acumular capas paródicas, sino para enriquecer al personaje, al mundo que habita y claro, al género. El film de Chris McKay parte y avanza en base a preguntas, poniendo en crisis a un personaje como el de Batman, que cree tener todas las respuestas pero que de repente encuentra un límite a su rol cuando varias cosas empiezan a cambiar en Ciudad Gótica. Los interrogantes que se plantea no son fáciles, porque giran alrededor de lo que implica la soledad del héroe, las diversas construcciones vinculadas al heroísmo y las concepciones particulares que se pueden tener sobre la familia, la amistad y hasta la paternidad. Y la interpelación se realiza siempre desde los límites, examinando los grises, buscando los lazos que unen los supuestos opuestos. Lego Batman: la película es un film de interacciones y cruces, donde la acumulación de múltiples personajes va más allá del guiño arbitrario, porque cada uno tiene algo para decir, en función de ese centro que es Batman pero también de sí mismo. La comedia animada disparatada y brillante, con decenas de ideas y referencias por minuto que es Lego Batman: la película es también, tan paradójica como lógicamente, un drama cuasi existencial, un film que demuestra la capacidad de lo cómico como vehículo para potenciar lo dramático. Hay una bella y luminosa melancolía en una historia que avanza a mil por hora pero que en pasajes muy precisos, en el medio de toda la velocidad, detiene su trama para incorporar más capas de reflexividad. Es que la acción está marcada por los sentimientos: tanto Batman como los personajes con los que se cruza tienen emociones específicas que los movilizan y hasta posicionamientos éticos, llevándolos a recorrer caminos tan estimulantes como coherentes. No hay linealidad en Lego Batman: la película. Tampoco pose, por más que abunden las citas culturales de todo tipo. En su comicidad, el film pone en evidencia la arbitrariedad de mucho drama y discurso heroico que posee ambiciones políticas pero que en verdad no sale de lo banal, porque sólo se cimenta en conflictos superficiales. Y a partir de ahí, de la risa y la parodia, de lo absurdo, lo hilarante y hasta lo anárquico, encuentra el arco dramático necesario y fundamental, lo humano que subyace en lo heroico. En su apuesta por la diversión sin límites pero también por ciertas emociones profundas; en su alternancia entre lo individual y lo grupal, en su agrietamiento de las fronteras entre el bien y el mal o entre el amor y el odio, configura para sí misma una identidad propia, inconfundible. Y de paso nos entrega al mejor Batman, al superhéroe que entendemos en su infantil pedantería pero también en su fragilidad y necesidad de afecto. Al fin y el cabo, todos arrastramos pérdidas, inseguridades, errores, a los que tratamos de ocultar mediante nuestros egos. Ahí tenemos, por fin, al Caballero Oscuro definitivo, para oficiarnos de espejo y salvarnos de las malas películas de DC.
Tres tipos creciendo y encontrándose a sí mismos Hay un saludable lazo entre Yo sé lo que envenena y Pistas para volver a casa, que es la apuesta en determinados tramos por la risa franca, alegre, divertida, es decir, por la comedia sin vueltas, aunque los abordajes sean diferentes. Si el film de Jazmín Stuart se permite ser por momentos un drama familiar hecho y derecho, que deja espacios abiertos para el humor y las situaciones absurdas, el de Federico Sosa es un relato de amistad sin vueltas, con ambiciones firmes a partir de una estructura simple pero que abre los caminos para el desarrollo de varios conflictos con igual peso. Lo atractivo y auspicioso de Yo sé lo que envenena es cómo construye su historia a partir de sus protagonistas, porque los tres jóvenes amigos sobre los que hace foco –Iván (Federico Liss), que sueña con que su banda sea telonera de Almafuerte; Chacho (Gustavo Pardi), que quiere progresar en su carrera actoral; y Rama (Sergio Podeley), que medio de sopetón se cruza con una chica que lo enamora al instante- son personajes complejos, profundos, empáticos, a los que se les nota de manera potente y a la vez sutil un pasado, un presente y hasta un futuro. Nos identificamos con los que le sucede, captamos rápidamente sus dilemas y nos apropiamos de los espacios que habitan. En eso, lo del film de Sosa es una pequeña lección para buena parte del cine argentino: la mejor forma de hablar sobre determinados contextos –como el conurbano bonaerense- es tener pleno conocimiento de ellos y nunca observarlos desde arriba, y eso es muy patente en el cineasta. Yo sé lo que envenena no baja línea, es directa en sus formas, no presume, no se pone por encima de lo que cuenta y eso le sirve de trampolín para cimentar un conurbano palpable, que se adivina complejo y dinámico a partir de los seres que lo habitan. Aunque se puedan cuestionar determinados pasajes donde la narración no termina de encontrar el tono justo, lo cierto es que en Yo sé lo que envenena lo que termina imponiéndose es el cariño por lo que se cuenta, exhibiendo conocimiento de los distintos subgéneros que se abordan, una construcción de sentido de pertenencia en las referencias culturales que es productiva para el relato, excelentes actuaciones y hasta astucia para aprovechar las limitaciones de producción. Yo sé lo que envenena es un film de crecimiento, de constitución de la identidad a través de los vínculos amistosos y familiares. También -para bien y para mal- un film de tipos, de hombres, donde aparece una visión tan sincera como problemática de la mujer, cercana y lejana a la vez, permanentemente desestabilizadora de los esquemas masculinos de los protagonistas. Sosa y todo su equipo pueden sentirse tranquilos: con poco, hicieron mucho en un film donde ya hay mucho presente y también mucho futuro.
SUPERFICIAL MORALIDAD Si había algo que no se podía decir del cine de Ben Affleck como director era que dejaba indiferente: tanto Desapareció una noche como Atracción peligrosa y Argo son películas que, aún con sus desniveles e imperfecciones, son vitales y cautivantes, despliegues de energía a todo nivel, con un montón de ideas estéticas, narrativas y hasta políticas. Son también películas que necesitan de espectadores activos e involucrados, con los que entablan diálogos permanentes y productivos. Por eso llama la atención que, luego de años de gestación, Affleck termine entregando un film tan inocuo y vacuo como Vivir de noche, que no parece tener nada para ofrecer más allá de su superficie lustrosa. Y eso que había una historia (basada en una novela de Dennis Lehane) que prometía bastante, porque el viaje -literal, pero también psicológico y social- que emprende el protagonista, Joe Coughlin (un Affleck sin la potencia necesaria para generar empatía), es cuando menos particular: hijo de un policía, vuelve desencantado de su experiencia como combatiente durante la Primera Guerra Mundial y emprende una carrera como criminal que lo llevará a enfrentarse con el jefe de la mafia irlandesa de Boston, para luego trasladarse a Florida y terminar trabajando a las órdenes del jefe de la mafia italiana, supervisando el contrabando de alcohol durante la Era de la Prohibición. En Vivir de noche pasa y hay de todo, como para completar una temporada entera de Boardwalk Empire: romances frustrados e interraciales, lazos de amistad puestos a prueba, policías corruptos pero honestos, chicas lindas, hombres violentos, choques entre gángsters, discursos religiosos y trágicos, tiroteos, persecuciones, explosiones y hasta el Ku Klux Klan. Y también mucha voz en off de Coughlin explicando todo, porque pareciera que Affleck, a pesar de todo el despliegue audiovisual del film, no puede encontrar la forma de narrar a través de las imágenes y se dedica sólo a exponer, que no es lo mismo que contar. Pero no sólo eso: hay una multitud de diálogos y hasta monólogos dedicados a explicitar la tesis de la película referida a lo trágico de todo el asunto y los niveles de responsabilidad que atraviesan los distintos sucesos y acciones. De hecho, Coughlin es un personaje marcado por la culpa, lo cual le termina quitando todo atractivo y credibilidad: el problema no es la culpa en sí, sino el hecho de que es un poco inexplicable que el personaje haga todo tipo de actos bastante terribles pero siempre con una dosis culposa y explicándose a través del contexto, incurriendo en un nivel de corrección política un tanto ridículo. Vivir de noche es un film que no sólo pierde la oportunidad de ir más allá y pensar y exponer la criminalidad que va de la mano de la amoralidad, sino que encima incurre en una discursividad para hablar de la culpa que se pretende trascendente pero que en unas cuantas ocasiones cae en un humor involuntario. Hay en Vivir de noche unos cuantos planos y encuadres espléndidos, pero no hay personajes de carnadura que los habiten. Se nota que Affleck es capaz de encuadrar muy bien y que le saca el jugo a la notable fotografía de Robert Richardson, quien por algo ha trabajado a las órdenes de Martin Scorsese y Quentin Tarantino. Pero no se puede rescatar a un film por su fotografía u otros rubros técnicos. Vivir de noche es una película donde se notan demasiado el diseño y las costuras, que sólo acumula referencias genéricas y estéticas, sin llegar nunca a profundizar. Affleck aparece aquí regodeado en los recursos técnicos a su disposición pero perdiendo la capacidad para narrar y decir algo sobre el mundo mediante herramientas verdaderamente cinematográficas. De ahí que sólo quede una fuerte señal de alarma para un cineasta que todavía tiene el crédito abierto.
UN PRODUCTO DE ESTOS TIEMPOS El comienzo de Resident evil: capítulo final es bastante representativo de todo el film e incluso de la franquicia. Arranca con una larga explicación/resumen por parte de Alice (Milla Jovovich) de todos los acontecimientos de la saga y luego vemos a la protagonista emergiendo desde unas instalaciones subterráneas a una Washington D.C. perfectamente representada en su devastación. A continuación, por esas cosas del guión, debe enfrentarse a un monstruo alado gigantesco, que parece defecado por el Diablo luego de una mala comida, recurriendo a un jeep al cual usa como instrumento de choque. Es una secuencia impactante desde el ruido y un montaje apresurado, incluso caótico, pero también totalmente arbitraria, sin sentido narrativo, sólo concebida por puro exhibicionismo y desde la más absoluta superficialidad. Así es esta película y la saga que integra (y que supuestamente cierra): un sinsentido bastante prepotente, definitivamente efímero y de a ratos simpático. Todo ha sido obra de ese matrimonio profesional y personal conformado por Paul W. S. Anderson y Jovovich. El realizador es, desde sus tiempos de Mortal kombat, una especie de Michael Bay de segunda línea, con menos guita a disposición y, hay que reconocerlo, mucho más soportable desde lo ideológico, incluso a pesar de ser un artesano un tanto torpe. La actriz encontró en Alice, heroína de acción de segunda línea, el papel de su vida, un personaje que le ha calzado perfecto y al que interpreta con total soltura. Casi sin que nos diéramos cuenta, Resident evil se fue consolidando como saga y de hecho es la única propiedad basada en un videojuego que ha tenido una continuidad, incluso construyendo un seguimiento por parte de los fanáticos y sin dejar de tener una cierta independencia respecto al material de origen. Y lo hizo con poco aunque honestamente, a tal punto que se puede resumir fácilmente cada entrega de acuerdo a los gustos propios: la primera tiene sus fallas pero a la distancia se defiende; la segunda es una grasada absoluta; la tercera, con lo arbitraria que es, posee unos cuantos buenos momentos; la cuarta es un desastre total; la quinta no es tan mala pero definitivamente no es buena. ¿Y la sexta? Bueno, Resident evil: capítulo final está a la altura de lo mejor de la saga, lo cual no la hace necesariamente buena. Digamos que Anderson ya es un realizador experimentado y domina bastante el estilo de la franquicia, y a Jovovich le sale de taquito su rol de Alice, y ambos ponen todo de sí para darle a los espectadores lo que fueron a buscar: el realizador diseña secuencias de alto impacto y la actriz se dedica a patear traseros, siempre con cariño y devoción. Lo que falta es un guión sólido, por más que haya una premisa: luego de los eventos de Resident evil 5: la venganza, Alice debe regresar a Racoon City, donde todo comenzó, para impedir que la Corporación Umbrella termine de destruir lo que queda de la humanidad y de paso liberar la cura para el virus que se esparció por el planeta. Hay, sí, muchas vueltas de tuerca, personajes que reaparecen y más vueltas de tuerca, pero en verdad todo parece estar en función de desplegar explosiones, persecuciones, monstruos, tiros, patadas, piñas y un largo etcétera. De hecho, los personajes que acompañan a Alice en su última misión son, como casi siempre en todos los films, totalmente esquemáticos y descartables. Por eso al público sólo podrá importarle lo que haga Alice, o más bien, de qué forma espectacular llegará al final de su camino como heroína. Resident evil: capítulo final es un film que se hace cargo de su rol dentro del engranaje de la franquicia e incluso del panorama cinematográfico actual: es un producto absolutamente descerebrado, sin nada para aportar pero coherente en sus superficiales principios. Hay mucho ruido, sangre, todo vuela por los aires, la aventura se termina -supuestamente para siempre- y ya está, pasamos a otra cosa, porque no tardamos en olvidar lo que vimos y oímos. Lo que se dice un film muy actual, bien de estos tiempos.
LA MUJER MARCANDO EL CAMINO Al igual que Marvel, Disney sigue contando la misma historia de siempre, pero se las arregla para repensar, reformular y reescribir sus propias estructuras, para así renovarse sin dejar de ser fiel a sus propias tradiciones. Lo del estudio no es un “cambiar para que nada cambie” sino más bien un “seguir siendo el mismo pero diferente”, esa evolución justa, precisa y necesaria, que es la que alimenta tanto el clasicismo como la innovación. Moana: un mar de aventuras es una continuidad que entrega la seguridad de elementos ya vistos pero también nuevos, que estimulan al espectador. Del mismo modo, Ron Clements y John Musker (los mismos de La sirenita, Alladin y La princesa y el sapo, entre otras) repiensan y reelaboran tópicos y variables de su propio cine, tomando conceptos de la cultura maorí y las tribus de la antigua Polinesia, para plantear una travesía donde la joven Moana, acompañada a regañadientes por el semidiós Maui (estupendo Dwayne Johnson en la voz), busca salvar al mundo de una progresiva destrucción. Moana: un mar de aventuras es también un relato de descubrimiento, de salir al mundo, de quebrar límites y fronteras impuestas por una cultura o marco al que se pertenece, donde es una mujer la que rompe con los esquemas, ligándose con otros films de la compañía como La bella y la bestia, Pocahontas o, más recientemente, Frozen: una aventura congelada y Enredados. Pero en Moana: un mar de aventuras hay una pequeña gran variante: no hay un interés amoroso para la protagonista, sólo compañeros, amigos y hasta tutores en la aventura, con lo que las retroalimentaciones cobran otros sentidos, que van más allá de lo romántico y en los que intervienen otros factores. Porque Moana: un mar de aventuras posee una buena dosis de autoconciencia y su relato explicita en variados pasajes las mecánicas de este tipo de cuentos, pero no para renegar de ellas, sino para reafirmarlas, indagando en razones para creer en esos imaginarios. Y es en esta reflexión que roza lo metalingüístico que el film se revela como sumamente inteligente y arriesgado, por la forma en que interroga (y nos interroga) sobre cómo hay convenciones que son pura construcción cultural. En eso, el personaje de Maui -y su interacción con Moana- es clave: la película revela, como pocas, que no sólo las acciones importan, sino también los resultados de ellas y las interpretaciones, que hay intenciones y recepciones, que no todo es blanco o negro y que muchas veces las historias que nos cuentan no guardan una total similitud con la realidad. Ese diálogo con las tradiciones y la manera en que nos van delineando como personas -aún cuando las enfrentamos y las ponemos en crisis- impulsan hacia adelante a un film que es esencialmente una road-movie donde la relación central primero es forzada pero luego crece desde el respeto y la igualdad en las perspectivas. Pero además hay, a cada minuto, un despliegue maravilloso en todos los posibles niveles audiovisuales: Moana: un mar de aventuras es un film que respira cine, desde la creación de escenarios y situaciones avasallantes en los colores y formas desplegados, hasta un compendio de canciones destinadas a permanecer en la memoria (You’re welcome, interpretada por el mismo Johnson, se lleva todas las palmas). Jamás hay pereza en la película, sino creatividad pura, una voluntad inmensa por explotar el campo animado y crear un universo que es en verdad muchos universos, donde el terreno de lo espiritual se fusiona de manera profunda y verdaderamente trascendente con lo humano. Se le podrán criticar a Moana: un mar de aventuras algunas fallas narrativas, ciertos pasajes donde se pierde en idas y vueltas un tanto redundantes. Pero aún así es un film que se disfruta enormemente y que confirma que Disney -con algo de ayuda de Pixar, no hay que olvidarse- sigue marcando el rumbo a seguir. Y que las que comandan el barco son mujeres, que no eligen las respuestas fáciles sino que encaran desafíos y afrontan lo desconocido. De eso se trata el cine, al fin y al cabo: de descubrir mundos, de traspasar fronteras, de encontrarnos personajes como Moana, que nos hablan directo al corazón.