LOS PECADOS QUE NOS ALCANZAN La verdad que me cuesta entender el nivel de maltrato por parte de los críticos que ha sufrido La luz entre los océanos, y más aún si tengo en cuenta que Derek Cianfrance venía de generar un fuerte consenso a partir de Blue Valentine y El lugar donde todo termina. No es un problema de punto de vista, sino de cómo se respalda la propia perspectiva a la hora de mirar y escribir sobre un film, que va por dos vías principales: el capricho casi digno de análisis psicológico de muchos críticos que, luego de poner en lo más alto a un cineasta, lo tiran abajo y lo hunden en el barro, en una banal mostración de rudeza; y un tipo de formación que lleva a una imperiosa necesidad de encadenar cualquier película que se analiza a uno o varios referentes previos. Las dos “críticas” publicadas en Otros Cines son un ejemplo un tanto triste: si el texto de Diego Battle acumula casi de manera coleccionable en su primer párrafo cuatro nombres importantes (Davies, Lean, Bergman, Sirk) y hasta una autocita cuya fuente es Twitter (sí, el gran Battle ya llegó a un lugar de excelencia tal que hasta es capaz de citar un tweet propio); el de Carlota Mosegui tiene dos párrafos (es que debía estar muy apurada y no tenía tiempo para escribir), donde se dedica básicamente a repetir lo mismo que Battle. Si usted, querido lector, está empezando a pensar que el panorama de la crítica argentina es trágico, lo avalo por completo. Lo cierto es que se ha tratado a La luz entre los océanos de drama académico, demasiado prolijo, convencional en su construcción y hasta moralista, pero esa no deja de ser una visión tranquilizadora y superficial: las bases donde se apoya Cianfrance son tenues, porque su apuesta no pasa por el homenaje, la cita o la mera reproducción de un modelo ya asentado. No, lo que intenta es diferente, implica recorrer un camino propio, donde el hilo narrativo se va formando de manera pausada, a partir de las acciones, los gestos y las miradas, con una inversión particular donde las transiciones tienen mucho más peso de lo habitual. De hecho, el conflicto central tarda en aparecer no por torpeza narrativa, sino por una decisión sumamente consciente por parte del director, a partir del material de origen, la exitosa novela de M.L. Stedman. Lo que le importa en primera instancia es construir el vínculo entre Tom Sherbourne (Michael Fassbender) e Isabel Graysmark (Alicia Vikander), cómo el amor que va naciendo entre ellos funciona como una forma de curación para los dolores y las pérdidas que ambos vienen arrastrando. Es una especie de largo prólogo que le permite a Cianfrance retratar el lazo entre la búsqueda de soledad por parte de Tom y su decisión de convertirse en el cuidador de un faro aislado del resto de la civilización, en una huída deliberada de su pasado como soldado durante la Primera Guerra Mundial; pero también indagar en la soledad que padece Isabel, atravesada por la pérdida de sus dos hermanos en la Gran Guerra. Y luego de eso, el encuentro entre esos dos individuos, el acercamiento tímido, respetuoso, pero innegablemente sincero, la confluencia entre esos dos cuerpos dolidos que van creyendo que pueden recuperar la felicidad al empezar una vida juntos. El relato no les niega antojadizamente esa felicidad y por eso el film puede entregar instantes plenos donde la convivencia surge como una forma de complementariedad, sin por eso negar el dolor, sino incorporándolo a las etapas de la vida y por ende dándole otra relevancia a sentimientos y gestos que desde su simplicidad dicen mucho sobre los protagonistas. Hay una secuencia alrededor de un piano viejo y defectuoso que es ejemplificadora de esto último y toda una declaración de principios. Por todo esto es que podemos entender, comprender y hasta justificar la decisión de Tom e Isabel de adoptar de manera irregular a un bebé que llega accidentalmente en un bote náufrago a las costas de su hogar, ante la imposibilidad de ella de concebir naturalmente. Y lo mismo se puede decir respecto a la culpa por esa acción, que afecta particularmente a Tom. Cianfrance vuelve a girar alrededor del tema de la paternidad, pero también de la maternidad -Isabel tiene muchas cosas para decir y decidir en su rol de madre-, y esas dos variables le permiten seguir abordando otro tópico decisivo en su cine, que son las razones que llevan a ciertas decisiones, las consecuencias que acarrean y cómo lidiar con las repercusiones. La culpa es el núcleo absoluto de La luz entre los océanos y está presente aún antes de desatarse el nudo conflictivo, ya está marcando a los personajes desde el minuto uno. Lo temporal es un principio fuertemente constructor de los personajes en La luz entre los océanos, es prácticamente una película de vida, una especie de saga familiar, lo cual explica que el film decaiga en su segunda mitad, particularmente a partir de la aparición de Hannah Roennfeldt (Rachel Weisz), la madre biológica de la niña adoptada por Tom e Isabel. La propia historia de amor de Hannah -que podría haber tenido una película propia- está desarrollada un tanto a las apuradas y eso le resta impacto a su personaje, delatando asimismo que en verdad la fuente primaria de interés de Cianfrance es el matrimonio de Tom e Isabel, con el primero como eje moral. Historia de amor, de tragedias, dolores y pérdidas, de deseos y frustraciones, La luz entre los océanos es también un film de época, pero no en el sentido de la mera reproducción naturalista de un tiempo y lugar. Lo que se intuye en el film, casi como un fuera de campo que condiciona a los protagonistas, es un conjunto de valores socio-culturales, un paisaje estableciendo un vínculo de retroalimentación con los dilemas que se van desarrollando a lo largo del metraje. Aún con sus fallos, La luz entre los océanos es un film de gran honestidad, mucho más arriesgado de lo que parece, donde cada minuto y cada plano cuenta, confirmando a Cianfrance como un cineasta moral, que no es lo mismo que moralista.
LA BUSQUEDA DE NUEVOS CAMINOS Toda adaptación cinematográfica de una obra literaria -incluso la más fiel y respetuosa- implica algún tipo de ruptura, que ya está dada por el cambio de lenguaje. Pero ese es sólo el comienzo de otros posibles quiebres y apenas una dirección en las que se pueden producir. Lo cierto es que El limonero real, el nuevo film de Gustavo Fontán, es un intento de rompimiento -posiblemente inconsciente- por parte del cineasta no sólo con la escritura de Juan José Saer, sino también con su propio cine. Desde la repetición de tiempos, palabras y situaciones, la pluma de Saer, con su distintiva cadencia, le impone límites al cine de Fontán, pero también le otorga posibilidades y potencialidades, nuevas formas de repensar temas, modalidades y herramientas que vienen habitando desde hace tiempo su mirada cinematográfica. En la historia de esa familia que habita las costas del Río Paraná, atravesada por la decisión de una de sus integrantes, que no puede olvidar la muerte de su hijo y continúa de luto, hay tópicos y preocupaciones fuertemente enlazadas con lo temporal y cómo esa variable afecta a las personas y sus cuerpos. Y Fontán siempre ha sido un cineasta del y por el tiempo, alguien que pone en cuestión las separaciones fáciles para pensar lo cronológico, proponiendo a cambio una sensibilidad donde es la duración y la continuidad la que define al ser humano, fundiendo el pasado, el presente y el futuro. Pero El limonero real emprende en sí una búsqueda tímida, casi correcta incluso, donde Fontán reproduce en buena medida el conflicto central, sin zambullirse por completo en las profundidades del texto de Saer y por ende sin hallar esos focos imprescindibles para innovar a fondo. Más bien se preocupa por encontrar las coincidencias entre su perspectiva cinematográfica y la fuente literaria, con lo que el film ofrece una previsibilidad que en cierta forma le resta impacto. La separación, el quiebre, esa interpelación un tanto irrespetuosa pero sumamente necesaria no termina de aparecer. Esto no significa que el film carezca de méritos, porque Fontán no sólo es extremadamente hábil en la puesta en escena y un estupendo creador de imágenes repletas de significados y/o significantes: es también un director indudablemente interesado en sus personajes, en otorgarles una voz aún desde sus silencios o ausencias, para así indagar desde una materialidad inusual sobre esas concepciones casi abstractas -y a la vez muy palpables- que son el duelo y la melancolía. Fontán vuelve a demostrar que en el contexto del cine argentino actual nadie filma como él, que nadie más posee la capacidad para expresar con respeto y madurez una cultura que para muchos de nosotros permanece oculta, a pesar de estar ahí, presente y a la vista. Fontán sigue siendo un gran narrador, alguien indudablemente preocupado por cada segundo y cada fotograma que componen sus films, pero su encuentro con Saer no termina de aportar un recorte realmente innovador. Y eso en parte atenta contra su cine: todo director está, tarde o temprano, condenado a seguir filmando la misma película una y otra vez, a repetir obsesiones, enfoques y rasgos formales, con lo que el desafío es introducir pequeñas reinvenciones dentro de su propia historia como realizador. A Fontán se le empieza a aparecer este reto y, viendo El limonero real, da la sensación que la búsqueda de ese reposicionamiento está presente, pero aún no termina de tomar forma. Lo que se impone es una continuidad que sólo por ahora funciona como garantía.
DEMASIADA CULPA Los espejos deformados en los que se mira Amigos de armas son -de manera bastante explícita- Caracortada, Buenos muchachos, Casino y hasta El lobo de Wall Street, todos cuentos morales sobre el crimen y el castigo. No es extraño que Todd Phillips elija dialogar con esos films, y con los cines de Brian De Palma y Martin Scorsese: él es esencialmente un cineasta muy interesado en lo moral y con un vínculo cuando menos problemático con ese concepto, que lo ha llevado a avances y retrocesos, a vacilaciones y atrevimientos a lo largo de su filmografía. Eso se notaba en unos cuántos pasajes de Viaje censurado, Aquellos viejos tiempos y hasta Starsky y Hutch, pero es en la trilogía de ¿Qué pasó ayer? donde el moralismo muta en culpa y después en conservadurismo, principalmente en las instancias definitorias. En Amigos de armas es donde Phillips se zambulle definitivamente en los terrenos dramáticos, lo cual genera un choque con las expectativas que se podían generar de acuerdo a lo visto en los adelantos previos. La historia real de David Packouz (Miles Teller) y Efraim Diveroli (Jonah Hill), dos jóvenes que supieron ir escalando poco a poco en el negocio de las armas hasta ganar un contrato por 300 millones de dólares otorgado por el Pentágono para proveer de armamento a los aliados estadounidenses en Afganistán, es esencialmente un relato de ascenso y caída, de lealtades y traiciones, de concepciones del deber, de lo personal fusionándose con lo laboral, donde las instancias cómicas -por lejos lo mejor del film- van por el lado de la explotación de lo absurdo e insólito, aunque sólo como un aporte secundario, y en el que el punto de vista juega un papel decisivo en la configuración de la trama. Porque Amigos de armas, al igual que los films que le sirven como modelos, elige a un personaje y por lo tanto un lugar muy definido para instaurar su narración, y ahí posiblemente encuentre sus mayores limitaciones. El que cuenta todo es David, y todo lo cuenta desde la culpa, desde el remordimiento, desde una concepción moral donde no está mal hacer guita, mientras se haga desde ciertos marcos de legalidad o para sostener el estilo de vida de su pareja y su hija. Es el personaje que debe justificarse permanentemente, ante sí mismo, los demás personajes y, casi por decantación, el espectador. El que no necesita justificarse, el que miente, manipula, roba y gana plata sin ninguna clase de inquietud es Efraim, pero él es observado a la distancia, él no construye desde su perspectiva los hechos, queda juzgado por la cámara de Phillips, timorata para aceptar los riesgos que plantea el personaje encarnado por Hill. Allí es donde se establecen las diferencias fundamentales con las películas de De Palma y Scorsese, que también tienen una opinión sobre lo que cuentan, una mirada acerca de lo que implica la voluntad por adquirir cada vez más poder y dinero, pero que aún así les permiten a sus protagonistas no justificarse, sino mostrarse plenamente, decirles a los espectadores quiénes son, por qué son así, revelándose como seres casi amorales e infantiles, que se muestran orgullosos de sí mismos o sumamente autocríticos con absoluta propiedad. En Amigos de armas eso no termina de aparecer, casi siempre el disfrute está atravesado por la voz culposa de David, quien tratando de explicar todo incluso obtura en buena medida las posibilidades estéticas y narrativas del film. Phillips quiere trasladar algo de su visión cómica al terreno de la realidad estadounidense y realizar una tesis social, en una operación similar a la de Adam McKay en La gran apuesta, pero no tiene las ideas tan claras como aquel. No se trata de una cuestión de validez en el punto de vista ideológico, sino de convicción, de saber exactamente qué contar y de tener la seguridad pertinente para así poder otorgarle libertad a las criaturas que pueblan el film. En eso, la frase final -“no más preguntas”- es reveladora de los límites de Amigos de armas: Phillips no se atreve a explorar todos los enigmas que plantea la historia, se queda sin hacer las preguntas más incómodas y lo que queda son respuestas superficiales, fáciles de digerir para las mentes culposas.
APENAS ALGUNAS INCORRECCIONES Es medio difícil de explicar por qué, pero al ver Detrás de los anteojos blancos se me venía a la memoria, de forma un tanto arbitraria, ese gran, enorme libro de Francois Truffaut llamado El cine según Hitchcock. El enorme mérito de Truffaut no estaba tanto en la planificación previa de los cuestionarios a Hitchcock, sino la forma en que repreguntaba o cómo dejaba las puertas abiertas durante la fase de la entrevista para que el maestro del suspense se explayara. Eso es lo que permitió que, como afirmó el mismo realizador y crítico francés, surgiera ese Hitchcock privado, casi totalmente opuesto en carácter al hombre público. La clave innovadora del libro radica en los espacios de improvisación, de alteración de las estructuras de base, que evidencian lo notable entrevistador que era Truffaut. Quizás El cine según Hitchcock me haya venido a la memoria porque tiene algo de lo que Detrás de los anteojos blancos carece, que es esa improvisación, esa capacidad para sacudir sus propias estructuras. No es que eso le quite total validez al documental de Valerio Ruiz, pero su retrato sobre la figura de Lina Wertmüller luce en extremo calculado y hasta previsible. Y eso que Wertmüller es una artista muy particular, alguien que se destacó de manera radical en el rico panorama de un cine como el de Italia, país que encima siempre estuvo asentado en un machismo que a los argentinos nos resulta muy nuestro. Hay ahí un personaje un tanto impredecible, una mujer que señaló y sacudió estructuras, y en parte Ruiz intenta seguir su legado desde ciertos aspectos formales, dialogando desde la puesta en escena con elementos de la filmografía de Wertmüller, estableciendo cierto análisis crítico de su obra y hasta apelando incluso a formas musicales. Sin embargo, Detrás de los anteojos blancos no consigue o no se atreve a introducir una ruptura total desde lo narrativo y/o la puesta en escena, descansando en numerosos paisajes en el seguimiento de Wertmüller o las anécdotas que vuelcan figuras como Rutger Hauer, Giancarlo Giannini, Nastassja Kinski, Sophia Loren, Harvey Keitel y hasta Martin Scorsese (a esta altura, todo un cholulo del cine italiano más emblemático). De ahí que Detrás de los anteojos blancos ofrezca unos cuantos momentos interesantes desde lo anecdótico, lo analítico y hasta lo estético, pero siempre desde una vía donde escasean las sorpresas y no falta lo enciclopédico. Es agradable en su desarrollo y tiene en Wertmüller un personaje estupendo, que seguro carga sobre sus espaldas con toda clase de historias y contradicciones. Pero esos quiebres, esas fisuras interiores sólo aparecen de a ratos. Lo que queda es una mirada políticamente correcta sobre una mujer políticamente incorrecta.
LA BANALIDAD DEL MAL Es mucho más interesante pensar y analizar Escuadrón suicida por lo que no fue, por todo lo que amagó a ser, por lo que posiblemente quedó en la mesa de montaje, por las idas y vueltas detrás de cámara, que por lo que finalmente se vio en pantalla, que es realmente flojísimo y encima, carente de interés, porque ni siquiera es un desastre divertido. El despiole que es Escuadrón suicida tiene una larga historia, que incluso trasciende su propia producción. Posiblemente toda la culpa sea de Marvel y Disney: después del éxito de la trilogía de Batman realizada por Christopher Nolan, que incluyó esa obra maestra que es El caballero de la noche, el estudio pensaba hacer lo mismo con Superman y El hombre de acero (aún con sus limitaciones) era un auspicioso primer paso. Pero el éxito arrollador de Los Vengadores y de todo el Universo Cinemático de Marvel casi que forzaron a Warner y DC a armar su propio universo como respuesta. Claro que lo hicieron a las apuradas, sin pensar un tono unificador y apostando a guiños o nombres potentes (como el de Ben Affleck) antes que en un mundo que tenga algo sólido que decir. Y entonces sucedió Batman vs Superman: el origen de la justicia, que quiere contar muchas cosas pero al final no cuenta ninguna. A partir de la mala recepción del film de Zack Snyder, Warner comenzó a vacilar, repensando sobre la marcha el tono oscuro y retorcido construido inicialmente para Escuadrón suicida, aplicando cambios que llevan a que la película sea una suma de cálculos errados y un desorden absoluto. Da para preguntarse para qué el estudio contrató como director a David Ayer: teniendo en cuenta que había dirigido films como El sabotaje y Corazones de hierro, además de haber escrito el guión de Día de entrenamiento, lo que seguramente podía aportar era crudeza, fisicidad, violencia. Pero eso aparece a cuentagotas, notándose demasiado las indecisiones en la producción, las marchas y contramarchas, e incluso la redacción apresurada de un guión que tuvo que ser escrito por Ayer en apenas un mes y medio. Se pueden entender fácilmente la inconsistencia, las dudas, la necesidad de complacer a todo el mundo y cómo no termina satisfaciendo a nadie, sólo con analizar la participación del Guasón: es un personaje que no tiene nada que hacer en la trama más que funcionar como guiño complaciente para los fanáticos, que por ende es presentado de una manera totalmente administrativa y que sólo aburre o irrita, fruto en buena medida de la interpretación de Jared Leto, que hace un montón de morisquetas y nada más, repitiendo en buena medida el procedimiento de Jesse Eisenberg con su Lex Luthor. Pensemos un segundo: ¿este Guasón está en condiciones de enfrentarse al Batman de Affleck? No, porque no está en condiciones ni de enfrentarse al Batman de Adam West. Si el Guasón es innecesario, el Deadshot que compone Will Smith es el Príncipe del Rap pero con armas; la Harley Quinn de Margot Robbie es una apología del sexismo (es llamativa la cantidad de veces que enfocan su culo para dejar en claro que todo el mundo le mira el culo); el resto del equipo protagonista tiene poquísimo desarrollo; hay personajes, como el de Slipknot (Adam Beach), que sólo están en función de comprobar algo; los villanos no tienen una motivación y quedan enterrados en la intrascendencia; hay una acumulación casi enfermiza de guiños cancheros; y la banda sonora es un compendio de lugares comunes y previsibilidad como no se escuchaba desde El clan. Lo cierto es que la aturdidora y vacua película que es Escuadrón suicida puede agruparse junto a otros films del Hollywood más reciente, como Día de la Independencia: contraataque o Warcraft: gigantescos, banales, sin objetivos claros, tan temerosos de sí mismos y sus propuestas que sus descarrilamientos son consecuencias de sus propias inseguridades. Frente a eso, nada mejor que tanques enormes, pero por sus inquebrantables convicciones, como Cazafantasmas. Mientras tanto, el universo de Warner y DC sigue con una autoindulgencia que sólo disfraza su desorientación y falta de ideas.
DE NO CREER El comienzo de Inseparables es ejemplificador de muchos de los problemas del film y algunas de las salvedades que evitan que sea un absoluto desastre: lo vemos a Tito (Rodrigo De la Serna) conduciendo un auto -bien de alta gama- en el que lleva a Felipe (Oscar Martínez), manejando a alta velocidad por las calles de Buenos Aires, siendo detenidos por la policía y sacándose el problema de encima con un par de avivadas. Ya desde la puesta en escena, el montaje y especialmente la banda sonora (que atrasa treinta años) el film nos quiere vender que ese momento es liberador, conmovedor y hasta un poco gracioso, sin darse cuenta de que para generar esas sensaciones en el espectador le falta algo tan simple como esencial: personajes con los que empatizar, básicamente porque no los conocemos, ya que estamos en el minuto uno del metraje. Hay cuestiones narrativas muy importantes que el guión no parece tener en cuenta, como si pensara que inmediatamente el público debe conectar con los personajes casi por decantación porque está ante una historia de “hondo contenido humano”. Es decir, no importa el relato o la construcción de conflictos: importa el tema, el tópico, o directamente el “mensaje”. Ante eso, lo único que se puede destacar es cómo De la Serna y Martínez salvan la secuencia en base al oficio que poseen y la química que generan entre sí, a puro timing cómico y simpatía. Lo cierto es que esto sucede porque a esta altura del partido, Marcos Carnevale ya creó desde su filmografía una especie de subgénero dentro del cine nacional de los últimos años, que podríamos denominar “mensajismo desde las clases pudientes”. Desde allí, nos habla sobre la necesidad de superar la discriminación, la intolerancia, las diferencias, la falta de afecto, la violencia, con una facilismo en su mirada que nos hace recordar a cuando Susanita, la amiga de Mafalda, terminaba de leer el diario y decía, bostezando, “ahhh, por suerte el mundo queda tan, tan lejos…”. Films como El espejo de los otros, Corazón de León o Viudas parecen tener todas las respuestas, que vienen en forma de mensaje bienintencionado y progre, y que en verdad nos revelan que todo se soluciona muy pero muy fácil en un universo al que se observa con la tranquilidad que ofrece la distancia. Inseparables es una nueva oportunidad para que Carnevale nos plantee conflictos para inmediatamente negarlos, porque para todos los problemas existe una única y simple resolución. En el caso de Inseparables, Carnevale cuenta con material previo, que es el film original francés Amigos intocables, y frente a eso hace la más fácil de todas, que es reproducir exactamente la misma estructura narrativa, con las mismas características para los personajes, las mismas situaciones, los mismos diálogos, los mismos chistes y alguna que otra diferenciación idiomática. Eso le permite llevar adelante un relato mínimamente coherente, con algunas secuencias potables, pero no mucho más, porque también repite las fallas de la película de Olivier Nakache y Eric Toledano: esto es, la falta de un vínculo coherente y consistente entre los protagonistas, además de una media hora donde la trama gira en el vacío, sin hallar un hilo que conduzca las acciones e incluso regodeándose en la repetición de situaciones. Lo único que parece tener para aportar Carnevale -además de su notoria incomodidad cuando tiene que filmar por unos minutos a las “clases bajas” de este país- es el elenco, e incluso ahí no termina de notarse la mano del director, sino la interpretación propia que consiguen hacer los actores. Ahí la tenemos a Carla Peterson cumpliendo con su papel y Alejandra Flechner otra vez demostrando que lo suyo es la discreción, los gestos y miradas justos en el momento correcto y el lugar indicado. Y claro, a Martínez dándole una gran dignidad a su rol, sin resaltar sus padecimientos, y a un De la Serna en estado de gracia, pasando del drama a la comedia con una ductilidad que evidencia que, si no es el mejor actor argentino del momento, le pega en el palo, porque está en condiciones de llevar a buen puerto lo que sea. Hay demasiadas escenas en Inseparables que son inverosímiles, poco creativas, con una concepción del drama o el humor que asombra por su esquematismo. Y sin embargo, por momentos podemos creer en ese vínculo entre Felipe y Tito, entre ese hombre acaudalado pero que se siente aprisionado en su silla de ruedas, y ese compañero de vida que le aparece de la nada y que también tiene demonios internos por combatir. A Martínez y De la Serna les creemos. A la película que es Inseparables, no.
LA ABRUMADORA REALIDAD Un film que duele, eso es Los cuerpos dóciles, que sigue a Alfredo García Kalb, un abogado penalista que con sus formas y concepciones éticas desafía los estereotipos de su profesión, evidenciando de esta manera las grietas discursivas que presenta el entramado enunciativo del sistema penal argentino y delatando tanto sus límites como sus posibilidades. A Alfredo lo vemos lidiando con casos donde son los más jóvenes y pobres los que pagan los platos rotos, tratando de encontrarles, o mostrándoles, alguna salida o alternativa a ese infierno que son las cárceles, atravesando con ellos -y sus familias- ese despiadado purgatorio que es el sistema judicial argentino. Los directores Matías Scarvaci y Diego Gachassin encuentran el hueco justo donde lo documental se cruza con lo ficcional, con la construcción -o más bien reconstrucción, a partir de la representación y el recorte- que aporta el dispositivo cinematográfico. Y van revelando, como de a capas, las dosis de perversidad, opresión y represión de muchas situaciones que se aceptan y naturalizan, pero que poco tienen de natural, y especialmente de humano. Lo que va quedando, contenido dentro de un relato con marcos similares a los de una película de crímenes y juicios, es una narración muy parecida a una tragedia, con Alfredo como un personaje definitivamente heroico que hace todo lo posible para evitar esos destinos trágicos para los individuos que defiende, aunque termine golpeándose con la realidad. Una realidad implacable, donde no parece haber lugar para la redención, la contención, la empatía con los marginales y desplazados del sistema. En eso, el título del film -que remite a un capítulo de Vigilar y castigar, de Michel Foucault- es toda una declaración de principios: lo que contemplamos es la antesala de la domesticación de esos cuerpos. “Estoy cansado de tanta realidad”, dice sobre el final Alfredo. Los espectadores también, aunque quizás sea el momento de ver cómo cambiar esa realidad. Los cuerpos dóciles, a partir de su potente construcción formal, es un cachetazo que supera toda indiferencia posible.
ESTADO DE SITUACION La discreta comedia que es Permitidos funciona, esencialmente, para realizar un diagnóstico de buena parte del sector más industrial, masivo y hasta televisivo del cine argentino actual, que venía consolidando su hegemonía en la difusión, distribución y recaudación de manera avasallante en los últimos años del kirchnerismo (demostrando que todo eso de la pluralidad, la diversidad de voces y la lucha contra los monopolios era para la tribuna de aplaudidores) y que en estos primeros meses del macrismo ha encontrado un socio fenomenal en la gestión del INCAA, presidida por Alejandro Cacetta (quien no tiene muchos problemas en colocarse como socio productor de este proyecto, en una clara incompatibilidad de funciones con su labor pública). Lo que se aprecia es una acumulación de rasgos cada vez más consolidados, lo cual en este caso no es particularmente auspicioso. Rasgo 1: al igual que con Sin hijos, el director Ariel Winograd vuelve a quedarse llamativamente atado a la premisa que dispara el relato. En este caso, una pareja, Mateo (Martín Piroyanski) y Camila (Lali Espósito) que está en un momento ideal, a punto de mudarse, que una noche tienen una cena con otra pareja amiga, donde surge el tema de los “permitidos”, de ese famoso con el que podrían tener una noche de pasión sin que fuera considerado una infidelidad. Obviamente, sucede lo (in)esperado: Mateo se cruza de casualidad con su permitida y ahí comienzan a sucederse los malentendidos, enredos, mentiras y más malentendidos. El problema no es que haya una premisa, porque todo relato cinematográfico en mayor o menor medida la necesita. El inconveniente pasa porque lo único que queda es ese disparador, con una narración errante que no termina de configurar un mundo, una historia sólida y un conjunto de personajes que realicen un camino coherente. Es cuando menos llamativa la dispersión del film, cómo amaga con ser una comedia de rematrimonio, para luego separar de manera abismal las líneas narrativas de sus dos personajes centrales y finalmente juntarlos a las apuradas en los últimos minutos. Al igual que Dos más dos o Me casé con un boludo, Permitidos sabe cuál es el concepto desde el cual partir, pero no tiene claro cómo resolver ese conflicto inicial. Rasgo 2: Permitidos es, a pesar de la estructura dual que se podría entrever en su esquema narrativo, un film de capocómico, o más bien, capocómica, porque la mayoría del peso cómico termina recayendo en Espósito, con un Piroyanski muy apagado a partir de un personaje con unos cuantos rasgos ingratos. La comicidad que se construye, sumamente dependiente de lo que puede dar la estrella, es, al igual que en los films de Suar o Carnevale, primariamente televisiva: la puesta en escena de Winograd no parece ser capaz de desarrollar lo humorístico a partir del movimiento, el montaje o un transcurrir de lo temporal, con lo que se limita a dejar estática la cámara para que Espósito dé lo mejor de sí misma. Y hay que reconocerle a la actriz que brinda unos cuantos momentos donde la fragilidad puede dar rápidamente paso a la furia incontenible, otorgándole una pátina de sinceridad avasallante y a la vez definitivamente graciosa. Pero son sólo eso: momentos, pequeñas instancias donde se intuye que había materia prima actoral para algo mucho más potable y complejo. Escenas como la del karaoke o la de la catarsis frente al cartel de publicidad muestran posibilidades y hasta logros desde lo actoral, pero grandes límites desde la dirección y el guión. Rasgo 3: ya hemos hablado otras veces de los universos morales que han sabido construir directores como Juan Taratuto, Juan José Campanella o Carnevale. Son mundos repletos de personajes incoherentes, que toman decisiones cuando menos problemáticas, de las que es difícil volver, pero de las que las narraciones nunca se hacen cargo, porque lo que importa es llegar al final, de la manera que sea, sin importar los costos, como si fuera gratis engañar, mentir o manipular. Y no, no es gratis. En Permitidos no se llega a los extremos antes mencionados: el personaje de Camila, con sus idas y vueltas, con sus altas y bajas, no deja de tener un mínimo refugio moral del cual agarrarse, un hacerse cargo de ciertas acciones justo antes de caer al precipicio. Ahora, lo de Mateo es, cuando menos, difícil de justificar, en especial un gesto hacia su mejor amigo y compañero de laburo que ni al Campanella de Luna de Avellaneda se le hubiera ocurrido. De eso, querido Mateo, no se vuelve tan fácil… Rasgo 4: si películas nacionales como Corazón de León son una apología extrema del universo de las clases altas, con una fascinación y regodeo digno de mejores causas, Permitidos es otra vuelta por ese mundo inalcanzable para la mayoría de nosotros, pobres seres ordinarios, aunque con una pequeña vuelta de tuerca: el relato va desplegando, de forma cuando menos desordenada, una visión crítica y ácida sobre lo efímero de la fama, los enunciados publicitarios y televisivos, los dobles discursos de los famosos y las fantasías que se construyen desde ciertos imaginarios, particularmente en las redes sociales. Hay, es innegable, una mirada más inteligente que en Me casé con una boludo, pero aún así no deja de ser limitada y superficial, porque son meros apuntes metidos forzadamente en el medio de una película que quiere contar demasiadas cosas al mismo tiempo, que siempre ocurren dentro de un contexto donde el lujo y la riqueza son la norma imperante. ¿Desde qué lugar se habla entonces? ¿Con qué voces y rostros? Esos problemas Permitidos no los termina de resolver. Rasgo 5: hablábamos de voces, rostros y de mundos, lo que da para preguntarse lo siguiente: ¿qué mundo es el que muestra Permitidos? ¿Qué voces y rostros lo habitan? Difícil saberlo, porque en el film no hay personajes, sino apenas esbozos de estereotipos, y el universo que ocupan es pura cáscara. No hay un pasado o un futuro claro para los protagonistas, apenas un presente efímero y una sucesión de acciones y conflictos que la película se encarga de forzar, haciendo avanzar el relato a los tropezones, contando con un puñado de secuencias decentes. Tampoco hay personajes de reparto que sean capaces de insinuar un mundo más amplio; apenas figuras decorativas que son manipuladas en pos de los designios de la trama, como el de Liz Solari, que nunca queda claro si es una tonta egoísta o una pobre mina que necesita urgentemente un hombre cariñoso a su lado. Podemos volver a ver films como Vóley (de Piroyanski) o Vino para robar (de Winograd y con Piroyanski), y darnos cuenta de que están habitados por personajes con diversas capas en sus conductas, que llegaron a las instancias de conflicto por razones válidas y verosímiles, y cuyas existencias nos importan, porque queremos que crezcan, que aprendan, que se quieran, que ganen. ¿Realmente ansiamos que Mateo y Camila vuelvan a estar juntos? ¿Nos importa su destino como pareja? Algunas preguntas es mejor no responderlas… Rasgo 6: seguramente films como Corazón de León, Dos más dos o Me casé con un boludo serían exitosos aún teniendo críticas negativas, pero no se puede dejar de resaltar el rol de acompañamiento que ha pasado a tener un sector mayoritario de la crítica, a diferencia de otras épocas más combativas y menos conformistas. Es un acompañamiento en verdad acrítico, plagado de textos mal escritos, sin sustento para justificar los juicios de valor y donde se realizan asociaciones con exponentes del cine clásico con total arbitrariedad, básicamente porque queda fenómeno acumular referencias. No se trata de una cuestión de gustos: es que no hay reflexión -aún en clave positiva- sobre los aspectos narrativos, genéricos y estéticos, sólo una catarata de elogios. Permitidos continúa esa saga donde la crítica argentina lo que menos hace es proponer nuevas lecturas y aproximaciones. Así, el que se consolida como el cine nacional y definitivamente popular se muestra cada vez empobrecido, y la crítica argentina no se queda atrás.
LOGRAR EL PISO PERO NO EL TECHO Films como Cuando las luces se apagan prueban que determinados objetivos no son tan difíciles de cumplir dentro del género de terror, exigiendo más que nada un cierto conocimiento de las herramientas genéricas, pero que hay otras metas que son mucho más difíciles de alcanzar y exigen un trabajo narrativo más ajustado, preciso y, especialmente, un tipo de sensibilidad que no cualquiera posee. El arranque de Cuando las luces se apagan, preciso y terrorífico, ya evidencia todas sus virtudes pero deja entrever varias de sus limitaciones: ya queda claro que hay una entidad, tenebrosa y terrible, que utiliza la oscuridad como vehículo y acecha a un niño y su hermana mayor (Teresa Palmer), quien comienza a darse cuenta que los miedos infantiles que plagaron su infancia tienen la misma fuente y que esa entidad tiene un largo y enfermizo vínculo con su madre (Maria Bello), quien arrastra un historial de desequilibrios psiquiátricos. Hay de movida un relato donde el horror se da la mano con el drama familiar, pero el director David F. Sandberg (quien se basa en su propio cortometraje del 2013 y cuenta con el respaldo de James Wan en la producción) muestra que lo suyo es la puesta en escena y no la construcción de personajes: hay unas cuantas secuencias que funcionan realmente bien, con un hábil uso de los contrastes entre luces y sombras, el fuera de campo y el sonido; pero es cuando menos difícil identificarse con los padecimientos del triángulo de protagonistas, que nunca consiguen salir de un compendio de lugares comunes. Eso explica que Cuando las luces se apagan avance en su trama colocando cada tanto situaciones que permiten el despliegue de ese miedo central y casi visceral que genera la oscuridad, donde las posibilidades estéticas y formales se potencian fuertemente. Lo dramático queda ubicado dentro del rango de mera transición, lo que queda aún más explicitado por los modos en que se explican los enigmas centrales: todo es muy obvio y apresurado, con un nivel de descuido en las revelaciones que es cuando menos llamativo. Lo que se percibe es un film sustentado en sus ideas temáticas y formales, que se apoya en temores emblemáticos pero que es incapaz de hilvanar una historia consistente, con personajes que generen una real empatía. Hay, sí, mucho drama, seres que cargan en sus espaldas con pérdidas, culpas y secretos, pero las fórmulas y costuras están demasiado a la vista. Lo que sí, Cuando las luces se apagan tiene la coherencia e inteligencia suficiente como para ser consciente de sus limitaciones. Por eso es que, frente a su incapacidad para capturar la total atención del espectador, va a lo seguro y descansa en su habilidad para causar miedo o incluso esa expectativa que se transforma en temor. El film de Sandberg cumple entonces con las exigencias mínimas, con ese piso que se le reclama al género de terror actual, pero queda lejos de la potencialidad, de ese techo que su premisa prometía. Por ende, no es extraño que dure apenas 80 minutos: da lo que puede dar, redondea su historia y no se adentra en terrenos inestables. Es tan breve como sólida, tan compacta como efímera.
SPIELBERG ENFRENTA SUS MIEDOS Y DUDAS 1-Lo hemos dicho antes, pero no viene mal repetirlo: Steven Spielberg es, primero que nada, un cineasta del movimiento, alguien que logra las mayores proezas a partir de avanzar de forma incesante, casi sin pensar. Cuando se detiene y empieza un ejercicio reflexivo (particularmente a nivel contenidista) es cuando su cine entra en crisis. Por eso El buen amigo gigante es posiblemente su película más problemática del nuevo milenio, incluso más que Munich, donde en un diálogo se reflexionaba sobre las implicancias del movimiento y su influencia ética en las acciones. 2-Hay un factor extra que lleva a que El buen amigo gigante sea difícil de asimilar, y es que todo hacía pensar en que iba a ser un film muy “spielbergiano”, porque todos los tópicos posibles que definen al director y su filmografía estaban ahí: los personajes solitarios que tienen la chance de reparar eso a partir del encuentro con el otro, la pérdida como recuerdo y como amenaza, el descubrimiento como factor de maravilla o temor. Todo está finalmente ahí, pero de una forma diferente, porque el movimiento pasa a desempeñar un papel secundario. 3-Esto quizás esté relacionado con la intervención discursiva de Disney pero especialmente con la pluma de Roald Dahl. Si se analizan las obras del autor y sus adaptaciones al cine, se puede percibir un enorme ingenio y sensibilidad, pero también cierto didactismo y universos un tanto apabullantes que se deglutían a algunos personajes. Eso se nota bastante en Charlie y la fábrica de chocolate (donde los únicos personajes realmente consistentes son Charlie y Willy Wonka) y hasta afecta algunos pasajes de películas como El fantástico Sr. Fox y Matilda. Pero eso sí, esos mundos y narrativas que Dahl configuró son absolutamente maleables, lo cual explica que hayan sido adaptados por directores disímiles como Tim Burton, Wes Anderson y Danny De Vito. Ahora es el turno de Spielberg, quien encuentra en la historia de una niña huérfana que entabla una amistad con un bondadoso gigante la chance de buscar nuevos rumbos en su filmografía. Pero esa ruta emprendida posee unos cuantos baches: lo que funciona es ese vínculo de amor platónico entre la huérfana Sophie y el gigante (notándose la intervención de Melissa Mathison, la guionista de ET-El extraterrestre), mientras que el mundo que los rodea no llega a adquirir la consistencia requerida. Los otros gigantes no pasan del mero esquematismo y su amenaza no alcanza para darle entidad al conflicto que representan, que encima es resuelto de forma abrupta e insatisfactoria. Y eso se debe a que el relato se apoya de forma muy notoria en la palabra y la mirada, pero los diálogos y la contemplación sólo se aplican de la manera requerida en el vínculo entre el dúo protagónico. 4-El giro hacia la palabra y la mirada como nuevos pilares del cine de Spielberg enlazan a El buen amigo gigante con Puente de espías, que será un film totalmente distinto, pero es donde el cineasta empieza a evidenciar un cambio pronunciado en su estilo, aunque ya algo había insinuado en Lincoln. Hay algo más que conecta a ambas películas: son obras que van a contramano de las expectativas no sólo respecto al director, sino incluso al cine actual en su conjunto. ¿Había un público dispuesto a ir a ver un thriller judicial situado en una época difusa como la Guerra Fría? ¿El espectador infantil e incluso el adulto está preparado y dispuesto para un film focalizado esencialmente en sólo dos personajes y que en buena parte de su metraje transcurre en un solo espacio? A Spielberg mucho no parece importarle, la vía que ha tomado implica un ritmo mucho más pausado, casi académico en su puesta en escena. 5-Pero las apariencias pueden ser engañosas. Puente de espías tiene muchos momentos donde la cámara se detiene, pero sólo para apoyarse en lo que mira el personaje de Tom Hanks para crear movimiento, mientras también confía en el seguimiento del protagonista; El buen amigo gigante da la impresión de caer en el estatismo cuando se encierra en la casa del gigante, pero Spielberg no deja de mover la cámara, no por puro exhibicionismo, sino para delinear un espacio que define a los personajes y los lazos que entablan entre ellos. Es decir, Spielberg sigue siendo Spielberg, sigue confiando en el movimiento, pero mucho más enmascarado, porque claro, El buen amigo gigante es una película sobre la palabra, el habla, la lectura, la escritura, la observación. No son casualidad las discusiones que se dan sobre lo idiomático, las secuencias construidas solamente alrededor de lo gestual, que Sophie lea a Dickens o los primeros planos del rostro del gigante. Tampoco son poses o exabruptos. Forman parte de un conjunto de elecciones por parte de Spielberg, que busca un nuevo lenguaje en su cine, aunque en esa búsqueda tropiece unas cuantas veces. 6-¿Y por qué busca un nuevo lenguaje Spielberg? La respuesta es simple y compleja a la vez: porque no es un conformista y en vez de apostar a lo seguro, se tira a la pileta. De ahí que ponga a dialogar su conocimiento ya aceitado del movimiento con esas instancias desafiantes que son la palabra y la mirada, para reflexionar sobre la materialidad de los sueños y sus vasos comunicantes con el cine. Y sí, muchas veces no da en la tecla, cae en pozos narrativos, deja difusos a los personajes. Pero también acierta, por ejemplo, cuando elige a Mark Rylance como el rostro de su nueva etapa. La humanidad y honestidad de Rylance habla también de cómo es Spielberg con lo que cuenta: sincero, sensible, incluso abiertamente imperfecto, como El buen amigo gigante. ¿Se podía esperar algo mejor de su último film? Claro que sí. ¿Es una decepción? Claro que no. Spielberg tiene 70 años, más de 40 de una trayectoria inigualable, y aún así conserva las ganas de hacer cine, y no sólo eso, busca reinventarse, concibiendo un film sobre los miedos y dudas para superar sus propios miedos y dudas. Lo defectuoso aquí se convierte en una buena noticia.