HAY QUE SACARSE DE ENCIMA A CHANTAL AKERMAN Dentro del cine y otras artes, los nombres que sirven de marco de referencia para las obras pueden ser un provechoso trampolín creativo para construir lugares propios o una especie de prisión, una instancia de encorsetamiento que termina siendo un salvavidas de plomo. Hay que apelar a un delicado equilibrio para mantener una identidad propia y eso no es simple. Reemplazo incompleto no llega a dar en la tecla apropiada para sustentar rasgos propios. La clave pasa quizás por el cartel con el que inicia la ópera prima de Matías Szulanski (coguionista de la interesante Su realidad), en el que se dedica la obra a Chantal Akerman, disculpándose por ofrecer algo que no está a la altura de la cineasta belga. Es que el film parece querer ponerse en un lugar de ruptura, de incomodidad y desestabilización para el espectador, contando una serie de conflictos de un hombre que va perdiendo los seres queridos que lo rodean a partir de una sucesión de planos fijos de rostros impertérritos, diálogos y una voz en off de tono monocorde que narra acciones y describe escenas, sin ningún tipo de construcción espacial más allá de los rostros. Pero esa instancia rupturista no termina de concretarse porque hay un ancla muy fuerte a la cual aferrarse, que es el nombre de Akerman: cada minuto del film parece estar hecho para que se lo piense y analice en función de la filmografía de esa realizadora. En cierto modo, no deja de ser fácil hacer una crítica sobre Reemplazo incompleto: se menciona a Akerman, se hace hincapié en Jeanne Dielman, 23, Quai de Commerce, 1080 Bruxelles -film suyo de 1976 que es la cima de ese estilo cadencioso, frío y distante para analizar y deconstruir una suma de ritos y rutinas- y se establece una comparación donde se tenga en cuenta que, obviamente, Szulanski no puede llegar de una a las alturas de Akerman. Y esta facilidad la brinda la misma película, cuando su posicionamiento inicial la debería motivar a ir en un sentido contrario. Reemplazo incompleto no termina de sacudir las estructuras narrativas, no llega a irritar, incomodar o incluso polemizar, porque el espectador (o el crítico), ante cualquier duda, ante un momento de inestabilidad, ya sabe dónde acudir: a Chantal Akerman. De ahí que el film se encierre en sí mismo, limite su impacto y quede apenas como un experimento limitado en sus formas, sin llegar a respirar la libertad propuesta y necesaria.
LA MENTIRA ES UNA FORMA DE FELICIDAD Mi abuela ya tiene 90 años y, obviamente no es la misma de otros tiempos. Ultimamente la apodo “Dory”, en referencia al pececito con problemas de memoria a corto plazo de Buscando a Nemo y Buscando a Dory, porque en ciertas ocasiones dice o pregunta las mismas cosas tres o cuatro veces en lapsos de no más de diez de minutos, lo cual no deja de tener sus ventajas, porque está piola que te digan como ochenta veces “te quiero mucho” o “sos tan linda” ochenta veces en una hora, inevitablemente te sube la autoestima. Pero aún se mantiene bastante lúcida y, principalmente, dulce. Entonces todo pasa a tratarse de mimarla en la medida de lo posible, de cuidarla, de tenerla un poco entre algodones, de conservar un ambiente de felicidad alrededor suyo. Para eso, claro está, todos debemos jugar un papel, incluida ella: hace un par de días le comuniqué que me había sacado 10 en un parcial y, en vez de encontrarme con su fiesta habitual, recibí una tibia felicitación y no mucho más. Estaba de malhumor, era notorio. Pero ese traspié duró poco: apenas un par de horas después me llamó por teléfono, con una catarata de felicitaciones y declaraciones de amor. “Si querés, salgo a la calle a gritar que te quiero”, me dijo, a lo que yo le contesté “mientras no salgas desnuda…”. Indudablemente, ella es consciente de que también tiene su papel, que ella también debe aportar al clima de felicidad. Cuento todo esto porque Florence, la nueva película de Stephen Frears, gira en buena medida alrededor de cómo se construyen estos mundos felices y el papel nada menor que juegan en ellos la artificialidad o directamente la mentira. “Nosotros vivimos en un mundo feliz”, afirma un par de veces -casi como una declaración de principios- St Clair Bayfield (Hugh Grant), quien ayuda todo lo posible a su esposa, Florence Foster Jenkins (Meryl Streep), a concretar su sueño, que es convertirse en una cantante de ópera y brindar un concierto en el Carneggie Hall. Ese sueño es en verdad imposible de concretar, porque Florence será rica y culta, una tremenda apasionada de la música y una mujer muy tenaz, que ha sido capaz de continuar adelante con gran vitalidad a pesar de estar enferma de sífilis desde hace décadas, pero también es portadora de una terrible voz, de esas voces que lastiman oídos y provocan risa al que la escucha. Pero allá va St Clair, a concretarle su sueño, aunque todo el universo que va delineando alrededor sea una gran mentira, de la que participan cada una de las personas que se cruzan con Florence, empezando por el joven pianista Cosme McMoon (Simon Helberg), quien es deglutido por esa acumulación de pequeñas y grandes mentiras, hasta abrazarlas y creerlas por completo. Para Frears, un realizador preocupado a menudo por los límites entre las verdades y las mentiras y las superficies de artificio -ver, por ejemplo, Doble o nada-, y que últimamente, a partir de films como La reina o Philomena, hace foco en la vejez como una etapa de nuevos desafíos, que el relato de Florence esté basado en hechos reales no le sirve sólo como justificativo sino como material reflexivo sobre cómo el arte construye realidades propias, que ponen en crisis los estamentos sociales. El mundo por el que transitan los personajes de Florence es un mundo de puros fuegos artificiales, donde todo parece a punto de derrumbarse en cualquier momento, pero al que los protagonistas se aferran porque los marca desde lo identitario. Detrás de toda esa exposición de las puestas en escena, de los que construyen las mentiras y los que deciden creerlas, hay una fuerte reivindicación del cine como mágico engaño en el que todos los espectadores decidimos y deseamos creer. Esa reivindicación no es sólo de Frears, sino también de Streep y Grant. La primera vuelve a guiñarnos un ojo, nos dice desde su performance que es consciente de que todo el mundo la aplaude casi en piloto automático, de que la exageración es la regla que marca toda la devoción a su alrededor, y por eso elige jugar un rol cuasi autoparódico. El segundo, al igual que su personaje, se hace cargo de que lo suyo no es el prestigio, pero sí el ponerse a disposición de lo que se narra, del mundo hiperbólico que habitan Florence y los que la aman, todos seres en un tono definitivamente lejos de lo realista, pura invención, engaño y truco. Florence -que tiene unas cuantas imperfecciones narrativas, pero que no afectan un todo sólido- podría ser el film despedida de Frears, Streep y Grant. Y sería una despedida digna, dulce incluso. Como ciertas mentiras.
LA VERDAD, A TIROS Y PUÑETAZOS CONTRA LA MENTIRA Si uno analiza la carrera de Shane Black, no es difícil descubrir que ha sido una montaña rusa, que ha abarcado instancias de gran éxito -entre finales de los ochenta escribiendo las dos primeras entregas de Arma mortal- con otras de casi completo ostracismo -entre la segunda mitad de los noventa y la primera década del milenio, donde sólo hizo Entre besos y tiros-, a la que ahora se suma una etapa de vuelta al centro de la escena a partir del éxito de Iron Man 3. Lo que siempre se mantuvo en su filmografía, tanto como guionista -que es donde ha sido más constante- como director, es una coherencia muy fuerte, donde siempre se giró en los distintos niveles y superficies de verdades y mentiras. A Black le interesan las distintas modalidades de hipocresías y honestidades, en lo temático, narrativo y hasta estético. Por eso sus películas pueden poseer secuencias definitivamente pertenecientes a la comedia, con un gran despliegue de lo hilarante e insólito en consonancia con lo espectacular, pero también momentos donde lo que prima es el drama y un tipo de violencia que no es gratuita porque refleja el real impacto en los cuerpos de las personas. Y siempre, siempre, el mal, el enemigo a combatir es la mentira, a partir de los lazos humanos rotos, lo dañinos que pueden ser los artificios, los dobles discursos y los ocultamientos de las esferas de poder. En contraposición, la verdad se impone como la única respuesta, a través de la amistad, el amor, la honestidad en lo que se dice y el profesionalismo: Martin Riggs y Roger Murtaugh (Arma mortal); Joe Hallenbeck y Jimmy Dix (El último boy scout); Jack Slater y Danny Madigan (El último gran héroe); Harry, Gay y Harmony (Entre besos y tiros); e incluso Tony Stark en su encuentro con el niño Harley en Iron Man 3 son criaturas imperfectas pero honestas, directas en sus acciones, o que deben aprender a serlo. El rudo y a la vez sensible matón que es Jackson Healy (Russell Crowe) y el torpe, borracho pero también inteligente detective privado que es Holland March (Ryan Gosling) se agregan a ese listado de individuos sinceros a su distintiva manera en Dos tipos peligrosos, que comienza de una forma que deja bien en claro que el mundo al que asistiremos tiene sus porciones de horror: lo que vemos es una muerte y su escenificación posee un componente violento que no deja de apelar a lo insólito. A partir de ahí, lo que veremos será a dos tipos metiéndose cada vez más profundo en el ámbito de la pornografía, descubriendo (y también protagonizando) hechos que evidencian vínculos cuando menos complejos con la política y la industria. La oscuridad está siempre ahí, acechando a lo largo de todo el relato, y hasta se podría pensar que este film podría haber sido realizado perfectamente por cineastas “importantes” que quisieran hablar sobre los manejos de poder y la violencia como componente esencial de la vida en una ciudad como Los Angeles. Pero Black no la hace tan fácil, su operación es más compleja, aunque pueda parecer simplista: lo que a él le interesa es hablar de las relaciones humanas, de las amistades que se generan en el medio de las piñas y puñetazos, de cómo un pasado terrible puede reconvertirse en un presente más claro a partir de hacerse cargo de los defectos propios. El humor (negro y caricaturesco según la circunstancia) y las situaciones dantescas no son meras herramientas para causar risa en el espectador y hacer avanzar la trama (que lo hacen, y muy bien), sino cimientos dentro de un posicionamiento ético y moral: la risa y lo grotesco conectan a los personajes, los confronta con todo un universo donde lo que impera primariamente es la mentira y el sostenimiento de las apariencias. Por eso no es casualidad que la pornografía le sirva a Black como telón de fondo, pero no para ponerse moralista, sino para reivindicar la desnudez, literal y metafóricamente: si hay ciertas estructuras político-económicas que en la película deben ser desnudadas en todas sus miserias, Hollywood, parece decirnos el cineasta, debe empezar a descontracturarse un poco, a dejar los cálculos de lado y abrazar la espontaneidad de los cuerpos. Y esa visión también se nota en las estupendas actuaciones de Crowe y Gosling, dos actores que muchas veces han caído en el maniqueísmo dramático destinado a obtener la fácil consideración crítica y hasta algunos premios, pero aquí se permiten escapar a muchos de sus fantasmas interiores. Si Crowe vuelve a darle entidad a su cuerpo desde las actitudes violentas pero también la reflexividad tierna sobre sus deberes y actitudes, lo de Gosling es notable por cómo subvierte concepciones sobre su propia figura a partir de una torpeza física que no elude la posibilidad de la inteligencia. Escenas como la del baño demuestran que se puede decir mucho sobre dos personajes y los lazos que establecen en apenas un minuto. Pero Black demuestra acá una dosis extra de sensibilidad en el papel de la hija de Holland, porque su interactuación con su padre y Jackson enriquece tanto desde lo infantil como desde lo femenino a esos dos hombres que están en un camino de indudable aprendizaje. Dos tipos peligrosos, con esa mixtura humorística que va desde lo ácido a lo dulce, sin eludir lo directamente delirante como coherente oposición a un poder que se cree impune desde sus mentiras, es una anomalía dentro del cine actual. Es una película que reflexiona sobre las capas de artificio pero que nunca resigna la honestidad para con el espectador. En su risa, en la diversión que construye, hay un rictus de amargura, pero también fe en otras formas de contar historias: sin cálculos, sin hipocresías, sin poses, sino con la sana ambición de cautivar, confiando en esa máquina de verdad que puede ser el cine.
LO LUDICO Y LO NARRATIVO DESENCONTRADOS La primera escena de La cuenta marca buena parte de los problemas del film: consiste en un plano fijo, que abarca el espacio de un bar, apreciándose una serie de acciones un tanto enigmáticas. La idea de aprovechar la profundidad de campo y el estiramiento temporal no deja de ser interesante, pero hay un abuso del concepto, con lo que esa voluntad de originalidad se agota rápidamente. Lo cierto es que La cuenta es un film de ideas con rasgos de astucia, ya desde su mismo planteo: once personas que no se conocen entre sí llegan a un bar para jugar un juego de roles, basado en el conocido juego de cartas Mafia. Cada uno está por las suyas, dependiendo de su habilidad para imponerse. Los aspectos lúdicos, obviamente, potenciarán la red de tensiones entre los doce protagonistas, aunque desde el principio todo empieza a estar muy forzado, como si el film de Gastón Bernstein no tuviera recursos para darle un marco de coherencia a los conflictos entablados. Pronto, La cuenta agota su idea de partida, sin poder progresar narrativamente, y ese juego que debería funcionar como contexto potenciador termina siendo una especie de prisión para las tramas y subtramas desarrolladas, que quedan obturadas en pos de giros pretendidamente ingeniosos. Encima, las limitaciones técnicas de la realización -especialmente en lo referido al sonido- le restan potencialidad al relato, que no termina de generar el suspenso requerido ni ir más allá de una reflexión superficial sobre la materialidad cinematográfica como vehículo para la creación de roles. La cuenta podría haber funcionado de manera más fluida en un formato de mediometraje o incluso como cortometraje. De hecho, Bernstein demuestra cierto dominio de la puesta en escena, apelando a planos cortos y un montaje ríspido para evitar la teatralidad. Pero su hora luce excesiva, irremediablemente estirada. Lo que queda es un concepto, un conjunto de ideas que no terminan de conjugar ni con lo lúdico ni con el cine.
LAS HERMANAS SEAN UNIDAS Hay películas que necesitan un tiempo extra para poder digerirlas, asumirlas en sus concepciones, aún sin ser particularmente sobresalientes. El hijo perfecto -insólito título con el cual la conocemos en Argentina- está impregnada de esa sustancia, es una película que obliga a tomarse unos momentos extra de reflexión. Lo cierto es que el planteo del film de la sueca Sanna Lenken es simple y complejo a la vez, porque ya preanuncia decisiones desde lo estético e incluso lo moral complicadas de pensar y ejecutar: todo gira alrededor de Stella (Rebecka Josephson), una niña que está entrando en la adolescencia, y en esa etapa de descubrimientos y autodescubrimientos, se va dando cuenta que su hermana mayor, Katja (Amy Diamond), la favorita y mimada de la familia a partir de su incipiente carrera como patinadora sobre hielo, arrastra a escondidas una creciente anorexia. Hay un par de decisiones que pueden parecer lógicas y elementales, pero que requieren de buen criterio y hasta humildad, y que Lenken toma desde el comienzo del relato, sin vacilar en lo más mínimo: primero, construir la narración a partir del punto de vista de Stella, sosteniéndolo en todo momento; y segundo, ir hilvanando un telón de fondo que es la apertura del mundo que va viviendo Stella, que empieza a romper los límites del núcleo familiar. Pero El hijo perfecto, a pesar de estas decisiones sumamente acertadas de su realizadora, no termina de ser un film parejo y fluido. Es que su primera media hora es muy atractiva, trabajando con la mirada de Stella para construir pausadamente el universo que la rodea, indagando en ese lazo filial con Katja, donde intervienen el afecto y la lealtad, pero también algo de crueldad y hasta envidia. Es cuando estalla el conflicto central -Stella dándose cuenta de los desórdenes alimenticios de Katja- que el film empieza a toparse con algunos problemas, principalmente porque no consigue trascender ciertas instancias de obviedad y hasta trazo grueso -por ejemplo, con la subtrama del enamoramiento de Stella del profesor de Katja-, atravesando pasajes donde se emparienta con esos típicos dramones televisivos al estilo Lifetime o Hallmark. Pero por suerte Lenken vuelve a tomar el timón con fuerza y evita el naufragio en los minutos decisivos, privilegiando lo afectivo y recortando donde importa: ahí El hijo perfecto se consolida como un film de crecimiento, de aprendizaje sobre el dolor, sobre cuándo vale más la pena hablar que callar, cuándo pasar de ser testigo a participante, cómo tenderle la mano al otro aún cuando ese gesto no es reclamado por quien lo necesita. En ese punto de quiebre entre infancia y adolescencia es donde la película se hace fuerte, conmoviendo sin necesidad de grandilocuencias. Y encima cuenta con actuaciones estupendas de Josephson y Diamond, vibrantes desde su humanidad, como dos hermanas aprendiendo a contar una con la otra y funcionando como espejos de nuestras propias relaciones filiales.
PARAGUAY DE SOBREMESA ¿Cómo profundizar sobre un hecho histórico como lo fue la Guerra de la Triple Alianza en la mitad del Siglo XIX, cuando en la actualidad tan pocos datos se mantienen en pie de ese conflicto bélico? Esta es la premisa principal del director argentino Federico Sosa, que en su segundo proyecto fílmico incursiona en el documental revisionista pero indagatorio y explorativo a la vez, desde la óptica presente de un grupo de historiadores jóvenes que analizan lo que fue un enfrentamiento dispar. Contra Paraguay ahonda en una temática interesante y añeja, pero territorialmente cercana, con un importante trabajo de campo que mezcla los saberes establecidos de los valiosos testimonios y archivos históricos, invitando a la vez a la reflexión. Es fresca como herramienta metodológica y documentativa la óptica que Sosa incorpora a través de este grupo de intelectuales de 40 años que no hacen otra cosa que analizar e interpretar los sentimientos de hombres de su misma edad que soñaban con la formación y delimitación territorial de naciones en un contexto histórico muy diferente al presente. El director, que ya traía en su haber la ficción Yo sé lo que envenena, introduce nuevamente al actor Gustavo Pardi en una suerte de perio-historiador que no es otra cosa que el hilo conductor a lo largo de la narración para trasladar Buenos Aires a Paraguay. Así que por un lado tenemos a este personaje que recaba información necesaria y se para frente a locaciones emblemáticas que tuvieron como eje esta confrontación, sumado a los distintos argumentos de especialistas. Y por otro lado, este constante feedback de mesa de discusión post asado y vino, que ante todos los pronósticos, acierta de forma original en la trama contada sin caer a lo descabellado. El documental se vuelve exquisito con estas disparidades ópticas y cuasi metodológicas que hacen referencia a la devastación económica y el extermino poblacional del país paraguayo en manos del Imperio brasileño y la potencia del ejército argentino durante la presidencia de Mitre. Todo ello sin olvidar el impulsor externo e ideológico británico que no podía permitir la autonomía económica y política independiente del Paraguay, que afectaba a sus caprichos de expansionismo comercial. Esos momentos considerados narrativamente “duros” o de archivos y contextos de ubicación informativa, se equilibran precisa y exitosamente gracias a ese diálogo cotidiano pero culto de los jóvenes historiadores, que desglosan la carga de un hecho histórico puntual, naturalizándolo a la actualidad como si de un juego de mesa de estrategia y guerra se tratara. Esos instantes son los que sirven para reafirmar, contradecir y tomar nuestras propias posturas hacia algo lejano, con Sosa invitándonos a apropiarnos de la historia. Algo impagable para el espectador. Contra Paraguay sólo debe ser cuestionada por la falta de identificación -nombre, profesión u ocupación- de los hablantes. Una regla que parece necesaria en un documental o tal vez, nos malacostumbramos a su uso. ¿Capricho? ¿Originalidad? ¿Olvido? Nada parece confrontar a esta pieza tan correcta que retrata la valentía de un pueblo con tropas de viejos y niños frente a ejércitos consumados, pero también donde se pone en juego la reinterpretación de la historia hecha y revisada por hombres.
Caminos y elecciones Hay dos secuencias seguidas que contraponen fallas y logros de Tiempo muerto. En la primera, vemos a Franco (Guillermo Pfening), quien está obsesionado con volver a ver a su esposa recientemente fallecida, anotando desesperadamente lo que necesita para conseguir su objetivo. Es una escena que pretende mostrar la espiral emocional del protagonista, pero que sólo puede informar esto a través de la banda sonora, porque las imágenes están lejos de transmitir eso. La siguiente secuencia es onírica y está construida, con total acierto, desde un punto de vista subjetivo: allí el protagonista ve una aparición fantasmal de su esposa, que nunca responde a sus llamados pero lo contempla con ojos vacíos. Se hace presente la inquietud e incomodidad, la fascinación que puede ejercer el cine cuando apela a temores y deseos con los que todos podemos sentirnos identificados. Entre estos vaivenes transcurre la ópera prima de Víctor Postiglione, quien por esas casualidades que sólo puede dar la cartelera del cine argentino, también estrena esta semana un corto, El plan, que forma parte de Historias breves 12. En ese cortometraje -y también en sus anteriores, Violencia madre (2012), Trata (2010), Oscuro y Par de ases (ambos del 2009)- se nota una preocupación del realizador por mantenerse siempre en una vertiente genérica ligada al suspenso, usándola como vehículo para abordar vínculos interpersonales relacionados con lo íntimo, como lo paterno-filial y la pareja. Tiempo muerto es esencialmente la historia de un hombre tratando de recuperar a su mujer, de recomponer un lazo cortado. Ese lazo se cortó por la tragedia: Julia (María Nela Sinisterra), la mujer de Franco, falleció en un accidente, y la historia que formaban entre ambos se vio interrumpida. Entonces él recurre a una especie de leyenda urbana: un hombre que tiene el poder de volver a hacer vivir a las personas un recuerdo con un ser cercano fallecido, en un fenómeno denominado “tiempo muerto”. El pacto que firma el protagonista puede llevarlo no sólo a volver a ver a su mujer, sino incluso a traerla de vuelta a la vida, aunque claro, no todo es tan simple y el precio a pagar puede ser alto. Hay indudablemente unas cuantas ideas interesantes en Tiempo muerto, pero sólo de a ratos Postiglione termina de concretarlas con la fluidez y sutileza necesarias. Eso se nota esencialmente en la permanente necesidad de explicar todo lo que sucede (o les pasa a los personajes) a través de diálogos o incluso monólogos, intentando profundizar la veta dramática de la trama, pero sólo consiguiendo un empantanamiento de las acciones. En esto, el personaje que interpreta Luis Luque es muy representativo: está ahí como gancho para disparar el conflicto central o para aportar algunos elementos al relato, pero no tiene vida propia, es apenas un envase para determinadas cosas que el film quiere decir. No molesta, pero no posee verdadero sentido su inserción dentro de lo que se está contando. Es llamativo el contraste que surge entonces cuando Tiempo muerto concentra su mirada en Franco y las atmósferas que lo rodean, o que él mismo crea con su desesperación, sin descansar tanto en las explicaciones: el film toma verdaderos riesgos y toma caminos verdaderamente vinculados al cine, confiando en la capacidad deductiva del espectador, sin subrayados, con una puesta en escena que es interesante aún cuando no termina de acertar. Si muchas óperas primas fallan porque quieren poner de una toda la carne en el asador, a Postiglione le sucede lo contrario: es demasiado correcto y explicativo en su planteo, y eso le termina restando. La lección a futuro probablemente pase por atreverse más a romper con los esquemas, lo cual no es simple pero seguramente le dará más réditos.
DELPY CAE EN SU PROPIA TRAMPA Julie Delpy no sólo es una buena actriz, sino también una interesante realizadora, como lo prueba la trilogía conformada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes de la medianoche -donde participó en la redacción de los guiones- o films como 2 días en París, donde además de guionista se desempeñó como directora. Por eso Lolo, el hijo de mi novia no deja de ser una pequeña decepción. Hay que decir que el tráiler de Lolo, el hijo de mi novia -o Lolo simplemente, como el título original- hacía presagiar lo peor y lo cierto es que el film en su totalidad está bastante por encima de lo que se podía esperar. Probablemente eso tenga que ver con dos cuestiones: Delpy es una realizadora que suele partir de ideas aparentemente pequeñas que va explorando con mayor profundidad durante el desarrollo del relato, algo que no se ve reflejado en el avance; y encima el film puede ser fácilmente asociado con toda una vertiente de la comedia francesa más masiva, que en general alcanza grandes rendimientos en la taquilla pero exhibe visiones del mundo que son cuando menos superficiales. En Lolo, Delpy parece querer establecer una relación donde juega tanto con la cercanía como con la distancia con la comedia francesa mainstream, como si quisiera deconstruir sus códigos usando sus superficies y esquemas. Para eso, se centra en la historia de Violette (la propia Delpy), una trabajadora compulsiva que se desempeña en el mundo de la moda que durante unas vacaciones conoce a Jean-Rene (Dany Boon), un nerd de la informática y comienza una relación que al principio parece ser pasajera. Pero no, al volver a la rutina, la relación entre ambos crece y consolida, y todo parece ir viento en popa, hasta que empieza, sin prisa pero sin pausa, un obstáculo: Lolo (Vincent Lacoste), el hijo de Violette, quien está obsesionado con sacar a Jean-Rene de la vida de su madre. No es difícil ver que Delpy busca hacer tambalear las estructuras del mainstream francés: ya en los primeros minutos hay un chiste memorable sobre los inválidos y la exitosa película Amigos intocables. Del mismo modo, se va delineando una visión sobre la vida burguesa, el peso de lo laboral y los vínculos materno-filiales que posee unas cuantas tonalidades caracterizadas por la acidez y el sarcasmo: Delpy no ve a la pareja, lo maternal, la juventud o la clase media como instituciones o concepciones a las cuales idealizar y/o rescatar pese a todo, sino como instancias que pueden funcionar como cómodos refugios pero también como trampas de las cuales es complicado salir. En eso, el personaje de Lolo -que en cierta forma es el verdadero protagonista de la película, que por algo lleva su nombre en el título- es la demostración paradigmática: es un ser joven y lindo, que sabe manejarse socialmente, pero que usa esas virtudes de manera bastante oscura, para manipular todo a su alrededor. El problema de Lolo es que su mirada crítica es tan superficial como lo que busca poner en crisis: el film, a pesar de superar levemente la hora y media, tiene demasiados pasajes de estatismo, donde parece no saber qué hacer o decir. Del mismo modo, el conflicto es planteado de manera arbitraria y repentina, y luego desarrollado en base a una repetición de enredos y malentendidos que pronto agotan. Si la idea de Delpy era incomodar, falla en su intento, porque en general no pasa de la indiferencia. En el medio, comete un pecado demasiado importante para el género de comedia: los personajes de reparto aparecen y desaparecen sin una solución de continuidad, quedando difusos y llevando a que el relato sólo pueda sostenerse en el trío protagonista. De ahí que la película, a pesar de los cambios de escenarios, luzca muy aprisionada, con el freno de mano puesto. Quizás lo que le sucedió a Delpy con Lolo es que cayó en su propia trampa: pretende llevarse por delante una estructura genérica, pero no consigue dar el giro disruptivo necesario y queda condenada a repetir lo mismo que cuestiona.
SOLO UN POCO DE PASION El fútbol sigue siendo una materia pendiente en el cine argentino, básicamente porque no se terminan de encontrar las herramientas justas para introducir lo pasional -en el sentido más sano del término- dentro de los esquemas narrativos propios de las expresiones cinematográficas nacionales. Hijos nuestros es una nueva instancia de esa búsqueda. El film de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez cuenta la historia de Hugo (Carlos Portaluppi), un típico taxista que esconde un pasado como jugador de fútbol que se quedó a las puertas de desarrollar una carrera importante, y que en el vínculo que entabla con una mujer y su hijo, joven promesa futbolera, encuentra una posibilidad de redención. Aunque claro, deberá lidiar con su propio carácter fanático y enfermizo, con la obsesión por su querido San Lorenzo de Almagro como eje. El tipo no puede con su alma, todo termina asociado a la pasión azulgrana, y eso condiciona fuertemente su capacidad para entablar lazos de afecto duraderos. Lo que se ve es una historia que se toma un tiempo -saludable por cierto- para presentar los conflictos exteriores e interiores, y que hasta apuesta por secuencias absurdas para generar humor, saliendo bien parada en la mayoría de las ocasiones, aunque también toma unas cuantas problemáticas en su segunda mitad. Allí lo deportivo queda demasiado relegado y lo que se impone es un drama íntimo, muy personal, que analiza ciertas estructuras machistas -como la contemplación de la mujer o la paternidad frustrada-, aunque de forma un tanto apresurada y con unas cuantas arbitrariedades, y que entrega un abrupto final, que resulta cuando menos insatisfactorio. No queda del todo claro si a los realizadores les interesaba cabalmente el universo futbolero, o lo usan como mero contexto para el drama del protagonista, y esa es la principal debilidad de un relato apenas correcto. Hijos nuestros es un film sólido en su concepción de un pequeño relato, con una actuación más que correcta de Portaluppi y que muestra que en lo pasión por el fútbol hay presente un universo que merece ser explorado. Pero apenas si rasga la superficie y queda lejos de ser esa película deportiva que merece y necesita el cine argentino.
PRUEBA Y ERROR Desde su mismo título, Las decisiones formales busca plantar bandera y dejar bien en claro su posición. Por un lado, citando una de las canciones de Alma Catira Sánchez, evidencia que su punto de vista va a estar recortado sobre ese personaje, lo cual implica configurar un mundo propio a partir de esa figura. Por otro, se hace referencia a las elecciones que debe tomar la directora Melisa Aller en función de sostener su punto de vista, condicionando lo que quiere contar: cómo vive Alma, una mujer trans que vende mercadería en el tren Belgrano y en las inmediaciones de Retiro, pero cuya verdadera vocación y forma de expresión pasa por el canto y la poesía. Aller elige combinar diversos formatos y modalidades, que van desde la textura experimental hasta la ficción narrativa, recurriendo a la imagen blanco y negro como una vía para darle una nueva y mayor profundidad a la Ciudad de Buenos Aires. Es precisamente desde la vertiente formal que el film alcanza mayor altura, porque se compenetra con la marginalidad forzada que expresa la protagonista. Alma es alguien que parece estar a contramano del contexto que ocupa, pero que también es sumamente representativa de ese paisaje urbano que busca expulsarla. Pero Las decisiones formales falla cuando explicita en demasía lo que ya está dicho por las imágenes y el sonido. De ahí que unos cuantos diálogos y situaciones luzcan forzados e impostados, notándose primariamente las recreaciones ficcionales y ensayadas. Y es una pena, porque la película en su conjunto no pareciera tomar total conciencia de que sus observaciones sociales, culturales y genéricas no necesitan del habla, puesto que ya subyacen en los elementos más cinematográficos del relato -especialmente el cuerpo y los movimientos de Alma-, que son los más ricos y con posibilidad de sacudir la perspectiva del espectador. La sensación que se consolida al ver Las decisiones formales es que su narración habría lucido más compacta y fluida si se hubiera aplicado a la duración de un mediometraje. Lo que sobra y le da un estiramiento pasa por el componente discursivo antes mencionado, en un film-ensayo que muestra a una cineasta con conocimiento y vigor, pero que aún debe encauzar su mirada.