Dilemas grupales e individuales 1. No deja de ser llamativo que justo en el año en que DC y Marvel salen a competir prácticamente cara a cara con sus respectivos universos cinematográficos, ambos sellos eligen abordar en sus films el enfrentamiento ético y moral entre los superhéroes a partir de un mismo tópico: las repercusiones de sus acciones en el campo de batalla cuando libran guerras contra distintos villanos. La diferencia podría radicar en que en Batman vs Superman: el origen de la justicia el choque adquiere características definitivamente personales (el hombre murciélago contra el hombre de acero), mientras que en Capitán América: guerra civil posee matices corales (cada personaje tiene su punto de vista), aunque lo cierto es que en muchos pasajes termina recortando su lente hasta quedar todo reducido al antagonismo entre el Capitán América y Iron Man. La diferencia -radical e importante- pasa por cómo el film de Marvel va construyendo sus conflictos a lo largo de todo el relato, pausadamente, diferenciándose de la película de DC, que acumula planteos poco claros en las instancias finales. 2. El Universo Cinemático de Marvel llegó a una encrucijada, donde se ve con la necesidad de hacerse cargo de lo que implica el accionar de los protagonistas e incluso de la acción en sí, como factor de pura espectacularidad para sacudir e involucrar al espectador. Aparece el “daño colateral” como factor preponderante, como si Marvel buscara hacer notar que las estructuras digitales que vimos en los films anteriores representaban construcciones reales y, principalmente, personas reales, concepción que ya también aparecía presente en las series Daredevil y Jessica Jones, emitidas por Netflix. Y en esto no deja de ser lógica la elección de que sean Joe y Anthony Russo los directores, no sólo por la continuidad narrativa que aportan desde la aventura anterior del Capitán América, sino por cuestiones temáticas que van de la mano de las formales: hasta Capitán América y el Soldado del Invierno, Marvel no había alcanzado semejante nivel de realismo y fisicidad. Los hermanos eran capaces de referirse a nociones como el deber, la ética del héroe, los dobles discursos y cómo las autoridades gubernamentales manipulan. 3. Por eso no es de extrañar que en Capitán América: guerra civil la acción sea significativamente más terrenal, más cuerpo a cuerpo, excepto en la magnífica secuencia del aeropuerto, que igual no deja de ser reducida a un marco bastante delimitado y donde todo pasa a ser un juguete (allí son decisivos los roles que juegan las intervenciones del nuevo Spider Man y Ant-Man). En eso, el film funciona como continuidad de El Soldado del Invierno pero especialmente como ruptura respecto a Los Vengadores y Avengers: era de Ultrón: no hay enfrentamientos galácticos o con inteligencias supremas dispuestas a apoderarse del mundo y, de hecho, hay una reflexión sutil respecto a esa chance a partir del giro del final. No, lo que se juega es más pequeño y definitivamente personal, a partir de la fractura que se da entre los superhéroes cuando desde las entidades gubernamentales se busca regular las actividades de los Vengadores, con Cap y Iron Man liderando cada bando. Hay allí otro elemento subyacente que en última instancia es decisivo: Marvel arranca la Fase 3 con un film que podrá hacer más foco en Steve Rogers, pero que en verdad termina siendo indudablemente grupal, tomando en cuenta que ya es un tanto imposible llevar a cabo películas “en solitario” para cada héroe. Los cruces, relaciones y vínculos entre los personajes ya vienen largamente asentados y se hace imposible eludirlos. 4. Y es en este último aspecto donde surgen las mayores debilidades de Capitán América: guerra civil: termina siendo, casi inevitablemente, más sobre la Guerra Civil que sobre el Capitán América. Sólo en determinados pasajes Rogers es el centro y no es casualidad que esos sean los mejores momentos de la película. A pesar de que los Russo son óptimos narradores y llevan el relato por carriles muy fluidos, lo cierto es que tienen múltiples tareas, que no sólo implican la historia de la película: deben introducir a Pantera Negra, al nuevo Spider Man, establecer un lazo con Ant-Man, darle el peso correspondiente a Iron Man, permitirles espacios preponderantes a los demás superhéroes… Comprimir todo esto termina siendo una misión titánica, que le resta impacto a los dilemas construidos. Quizás donde más se note este inconveniente es con el villano: Zemo, quien por algo es encarnado por Daniel Brühl -un actor esencialmente humano, que trabaja a partir de los rasgos expresivos de su rostro-, es un personaje más que interesante, no sólo por sus métodos (es un ejército de un solo hombre) y eventualmente por objetivos, que se revelan hacia el final y lo pintan de cuerpo entero. Pero merecía más tiempo y consideración, no ser una mera palanca para exponer las confrontaciones internas de los protagonistas. 5. Aún así, Capitán América: guerra civil es un film que consigue atrapar a partir de sus épicas ambiciones, que no sólo pasan por el arco dramático sino también por el humor, con algunas escenas estupendas donde descollan Paul Rudd, Anthony Mackie y Sebastian Stan. Y que también tiene a Cap (muy bien Chris Evans, sumamente cómodo en su papel, pero sin cancherearla), que película a película se ha ido consolidando como el mejor de los Vengadores y merecido líder: lo suyo son los puñetazos, las patadas, el esfuerzo físico hasta el máximo (“puedo hacer esto todo el día”) y, especialmente, los valores, la coherencia ética y moral contra todo y todos, siempre al servicio de los demás. Un verdadero mosquetero, un héroe de otros tiempos, noble de principio a fin, que puede formar parte de un grupo pero también merece su espacio propio.
Misión cumplida ¿Qué película es Enemigo invisible? ¿El thriller sin fisuras de su primera mitad, que sirve de marco para el entrecruzamiento de una multiplicidad de puntos de vista? ¿O el drama manipulador de su segunda mitad, que incluso sobre el final roza lo abyecto? Porque lo cierto es que Enemigo invisible -traducción totalmente ridícula para el original Eye in the sky (Ojo en el cielo, que hace referencia a la noción de vigilancia permanente)- arranca muy bien en lo que parece ser una típica misión militar, aunque no lo es tanto: ejecutada en Kenia, involucra a fuerzas británicas, estadounidenses y keniatas, en cielo y tierra, para capturar a un peligroso grupo terrorista compuesto en parte por ciudadanos estadounidenses y británicos que les han declarado la guerra a sus propios países. Pero no sólo eso: también hay autoridades políticas y judiciales observando todo el asunto a la distancia. Lo que empieza como una misión de captura, por diversas circunstancias pasa a tener carácter letal y luego se complica aún más cuando queda una niña dentro de la zona de fuego. Todo esto el director Gavin Hood (realizador esencialmente desparejo, que puede dirigir un espectáculo decente como El juego de Ender pero también bodrios como X-Men orígenes – Wolverine) lo cuenta con gran vigor, ensamblando con fluidez los distintos espacios que observan y/o participan del evento. En esa primera parte donde se van planteando los conflictos es donde está claramente lo mejor de Enemigo invisible, porque el film permite que cada personaje -y por ende, cada posicionamiento ético- tenga su lugar, sin una bajada de línea explícita. Es entonces cuando el profesionalismo y las miserias humanas se fusionan: tenemos a militares de alto rango como la coronel interpretada por Helen Mirren y el general encarnado por Alan Rickman obsesionados con lograr el objetivo a cualquier precio; los políticos preocupados más por las posibles repercusiones mediáticas que por el real factor humano; y hasta los soldados de bajo rango (como el piloto del droide que hace Aaron Paul) que intentan pasar por toda la experiencia sin quemarse la cabeza o poner sus carreras en peligro. La clave pasa por el ritmo: Hood (de la mano del guión de Guy Hibbert) aprieta el acelerador, alternando diferentes espacios a gran velocidad, sin explicar demasiado y escapando de toda posible caída en la teatralidad. El realizador pareciera haber aprendido unas cuantas lecciones de cineastas como Paul Greengrass y Michael Mann, y eso no está nada mal. Pero ya entrada la segunda mitad del relato, Enemigo invisible se ve en la necesidad de pisar el freno, plantar bandera, tomar partido, ponerse “pensante” y bajar línea diciendo cosas “importantes” sobre las justificaciones para la guerra contra el terrorismo y los daños colaterales. Allí es cuando empiezan los problemas, porque las grietas y arbitrariedades del guión comienzan a notarse demasiado, y el film entra en una sucesión de idas y vueltas realmente injustificables. Hood, y todos los involucrados en la película, se ven invadidos por la culpa, quieren dejar bien en claro cuál es su posición y eso se traduce en una total falta de confianza en el discernimiento que pudiera tener el espectador sobre los acontecimientos, lo cual le quita toda posible ambigüedad a la narración. El colmo es la secuencia de títulos del final, que se ubica entre lo más alto del ranking de manipulación sentimental. Aún así, Enemigo invisible consigue dejar en la memoria del espectador todo su ambiente profesional, las hipocresías de varios de sus protagonistas y unos cuantos diálogos sumamente filosos. Y claro, esa habilidad que exhiben Mirren y Rickman para construir personajes implacables y repugnantes, pero aún así totalmente convencidos de sus actos, y siempre tan british. Para villanos, los mejores, sin lugar a dudas, son los británicos.
Ser médico es mucho más que ser médico Durante una consulta, una anciana paciente dice algo así como “yo tomo ese medicamento porque tengo un poquito de diabetes”, a lo que el médico rural Arturo Serrano le contesta “no, usted no tiene un poquito. Usted TIENE diabetes”. De momentos así, directos, casi crudos, pero a la vez sensibles y cuidadosos, está hecho Salud rural, bello documental que en principio gira alrededor de ese doctor que cuida la salud de los habitantes de Santo Domingo, un pequeño pueblito de Santa Fe. Pero el realizador Darío Doria tiene la inteligencia y perspicacia de dejar a Serrano casi permanentemente fuera de campo, sin dejar de otorgarle una potente presencia a través de la voz, para enfocar la mirada de la cámara primariamente en los pacientes, en sus rostros temerosos frente al dolor pero confiados en la sabiduría médica, o en sus cuerpos padecientes, siempre encuadrados en fragmentos. Hay ahí presente una decisión definitivamente ética a nivel estético de Doria, que se complementa con la concepción de su profesión por parte de Serrano: lo que importa son los pacientes, las personas que esperan, aguardan, con la mayor paciencia posible -de ahí el término “pacientes”- por mejorar su salud. El médico podrá ser el protagonista, pero en verdad es más bien un puente para pensar, observar y hasta reivindicar a las personas que se ponen bajo su cuidado, y que también tienen historias detrás, conjunto de formaciones que las terminan definiendo en sus diversas individualidades. Esta postura, que también constituye un posicionamiento definitivamente moral, se sostiene en esa confianza antes mencionada por parte de las distintas personas que son atendidas por Serrano -hay escenas donde se nota de manera extrema lo invisible que queda la cámara para los pacientes, quienes hablan de hasta de sus intimidades con una soltura apabullante- y una sutileza en la narración -porque se está contando la vida de un médico y hasta de un pueblo entero- que permite que sea el mismo espectador el que vaya haciendo su propio recorte, su propio diagnóstico sobre lo que observa. Salud rural, a partir de una puesta en escena respetuosa de lo que retrata y un montaje armonioso y fluido, que se emparentan con el carácter sereno y honrado de Serrano, se va constituyendo en un complejo análisis de los lenguajes de la medicina y el dolor, del miedo a la pérdida, de la incertidumbre y de un modo de concebir el mundo. Una película que, en voz baja, delinea un poderoso discurso político y cultural.
El peor de los planes Planificar no es tan simple como parece, no es simplemente decir “voy a hacer tal cosa en determinado momento y lugar”. Armar un plan implica poseer razones específicas para justificarlo, objetivos determinados, variables a tener en cuenta a lo largo del desarrollo, etapas divididas sutilmente pero que en conjunto conforman un todo, tácticas, estrategias, alternativas frente a ciertos imprevistos. En Al final del túnel hay apenas un bosquejo de un plan, un borrador sumamente antojadizo que encima es ejecutado de manera totalmente deficiente. Y eso que la premisa del film de Rodrigo Grande es en esencia bastante simple: un hombre que ve una oportunidad para sí en la oportunidad de otros, buscando robarles a unos ladrones que están por asaltar un banco cavando un túnel. Pero la marca registrada de Al final del túnel a lo largo de todo el relato es la arbitrariedad, que surge desde el comienzo, con Berta (la española Clara Lago queriendo sostener un imposible acento argentino) entrando con su hija en la casa -y en la vida- de Joaquín (un correcto Leonardo Sbaraglia) para alquilarle la pieza. Berta no sólo ni ve la necesidad de preguntar el costo del alquiler, sino que no tarda mucho en recurrir a su oficio de striper y ofrecerle una performance con toda confianza a Joaquín: esa secuencia es la excusa para un montaje de diversos hechos e instancias que quieren transmitir que Joaquín es un tipo que carga solo la mochila de la pérdida de su esposa e hija en un accidente que lo dejó inválido. Decimos que ese montaje quiere transmitir, porque en verdad lo único que recibe el espectador es ruido, visual y sonoro, con una banda sonora invasiva y una estética que recuerda al peor cine argentino de los ochenta y noventa. El relato avanza como un drama llevado de los pelos, remarcando innecesariamente el problema de la hija de Berta, que hace años no habla y no sabe por qué, y la supuesta atracción que va creciendo entre Joaquín y Berta, de la que nos damos cuenta que existe básicamente porque Berta se encarga de decirle a Joaquín que hay una atracción entre ellos. Pasa un rato largo hasta que finalmente hace acto de presencia el verdadero núcleo narrativo de la película, con Joaquín detectando al grupo de ladrones liderados por un tal Galereto (Pablo Echarri, otra vez en un papel insostenible) y queriendo quedarse con parte del botín. Pero en vez de mejorar cuando se anima por fin a ser un thriller, Al final del túnel se hunde aún más, esencialmente porque ninguna de las decisiones que va tomando para que fluya la narración tienen razón de ser y justificativo. Si Grande como realizador evidencia cierto talento para transitar con la cámara los espacios cerrados en los que se desarrolla la trama (casi no hay escenas en exteriores), las vueltas de tuerca que va acumulando su guión -que incluye una revelación respecto a la hija de Berta que es indignante en su manipulación- muestran que desde el comienzo la historia se le escapó de las manos para nunca más volver. Todo en Al final del túnel es disparatado y carente de rigor, y eso se nota hasta en detalles de la puesta en escena: por ejemplo, en cómo la casa pasa de estar vieja y derruida a moderna y perfectamente acondicionada, por obra y gracia de Berta, quien en un momento se pone a ordenar un poco. Recién sobre el cierre la película parece hacerse cargo de lo poco seria que es y se sumerge en un absurdo extremo -el comisario que encarna Federico Luppi hasta da unos pasos de comedia grotesca-, que aunque la hace parecer un mal film de los Hermanos Coen, tipo El quinteto de la muerte, por lo menos le da un marco de cierta honestidad. Pero no alcanza para darle rasgos de simpatía, no cuando durante la mayor parte de su metraje la impostura y el dramatismo vacuo fueron la norma. Larga y aburrida, absolutamente fallida, Al final del túnel es una película donde ninguna de las partes que la componen funciona de la manera apropiada. Evidentemente, hay planes que están destinados al fracaso.
Otras heridas abiertas Decir que las Malvinas son una herida abierta en la historia argentina es algo obvio, por múltiples y lógicos motivos. Lo que muchas veces no queda claro y queda relegado en la reflexión y el análisis es que las Malvinas también son una herida abierta para el Reino Unido, y de formas un tanto inesperadas. Exilio de Malvinas encuentra una pequeña fisura en el abanico de tópicos y discusiones ya abiertos, tocando relatos bastante ignorados, lo cual es un deber fundamental del género documental. El film de Federico J. Palma aborda las historias de tres malvinenses que por diversos motivos se vieron forzados a dejar las islas donde nacieron, arribando a la Argentina Continental. El primero es Alexander Betts, quien manifestó su acuerdo con la reivindicación de soberanía sobre las islas planteada desde la Argentina. El segundo es el artista plástico James Peck, quien se enamoró de una argentina, comenzó a vivir en pareja y tuvo un hijo con ella. El tercero es el biólogo Mike Bingham, quien descubrió la forma en que la pesca indiscriminada afectaba a la población de pingüinos. Lo que une a Betts, Peck y Bingham es cómo son personas que desde sus miradas y acciones ponen en crisis un sistema de creencias y valores construidos a lo largo de siglos y que sostienen en buena medida el concepto de Nación en Gran Bretaña. Tocan cuestiones como el imperialismo, el colonialismo, la identidad nacional, lo económico y laboral. Y son aislados, señalados y finalmente obligados a dejar la tierra de origen rechazados no sólo por el gobierno y/o el Estado Británico, sino por sus mismos compatriotas. Deben reconstruir sus vidas en otro territorio como es el argentino, que encima simboliza lo antagónico. ¿Cómo volver a ser en otra parte? ¿Cómo seguir sosteniendo las propias convicciones cuando todos los elementos parecen alinearse en contra? ¿Cómo seguir incluso al país donde se nació cuando ese mismo país te expulsó, caracterizándote como un indeseable? Esas son algunas de las varias preguntas que van surgiendo en Exilio de Malvinas y lo bueno que tiene el documental es que desde su tono pausado, sutil, para nada aleccionador, esas preguntas no terminan de responderse del todo, y si lo hacen es desde lo que les pasa a los entrevistados. Palma pone la cámara, sigue a Betts, Peck y Bingham, recurre a algunas preguntas bien concretas –no formuladas en pantalla- y deja que hablen, porque con eso basta y sobra, evidenciando que determinadas discusiones filosóficas y políticas empiezan y acaban en lo que les sucede a los individuos, a las personas, a los seres de carne y hueso. Hay sí un defecto que no deja de ser llamativo en el panorama del documental argentino: si muchas películas parecen estiradas y hay hasta un cierto regodeo en las premisas, Exilio de Malvinas da la impresión de tener demasiado para contar para sus escasos 66 minutos. Si hacemos una división matemática, el film le dedica poco más de 20 minutos a cada uno de sus entrevistados, y lo cierto es que cada uno de ellos merecía más tiempo: hay elecciones de vida de enorme complejidad en las micro-narraciones que se despliegan, y que no terminan de impactar de la manera apropiada. Este cuestionamiento también puede funcionar como elogio: no a cualquier film se le pide más minutos, que siga adelante con su propuesta. Con su simpleza formal, Exilio de Malvinas revitaliza un tema que parecía un poco agotado en el panorama del cine argentino, poniendo en juego nuevas posiciones y alejándose de las simplificaciones, apoyándose en el factor humano.
La mirada porteña ¿Cuál es el conflicto de No hay tierra sin mal? El argumental es obvio, centrándose en Ana (Ana Luz Kallsten) y Silvia (Silvia Nudelman), quienes durante buena parte del día comparten el mismo hogar, aunque sus posiciones sociales son diferentes: la primera es la hija de un empresario de Posadas, la segunda es la mucama. Mientras Ana, a pesar de salir con un amigo, no termina de dejar aflorar su sexualidad, atada por su formación religiosa y sus prejuicios; Silvia posee una vida sexual liberada, aunque no tiene una pareja que la contenga. Sin embargo, el verdadero conflicto lo tiene la ópera prima de Belén Bianco, directora originaria de Posadas pero formada en la FUC. El dilema pasa por la perspectiva: el film sigue constantemente la rutina de ambas mujeres, pero eso no le alcanza para compenetrarse con lo que les sucede, porque la mirada es siempre distanciada, clínica. Ese distanciamiento termina derivando en una contraproducente superficialidad: lo que se termina ofreciendo es un mero diagnóstico de la situación, donde apenas si se perciben los sentimientos de las protagonistas, para arribar a conclusiones socio-antropológicas que no son precisamente originales. Sí, vuelve a hacer acto de presencia la visión porteña del Interior, que observa las diferencias sociales de esa otredad lejana como algo tan abismal como irremediable. Bianco sabe filmar, eso es innegable: encuadra con precisión, maneja con habilidad los tiempos, es concisa a la hora de narrar, consigue la espontaneidad necesaria de Kallsten y Nudelman, diseña los trazos básicos de ambos personajes sin grandes dificultades. Pero No hay tierra sin mal es más un film de la FUC sobre la sociedad posadeña que una película dirigida por una realizadora que está contando y exponiendo un mundo que conoce desde su propia experiencia. Su recorte es propio de alguien que contempla lo ajeno, lo que está a la distancia, y no lo conocido y cercano. Y ni siquiera se aprecia un descubrimiento, una fascinación ante las vivencias de Ana y Silvia. No es simple lo que se le pide a Bianco: demasiadas veces en nuestra existencia fallamos en entender verdaderamente a quienes nos rodean, en ponernos al lado de quienes tenemos cerca para comprender lo que les acontece. Pero uno de los deberes primarios de los cineastas es crear personajes y luego entenderlos al máximo, eludiendo las generalizaciones para concentrarse en sus particularidades y subjetividades. Muchas veces el camino indicado para llegar a conclusiones generales implica empezar por lo particular, pero Bianco toma un modelo universal -o más bien, dominante- y lo fuerza en su aplicación a dos seres específicos. Por eso No hay tierra sin mal no termina de contar verdaderamente lo que les sucede a Ana y Silvia. Sólo queda un ensayo que reproduce la mirada porteña ya largamente establecida.
Elogio de la terquedad Recuerdo que en ocasión del último ascenso del equipo de básquet Quilmes de Mar del Plata a la Liga Nacional, Mex Faliero -que es hincha fanático y me terminó contagiando su pasión- escribió un artículo titulado Elogio de la terquedad, donde hacía hincapié en cómo Quilmes nunca había permanecido más de un año en la segunda categoría, retornando inmediatamente a la Liga Nacional, en ascensos con más de un componente ligado a las épicas tan sorpresivas como inolvidables. Como si ese club al cual todo y todos le dicen que es inferior, se empeñara en reclamar un lugar que en cierta forma es incómodo pero que no deja de corresponderle. No había caso: les gustara o no a los demás equipos e hinchas, que siempre los miraban con cierto desprecio, Quilmes y su gente seguían diciendo en cada gesto y acción, en cada ascenso inmediato, contra viento y marea, que eran de la Liga Nacional y que los descensos eran apenas estados meramente temporarios. Me viene esto a la cabeza porque el protagonista de Volando alto, Eddie “The Eagle (El Aguila)” Edwards -estupendo Taron Egerton, disolviéndose en el personaje- bien podría haber sido de Quilmes de Mar del Plata: un tipo terco como una mula, empeñado en cumplir su sueño, reclamando su lugar en el mundo, aunque todos se lo nieguen o lo miren de costado. El desde chico quiso participar de un Juego Olímpico y encuentra en el salto de esquí -una peligrosa disciplina que consiste en descender sobre esquíes por una rampa para agarrar velocidad y luego iniciar el vuelo con el objetivo de aterrizar lo más lejos posible- el deporte que puede llevarlo hacia el objetivo tan ansiado. Claro que todo está en contra suyo: su físico va a contramano de todos los requerimientos básicos y encima empieza a practicar a los 22 años un deporte que normalmente empieza a ejercitarse desde la infancia. Todo está en contra suyo, excepto él mismo, porque es tenaz hasta la médula y está dispuesto a vencer todos los obstáculos posibles. Lo que viene a continuación es previsible y está enmarcado en todos los arquetipos y estereotipos de las películas deportivas que toman como base hechos reales: la voluntad contagiosa del personaje principal, la manera en que es capaz de contagiar su esperanza a los que lo rodean, los avances y retrocesos, las burlas de los escépticos, la persistencia frente a todo, la sucesión de hechos fortuitos que desafían la lógica, el momento donde se alinean los planetas y el sueño se concreta. Pero Volando alto encuentra la brecha justa y precisa de la autoconsciencia, del despliegue del artificio, del juego con los códigos genéricos y el evidenciar el potencial impacto en los espectadores lejanos de una historia personal, haciendo un lúcido hincapié en los sonidos (musicales) y las imágenes de fines de los ochenta como marco indispensable de lo que se cuenta. En esto quizás sea clave la figura del productor Matthew Vaughn, realizador de Kick-Ass y Kingsman, el Servicio Secreto, pero si en esos films lo que se terminaba imponiendo era la mirada canchera, acá la modalidad autoconsciente del relato confluye de manera espléndida con una notable sensibilidad. En eso último es clave el personaje de Bronson Peary, que le permite a Hugh Jackman seguir explorando a esos típicos perdedores que encuentran una última chance para redimirse, como en Gigantes de acero. Peary es el campeón que no fue, la decepción del entrenador leyenda, el tipo que no terminó de explotar su potencial por su falta de disciplina y que Edwards encuentra ahogando sus penas en alcohol. El dúo que irán armando Peary y Edwards, primero a las patadas, luego como amigos de hierro -y que se traslada a las actuaciones, porque Jackman y Egerton conforman una pareja actoral maravillosa-, irá mostrando las capas que constituyen Volando alto, que giran alrededor del amor por el deporte: ahí tenemos la alocada escena donde Eddie contempla a Peary haciendo un salto desde la altura máxima -nada menos que noventa metros- totalmente borracho, que posee características cuasi oníricas. O las secuencias de entrenamiento, con referencias orgásmicas a Bo Derek incluidas. Volando alto, que ya desde el principio, desde el minuto uno -utilizando la acumulación de anteojos rotos como perfecta metáfora de los esfuerzos fallidos de Eddie- causa simpatía y captura la atención del espectador, va hilvanando un relato que trae a consideración la diferencia entre probabilidad y posibilidad: si el primer concepto refiere a estadísticas y porcentajes, a la fría matemática contra el deseo humano, el segundo plantea la chance de que el objetivo se concrete, de que se haga tangible. Porque así es toda la película, desde su puesta en escena vigorosa hasta sus permanentes giros narrativos, pasando por su estética repleta de colores: nos dice todo el tiempo que es una fábula, una exageración de la anécdota real y aún así verosímil, algo que podría considerarse improbable, pero que no deja de ser posible. Lo de Eddie, que se atreve a volar como un águila, es eso: ir contra las probabilidades, dejar de lado las abstracciones, ponerse por delante la meta como una posibilidad palpable, llevándose a sí mismo al máximo de lo que puede dar (en eso el diálogo que tiene con el campeón finlandés es sumamente ejemplificador). Concreta como es en su arrojo, en su honestidad que mezcla lo real con lo fabuloso -y que hasta le permite sortear algunos defectos en la configuración de un par de personajes secundarios-, Volando alto nos termina conmoviendo hasta las lágrimas y logra lo que toda película deportiva busca: hablarnos a nosotros, espectadores, proponiéndonos dejar de lado los cálculos probabilísticos -que enmascaran nuestros temores- y confiar en la posibilidad de alcanzar lo que deseamos. Con terquedad, embistiendo, haciendo de los lugares incómodos nuestro hogar.
Batman y Superman inician…algo, no sabemos qué En algún momento a la gente de Marvel se le ocurrió eso del Universo Cinemático, que a veces parece la mejor idea de la historia, y otras parece la peor idea de la historia. Lo que hay que reconocerle a este estudio es que, a pesar de los desniveles narrativos y la acumulación de tramas por doquier, no deja de tener una visión bien delineada, lo que le ha permitido balancear el drama con la comedia -sumando mucho de intriga política- con fluidez y seguridad. Pero para eso hizo falta tiempo, convicción y hasta arrojo, algo de lo que todavía carece el universo cinematográfico de DC y Warner, teniendo en cuenta lo visto en El hombre de acero -a pesar de los elementos interesantes que presentaba vinculados al destino del héroe y sus elecciones que tomaba como ser humano- y ahora Batman vs Superman: el origen de la justicia. Ya desde el comienzo el film dirigido por Zack Snyder y escrito por Chris Terrio -quien está lejos de repetir los méritos de Argo- evidencia problemas y contradicciones narrativas, volviendo a indagar innecesariamente en los traumas infantiles de Bruce Wayne (focalizados en el asesinato de sus padres) que lo llevaron a ser Batman, lo que incluye la escenificación de un sueño que es de todo menos poética. Sin embargo, a continuación viene la que probablemente sea la mejor secuencia de la película, donde se ve todo lo ocurrido en el monumental enfrentamiento final de El hombre de acero entre Superman y Zod desde la perspectiva terrenal de Wayne junto al resto de los pobres mortales. En una ciudad en completo caos, con todo cayéndose a pedazos y gente inocente muriendo, podemos entender en buena medida el origen del resentimiento y los temores de Wayne/Batman para con esa figura endiosada que es Superman. Pero ese es el único momento donde podemos conectar con el film, sus protagonistas y los conflictos que despliega. Y eso que Batman vs Superman: el origen de la justicia utiliza dos horas y media, muchísimos personajes y múltiples subtramas, y aún así… nada. Hay muchas referencias políticas, alegorías de todo tipo y simbolismos por doquier, pero es todo un collage que al final resulta puro ruido. A cada minuto, a cada plano, se percibe que la película sabe qué quiere contar, pero nunca cómo contarlo. Y es por eso que sólo puede sostenerse desde la referencia y el capricho: hay fragmentos indudablemente asociables a cómics como El regreso del caballero oscuro o La muerte de Superman; conceptos vinculados a los juegos Batman: Arkham; un molde de base que es el oscuro y realista Batman de Christopher Nolan; y claro, toda una serie de indicios que preanuncian no sólo lo que va a ser La liga de la justicia, sino también las películas individuales de la Mujer Maravilla, Aquaman, Cyborg y Flash. Lo que falta es una base fundante sólida para el enfrentamiento entre Batman y Superman, que sólo termina desatándose por la arbitrariedad del guión: si uno se pone a pensar mínimamente la causa del choque de titanes, resulta de lo más estúpida y antojadiza, y aún más la resolución. Hasta dan ganas de decirles “che, acuérdense que todo se soluciona hablando, no es necesario matarse a piñas”. Y aunque es cierto que Henry Cavill, Ben Affleck, Gal Gadot y Jeremy Irons encuentran los tonos apropiados en sus interpretaciones de Superman, Batman, la Mujer Maravilla y Alfred, respectivamente -los dos últimos merecían más tiempo en pantalla, pero sus personajes no tienen verdadero asidero dentro de la narración-, el que mejor refleja (para mal) el espíritu y la esencia de Batman vs Superman: el origen de la justicia a través de su performance es Jesse Eisenberg, cuyo Lex Luthor es una mescolanza indigesta de su Marc Zuckerberg en Red social, algo del Guasón de Heath Ledger y todos los psicópatas de la historia del cine. Desbordado por completo pero sin una verdadera composición actoral, lo de Eisenberg es como el Les Grossman encarnado por Tom Cruise en Una guerra de película, pero sin nada de lo divertido, con lo que termina siendo un villano entre irritante y aburrido, que encima no tiene motivación reconocible. Pesada desde lo audiovisual pero flaca en su estructura conflictiva, Batman vs Superman: el origen de la justicia es un comienzo muy poco apropiado para el Universo DC. Es una película sin alma, demasiado preocupada por complacer y sin libertad narrativa como para entregar algo propio y genuino. De ahí que se establezca la siguiente paradoja: el gran villano del film es el film mismo.
El género antes que el mensaje No hay que ser creyente para darse cuenta que la historia de la crucifixión de Cristo y su posterior resurrección está repleta de apuntes vinculados al poder del amor por el prójimo, el brindarse al otro, el deber, la responsabilidad, la fe (a nivel general, no sólo en algo superior), el compañerismo y un largo etcétera. Y que todos esos elementos no interpelan sólo a los creyentes, sino que poseen características universales, con lo que estamos ante un relato fascinante, repleto de potencialidades y sujeto a múltiples interpretaciones, un verdadero clásico desde el momento de su concepción. Cuando La resurrección de Cristo se hace cargo de lo mencionado anteriormente, es una película mucho más interesante de lo que ciertos prejuicios podrían indicar. Esa lucidez probablemente parta de la mirada del director y coguionista Kevin Reynolds, un realizador que en films como Robin Hood, Waterworld y Montecristo siempre demostró estar más interesado en los cimientos de aventura antes que en los mensajes que podían partir de los relatos que abordaba. Acá Reynolds hace una operación similar, corriéndose un poco al costado de los acontecimientos ya conocidos y centrándose en el tribuno romano Clavius (Joseph Fiennes), a quien le asignan encontrar el cuerpo desaparecido de un judío que se autoproclamaba el Mesías y del que se dice que se levantó de entre los muertos. Es por eso que durante casi una hora, asistimos a una película que parece más de misterio que otra cosa, focalizando en el enigma que afronta el protagonista, quien arranca totalmente descreído e irá descubriendo pequeñas pistas que, acumuladas, lo irán alterando en sus percepciones. Con su estructura sustentada en base a interrogantes antes que certezas y su visión lateral de hechos icónicos -la secuencia de la crucifixión, desde el montaje hasta la puesta en escena, pasando por el recorte temporal, es muy ejemplificadora-, La resurrección de Cristo se permite reflexionar sobre los imaginarios creados a partir de la creencia, el relato oral como sustento indispensable para un discurso y cómo la esfera religiosa siempre se cruza con la política. Y si es a partir de la segunda mitad donde empiezan a aparecer las respuestas y donde el film tropieza más, porque pierde buena parte del misterio, el descubrimiento y la fascinación pasan a jugar papeles relevantes. Siempre la película mantiene la visión humana e inicialmente escéptica de Clavius, y eso le agrega una complejidad que no tenía, por caso, La pasión de Cristo. Ahí es donde aparecen también dos factores sumamente atendibles: primero, que la contemplación de los milagros y el ejercicio de la fe están marcados principalmente por la alegría y el gozo, eludiendo en buena medida el tono trascendente y ceremonioso; y segundo, que la creencia y la fe se muestran como construcciones para nada espontáneas, necesitadas de pequeños pasos y, fundamentalmente, de una observación en la que se hallan pruebas que sustentan lo que se cree. En eso, quizás no deliberadamente, La resurrección de Cristo roza el agnosticismo: no hay fe en algo abstracto y/o mítico, sino en hechos concretos, comprobados casi de manera científica. No faltan las imperfecciones en La resurrección de Cristo: el escaso presupuesto se nota en unas cuantas secuencias, varios personajes caen en discursividades baratas, la narración no termina de ser fluida y Fiennes parece sólo conocer una modalidad actoral, que es la tensa. Pero aún así, lo que se impone es la honestidad y humildad en un film que hasta se permite darle el rol del Mesías a un intérprete no precisamente agraciado -aunque sí carismático, a su manera- y para nada caucásico como Cliff Curtis (que es de origen neozelandés y ha encarnado personajes de múltiples etnias). Pequeña sorpresa, La resurrección de Cristo es una película sincera, que no le habla sólo a los creyentes, y eso -siendo ateo, como quien escribe- se agradece.
Apenas un borrador Recuerdo que a mitad de mi carrera en la Licenciatura de Artes Combinadas, tuve que hacer un proyecto de investigación. El proceso no fue simple: implicó múltiples versiones, construidas a partir de un montón de presentaciones devoluciones del tutor a cargo de mi trabajo, hasta que se llegó a una versión final. Y es que era imposible que el primer borrador fuera el definitivo. Saco esto del cajón de los recuerdos porque en muchos aspectos Paternóster parece un primer borrador y no la versión definitiva de un film. El thriller es uno de esos géneros donde puede notarse mucho la diferencia entre las intenciones y los resultados, entre lo que se imaginó previamente y lo que finalmente se ve en las imágenes. El suspenso, elemento tan esencial como ambiguo, se crea a través de climas primariamente desestabilizadores, donde el juego con el espacio y el tiempo a partir del montaje y el encuadre es fundamental. Pero también se necesita protagonistas fuertes, capaces de generar algún tipo de empatía o conexión con el espectador, que formen parte de historias inmersivas, donde las incógnitas, dilemas y obstáculos formen un entramado sólido. Son estructuras donde cada eslabón es relevante y en el que una falla, por mínima que sea, puede hacer que todo se derrumbe como un castillo de naipes. Algo de eso sucede en Paternóster, donde todo empieza a caerse casi desde el comienzo. Hay muchas fallas, la mayoría pequeñas -elecciones de encuadres, tiempos de ciertas escenas, tonos en las actuaciones, incidencia de la banda sonora-, pero que se van acumulando y llevan a la previsibilidad y aburrimiento. De ahí que la historia, centrada en un fotógrafo (Eduardo Blanco), obsesionado con el embarazo de su mujer y lidiando con las consecuencias de una misteriosa herencia que no viene tan gratis como parece, jamás encuentra el ritmo requerido, generando un improductivo distanciamiento en el espectador. En Paternóster hay apuntes interesantes sobre el poder de lo simbólico, la entrada de lo sobrenatural -y diabólico- en lo rutinario y la perspectiva controladora que se construye desde la masculinidad. Pero son meros apuntes de un borrador, que cuando arriba a su solución, está lejos de impactar con sus giros. La película definitiva no está, brilla por su ausencia, con lo que lo sanguinario a lo sumo termina siendo sanguinolento. Lo único que queda es un film muy lejos de sus propias ambiciones.