Nada más y nada menos que una historia de amor Antes que nada, esta película es una historia de amor ultra romántica, donde el amor es, casi literalmente, más grande que la vida. Esta adaptación de un cuento corto de Phillip K. Dick estaba servida para la alegoría ética y moral sobre la manipulación del destino de las personas; el libre albedrío; la existencia y el carácter de Dios; la búsqueda de la felicidad y las decisiones que tomamos en consecuencia; y cómo el contexto social condiciona nuestros deseos individuales, entre otros tópicos. Y algo de eso hay en Agentes del destino, en los que sin duda son sus momentos más obvios y menos interesantes. Pero en realidad, el filme trata de otra cosa. Porque antes que nada, la película es una historia de amor ultra romántica, donde el amor es, casi literalmente, más grande que la vida. Una de esas donde se recupera el amor a primera vista, donde apenas un par de miradas, un diálogo y la química brindan la certeza de que se está frente a la persona con la que se querría estar toda una vida. ¿Esto existe en verdad? ¿Es una idealización, una exageración del cine y, más que nada, del cine estadounidense? Agentes del destino sólo se hace la primera pregunta, responde con un rotundo SÍ y ni siquiera necesita hacerse la segunda pregunta. Le da para adelante, con total pasión y convencimiento, pero sin dejar de tener en cuenta el contexto cultural actual. Pero esa conciencia lo único que hace es servirle de impulso para reivindicar un amor puro contra todas las convenciones. Olvídense de las reflexiones acerca del funcionamiento de la pareja o la institución matrimonial: acá tenemos a dos personas totalmente enamoradas luchando contra un destino que les presagia una tragedia. El filme puede sostener más que nada esta historia, situada en un escenario estéticamente achatado, burocratizado, atravesado por líneas urbanas rectas muy pero muy alegóricas, gracias a sus protagonistas. Matt Damon es un actor que ha evolucionado un montón desde que comenzó con la saga Bourne y que comparte con sus amigos George Clooney y Brad Pitt cierta preocupación por conectarse con la edad de oro hollywoodense –remitiéndose al relato hitchcokiano-, aquí interpreta al ciudadano estadounidense que a pesar de su cercanía al poder no deja de querer ver las cosas de manera idealista. En cuento a Emily Blunt, no sólo es hermosa, sino que tiene además una gran presencia y magnetismo, es graciosa y conmovedora por igual, y ayuda a construir un atractivo. Es cierto también que las imperfecciones de Agentes del destino son evidentes. No sólo se perciben cuando la cinta quiere ponerse seria y trascender la trama romántica, sino también en la narración de la construcción de la pareja, donde hay una vuelta de tuerca extra en el medio del metraje que empantana la fluidez de lo que se está contando, agregando unos quince a veinte minutos que no aportan mucho en verdad. Asimismo, el final también podría ser visto como complaciente, como esquivo a determinadas construcciones que deberían conducir a los personajes hacia otro desenlace. Pero aún así, Agentes del destino no deja de ser otra muestra de lo cinematográfica que puede ser la obra de Phillip K. Dick y cómo se amolda a las variantes genéricas de Hollywood. En este caso, el drama romántico más elemental, que sigue probando ser efectivo.
Hueca ambición En su nota en MDPHoy, donde brinda un anticipo de las tramas y chances de los estrenos –es decir, qué se puede esperar de ellos-, el colega Mex Faliero decía con respecto a Priest: el vengador que podía ser divertida según la seriedad con que se tomaran la historia los realizadores. “Si se la toman muy en serio, estamos fritos”, sostenía, con total razón. Bueno, malas noticias, queridos lectores: con este filme, nos fritaron, nos hicieron a la plancha, nos hirvieron y hornearon, y en todos los casos, la cocción se pasó de lo adecuado. Priest: el vengador recuerda a otros casos de adaptaciones de novelas gráficas como Dragon Ball o Judge Dredd, en el sentido de que se puede intuir fácilmente que hubo una gran historia en el material original, con muchos personajes de diversa complejidad y cuestiones temáticas, culturales y hasta filosóficas de diversa índole. Pero claro, cuando Hollywood entró en el camino, todo se comprimió en el peor de los sentidos, quedando sólo personajes chatos e historias que suenan, se sienten y se ven viejas. Aquí se presenta una especie de sociedad distópica en la que la guerra sin cuartel entre la humanidad y los vampiros ha llevado a que la Iglesia adquiera un enorme poder, que se asienta principalmente en un grupo de cazadores de chupasangres llamados Sacerdotes, que supieron terminar aparentemente con la guerra a partir de sus habilidades de lucha. Sin embargo, uno de ellos, encarnado por Paul Bettany, al enterarse de que su hija ha sido secuestrada, decide ir en contra de las autoridades religiosas y, casi sin querer, se interpondrá en un plan de los vampiros para resurgir de sus cenizas e invadir las ciudades donde tan tranquilos se sienten los humanos. La trama brindaba dos posibilidades: o daba para un tono aventurero, desatado, humorístico, explotando el absurdo; o siguiendo al pie de la letra las nociones épicas y la ambición de la novela gráfica de Min-Woo Hyung. Pero Scott Charles Stewart no hace ninguna de las dos cosas, con lo cual no consigue repetir las virtudes de su anterior filme, Legión de ángeles (un humor bastante negro, autoconciencia del género de terror religioso, personajes secos pero bien representativos, en especial en la primera mitad), pero sí todos sus defectos (moralina religiosa, diálogos sentenciosos que en verdad están vacíos de contenido, resoluciones apresuradas). No hay ni seriedad para encarar y adaptar la obra original al formato cinematográfico, pero tampoco humor. De hecho, la película se pasa de pretenciosa: todo es ceremonioso, trascendental y, a lo sumo, hay tres líneas de diálogo que apuestan a la complicidad cómica con el espectador. Sumémosle a eso severos problemas de montaje vinculados a las decisiones narrativas: Priest es uno de los pocos filmes de la última década cuya mayor dificultad con el metraje es la falta de tiempo. La cinta tiene menos de ochenta minutos y queda demasiado patente que la intención de dejar las puertas abiertas a una continuación terminaron conspirando contra el resultado final. Hay, por ejemplo, una escena entre el personaje de Bettany y su compañero –interpretada por Maggie Q-, que busca tener un alto peso dramático, pero donde definitivamente no se entiende de qué demonios están hablando. Esa secuencia funciona como resumen de Priest: el vengador. Confuso, estéril, sin garra, seriote y creído de sí mismo, podemos estar seguros de que irritará soberanamente a los fanáticos de la novela gráfica. El resto, nos aburriremos y volveremos a preguntarnos por la extraña habilidad que tiene cierto sector de la industria cinematográfica estadounidense para hacer filmes muy pero muy malos.
La arbitrariedad como valor positivo Hanna es casi un ensayo audiovisual, narrativo e incluso moral sobre esa joven ilógica, incivilizada, casi barbárica que es Hanna. Si uno se pone a desglosar el guión de Hanna, se perciben unas cuantas arbitrariedades. Pero son precisamente esas arbitrariedades las que terminan favoreciendo claramente a la película, en la que se percibe una notoria despreocupación por ciertas reglas de verosimilitud del thriller de espías. Porque en realidad, Hanna es una extraña mezcla de thriller, drama paterno-filial, historia de autodescubrimiento infantil e incluso road movie. Y en todos sus aspectos está atravesada por el cuerpo como cuestión central, como punto ineludible, en vínculo con otros seres, espacios y tiempos. De ahí los extraños saltos temporales y espaciales; las entradas y salidas de personajes sin explicar demasiado; los abruptos cambios de registro. La cinta puede permitirse también esto porque trabaja en escala, primero concentrándose en un eje triangular, formado por una niña, su padre y una despiadada villana, para terminar reduciendo ese trío a un individuo. Esa persona es Hanna, y es muy especial: criada en un bosque para ser un arma mortal, se adapta fácilmente al contexto moderno pero sin dejar de ser salvaje en sus modos y comportamientos. Sus acciones carecen de una lógica “civilizada”. Y la historia sigue a esa joven ilógica, incivilizada, casi barbárica, no le importa nada más. Adora a su protagonista, descubre con ella, ama u odia con ella, ataca o se defiende con ella. Hanna es como un ensayo audiovisual, narrativo e incluso moral sobre ella, sobre Hanna. Aparentemente, la protagonista, Saoirse Ronan, pidió expresamente que estuviera a cargo de la dirección Joe Wright, con quien ya había trabajado en Expiación, deseo y pecado. Y hay que decir que esa unión de talentos vuelve a funcionar magníficamente. Wright, con apenas tres películas –una de ellas, El solista, bastante fallida, hay que admitirlo-, se ha constituido en probablemente el realizador más interesante que ha aportado el cine inglés en la última década, y acá vuelve a hacer gala de su talento: un aprovechamiento y compenetración llamativa con la estupenda banda sonora de The Chemical Brothers; plena concentración en los personajes y la narrativa, sin encasillarse en mensajes superfluos; y una combinación de edición física y acelerada (muy emparentada con la saga Bourne) con estupendos planos secuencias, con una gran pulsión por el espectáculo. Pero lo de Ronan es realmente especial. Cada rol que le toca, termina dando la impresión de que sólo ella podría haberlo hecho. Y Hanna no es la excepción. La fisicidad que demuestra, lo primarias que parecen sus actitudes, terminan complejizando su personaje. Es, quizás junto con Hailee Steinfeld (Temple de acero), la mejor aparición femenina de los últimos años. Es la cara perfecta para un filme potente, imperfecto, sutil y crudo a la vez, al que no le importa nada y apuesta a todo. Es que Hanna no es una película adolescente (en el sentido de que adolece de elementos que compongan su identidad). Es en realidad joven, casi en construcción, con una seguridad que roza la soberbia, pero que también le permite plantarse con la cabeza erguida frente al mundo.
Lo clásico sigue siendo la mejor opción Valioso regreso al clasisismo. Nos veníamos preguntando últimamente cuál era el camino para una renovación del género de terror. Y parece que el camino para esa revitalización pasa no tanto por la invención de algo completamente nuevo u original, sino por una vuelta a las fuentes. O sea, un retorno al clasicismo, como se da en La noche del demonio. Raro que este filme provenga de los creadores de la saga de El juego del miedo, uno de los máximos ejemplos del cinismo posmoderno que permite el disfrute irreflexivo de la tortura y el derramamiento de sangre. Pero hay que tener en cuenta que James Wan y Leigh Whannell concibieron Dead silence, una película que ya buscaba apartarse de la violencia gratuita para apuntar hacia un trabajo de los climas, los personajes y la narración. Su final era bastante atropellado, pero aún así era una cinta interesante. Con Insidious, toman como premisa una historia ya transitada, que remite bastante a décadas emblemáticas del cine de terror, como los setenta y ochenta, contando la historia de una familia que se enfrenta con lo que primero creen que es una casa embrujada, pero que resulta ser la posesión demoníaca de uno de los hijos. En cierto modo, su estructura narrativa es muy similar a la de El exorcista –quizás EL filme de posesión-, con los primeros dos tercios dedicados a una progresiva construcción de personajes, y una escala de sucesos cada uno más inquietante, con ruidos extraños, apariciones, pesadillas y una atmósfera cada vez más opresiva. Cuando llega el clímax, ya el espectador está preparado, e incluso la película se encarga de introducir una pareja de técnicos analistas de fenómenos paranormales que funcionan como comic relief y descomprimen la situación. Aquí se apela a la dosis de autoconciencia apropiada, sin quitarle trascendencia al relato, pero exhibiendo una ajustada noción de que lo se está contando ya se contó, pero en otra época. En la parte final, La noche del demonio busca explicitar ciertas nociones horrorosas vinculadas a la narración lovecraftiana, las figuras demoníacas, las dimensiones paralelas y las entidades espirituales malignas. Aquí se vuelve despareja, porque por momentos cierto artificio explícito la favorece, pero en otros carece de dinamismo. Pero a pesar de esto último, con su narración pausada y concisa, sus personajes construidos con breves pero precisas pinceladas, sus sólidas actuaciones y una puesta en escena que recurre apropiadamente al plano secuencia para delinear los espacios, La noche del demonio se impone como uno de los mejores exponentes del cine de horror en los últimos tiempos. No es una maravilla ni mucho menos, pero su inteligencia y simplicidad brinda esperanzas con respecto al futuro del género.
El demonio que todos llevamos dentro “Tengo un demonio dentro mío” (Stu) ¿Era tan buena la primera parte de The Hangover? ¿O era en verdad una comedia falsa y hasta peligrosa? Ni muy muy, ni tan tan. Es más, se podría decir que fue de los filmes más sobrevalorados y a la vez subvalorados de los últimos tiempos. Funcionaba bastante bien en sus dos primeros tercios, gracias a una estructura vinculada al género policial, donde la resolución se iba construyendo como un rompecabezas muy bien montado, y a un par de personajes memorables, con especial énfasis en el Alan interpretado por Zach Galifianakis, un ser tan inimputable como irritante. El problema pasaba por las secuencias de resolución, donde la película daba un giro conservador en el que se imponía claramente una postura machista (incluso misógina), conformista y conservadora. Esta fórmula, por la cual se amagaba primero con romper con todo y luego se agachaba la cabeza, no era nueva. Ya había sido empleada por Los rompebodas, otra comedia que había hecho estragos en la taquilla. Muchos las habían catalogado como éxitos sorpresivos, pero en verdad no era tan así, ya que eran productos calculados para triunfar, precisamente a través de estas maniobras que amagan con ser rupturistas, pero que finalmente aprietan el freno, tranquilizando al espectador y dejando a todos (o casi todos) conformes. ¿Qué pasó ayer? consolidaba el tipo de relato que caracteriza a buena parte de la filmografía de Todd Phillips, quien presenta películas con hechos puntuales desencadenantes que llevan a una acumulación de hechos casi tortuosos que se revelan al final como un proceso de aprendizaje. De hecho, esto pudo comprobarse en su siguiente cinta, Todo un parto, donde el realizador pulió buena parte de sus defectos. Pero, a pesar de no ser tan masivos, sus mejores exponentes eran (y siguen siendo) Aquellos viejos tiempos y Viaje censurado. Con ¿Qué pasó ayer? Parte II se percibe una paradoja: la historia gana donde antes perdía, pero pierde donde antes ganaba. Por un lado, hay mucha menos bajada de línea conservadora y no se fuerza a los personajes a decisiones inverosímiles, dejando que las acciones fluyan con naturalidad y que se pueda apreciar cómo algunos protagonistas, sólo bajo determinadas circunstancias (especialmente Stu, interpretado por Ed Helms) son capaces de estallar y salirse de la norma, encontrando su lugar oscuro justo cuando más lo necesitan. Asimismo, un personaje como el de Mr. Chow es tratado con mucha más consistencia, alejándose del estereotipo que lo caracterizaba en la primera parte. El filme resigna cierta ambición temática o de contenido, pero obtiene a cambio la coherencia que le faltaba. Por otro lado, ¿Qué pasó ayer? Parte II recuerda en muchos aspectos a Mi pobre angelito: perdido en Nueva York, que era una copia carbónica de su antecesora, repitiendo giros, personajes y situaciones pero trasladados a otro contexto. Es un calco de lo que sucedía en Las Vegas, pero en Bangkok: la misma escena inicial de completa resignación en medio de la cronología del relato; el mismo despertar en una habitación sin recordar nada; una nueva pérdida de un integrante de la pandilla (ahora tienen que buscar al futuro cuñado de Stu); idénticos giros y resoluciones de guión hacia el final. Eso lleva a que lo que antes era novedoso y atrayente en la trama, aquí se convierte en predecible y agotador. De hecho, si se vio el filme previo, se puede predecir sin inconvenientes lo que va a pasar. Aún así, hay que agradecerle a ¿Qué pasó ayer? Parte II que no se regodea en lo ya conocido ni abusa de la complicidad con su público, a pesar de entrar en las repeticiones ya mencionadas. Básicamente porque es notoria la energía puesta en la narración y en el cuidado de los personajes. Phillips no es tonto, sabe filmar, le gusta coquetear con los límites del buen gusto y es ahí donde esta película se hace fuerte. Sin alcanzar grandes alturas, es un viaje tan acelerado como divertido.
Cuestión de propósitos Desde que se anunció la cuarta parte de Piratas del Caribe, la pregunta básica que surgió fue: ¿para qué? Con la trilogía inicial, la saga daba la impresión de haber brindado lo justo y necesario, e incluso de haber agotado los recursos. Los interrogantes se abrieron aún más con el anuncio de la contratación para la dirección de Rob Marshall, quien no sólo no tenía antecedentes en el cine de acción y aventuras, sino que además posee una filmografía con bodrios como Chicago y Memorias de una geisha. En Piratas del Caribe: navegando aguas misteriosas, se nos presenta nuevamente al Capitán Jack Sparrow, buscando la Fuente de la Juventud. En el medio, se encuentra con un antiguo amor del pasado, una pirata llamada Angélica, interpretada por Penélope Cruz, que es la supuesta hija del temible Barbanegra (Ian McShane). La historia es totalmente independiente de las primeras tres partes, y comienzan a notarse ciertas decisiones que buscan denotar una autonomía propia. Por un lado, el personaje de Sparrow pasa a tener mucha más centralidad, asumiendo que Johnny Depp y su creación es lo que sostiene todo el ensamblaje. Por otro, en muchos pasajes del relato el tono es bastante más ceremonioso. Estas disposiciones tienen unas cuantas consecuencias. En principio, tanto peso sobre Sparrow (y por ende, Depp) termina desgastando al personaje, porque el contexto no lo cuida lo suficiente y queda demasiado expuesto. Además, la atmósfera más pomposa lentifica la acción, estirando las acciones e incluso aburriendo (más si se tiene en cuenta que el metraje supera cómodamente las dos horas). Pero donde más se nota el declive es en el diseño de los personajes. A los películas previas (en especial la segunda, El cofre de la muerte) se les podía reprochar cuestiones vinculadas a la acumulación de subtramas, el barroquismo estético o la falta de coherencia en la sucesión de secuencias, pero no en la configuración de los protagonistas, ya que tenían en general un espesor irreprochable. En este filme se notan varios casos donde los personajes son marionetas: el de Angélica nunca alcanza atractivo y gracia propios (y hay que sumarle que Penélope, a diferencia de Javier Bardem o Luis Tosar, no es una actriz que se lleve bien con el inglés, con lo que baja notoriamente su desempeño); el de Barbanegra no tiene el peso específico requerido para un villano y desperdicia el enorme talento de McShane; y hasta tenemos a un clérigo que no sólo no se sabe para qué está, sino que, con toda su labia seudo religiosa trascendental, es directamente insoportable. Agreguemos a esto que Marshall evidentemente no tiene la imaginería visual o el atrevimiento del realizador anterior, Gore Verbinski, un cineasta que este año con Rango se consolidó como un verdadero autor, con un mundo propio y reconocible. Aún así, casi por decantación, por empuje, con la camiseta y la chapa que otorga el ser una saga consolidada en el imaginario del espectador, Navegando en aguas misteriosas tiene algo de encanto. Depp en cierto modo se comporta como esos futbolistas habilidosos que con jugar diez minutos le alcanza para imponerse, y sí, hay que aceptarlo, le alcanza y se impone; cuando aparece, Geoffrey Rush cumple y dignifica; hay un par de escenas de acción que están por encima de la media y evidencian un trabajo de producción donde Hollywood siempre se ha mostrado superior; y unos cuantos buenos chistes. Pero la sensación de rutina y de cosa ya vista queda muy patente, volviendo a traer a colación la recurrencia del cine estadounidense hacia la eterna sucesión de secuelas, donde determinados conceptos que al principio surgen como originales y atractivos son exprimidos al máximo, hasta volverlos repetitivos e incluso cansadores. Y, otra vez, aunque el público sigue asistiendo en masa a los cines (lo que explicaría la repetición a nivel financiero), nos quedamos con el mismo interrogante, pero a nivel artístico: ¿para qué?
Woody se impone a Larry El cine de Woody Allen de los últimos tiempos viene siendo una acumulación de paradojas. No parece haberse renovado mucho en sus más recientes filmes, que a la vez siguen conservando aristas de interés. Sus temas y formas siguen siendo las mismas, y se percibe un envejecimiento en el conjunto, pero con poco esfuerzo se sigue imponiendo por sobre buena parte del cine norteamericano actual. Es predecible, tanto en sus defectos como en sus virtudes, pero ya tiene un piso de público asegurado, que conecta permanentemente con su mirada, se fascina con sus hallazgos y le perdona sus errores (o incluso horrores, como Scoop). Debo decir que en lo personal tenía algunas expectativas extras con Que la cosa funcione, básicamente por la presencia de Larry David, no sólo un gran actor, sino también uno de los mejores guionistas de las últimas décadas en la televisión estadounidense, co-responsable de Seinfeld y estrella absoluta de Curb your enthusiasm. David daba la impresión de ser un alter-ego casi perfecto para Allen, por su visión del mundo neurótica, desencantada, sarcástica, nihilista, pero a la vez con cierto dejo de esperanza en el medio de mucho humor negro. Pero a la vez, había que tener en cuenta ciertas cuestiones vinculadas al trabajo de los actores con el director. Me parece que la razón más fuerte por la que Allen consigue seguir armando grandes elencos para sus obras ya no es tanto por su prestigio sino más bien por su sencillo método de filmación y puesta en escena, que permite que los rodajes sean ágiles y relajados a la vez. Por ejemplo, Colin Farrell supo decir, luego de rodar El sueño de Cassandra, que había hecho para toda esta película la misma cantidad de tomas que para una escena de Miami Vice, que había sido una pesadilla para el actor por el estilo obsesivo del director Michael Mann. El precio que hay que pagar es que el mundo del realizador tiende a absorber la personalidad del actor, en vez de mimetizarse o confluir apropiadamente. Eso no estaría necesariamente mal, pero en casos como el de Will Ferrell en Melinda o Melinda (donde se extraña la expansión física del intérprete de El reportero) es un pequeño gran desperdicio. Algo similar ocurre en Que la cosa funcione. No es que no hayan vínculos entre el universo de Allen y David. El filme del primero, al igual que las creaciones televisivas del segundo, trabaja con elementos y mecanismos de causa-efecto y de acción-reacción. Pero aunque en los dos casos se construye en base al disparate, las aventuras de los cínicos personajes de Seinfeld o del Larry de Curb your enthusiasm funcionan con mucha más lógica y verosimilitud. En Que la cosa funcione, con su relato sobre un intelectual frustrado por la vida que por casualidad conoce a una chica mucho más joven que él y que parece encarnar lo opuesto a sus valores y creencias, pero con la que termina iniciando una relación, todo da la impresión de ser mucho más forzado. De hecho, la utilización del dispositivo de hablar a cámara por parte del protagonista, más que promover un diálogo con el espectador, redunda en explicaciones sobre las acciones y la progresión del relato. A pesar de todo lo anteriormente señalado, Que la cosa funcione tiene un par de líneas memorables, algo que es un rasgo de fábrica del cine del neoyorquino, en especial en sus comedias. Como decíamos antes, a Woody con ese poquito le alcanza y hasta diríamos que le sobre. La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿eso habla bien de él o mal del resto del panorama cinematográfico?
¿Qué es el cine de acción? Habrá que hacerse cargo, pero la saga de Rápido y furioso representa un amplio rango de gusto del público, es de las más representativas de los últimos tiempos. La primera parte era una copia lavada de Punto límite, aquel excelente filme de acción con Keanu Reeves y Patrick Swayze. Pero Kathryn Bigelow tiene mucha más capacidad como realizadora que Rob Cohen (que en ningún momento sale del estereotipo y se refugia en una mirada sobre los límites impuestos por la ley que es tan cómoda y supuestamente copada como incoherente e irresponsable) y aprecia de verdad a sus personajes, con lo cual no construía marionetas, sino personajes en los que podía apreciarse sus alcances y límites ideológicos, morales y éticos. La segunda entrega era una versión idiota de División Miami, sin el análisis de las superficies ni las descripciones problematizadoras de los roles de policías, criminales y las distintas organizaciones, además de un Paul Walker cada vez más desorientado y un Tyrese Gibson creyendo que para ser malo sólo basta poner de cara de malo y hacer chistes idiotas. La falta de capacidad de John Singleton para darles fluidez a los diálogos en este filme era llamativa y hasta por momentos parecía que no había nadie detrás de cámaras. El tercer filme tenía como único punto rescatable el personaje de Han, una especie de samurái de las carreras automovilísticas interpretado con una gran solvencia por Sung Kang. La cuarta no tenía mucho más sentido que el refrito, con un Vin Diesel haciendo todo de taquito (y mal), el personaje de Walker ya demostrando una incoherencia absoluta, vueltas de guión totalmente previsibles y un final completamente hipócrita. Puedo entender ciertas variables del éxito de esta franquicia (más que nada por el extremo cálculo que denota), pero algo que siempre me costó explicarme es por qué tiene tan buena llegada con las mujeres, a pesar de su evidente machismo y misoginia, donde la figura femenina es un mero a disposición del hombre y nada más. Podemos encontrar una especie de respuesta a esto en la minicrítica de Martina Hirsch, que señala que “sí, la película machista y racista” pero también, comparándola con sus predecesoras “la más delirante, la más espectacular, la más entretenida de todas”, como si lo segundo pudiera compensar fácilmente lo primero. No, Martina, no. No se pueden justificar semejantes defectos a partir de esas virtudes. Y menos de parte de una mujer. Es como si nos refiriéramos a un hombre que maltrata permanentemente a su pareja y lo justificáramos porque es muy bueno en la cama. Para dar un ejemplo concreto cinematográfico: Duro de matar es entretenida y espectacular, pero no se sostiene solamente en sus escenas de acción, sino también en personajes bien delineados, una historia bien contada y un discurso que problematiza las acciones terroristas, el valor de las ideologías en la contemporaneidad y la mirada corporativa. Porque si no fuera así, sólo habría que dedicarse a filmar toda una sucesión de secuencias de acción. Pero por suerte, a pesar de que a algunos críticos (y críticas) eso ya no les importa tanto, nociones como narración, relato, construcción de caracteres y coherencia en la trama siguen importando. Tras esta larga introducción, podemos coincidir con Hirsch en que Rápidos y furiosos 5in control es la mejor de toda la saga, aunque por razones un poco diferentes. Básicamente, porque lo machista, lo misógino, lo racista y lo xenófobo están bastante aplacados, aunque el filme está lejos de ser óptimo. Lo que se percibe es una lucha constante entre un filme sobre un robo -con reminiscencias a La estafa maestra, La gran estafa y El gran golpe-, bien narrado, que pone a disposición todos los elementos posibles para impactar, y la secuela a la que está obligada a ser la cinta. Cuando el director Justin Lin se concentra en lo primero, es donde más sale ganando, porque lo que importa es la reunión de un equipo de profesionales que planean dar un último gran golpe que les permita comprar su libertad y escapar tanto de una organización criminal ultrapoderosa como de un grupo táctico que los busca por haber asesinado supuestamente a tres agentes de la DEA. Allí surge un personaje femenino con cierta iniciativa (que igual está lejos de ser un monumento feminista y en otros cede al machismo habitual), se parodia el discurso sexista, el relato avanza sin demasiados tropezones, algunos personajes de reparto cumplen con su objetivo de comicidad y otros que en entregas previas eran insoportables ahora son más tolerables. Igual, no dejan de percibirse serios defectos: para el filme, Río de Janeiro está compuesta básicamente por favelas y playas, con mujeres espectaculares o mujeres definitivamente feas, todo está controlado por el narcotráfico y la policía es una organización enteramente corrupta. No vamos a pretender que Brasil ha ingresado en el paraíso de la pureza, pero no estaría mal que el cine estadounidense deje de pensar Latinoamérica como un conjunto de repúblicas bananeras. Lo peor es cuando la trama se ve obligada a recurrir a las raíces de Rápido y furioso. Allí aparecen otra vez la mujer-objeto, los giros de la narración tirados de los pelos, la visión hipócrita sobre lo que significa ser un marginal (los personajes se la pasan hablando de códigos y reglas de conducta, pero tanto ellos como la película no se hacen cargo de lo que están diciendo) y una mirada sobre la ley en donde el objetivo avala cualquier medio (el personaje de Dwayne Johnson habla sobre el profesionalismo y las normas, pero termina siendo un baluarte perfecto del intervencionismo sin límites y la justicia por mano propia). Rápidos y furiosos 5in control es una película mucho más problemática de lo que parece y que a pesar de unas cuantas virtudes no deja de tener falencias demasiado importantes como para dejarlas pasar. No es lo peor del año, pero definitivamente no es algo maravilloso o un entretenimiento pasajero como algunos pretenden señalar. En cierto punto, sirve como ejemplo de que el cine de acción también debe tener una línea de conducta y un piso de exigencia, que el entretener es mucho más de lo que se cree.?
En el caso de Secuestro y muerte no hacer nombres propios no universaliza el conflicto, sino que generaliza, para mal. Resta entidad sin aportar ambigüedad. El filme de Rafael Filipelli, con guión de Beatriz Sarlo, David Oubiña y Mariano Llinás, convierte un hecho apasionante y de enorme relevancia política, como el fusilamiento del General Aramburu en un hecho vacuo, casi intrascendente. La abundancia de diálogos, donde los personajes explican su accionar y su código ético, terminan restando en vez de sumar. En verdad, es por lo menos llamativo que el personaje –junto con sus argumentos- más atractivo y definido sea el del general secuestrado, quien posee una justificación ética y moral para sus acciones. Esto no captaría tanto la atención si los personajes de los secuestradores tuvieran un desarrollo apropiado. Pero es todo lo contrario, son figuras sin relieve, meros enunciadores de un discurso arbitrario, sin sustento y con referencias incoherentes. En lo que se refiere a no explicitar los nombres propios, como el de Perón, Aramburu, Montoneros o Evita, termina siendo por lo menos una decisión desafortunada. No universaliza, sino que generaliza, para mal. Resta entidad, aunque no aporta ambigüedad. El giro ideológico que termina evidenciando es claramente hacia el gorilismo más rancio. Incluso, un juego de palabras supuestamente chistoso sobre Perón evidencia una falta de rigor y respeto por lo que se está contando que podría pasar por infantil si no fuera porque no son precisamente nenitos de pecho los que están detrás del filme. Hay secuencias interesantes, es necesario aclararlo. Más que nada las referidas a los interrogatorios, donde se establecen los duelos de ideas más rescatables. Pero en verdad, lo que termina prevaleciendo es un reduccionismo de los eventos, una banalidad de la política, como si el posmodernismo intelectual en su peor versión se pusiera a ver displicentemente, sin contextualizar históricamente. El poder de la imagen queda aplastado y la palabra nunca alcanza validez. Nunca hay pasión y compromiso. Y cuando hablamos de compromiso y pasión no nos referimos a poner a Federico Luppi puteando o a Alterio gritando que vale la pena estar vivo. Sí rescatar el riesgo que transmitía, por ejemplo, la trilogía policial de Aristarain. El cine político argentino actual sigue sumando cuentas pendientes.
Signos de los tiempos Esta nueva entrega, que busca revitalizar una saga con más de quince años de antigüedad, es el dilema que atraviesa el terror para renovarse y encontrar un nuevo camino. Habría que agradecerle más que nada a Scream 4 el constituir una de las primeras películas que nos brinda Hollywood que permite pensar seriamente el cine, aún desde sus numerosos defectos y su medianía. Hay en el filme una voluntad innegable por analizar distintas variables cinematográficas y usarlas en su provecho. Indudablemente, ni el guionista Kevin Williamson ni el director Wes Craven retornaron sólo por el dinero. Sin embargo, había varios problemas a afrontar desde el comienzo, siendo el principal el paso del tiempo, con todo lo que eso implicaba. En su momento, Scream y (en especial) Scream 2 revitalizaron el género del terror desde una perspectiva posmoderna y autoconciente en los mejores sentidos de los términos. Pero quince años han pasado, que incluyeron una tercera parte bastante mediocre; copias, como Sé lo que hicieron el verano pasado; parodias, como Una película de miedo; las reversiones del terror oriental (La llamada, El grito, Llamada perdida, El ojo del mal, Imágenes del más allá); la nueva onda del terror vinculado a la visión pasiva de la tortura (El juego del miedo, Hostel); las remakes de los clásicos de los setenta y ochenta (Pesadilla en la Calle Elm, Viernes 13, Cuando un extraño llama, La última casa a la izquierda, La masacre de Texas); el registro digital de experiencias supuestamente reales (El proyecto Blair Witch, Actividad paranormal); la construcción formal cuasi tecnológica de la muerte (Destino final); y hasta ciertos retornos a cuestiones vinculadas al clasicismo (La isla siniestra, Arrástrame al infierno). Lo que viene a revelar esta nueva entrega, que busca revitalizar una saga con más de quince años de antigüedad y diez fuera del circuito, es el dilema que atraviesa el terror para renovarse y encontrar un nuevo camino. Se trata de un género primario, que recurre a emociones básicas, como son el miedo, el temor o la angustia, y no tan desarrolladas como en los casos de la comedia o el drama, que desarrollan dispositivos más intrincados para conectarse con el espectador. Por lo tanto, las variables que usa son bastante simples, pero a lo largo de los años no le ha quedado más remedio que irse complejizando, incorporando elementos psicológicos, culturales, políticos, sociales, etcétera. Scream 4 busca hacerse cargo de estos interrogantes, pensando la cuestión del registro, de la ausencia de reglas como norma, de la cada vez mayor insensibilidad de los espectadores, de la interacción a través de las tecnologías como internet o los celulares, de la necesidad de volver a solidificar los argumentos en vez de las matanzas. Lo que pasa es que por momentos se muerde la cola o no pasa de la ironía muy fuerte, pero sin productividad, a diferencia de las dos primeras partes. Donde más probablemente se note esto es en el final (acá es posible que revele aspectos que pueden problematizar la visión, así que cuidado al leer). Scream 4 tiene la chance de un final oscuro, donde triunfe el mal de la mano de la traición, la hipocresía y el ansia de fama. Era también la oportunidad de pasar la posta en la saga y colocar en el protagónico al villano, problematizando y profundizando en su figura. Pero el filme elige la salida más fácil y cobarde, perdiéndose la oportunidad de una verdadera renovación. Si Scream 4 no consigue darle al cine del terror el impulso que necesita, no deja de apuntar cuestiones interesantes, simples en las mayorías de los casos, pero que muchos cineastas parecen ignorar, que hacen al cuidado por los personajes, la vitalidad y arrojo en la puesta en escena, y la vocación por el cuidado del relato. Como pocas veces en los últimos años, un filme refleja las carencias y posibilidades no sólo del terror norteamericano, sino incluso de Hollywood.