Ni Caperucita, ni el Lobo, ni nada La maquinaria de Hollywood suele fusionar muy bien elementos de distintas vertientes para crear algo original. No es el caso esta insulsa mezcla de Caperucita Roja con El Hombre Lobo. La maquinaria de Hollywood puede funcionar muy bien, tomando elementos desde otras vertientes y recomponiéndolos para crear algo totalmente nuevo y original, potente, que promueve un tipo de experiencia distinta para el espectador. Scott Pilgrim vs. los siete ex de la chica de sus sueños o Se dice de mí son buenos ejemplos. Pero no es este el caso con La chica de la capa roja, que busca mezclar el cuento de Caperucita Roja con el mito de El Hombre Lobo, en combinación con una estética que introduce variables contemporáneas dentro de un contexto rural y medieval. El problema pasa porque en estos casos hay que ser como un gran cocinero, poniendo los distintos condimentos en la cantidad y forma justa. Y Catherine Hardwicke, directora de Crepúsculo y de este filme, pareciera que mucho de cocina no sabe. O pone muy poquito o se pasa de largo. Por eso nunca va a fondo con el suspenso o se revela como extremadamente puritana en lo que refiere al contacto sexual y/o amoroso (los protagonistas tardan como cuarenta minutos en darse un beso cuando había mil chances para que eso ocurriera antes). O quiere cancherear con una puesta en escena que recurre sin mucha razón a un romanticismo pop bastante irreflexivo (y hasta poco romántico), a efectos especiales mal utilizados, a dispositivos como la voz en off que nunca agregan nada y hasta personajes que pasan por ahí como meras marionetas, sin mucha razón de ser (los de Lukas Haas y Cole Heppell como máximos ejemplos). Donde se ve incluso impericia por parte de Hardwicke es en la sobreestimación de Amanda Seyfried, una actriz que ha sabido erigirse como una buena componente de elencos, como en Chicas pesadas, Mamma mia! o la serie Big love, pero a la que hasta ahora le ha faltado carisma suficiente para llevar un filme sobre sus espaldas, como si han podido hacerlo otras intérpretes como Kirsten Dunst, Lindsay Lohan o Emma Stone. A la pobre se la nota permanentemente desorientada y los dos muchachos que la acompañan en el triángulo amoroso (Shiloh Fernandez y Max Irons) no la ayudan en lo más mínimo con sus poses copiadas de Robert Pattinson y Taylor Lautner (pésimos modelos a seguir, por cierto). Por suerte, a pesar de tomarse a sí misma muy en serio, La chica de la capa roja solo hace reír involuntariamente (la secuencia que cita en forma explícita la parte en que Caperucita se da cuenta que su abuela en realidad es el lobo, es el Himalaya de la ridiculez). Y hasta tiene a Gary Oldman en un papel pequeño pero decisivo, pasando por caja con una actuación de taquito pero sumamente oportuna, como queriéndonos decir “che, esto no es tan importante, pero la podemos pasar bien, riámonos un poco”. Y uno hasta le hace caso y se deja llevar. Un capo, un lobo en el medio de un montón de ovejitas. ¡Que se coma a las ovejitas!
Un conejo simpático y no mucho más Muchas expectativas no causaba un producto como este, al cual se le notan todos los engranajes calculados, con el objetivo de explotar una festividad como la de la Pascua, creando una criatura que podría ser un concepto marketinero en vez de un personaje. Y si tenemos en cuenta que el director es Tim Hill, que tiene buenos antecedentes como guionista de Bob Esponja, pero como director cinematográfico apenas tiene para ofrecer Garfield 2 y Alvin y las ardillas, el asunto no sonaba bien. Pero el saber que el guión estaba a cargo de los mismos que hicieron el de Mi villano favorito ayudaba un poco y brindaba algo más de esperanzas. En realidad, lo que termina pasando es algo parecido al dicho “una de cal y una de arena”. La historia de Hop, rebelde sin Pascua retoma la transitada trama del enfrentamiento de concepciones entre padres e hijos, con dos protagonistas que reniegan de los mandatos paternos y que a partir de la mutua empatía consiguen equilibrar sus vidas entre lo que quieren, esperan o necesitan los demás, y sus propias ambiciones o necesidades. El hijo del Conejo de Pascua no quiere asumir la tarea de su padre porque quiere ser una estrella de la música, huye a Hollywood y en un accidente se encuentra con Fred (interpretado por James Marsden, quien es en muchos aspectos el que termina llevando el mayor peso del relato), un treintañero desempleado que no termina de encontrar su rumbo, quien primero le presta ayuda a regañadientes y luego va descubriendo que lo necesita más que a nadie. Hay que reconocerle al filme que todo este proceso es contado sin subrayados y con cuidado por los personajes. También que el conejito es adorable y dan ganas de llevárselo a casa. Y que las secuencias donde aparece David Hasselhoff lo muestran al actor de Baywatch con la mejor de las autoconciencias. Sin embargo, eso no suprime la sensación permanente de piloto automático, de falta de ambición y de cosa ya vista. No hay un solo plano en Hop, rebelde sin Pascua que sea medianamente original y está muy pero muy lejos de la potencia visual de Mi villano favorito. Se pueden intuir buenos trabajos en las voces por parte de Russell Brand, Hank Azaria y Hugh Laurie, pero tampoco estas labores van a estar entre las más recordadas de sus carreras. Evidentemente, faltó un director con la visión creativa imperiosa para elevar al filme por encima de la medianía. Por suerte, a pesar de su permanente sensación de deja vú, Hop, rebelde sin Pascua se concentra más en el aspecto infantil que en el religioso de la festividad, sin tomarse nunca verdaderamente en serio, hablando de cuestiones más vinculadas a la familia o la amistad. No lo digo por prejuicio (bueno, quizás sí), pero no viene nada mal que se deje a un lado la metáfora religiosa, que seguramente habría empantanado todo. Eso sí, difícil esperar algo sustancioso de las futuras secuelas.
Statham sigue esperando a un gran director Statham todavía se debe una película, o un realizador, que aproveche tanto su capacidad para reflejar el profesionalismo a través de su cara de póker como su extraña predisposición a los pasos cómicos. Jason Statham ha construido personajes muy conectados con el mundo de Michael Mann: esa clase de tipos impertérritos, impenetrables, ultraprofesionales, cuya vida personal se mezcla demasiado con la profesional, con códigos anticuados vinculados al honor, la lealtad y la vocación por hacer las cosas de la manera más limpia y adecuada posible. De hecho, Statham tuvo un breve cameo en Colateral, donde se cruzaba con Tom Cruise, un tipo que, también sin dejar de ser un profesional, delata una locura en sus composiciones y su carrera cada vez más acentuada. Las menciones de Mann y Cruise no son arbitrarias. Statham todavía se debe una película, o un realizador, que aproveche tanto su capacidad para reflejar el profesionalismo a través de su cara de póker como su extraña predisposición a los pasos cómicos a través de la distancia de las acciones. Hay presentes algunas muestras como para tener en cuenta en su filmografía: Snatch, Celular, La estafa maestra, la saga de El transportador, Carrera mortal, Crank: veneno en la sangre, El gran golpe y Los indestructibles han aprovechado diversas vertientes de la personalidad del actor. Sin embargo, Statham todavía no ha tenido su propia gran película, su Terminator o su Duro de matar, como lo tuvieron Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis. El mecánico no va a ser ese gran filme que queremos para el bueno de Statham. En gran parte por el señor detrás de cámara, un tal Simon West, que entre Con Air, La hija del general, Tomb Raider y Cuando un extraño llama no ha hecho nada bien. Al tipo no se le cae una idea original y pocas veces encuentra el tono necesario para un policial que precisaba un estilo seco y duro, pero que en cambio termina exhibiendo un abordaje con jueguitos de montaje inútiles y música a todo lo que da. West nunca acierta sobre cuándo detener el ritmo o cuándo acelerarlo, con lo cual no puede construir los personajes adecuadamente y los vínculos entre ellos se revelan como extremadamente arbitrarios. No hay una progresión narrativa coherente y las escenas de acción –bien filmadas, hay que reconocerlo- se van acumulando porque sí, casi a pedido de un supuesto espectador que sólo va a ver a Statham haciendo lo que mejor sabe. En el medio, también Ben Foster y Donald Sutherland son desperdiciados, y hasta hay un par de personajes femeninos que aparecen por ahí para tener escenas de sexo seudo-videocliperas y no mucho más, como si fueran meros objetos de contemplación, sin profundidad o relevancia. Por último, el final es tan arbitrario como predecible, sin sustancia y totalmente rutinario. Y sin embargo, parte del relato sobrevive gracias al carisma de Statham más la efectividad de Foster y Sutherland, y hasta cierta crudeza sin vueltas que se permite la cinta. Pero no hay mucho más en un filme nunca va más allá de un cometido básico y que se termina relevando prácticamente irrelevante. No deja de ser sintomático cómo El mecánico se vincula con Cacería de brujas: estrenada la misma semana, dos estrenos que no aportan nada a nivel cinematográfico, desaprovechan actores y serán rápidamente olvidados, delatando a lo sumo una política de lanzamientos donde quedan fuera obras mucho más ricas, polémicas e interesantes. Un poco de coherencia ahí, por favor.
La bruja que lo parió Una de las primeras escenas de Cacería de brujas resume buena parte de lo que podría haber sido el filme pero nunca fue, y lo que termina siendo. Es antes de una batalla, entre dos grandísimos ejércitos, durante las Cruzadas. Mientras un sacerdote grita a los cuatro vientos, arengando a la tropa sobre cuán necesario es aniquilar a los infieles, Nicolas Cage y Ron Perlman –obviamente, primeros en la fila del ejército- hacen apuestas sobre cuál de los dos se va a cargar más enemigos, sin prestarle la más mínima atención a lo que dice el cura. Ahí se entrevía la chance de una aventura descontracturada, que apostara a la pureza de los géneros, buscando generar excitación o suspenso en el espectador, dejando de lado los discursos maniqueos. Pero no, toda la batalla es filmada luego con tono épico serio y ceremonioso, y así durante el resto de la película, que cuenta cómo un grupo de hombres tiene que trasladar a una supuesta joven bruja a un monasterio para que la juzguen. Hay que aceptar que el Medioevo siempre fue una época problemática para Hollywood: muy alejada y ajena como para lograr la empatía necesaria –a diferencia del western, por ejemplo, que consigue reflejar sin dificultades las vicisitudes de la conquista del Oeste-, encima no era tan grata y provoca cierta incomodidad, por las guerras religiosas y la Inquisición, lo que promueve inmediatamente la necesidad de reflexiones serias. En los últimos tiempos, por ejemplo, Ridley Scott trastabilló con Cruzada y su necesidad de verter analogías con la contemporaneidad, que hacían mucho, demasiado ruido. En cambio, uno que logró salir bien parado fue Richard Donner, con la adaptación de la novela de Michael Crichton Rescate en el tiempo, donde el relato sólo se detenía lo mínimo indispensable para la reflexión, primando siempre la acción, la aventura y el romance, y contando con la ventaja de que el viaje en el tiempo posibilitaba la mirada moderna hacia una era donde el pensamiento era totalmente distinto al nuestro. A Cacería de brujas le sucede algo parecido a Cruzada: nunca consigue ponerse en el lugar del habitante de la Edad Media, no comprende realmente sus códigos y por eso necesita a cada rato aportar alguna clase de análisis crítico. Y encima, ese aporte reflexivo no pasa de “ay, pero que fea era la Edad Media, donde quemaban a la gente sin un juicio justo y se asesinaba a gente inocente en nombre de Dios, y muchos pobres guerreros quedaban re traumados por hacer cosas tan tremendas, lo cual está muy lejos de lo que se supone que es Dios”. Habría que preguntarse realmente cuánto y de qué manera se pensaba a la religión católica, los códigos y valores morales, las reglas de la guerra, etcétera en esos tiempos. Y no trasladar nuestro pensamiento a esa etapa de la Historia, tratando de encajar un cuadrado en un círculo. Para colmo, tenemos a un director como Dominic Sena, cuyo mayor logro hasta el momento ha sido Swordfish: acceso autorizado (filme que sólo zafa gracias a un par de escenas de acción bastante alocadas y un elenco muy sólido, donde destacaban John Travolta y Hugh Jackman), y que en el medio entregó bodrios como Kalifornia, 60 segundos o Terror en la Antártida. El realizador no comprende el material que tiene a su disposición, no consigue divertir, estimular o asustar. Bueno, sí consigue aburrir, incluso en el desenlace, donde la vuelta de tuerca resulta ser una pavada absoluta y los efectos especiales hilarantes de tan poco creíbles. Incluso, se termina avalando indirectamente el pensamiento retrógrado de la Iglesia. Queda finalmente por preguntarse por qué demonios se producen estas cosas, cuáles son las razones que avalan su estreno por encima de otros filmes que lo merecen mucho más o si no les dará un poquito de calor a Cage, Perlman o Christopher Lee aparecer en piloto automático en estos productos. Cacería de brujas sólo sirve para volvernos a dejar en claro que hay demasiadas cuestiones en el contexto del cine actual –y más específicamente, en la cartelera argentina- que aún no hallan solución. Quizás lo de las hogueras no era tan mala idea, después de todo.
La nada misma Mundo surreal convoca a los peores y más usuales prejuicios con respecto a los videojuegos y los videoclips, con una historia que sólo se dedica a aturdir y avanzar a los tropezones. Lo escuchaba ayer al compañero de redacción Mex Faliero hablando por la radio sobre Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, señalando algunas dificultades que tenía esa película para fusionar el virtuosismo formal y sus ideas narrativas con la sensibilidad que necesitaba la historia de amor entre Jim Carrey y Kate Winslet. Y cómo la película llegaba a buen puerto en gran parte gracias a las actuaciones de la pareja protagónica. Y decía que algo parecido sucedía con Mundo surreal, el último filme de Zack Snyder. Esto último es totalmente pertinente. Y habría que agregar que un problema extra es que no hay un Carrey o una Winslet para sostener esas construcciones que normalmente se caerían. A lo sumo tenemos a Scott Glenn y Carla Gugino levantando parlamentos muy pero muy pesados, aunque en papeles completamente secundarios. En cuanto a Emily Browning, Abbie Cornish, Jena Malone, Vanessa Hudgens y Jamie Chung, poco pueden hacer. Da la impresión de que Snyder quería contar una gran historia, armar un relato poderoso que hable del poder de la amistad; la imaginación como herramienta de evasión pero también de combate; la figura femenina queriendo luchar contra la mirada objetual; la opresión y corrupción institucional; el choque entre la perversidad adulta y la ingenuidad infantil en el tránsito hacia la madurez; etcétera, etcétera. Pero al final, lo único que queda es el…etcétera, etcétera. Todo lo debe poner el espectador, porque el filme no tiene nada para ofrecer, excepto mucho ruido y pocas nueces. Esto sucede porque el realizador, al igual que con 300 y Watchmen, no consigue enlazar apropiadamente el barroquismo audiovisual con la construcción de los personajes. En consecuencia, pronto se puede divisar el esqueleto de la película, que a pesar de todas las peleas y escenas de acción se revela raquítica y sin fibra. Su estructura episódica queda al desnudo, frágil, vacía, hueca. Bien vale la comparación con Scott Pilgrim vs. The world, que conseguía disfrazar su armazón secuencias en base a personajes con un espesor inusual, el diseño de un espacio impactante y coherente, y una narración sin pausa. Mundo surreal convoca a los peores y más usuales prejuicios con respecto a los videojuegos y los videoclips, con una historia que sólo se dedica a aturdir y avanzar a los tropezones, sin aportar una mínima dosis de sentido, sólo destacándose en la composición de la banda sonora (que es realmente el único aspecto de la cinta que es original y demuestra una búsqueda propia), alejada de todo lo que pueda catalogarse como cine. Leyendo las declaraciones de Snyder con respecto a su próximo filme, la nueva versión de Superman, se percibe una honda preocupación por actualizar al superhéroe, otorgándole la humanidad necesaria y dándole una razón de ser dentro del mundo actual. Las intenciones en principio son acertadas, pero preocupa mucho la llamativa falta de habilidad que ha mostrado el director para lograr eso que se propone, teniendo en cuenta el último trío de filmes que realizó. Desde El amanecer de los muertos que no consigue empatía con los personajes y las acciones. Superman, en este momento, parece un desafío que lo supera.
Run, Rusell, run! Hay algunos nombres que es necesario tener en cuenta antes de ver Sólo tres días. El primero es el de Paul Haggis, un guionista y director que ha sabido caer en los peores vicios del guionista con intención de hacerse notar y en ninguna de las virtudes que podría llegar a tener un artesano de la industria. Hay que decirlo de una vez: sólo un capo total como Clint Eastwood podía hacer que toda la maraña de giros imposibles del guión de Million Dollar Baby consiguiera coherencia. Luego Haggis tuvo piedra libre para escribir y dirigir ese horror ultra sobrevalorado que fue Vidas cruzadas, con personajes miserables mágicamente redimidos a través de actos piadosos inverosímiles y un discurso manipulador y miserable que sólo buscaba decirnos lo triste que era el mundo. Con La conspiración supo levantar un poco, más que nada porque apostó a una construcción basada en los códigos del género policial, aunque no dejaba de lado referencias un tanto burdas sobre el contexto de la Guerra de Irak. El segundo es el de Russell Crowe, un actor que luego de unos cuantos años de acumular “prestigio” de la peor manera posible (con sobreactuaciones aplaudidas por el público y las academias en Gladiador y Una mente brillante), decidió sentar cabeza y comenzar a actuar para las películas y los personajes, en vez de para su ego. Por eso no tardaron en llegar momentos de esplendor en sus performances en El tren de las 3:10 a Yuma, Gánster americano, Red de mentiras y Los secretos del poder. Es verdad que tuvo una patinada bastante grosera con Robin Hood, pero todavía nadie sabe para qué demonios se hizo esa película y eso es más que nada un problema del director, Ridley Scott. También tenemos las presencias de Elizabeth Banks, una actriz mayormente especializada en la comedia, pero que se banca lo que venga y siempre rinde. Y hasta una aparición fugaz de Liam Neeson, un intérprete que muchas veces transita la medianía, pero que difícilmente haga su papel mal. ¿Qué termina saliendo de todo esto? Una remake del filme francés Pour elle, que cuenta la historia de un profesor (Crowe) que busca sacar de la cárcel a su esposa (Banks), quien está condenada por un asesinato que él está convencido de que no cometió. Cuando todos los medios legales a su alcance se le agotan, comienza a planear una fuga del penal en toda regla, para huir junto con ella y el hijo de ambos. La premisa es bastante retorcida y hasta inverosímil, y durante buena parte del metraje, donde el protagonista va planeando todas las acciones, eso se nota demasiado. Además, Haggis cae unas cuantas veces en ciertas tendencias miserabilistas y se regodea un poco en el dolor de la pareja, el silencio del hijo o la marginalidad de los sitios a donde el profesor debe acceder para ir juntando los elementos y medios que necesita. Pero Haggis demuestra que quizás lo que se vio en La conspiración no fue pura casualidad y que le puede interesar contar una historia sin andar disparando mensajes, apuntalando a los personajes y la historia antes que al discurso. En consecuencia, los últimos cuarenta minutos de Sólo tres días son como una versión en clave familiar de El fugitivo: puro vértigo, gente corriendo a todo lo que da perseguida por otra gente que hará todo lo posible para que no se escapen, una sucesión de enfrentamientos donde el profesionalismo y las capacidades de construir artimañas se van sucediendo con toda prisa y sin prisa. En el medio de eso surge un particular teniente encarnado por Lennie James (visto recientemente en la serie Jericho), personaje sólido e impenetrable, duro como una roca, eficiente y experto, que no dará tregua en la persecución. Es cierto que el realizador en esos minutos finales se manda unas cuantas de las suyas (hay un malentendido y una especie de intento de suicidio que son tan forzados como irritantes) y que la vuelta de tuerca final, que se venir a la distancia, está bastante tirada de los pelos. Pero aún así, Sólo tres días consigue un esforzado aprobado, le renueva un poco el crédito a Haggis y nos vuelve a mostrar que Russell no sólo es un australiano irritante e irritable, sino también un gran actor.
Semper Fi Se podría decir fácilmente que Invasión del mundo. Batalla: Los Angeles atrasa unos setenta u ochenta años. Pero en realidad no está estancada tanto tiempo atrás. Más bien unos 9 o 10 años. Si retrocedemos esa cantidad de tiempo, nos encontraremos con que acababan de tener lugar los atentados del 11 de septiembre y Estados Unidos tenía a la mayoría del mundo de su lado: la corrección política estaba en su punto álgido y todos se lamentaban por la suerte de las víctimas; se trataban de evitar los discursos revanchistas para con el pueblo norteamericano; Bush gozaba del apoyo de Italia, España y Gran Bretaña, o llamaba “la Vieja Europa” a Francia y Alemania cuando estos se negaban a dar su apoyo y nadie parecía ofenderse demasiado; Paul McCartney escribía una canción que decía aproximadamente 800 veces “freedom”; se intuían cincuenta mil negociados en las invasiones a Afganistán e Irak, pero pocos prestaban atención a eso; y hasta George podía darse el lujo de decir “misión cumplida, ganamos la guerra” desde un portaaviones y muchos ingenuos se la creían. La imagen que proyectaba Estados Unidos hacia el mundo era no sólo la de potencia única y eterna represora, sino algo más similar –mal que le pese a la izquierda- a la del “sheriff del mundo” en el mejor de los sentidos, como garantes de la paz, la democracia, los derechos humanos y las virtudes del capitalismo. Ellos eran la aldea global, los referentes inmediatos a nivel social, cultural, político y económico. Eso también era comprendido por el cine del mundo. Por eso eran posibles películas como Día de la Independencia (con su patriotismo de juguete traspasando toda barrera del ridículo) o La caída del Halcón Negro (que reconvertía un episodio que demostraba el fracaso del intervencionismo en un éxito de esa misma política). O que Roberto Benigni nos plantara en La vida es bella un tanque yanqui como un símbolo de tranquilidad, restablecimiento de los valores democráticos y por sobre todas las cosas, amor. Muchos nos podíamos indignar o criticar esas tendencias complacientes de la derecha norteamericana militarista y neoliberal. Pero también estábamos obligados a analizar las metodologías discursivas de esa ideología, porque era claramente la dominante y las mayorías las apoyaban. El camino que se presentaba entonces no era criticar el discurso en sí, sino sus herramientas, para luego sí poder deconstruirlo y ponerlo en crisis. Pero claro, ya no estamos en los noventa. Tampoco en los primeros años post-11 de septiembre. Ya han pasado diez años, y no pasaron en vano. Corrió mucha agua bajo el puente y ese discurso derechoso extremo se encuentra, lo quiera o no, en una innegable crisis. En el medio se destaparon todos los negocios corporativos non-sanctos con la guerra; las violaciones de derechos humanos explícitas en Abu Ghraib y Guantánamo; el regreso sin gloria a sus hogares de los soldados con toda clase de traumas físicos y psicológicos; la mentira de las armas de destrucción masiva; Osama Bin Laden vivito y coleando vaya a saberse dónde (si es que en realidad existe ¿no?); el desastre de Katrina; el colapso de Wall Street… Mucha gente sigue creyendo en ese faro de libertad y esperanza que vendría a ser la nación estadounidense, pero la luz indudablemente está titilando. Esa imagen impoluta puede recuperarse, pero va a costar un largo tiempo y muchos ya se dieron cuenta. Obama se avivó bastante de eso y por eso sigue practicando una política militarista y capitalista (Estados Unidos siempre va a ser así, no hay con qué darle), pero con variantes y abordajes bastante más sutiles y flexibles, consciente de que ya no se puede entrar a las patadas a cualquier lado en este momento, porque se corre el riesgo de que las patadas vuelvan como un boomerang. Hollywood también comprendió eso, adoptando una mirada decididamente crítica sobre los procesos militares, políticos, financieros y económicos. A lo sumo hay un punto de vista objetivo, distanciado, sin grandes excesos. Pero un filme como Invasión del Mundo. Batalla: Los Angeles no parece tener nada de esto en cuenta. El discurso que enarbola no sólo es maniqueo hasta la exasperación, sino que además no tiene en cuenta el contexto político. Pretende combinar elementos estéticos y narrativos de Día de la Independencia, La caída del Halcón Negro y Guerra de los mundos, pero en ningún momento alcanza a estructurarse de tal manera que pueda ser apreciada como una parodia, una aventura pura y dura, un retrato de profesionales enfrentados a situaciones extremas o una metáfora socio-política. Ni siquiera ofende. Es, sencillamente, un filme imposible. La única línea de defensa con la que cuenta este relato acerca de un grupo de marines en una misión de rescate durante una invasión alienígena –en la que van descubriendo sin prisa y sin pausa las bondades del servicio militar, el compañerismo y la valentía de ser marine, cómo los marines son superiores a los civiles, cómo los marines no tienen la culpa de nada, cómo los marines tienen los méritos de todo, cómo los marines son el sostén de la patria, etcétera, etcétera- es Aaron Eckhart. Ese pedazo de actor te hace todo creíble y puede decir sin pestañear monólogos insostenibles. El tipo te hace la venia, y uno hasta por ahí le responde y empuña un fusil. Del resto mejor ni hablar, porque ni siquiera califica como cine. Es más, no se sabe qué demonios es.
El vaquero Verbinski Este extraordinario western animado es, en muchos aspectos, un compendio de la obra anterior de Verbinski y un curso intensivo de cine. Rango constituye la confirmación de Gore Verbinski como un nombre relevante dentro del panorama del cine estadounidense. Su caso es en extremo complejo, por la variedad de géneros que ha abordado. Y siempre aportando variables de interés: hasta en La mexicana, probablemente su filme más fallido, había una mirada sobre la pareja, los códigos de la comedia romántica en combinación con el policial o incluso al western y el impacto del star system, que escapaba de las convenciones habituales. Si el análisis se adentra en el resto de su filmografía, no deja de ser llamativo el parejo nivel de complejidad: un debut con un filme infantil como Un ratoncito duro de cazar, con una atmósfera oscura y retorcida; un filme de horror como La llamada, capaz de superar al original japonés; la trilogía de Piratas del Caribe, resucitando el espíritu aventurero de décadas pasadas con un toque moderno que no eludía lo barroco; y un drama sin una redención completa a la vista, como El sol de cada mañana, que terminaba constituyéndose en una especie de anti-Belleza americana, en el mejor de los sentidos. Este western animado que es Rango es en muchos aspectos como un compendio de su obra anterior, un curso intensivo del cine (e incluso el mundo) según Verbinski. Y no sólo porque la presencia de la voz de Depp en el bizarro protagónico o de Bill Nighy en un villano tan temible como coherente, más la música de Hans Zimmer, evocan a la saga de los piratas. Hay indudablemente una línea estética que se revela totalmente asentada y consciente de sí misma. Desde su mismo comienzo, desconcertante y potente a la vez, con una clara violación de la cuarta pared, una manipulación explícita del concepto de narración y hasta cierto coqueteo con el campo teatral, Rango se distingue de la gran mayoría de los ejemplos del cine actual, y no sólo en el ámbito animado. Sus cambios de ritmo son tan imprevistos como coherentes, porque las situaciones que se van presentando, por insólitas que parezcan, no dejan de delinear el camino del héroe que es Rango, un camaleón que pasa de imaginarse como la gran estrella de una épica sin precedentes, a tener que hacerse cargo de esa posición que siempre ansió. Este gran personaje (perfecto para la voz de Depp) consigue imponerse al principio y asumir el rol de supuesto mesías, de símbolo de la justicia, a partir de un conocimiento teórico. Sólo cuando pase a la acción, cuando deba enfrentarse a sus miedos, será cuando se complete su identidad. De ahí que el filme sea un particular análisis sobre la diferencia entre discursos y hechos, entre palabra y acción, sobre cómo pueden unirse pero también separarse. Verbinski se permite tomar elementos del John Ford de Un tiro en la noche, pero también del Howard Hawks de Río Bravo, aunque la referencia más visible sea hacia el cine de Clint Eastwood y su conexión con Sergio Leone. Pero no es un formalismo vacío lo que se ve, ni citas arbitrarias, sino más bien lecciones aprendidas y una voluntad inquebrantable por actualizar el espíritu del western. Lo mismo se puede decir de los múltiples enlaces con el universo pictórico, la magnífica fotografía de Roger Deakins –utilizando toda clase de tonalidades con igual inteligencia- o la música de Zimmer, quien se redime de su pretencioso trabajo de El origen para brindar una banda sonora poderosa, tan divertida como conmovedora, de múltiples gamas y que acompaña el relato potenciándolo sin pisarse en absoluto. Y todo esto lo vemos en una película infantil, pero que se bancaría sin problemas ser proyectada en cualquiera de las secciones más rebuscadas del BAFICI. Rango es una muestra cabal de lo que pueden darnos esos pequeños (¿o gigantes?) huecos que deja abiertos Hollywood de vez en cuando. Verbinski sacó su revólver, disparó y dio justo en el blanco, haciendo estallar todo por el aire. Luego montó en su caballo y partió hacia el horizonte. Ahora nos toca a nosotros, críticos y espectadores, seguirlo rumbo a la aventura.
Un terror más divertido Piraña 3D logra sobresalir por sobre buena parte del cine de terror actual. Hay que decir en primera instancia que Piraña 3D logra sobresalir por sobre buena parte del cine de terror actual, durante gran parte del metraje, en base a una autoconciencia total, y apostando a adentrarse en el relato sin vueltas, desde el mismo comienzo, trabajando sobre los estereotipos con absoluto desparpajo, sin juzgar nunca. Por eso el filme de Alexandre Aja (quien sólo había dado un filme decente hasta ahora, El despertar del diablo, porque tanto Alta tensión como Espejos siniestros eran un desastre) es capaz de funcionar como una apología total de la joda. El filme pareciera decir permanentemente: “sí, gente, en los pueblitos con lagos en el verano, los pibes se alcoholizan, se drogan, hay mucho sexo, tetas, etcétera, así que aceptémoslo, porque al fin y al cabo, tan mal no la pasan”. Analizando su discurso desde diferentes perspectivas, se la podría calificar como conformista frente a ciertos paradigmas impuestos para la juventud, o como muy liberal para los parámetros de Hollywood. En este contexto, las apariciones de Eli Roth –que debió pasarla fenomenalmente durante el rodaje-, Richard Dreyfuss –haciéndose cargo del lugar en la historia del cine que ocupa para cierto público, por su vínculo con Tiburón-, Christopher Lloyd –en plan científico loco pero también como puente paradójicamente racional-, Elizabeth Shue –en una de sus mejores actuaciones de los últimos años, lo cual tampoco quiere decir demasiado-, Jerry O´Connell –absolutamente desatado-, Ving Rhames –confirmando su estatus de nuevo rey del directo a DVD, pero desde el cine- se encuadran en una celebración absoluta del divertimento sin culpa, en todos los niveles. Pero Piraña 3D corre también riesgos más serios. Se la juega por un humor definitivamente negro, que coquetea con el falso suspenso, lo sangriento y lo asqueroso. El problema con el humor negro es que resulta muy fácil pasarse de la raya. Y entonces todo es negro, ya no es gracioso, lo único que queda es el horror. Y eso es lo que finalmente sucede en la película de Aja, que se deja desbordar y pierde el equilibrio, en especial sobre la media hora final, donde llegan las grandes masacres, las tripas y sangre a borbotones. Ahí el realizador pierde el sentido de la distancia e involuntariamente horroriza, en vez de divertir. Da la impresión de que se quieren mostrar bichitos comilones zampándose chicas tetonas y muchachos musculosos, pero lo que se termina observando es gente muriendo de todas las formas posibles, huyendo como pueden, gritando, llorando y pidiendo ayuda. Ahí es cuando se nota que Aja no tiene el talento que han demostrado en muchas ocasiones tipos como George Romero o Wes Craven. Y sin embargo, en la secuencia final Pirañas 3D recupera la locura de sus dos primeros tercios, deja abierta la puerta para una secuela con total coherencia y se manda un gran chiste en el medio que combina los espíritus de la década del ochenta (que fue cuando se filmó la versión original) con la actual. Todo es gigante, desproporcionado, pero verosímil a partir de su inverosimilitud. No le viene mal al terror perder un poco de seriedad de vez en cuando.
Identidad incompleta Creo que esta película no me hubiera interesado en lo más mínimo si no fuera por el hombre detrás de cámara. Me refiero a Jaume Collet-Serra, el realizador catalán responsable de La casa de cera y La huérfana, dos películas mucho más interesantes de lo aparente y que fueron bastante ignoradas por la crítica en general, descartadas como meros productos industriales sin mayor relevancia. Sin embargo, en esos filmes Collet-Serra evidenció un talento inusual en la puesta en escena, una gran pericia para construir climas inquietantes y personajes ambiguos, y hasta delineó un hilo conductor, cimentado en el tema de la identidad, que siempre es distorsionada y problemática. En La casa de cera, la hermandad constituía un factor tanto de conflicto como de unión, en sentido positivo y negativo, con la sangre como vía de fusión, de reconocimiento, de amor y de odio. En La huérfana, el ser de cada persona parecía estar oculto tras una máscara, no sólo en la temible protagonista, sino en toda la familia que la recibía, como si el disfraz fuera una protección de los otros y el mundo exterior, aunque terminaba revelándose como improductiva, hipócrita y finalmente destructiva. Es verdad que el trailer de Desconocido no prometía demasiado, dando la impresión de apuntar más hacia el thriller de acción que hacia el terror o el suspenso, con Liam Neeson repitiendo su papel en Búsqueda implacable (y que tan buenos dividendos le dio). Sin embargo, su primera mitad (donde se va desarrollando con paso lento pero seguro la historia de un hombre que luego de un accidente ve como su identidad le es apropiada por completo, a tal punto que su esposa no lo reconoce) es más que aceptable. Collet-Serra vuelve a transitar por el tópico de la identidad -esta vez como algo perdido, desfigurado y por recuperar- y conduce las acciones con fluidez, sin pretensiones, como si quisiera ocultar todo rastro de su autoría. Su simplicidad le permite lograr escenas inquietantes y excelentemente filmadas, como la de la muerte de una enfermera en una sala de análisis. Es asimismo fructuosa la aparición de Bruno Ganz, trascendiendo la mera figuración vinculada a cuestiones de co-producción. Su personaje parece caminar en una cornisa permanente, provocando inquietud y tranquilidad con segundos de diferencia. Y su sarcasmo tiene el tono justo para no parecer forzado, lo que le permite poner el dedo en la llaga con total parsimonia. Una frase que vierte en un diálogo, donde une la cuestión del olvido a la sociedad alemana mayoritaria, adquiere una relevancia política inesperada en una producción como esta, potenciándose por la figura actoral que la sostiene. Incluso llama a reflexionar sobre los caminos que puede llegar a transitar Ganz como actor, estelarizando en filmes como El embajador del miedo, La caída y ahora éste, donde directa o indirectamente se exploran cuestiones referidas al ser, lo oculto y lo mostrado en una persona o el pasado como constructor de futuro. Collet-Serra aprovecha a este excelente intérprete, no lo fuerza a grandes parlamentos ni deja a la deriva. Incluso maneja con soltura y discreción el encuentro entre el alemán y otro actor de gran talla como Frank Langella, trasladando la equivalencia y el respeto entre los dos actores a los personajes. No es casualidad que así como en El embajador del miedo, cuando desaparecía el personaje de Ganz se diluía la película, aquí suceda exactamente lo mismo. En cuanto este sale de la trama, el filme va en picada, transformándose en un vehículo de acción –correctamente filmado en todo momento, hay que decir- sin nada importante para destacar, con demasiadas resoluciones arbitrarias y un Neeson que por lo que viene haciendo últimamente, va camino a convertirse en el ACTOR IDEAL PARA TRANQUILIZAR AL CIUDADANO MEDIO. Porque lo peor de Desconocido es que durante la primera mitad avanza con inquietante parsimonia, desestabilizando de a poco al espectador, pero termina apresuradamente y buscando la manera más torpe de apaciguar a su público. La casa de cera y La huérfana podían tener finales donde los malos eran derrotados, pero igual primaba una sensación de pérdida permanente, de desestabilización eterna, de que ya nada iba a ser lo mismo. En cambio, en Desconocido ocurre todo lo contrario, y de manera completamente injustificada, como si el filme no se hiciera cargo de su planteo, como si no quisiera ser lo que se propuso ser. Es allí donde definitivamente se constituye en un paso en falso en la carrera del director catalán, quien, a pesar de esta fallida película, todavía tiene crédito abierto.