Esforzada pero torpe Es factible comparar a Conan: el bárbaro con otro estreno reciente, el de Identidad secreta, bodrio de “acción” protagonizado por Taylor Lautner, serio candidato a consagrarse como uno de los peores filmes del año. Ambas películas son como los equipos de fútbol mediocres, pero de distintas formas. La cinta de John Singleton es como esos conjuntos cobardes, que se tiran para atrás, apostando a no perder en vez de ganar, a la vez que especulan con lo que pueda hacer algún grandote goleador y/o habilidoso en la delantera. Encima esto no les sale, terminan siempre perdiendo y hasta tienen un técnico hipócrita que luego sale a decir en conferencia de prensa que no merecieron perder. En cambio, el filme de Marcus Nispel es como esos equipos sin ideas claras, donde todos los jugadores andan corriendo detrás de la pelota sin tener mucha noción de qué hacer y limitándose, cuando tienen el balón en su poder, a enviar centros al área rival, tanto a los que miden 1,90 como a los que miden 1,65. El resultado es muy parecido al anterior, pero uno nota que los jugadores transpiran la camiseta, que se juegan enteros, aunque claro, les siguen pintando la cara porque pareciera que nunca jugaron al fútbol. Es que Conan: el bárbaro hace una jugada muy arriesgada desde el principio, tratando de reciclar tanto la mitología de los relatos pulp creados por Robert E. Howard, como el espíritu ochentoso de las películas protagonizadas por Arnold Schwarzenegger. Cada vertiente tiene sus fanáticos, sus reglas particulares, sus influencias e impacto culturales. Pero allí va esta remake, poniendo toda la carne al asador, con muchas batallas, peleas, explosiones, efectos especiales, locaciones de todo tipo, sangre a borbotones, sexo (¡Rachel Nichols aparece desnuda! ¡Venga toda la muchachada!) y la voluntad de crear un mundo autónomo, aunque con múltiples referencias a la vez. Pero la verdad de la milanesa es que fracasa fuertemente, porque nunca configura apropiadamente los personajes, no establece conflictos fuertes, la trama avanza a los tropezones, el relato se estira demasiado y todo da una sensación de deja vú, de avejentado y hasta bastante inútil. Es cierto que aparece por ahí algún que otro toque de humor oportuno, alguna escena de acción bien filmada (¡en Identidad secreta no hay ni una decente!), un par de personajes simpáticos. Aún así, nunca se aprecia un universo atractivo, lo que lleva a pensar que evidentemente faltó un realizador con talento y visión, y no alguien como Nispel, que hasta ahora sólo ha conseguido despegar un poco de la mediocridad en La masacre de Texas. Sí, podríamos decir que Conan: el bárbaro suda la camiseta, le pone todas las pilas, no es cómoda, va para adelante y no le tiene miedo al fracaso. Pero también recordar el caso de los inicios en Racing de un delantero, muy destacado actualmente, del cual no diremos su nombre, pero cuyas iniciales son DIEGO MILITO. En esos tiempos, el muchacho no le metía ni un gol al arcoíris, y cuando los hinchas más jóvenes lo defendíamos, destacando su esfuerzo, los más viejos contestaban “sí, corre mucho, transpira la camiseta, paga los impuestos y le pasa plata a la vieja, pero meter goles, no mete”. Bueno, algo parecido sucede con Conan: el bárbaro: hace todo lo posible, pero entretener, no entretiene.
Splice no consigue generar terror, inquietud u horror. La apuesta de Splice pasa antes que por el suspenso o los climas de terror, incluso antes que por las escenas sangrientas, por la incomodidad, en especial desde el costado sexual-familiar-paternal-maternal. Este relato acerca de una pareja de científicos genéticos (Adrien Brody y Sarah Polley) que crean un híbrido compuesto del ADN de diferentes animales para uso médico busca ser provocativo a través de colocar al espectador en la situación de voyeur de situaciones escandalosas para los parámetros sociales. Sin embargo, el error del co-guionista y director Vincenzo Natali (Cubo) es no desarrollar apropiadamente a los protagonistas, para que la necesidad maternal del personaje de Polley o la creciente atracción que va sintiendo Brody por su co-creación tengan sentido dentro de la trama. Splice termina siendo antes que nada una especie de tour de force de dos actores y un realizador buscando traspasar ciertos límites estéticos hollywoodenses, aunque sin saberse para qué. Por eso es que en verdad Splice no sólo no consigue siquiera generar terror, inquietud u horror, sino tampoco incomodidad, pues nunca se crea empatía por lo que se está contando, los motivos de la pareja protagonista o incluso los deseos de la criatura por liberarse. Estamos hablando de una película con ambiciones, que se queda en la nada misma.
La comedia romántica en su laberinto Will Gluck, co-guionista y director de Amigos con beneficios, es la clave para analizar esta película. ¿Por qué? Porque tenía un excelente antecedente como la comedia adolescente Se dice de mí, pequeña gran comedia protagonizada por la excelente Emma Stone, que en la Argentina fue (lamentablemente, como en muchos casos) directo a DVD. Allí Gluck exhibía un gran conocimiento de la interacción entre la industria del entretenimiento y los comportamientos sociales (cómo copiamos patrones de conducta bajados por el cine, pero también cómo el cine se alimenta de las pautas sociales, por ejemplo); los mecanismos genéricos; la construcción de estereotipos y personajes; el ritmo de la comedia; y la dirección de personajes (allí había presente un gran elenco aparte de Stone, compuesto por Patricia Clarkson, Thomas Haden Church, Stanley Tucci, Amanda Bynes y Lisa Kudrow, todos en gran nivel). Además, la película arriesgaba en cuestiones delicadas incluso a nivel político, y terminaba ganando, era muy ambiciosa incluso desde su supuesta pequeñez. Esto abría expectativas con respecto a Amigos con beneficios, que repetía la premisa de Amigos con derechos (otro filme con un director con personalidad, como Ivan Reitman), con dos protagonistas que decidían conservar su estatus de amigos, pero con el ingrediente extra del sexo. Más si se tenía en cuenta a la pareja protagónica: Mila Kunis se maneja con una soltura y naturalidad en el terreno de la comedia que es inhabitual, mientras que Justin Timberlake es, definitivamente, mucho mejor actor que cantante. En especial durante la primera mitad, Amigos con beneficios funciona como un relojito, con plena conciencia de los engranajes de la comedia romántica y personajes bien desarrollados, que se piensan a sí mismos y la cultura que los rodea. La trama avanza con gran velocidad, se explica sólo lo indispensable al espectador y hay una gran multiplicidad de referencias culturales, casi siempre pertinentes. Sin embargo, ya hay algo que empieza a hacer ruido y se vincula con el sexo: en una comedia donde se putea, se hacen toda clase de referencias sexuales o se habla directamente de sexo, no se da el paso siguiente más lógico, que es el de mostrar. Incluso en las secuencias de sexo no hay desnudos ni nada medianamente explícito. Esto no tiene que ver con una simple ansia por ver tetas o culos (bueno, este crítico lo admite, querría haber visto a Mila desnuda, pero admitan chicas que seguramente querrían lo mismo con respecto a Justin, y sería perfectamente lógico). Lo que entra en juego acá es pasar de la palabra al hecho, donde el terreno del cuerpo necesita ser mostrado, porque difícilmente sea redundante. En algunas cuestiones, la continuidad de estilo le sirve al realizador para pisar terreno firme. Por ejemplo con las interpretaciones, ya que vuelve a recurrir a un trabajo relajado, sin remarcar los gestos o situaciones, sumándole también el aporte de muchos secundarios sólidos, como Woody Harrelson, Richard Jenkins o Patricia Clarkson (retomando su rol de madre inconsciente), más cameos de Emma Stone o Jason Segel, entre otros. Pero en otras, lo termina condenando al estatismo, como en el caso de su autoconciencia posmoderna del género romántico, que le permite analizarlo quirúrgicamente, casi deconstruyéndolo, pero sin poder aportar elementos realmente nuevos. A la hora de las decisiones finales, Amigos con beneficios recurre a las mismas resoluciones ya transitadas y que terminan evidenciándose como gastadas, incluso conservadoras. Más aún si se suma la cuestión de que los protagonistas parecen casi forzados por el guión a tomar determinadas decisiones que sólo dan la impresión de estar destinadas a satisfacer a la platea. Por todo esto, a pesar de sus muy buenos momentos, Amigos con beneficios se percibe como un retroceso en la aún joven carrera de Will Gluck, quien sigue con el crédito abierto. Aún con sus declives, ya ha demostrado ser un cineasta con una marca autoral reconocible y atractiva.
El sueño de todo trabajador La premisa inicial de Quiero matar a mi jefe (tres tipos que deciden asesinar a sus jefes, hartos de los continuos abusos) era muy atractiva. Lo mismo el trío principal de actores, compuesto por Charlie Day, Jason Bateman y Jason Sudeikis, que siempre han sabido laburar la incomodidad desde distintos lugares. Si a eso le sumamos a Kevin Spacey, Jennifer Aniston y Colin Farrell como los villanos, más Jamie Foxx en un papel por lo menos ambiguo, todo se potenciaba aún más. Lo que no brindaba tanta confianza era el nombre de Seth Gordon, director de Navidad sin los suegros, una película que arrancaba como para delatar todas las miserias de la institución familiar, para terminar desinflándose y avalando todos los conceptos de esa misma institución a la que atacaba. La primera mitad de la película (en especial la media hora inicial) arranca como para avalar lo mejor que se podía esperar. De hecho, hace recordar a esa pequeña joyita desbordante y excesiva que era Las locuras de Dick y Jane, esa comedia con guión de Judd Apatow y Nicholas Stoller, protagonizada por Jim Carrey y Tea Leoni, donde se echaba una mirada despiadada sobre el capitalismo salvaje y las conductas inmorales de las corporaciones, que terminaban fomentando y despertando a la vez las conductas más ilegales y bajas de los ciudadanos, que en un punto no dejaban de ser miradas con simpatía, o por lo menos comprensión. En Quiero matar a mi jefe contemplamos ámbitos donde todos los valores tradicionales que sostenían diversas creencias laborales están completamente degradados: tenemos jefes que, dependiendo del caso, usan su puesto de forma explotadora, degradante e hipócrita (Spacey); conciben el negocio familiar sólo como una caja registradora (Farrell); o que se aprovechan de su posición lisa y llanamente para abusar sexualmente al subordinado (Aniston). El desparpajo con que se muestra esto puede ejemplificarse en la escena donde Spacey anuncia que unirá su puesto de presidente con el de vice, para así poder aumentar su sueldo y agrandar su oficina; o en la que Farrel se propone despedir “a la gente gorda” y, en especial a un empleado inválido al que llama despectivamente “Charles Xavier”. Pero esto se continúa también con los empleados, con los oprimidos, que también poseen una buena dosis de patetismo: el personaje de Bateman sólo busca ascender cómo sea, y se nota que buena parte de lo que le enoja de su jefe es no estar en ese lugar de poder; el de Sudeikis concibe a la mujer sólo como un mero objeto destinado a satisfacer sus placeres carnales (aunque la puesta en escena le festeja bastante esto, porque siempre termina saliendo bien parado); y el de Day alcanza la cumbre con su obsesión matrimonial, no viéndose a sí mismo más allá de la relación de pareja. Son en estos minutos donde lo que menos abunda es la corrección política, con chistes sobre negros (el personaje del consultor de asesinatos de Foxx, con todo su problema de identidad a partir de su nombre, es una broma caminando), indios, sexo, drogas, alcohol y matrimonio que casi siempre funcionan. De hecho, hay un ida y vuelta entre el espectador y la historia, con una identificación con los protagonistas por un lado, pero también cierta distancia por la torpeza y hasta la falta de determinación que muestran, como si no estuvieran realmente convencidos de concretar lo que en el fondo desean fuertemente. En un punto, son como Homero Simpson en el episodio que parodiaba a Drácula, cuando se preguntaba, con temor y deseo a la vez, “¿Matar a mi jefe? ¿Realizar el sueño de todo trabajador?”. Pero luego viene la segunda parte de la película, donde tienen que empezar a resolverse las cosas, y ahí es donde vemos el mayor peso del director, ejerciendo una bajada de línea que no es tan conformista, pero si elusiva con respecto a los conflictos planteados anteriormente, como si se contagiara del trío principal y decidiera no concretar sus deseos, dejando de apretar el acelerador. Allí Quiero matar a mi jefe adopta una estructura de policial con mezcla de relato jodón, muy al estilo de ¿Qué pasó ayer?, que bajo su estructura genérica ocultaba (o no tanto) un conservadurismo ramplón, donde todo volvía a la normalidad, para no modificarse nada. Acá incluso la trama termina ofreciendo unos cuantos agujeros, con personajes y subtramas que no son suficientemente explotados, y resoluciones apresuradas y facilistas. Quiero matar a mi jefe finaliza dando la impresión de ser una comedia decente, con unos cuantos buenos momentos, pero incapaz a la vez de elevarse por encima de la media. Y vuelve a actualizar la polémica sobre los alcances y límites de los más recientes exponentes de la comedia norteamericana, en todos los rubros principales: actuación, dirección y guión. La sensación es que el potencial es abundante, pero que falta más concreción.
La inteligencia es poder Cuando Hollywood ajusta las tuercas, puede enganchar al espectador con el mismo cuentito de siempre. La remake de El planeta de los simios realizada por Tim Burton había sido no sólo un gran fiasco, sino probablemente el peor filme del director. Sin potencia, sin personajes atractivos y, por ende, sin una alegoría socio-política actual y constructiva, lo único que le quedaba era una supuesta astucia en el intento de superar el impacto del final de la original, aunque en realidad terminaba siendo un manotazo de ahogado aún más irritante. Por eso no generaba demasiada expectativa el anuncio de una precuela (por más que intentara despegarse un poco de la franquicia que le servía de soporte), que encima venía con la dirección de un ignoto como Rupert Wyatt y el protagónico de un James Franco que, luego de su abúlica performance como presentador en los Oscars (¿exceso de tranquilizantes?), había perdido unos cuantos puntos. Más teniendo en cuenta que ejemplos similares, como X-Men: Primera Generación, X-Men orígenes: Wolverine, Hannibal: el origen del mal o Inframundo: la rebelión de los Lycans, no habían ofrecido nada demasiado provechoso. En cuanto a El planeta de los simios: (r) evolución, no se podía esperar mucho más que la típica historia donde la ambición del hombre en el campo científico viola y resquebraja el equilibrio de la naturaleza. Y algo de eso hay en el filme: ese relato tan conocido vuelve a presentarse, pero de forma renovada, como para volver a dejar en claro que Hollywood, cuando ajusta las tuercas, puede enganchar al espectador con el mismo cuentito de siempre. Esto se da gracias a un progresivo desarrollo de los personajes, que finalmente contribuye a que la película tenga una estructura donde todas las relaciones, temas y conflictos van de menor a mayor, atrayendo cada vez más atención, hasta un clímax tan potente como complejo. Esta cuestión se puede apreciar especialmente en el caso de César (gran actuación de Andy Serkis detrás de los efectos especiales), el simio que gracias a los experimentos científicos desarrolla una extraordinaria inteligencia. Su progresiva toma de conciencia del lugar de oprimido y marginado está narrada crudamente pero sin golpes bajos. Luego, cuando le toca estar entre los suyos, se va constituyendo en un magnífico líder, no sólo porque es capaz de imponerse al más fuerte de la manada, en base a su inteligencia y astucia, estableciendo las alianzas que le pide el contexto, sino porque además se da cuenta de que para vencer, debe compartir y expandir su inteligencia. Su razonamiento es tan simple como pertinente: un individuo, por más genio que sea, no cambia nada, pero si tiene gente detrás con capacidades similares, ahí la ecuación cambia. Una cadena de consideraciones que deberían tener unos cuantos líderes políticos en la Argentina. Wyatt como realizador no cede a los lugares comunes y aprieta el acelerador a fondo a medida que se acerca al final, redoblando la apuesta. Donde películas similares se desinflan, luego de plantear una premisa interesante, es donde la suya se hace fuerte. Los diálogos van desapareciendo, todo se reduce a la pura acción, pero como base para que cuando las palabras surjan, redoblen su significado. De ahí el impacto mayúsculo de la primera palabra de César. Su “¡No!” simboliza mucho más de lo que parece a simple vista: es un grito de rebeldía, de revelación de su identidad, de su posición en el mundo. El final abierto de su primer grito de libertad anuncia el nacimiento de otro universo, mientras comienza el final de un modo de vida. Fin y principio, vital y desolador a la vez. Si pensamos El planeta de los simios: (r) evolución en comparación con la cinta de Burton, el contraste es brutal. Su título en castellano sirve para pensar las diferencias. Aquí hay revolución, un cambio de rumbo donde se toma lo viejo para transformarlo en algo nuevo. Y evolución, porque se da un tremendo salto cualitativo.
Un western de ciencia ficción El arranque de Cowboys y aliens es impecable. Un vaquero (Daniel Craig, aplicando con efectividad ciertos elementos de su Bond al Lejano Oeste) se despierta en el medio de la nada, sin recordar cómo llegó allí, con una especie de brazalete en su muñeca izquierda, que no puede sacarse. Se le aparecen tres ladrones, intentan asaltarlo, pero él, con un par de movimientos, los asesina sin problemas. Se monta a un caballo y termina llegando a un pueblo, donde nadie lo conoce, excepto una mujer a la que no recuerda (Olivia Wilde), aunque un hacendado (Harrison Ford, a la altura de sus mejores trabajos) lo está buscando, y no precisamente para decirle buenos días. En el medio, cosas muy extrañas comienzan a suceder en los alrededores hasta que se desata un ataque tan enigmático como brutal, por parte de una fuerza que no parece ser de este mundo. El director Jon Favreau, el mismo de Iron Man, maneja los numerosos elementos que se van presentando (el protagonista que es misterioso hasta para sí mismo, los pueblerinos con diferentes conflictos y frustraciones, el hombre poderoso del pueblo que domina todo con mano de hierro, los seres extraños de los cuales sólo se ven sus atroces efectos) con notoria precisión, dosificando la información, apelando más al audio que a lo visual, privilegiando el espacio en off y desarrollando con cuidado los numerosos personajes que aparecen en escena. Se destacan particularmente el de Craig, que intuye que su pasado es oscuro, que no es precisamente un hombre de paz, pero que quizás tiene una chance de redención en el presente; y el de Ford, un coronel retirado duro como el hierro que, detrás de una cortina de pragmatismo, posee un fuerte deseo por ejercer de padre de la forma que no puede hacer con su hijo biológico, posicionándose como referente para un niño que busca rescatar a su abuelo y su asistente indio (Adam Beach). Es en la primera parte de Cowboys y aliens donde el molde del western, más pequeño y alejado de la épica en este caso, se impone al de la ciencia ficción. Allí la historia fluye con naturalidad, los personajes son creíbles, la narración es pausada y la intriga potente. En cambio, cuando se aproxima la resolución y el filme tiene que resolver los distintos conflictos, develando las incógnitas y abriendo paso a los mecanismos de la ciencia ficción, con abundancia de efectos especiales, pareciera dar la impresión de que el desequilibrio entre los dos géneros es demasiado fuerte y que lo mitológico del Lejano Oeste es sobrepasado por lo alienígena. Aún así, no deja de ser llamativa la importancia que adquieren determinadas decisiones, la valía que poseen. Vemos sacrificios, personajes que empuñan un arma o matan por primera vez, revelaciones de sentimientos, y todos ellos son exhibidos con convencimiento, compromiso y madurez, delatando que lo que estamos viendo son personas de carne y hueso desbordadas por las circunstancias, que aprenden a cada paso, pero que a la vez no se van a rendir y tratarán de continuar adelante. Favreau concibe un filme que, más que recordar a sus dos entregas de Iron Man –que no dejaban de ser muy juguetonas y relajadas-, rememora a sus trabajos previos como Elf, el duende o Zathura-una aventura fuera de este mundo, que tenían un espíritu amateur y un look casi como de cartón corrugado, como si las hubiera hecho en el garaje de su casa. El western, es cierto, salvo raras excepciones (Temple de acero, Pacto de justicia, El tren de las 3:10 a Yuma), está muerto o languideciendo en sus formas más puras. Pero aún con sus numerosos desniveles, Cowboys y aliens, junto con el reciente estreno de Rango, consigue certificar su capacidad para mixturarse con otros géneros o expresiones, aportando códigos, paisajes, estereotipos y temáticas como forma de enriquecimiento. E incluso es capaz de volver a problematizar la cuestión de la pureza de los géneros, siendo que estos alcanzan su mayor integridad a partir de la integración con otros ámbitos. Es que, al fin y al cabo, Cowboys y aliens es un western tan noble como cualquiera, a la vez que una película de ciencia ficción de lo más interesante del año.
¡Abrams y Spielberg, un solo corazón! Ya la simple mención de J.J. Abrams como guionista y director, y Steven Spielberg como productor ejecutivo, le confería a Super 8 una enorme expectativa. Pero a la vez, esos nombres no eran una garantía de nada, y hasta podían llevar a una gran decepción. Pero no, ocurre todo lo contrario con esta película, que va más allá incluso de las mayores esperanzas. Fácilmente se puede intuir un lazo entre los dos realizadores, que va más allá de las sociedades transitorias. Abrams ya está desarrollando una filmografía propia en sus diversas creaciones que lo acerca mucho a Spielberg: la cuestión del padre ausente (ver sino las tortuosas relaciones de Jack y Locke con sus padres en Lost, o la necesidad de cumplir con el legado paternal por parte de James Kirk en Star Trek); el lidiar con la pérdida (Spock teniendo que sobrellevar la destrucción de su planeta y la muerte de su madre); la construcción de mundos fantásticos sólidos y con reglas propias; la apuesta por una narración clásica, construyendo personajes de a poco y con paciencia. Estas características en Super 8 alcanzan nuevas alturas y dimensiones. La historia de este filme ya ha sido transitada muchas veces, pero aquí está actualizada de excelente forma. En el verano de 1979, un grupo de chicos rueda una película amateur utilizando una cámara súper 8 y presencian un tremendo accidente de tren. A continuación, empiezan a suceder cosas cada vez más extrañas en el pueblo, mientras la Fuerza Aérea acordona el lugar del accidente e intenta tapar todo. Eso que se quiere tapar se va revelando como algo monstruoso y de otro planeta. Abrams parte de esta premisa para ir combinando elementos ya vistos en lo que seguramente fue su cine de la infancia y juventud. Hay mucho de E.T., pero también de Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, Los Goonies, Cuenta conmigo e incluso American Graffiti, esa pequeña gran película dirigida por George Lucas en sus comienzos. Pero J.J. no se queda en el mero homenaje, sino que lleva todo a nuevas alturas y dimensiones. Super 8, desde su mismo comienzo, se va desenvolviendo con sencillez en sus procedimientos, a través de metáforas, símbolos e imágenes que podrían ser juzgadas como obvias, pero que luego se van revelando como pertinentes y efectivas, porque sitúan al espectador precisamente donde debe estar, sin quitarle libertad como observador y hasta partícipe del relato. En primera instancia, en el lugar de la pérdida, porque el protagonista principal, donde recae el mayor peso de la narración, es un niño que acaba de perder a su madre y tiene un padre que en verdad nunca supo ejercer plenamente el rol que le correspondía. Luego, en el del amor, cuando el muchacho conoce a la que será “la mujer” de esta historia, de la que se enamorará casi al instante y que le hará accionar de formas impensadas hasta por él. Después, en el de la aventura y el terror, a través de un accidente ferroviario filmado con extraordinaria destreza, donde Abrams monta con gran fluidez y hace un uso impactante del sonido. Finalmente, en el de la aceptación de la pérdida, el perdón y el desapego, en conjunción con la comprensión de lo ajeno, la transformación de lo horroroso en comprensible y hasta maravilloso, y la adquisición de identidad a partir de permitirse amar a los seres cercanos. Se le empieza a notar cada vez más a Abrams que miró buen cine y que aprendió bien, que sus referentes son los correctos y que a la vez los usa como punta de lanza para algo autónomo. Super 8 trabaja como pocos filmes de los últimos tiempos el fuera de campo, causando temor y expectativa a la vez; usa los efectos especiales como herramientas narrativas y no decorativas; posee un elenco de secundarios adultos sólidos y efectivos, y un cast principal de jóvenes que maravillan por su simpatía, emoción, fuerza interpretativa y habilidad para interactuar entre sí sin pisarse; tiene diálogos y secuencias estupendas; y una banda sonora para alquilar balcones. Hasta se permite pensar al cine dentro del cine, y no sólo desde el punto de vista genérico: aquí se reflexiona incluso sobre el dispositivo cinematográfico como aparato de registro pero también creador de realidades propias, como puente a otros mundos e incluso como medio de recuerdo. El cine es documento, creación, imaginación y memoria, parece decirnos Abrams, vinculándose con el Spielberg de Atrápame si puedes. Si hay algo en lo que Abrams empieza a parecerse a Spielberg es en su capacidad para transmitir que lo complejo es simple, que no hay grandes trucos, que no hay que complicarse demasiado para que todo salga bien. Aunque en verdad, quizás no sea tan fácil. Para hacer una enorme película como es Super 8, se necesita un convencimiento, una fe en lo que se está contando, que pocos tienen. J.J., al igual que Steven cuando hizo E.T., posee esos niveles de convicción. Esperemos que esta sea apenas su primera obra maestra.
La historia de Snape, la película de Rickman La saga de Harry Potter es interesante de analizar, porque la variedad de realizadores que tuvo la fue sometiendo a una buena cantidad de fluctuaciones. Además, el material de base iba presentando unos cuantos quiebres en lo formal y temático. Chris Columbus poco comprendió lo que tenía entre manos en La Piedra Filosofal y La Cámara Secreta. Los dos libros podrían haber sido analizados como obras menores, pero poseían un plus por cómo se constituían en historias de autodescubrimiento. Harry era un chico que creía ser intrascendente, defectuoso, sin nada para ofrecer, sin nadie a quién recurrir, hasta que le revelan que es mucho más de lo que parece, que no está nada mal en él, que tiene la capacidad para lograr grandes cosas. Y junto con eso, irrumpe en su vida la amistad y el cariño incondicional, personificados en Ron y Hermione, además de un referente cuasi ideológico como es Dumbledore. Es ahí donde establecían las novelas un notable vínculo con los públicos de todas las edades: todos dudamos en algún momento de nosotros mismos y nuestras capacidades, y en muchos casos son los seres más cercanos de nuestro entorno los que pueden funcionar como rueda de auxilio. Columbus –quien en algún momento supo escribir el guión de esa obra maestra que era Los Goonies, y hasta dirigir después un filme bastante interesante como I Love You, Beth Cooper, que gira sobre cuestiones similares- no entendió eso. Se quedó con los decorados, el elenco super british, alguna que otra escena de acción vertiginosa, y algunos pasos de comedia donde ya se podía intuir el talento de Rupert Grint (Ron) para el género. Alfonso Cuarón fue el primero (y quizás el único) que entendió todo lo que tenía a su disposición. El Prisionero de Azkabán explota todo el potencial de la narrativa de J.K. Rowling: una confluencia impecable de las ecuaciones espacio-temporales; efectos especiales al servicio de la trama; misterio y climas inquietantes; relectura del origen (Potter es un pibe que, aventura tras aventura, se va dando cuenta de que él es el que menos se conoce a sí mismo); personajes que en un par de trazos crean toda una mitología (Remus Lupin podría tener su propio filme); diálogos filosos y cargados de ironía (el duelo dialéctico entre Sirius y Snape es tan rico como hilarante). Es un filme joven y maduro, de un realizador joven y maduro. En El Cáliz de Fuego, Mike Newell captó lo referido a la competencia deportiva y la trama de enredos adolescente. Allí, el relato fluye sin mayores inconvenientes. Pero cuando tiene que asomarse al abismo de horror que abrió Rowling hacia el final de esta cuarta entrega, fracasa casi por completo: la reaparición de ese villano temible que es Lord Voldemort, una presencia en off hasta ese momento, que resurge a base de sangre y fuego en la pieza literaria, es en la adaptación cinematográfica una anécdota menor. David Yates tuvo la pericia para imprimirle a La Orden del Fénix, El Misterio del Príncipe y Las Reliquias de la Muerte un tono y pulso realistas, donde lo mágico cedió bastante terreno frente a lo urbano o agreste, recurriendo en muchos casos a la cámara en mano y un montaje casi a hachazos. También tuvo el tino en ocasiones de parar la pelota y permitirse pausas en lo que se estaba contando. Su gran deficiencia pasó por las secuencias donde tenía tirar la casa por la ventana. Salvo contadas excepciones –el duelo de titanes entre Dumbledore y Voldemort-, más que filmar las escenas de acción, las administró. Pero en Harry Potter y las Reliquias de la Muerte Parte 2, desde el primer plano, donde vemos a Snape observando desde lo alto todo Hogwarts, el director exhibe su mayor acierto. Así como La Guerra de las Galaxias era la historia de Anakin Skywalker, unas cuantas líneas de la serie de Harry Potter podían ser leídas como la historia de ese irritante e irritable Profesor de Pociones. Cuando se concentra en ese personaje ambiguo, temperamental, de conflictiva relación con Harry, el filme adquiere sin dudas su mayor espesor dramático, siendo por momentos casi conmovedor. Es en esta película donde se comprenden gestos, miradas, acciones, rencores y lealtades ocultas; lo que Snape pudo haber sido para Harry y lo que terminó siendo, y viceversa. En el medio tenemos una gran cantidad de resoluciones. La cinta cierra con mayor destreza incluso que el libro algunas subtramas –incluso las románticas- aunque en otras cuestiones se apura sin justificación, cuando un par de planos o líneas de diálogo más hubieran ayudado a un acabado más prolijo. Y si es cierto que presenta un excelente trabajo plástico vinculado a la tradición gótica (buen aporte del colega Daniel Cholakian), se muestra deshilachada al momento de las escenas de gran impacto, faltando fibra, vigor y ambición. Aún así, lo que termina prevaleciendo es la sensación de que el eje es el pasado –y consecuente presente- de Severus Snape, aún en detrimento del desarrollo de la historia del joven Dumbledore y sus vínculos familiares, que quedan casi anulados. Podría criticarse esto a Yates, si no fuera porque tenemos a un actor maravilloso en plena forma. Ya había que reconocerle a Alan Rickman que había sabido imprimirle a su personaje una mayor solidez y complejidad que a su versión literaria, casi sin aparentar esfuerzo. Ahora, en este filme, alcanza la cumbre: siempre el gesto justo, el movimiento más pertinente, el tono perfecto, con una naturalidad impresionante. Hace parecer fácil lo difícil y conduce al espectador al lugar y la comprensión indicada. Si el cine británico tuvo antes a Laurence Olivier y ahora a Michael Caine, Peter O´Toole, Ian McKellen, Christopher Lee o Michael Gambon como referentes ineludibles, no estaría mal incluir a Rickman en el seleccionado. A pesar de sus defectos y desniveles, el final de la saga fílmica de Harry Potter deja una paradójica mezcla de satisfacción y vacío. Para muchos de nosotros, se terminó un pedazo de nuestras vidas. Ahora, sólo el tiempo y la distancia dirán cuán importantes son los filmes y si fueron algo más que una franquicia. Que ya merezcan una revisión, es un primer paso altamente positivo.
Misterio, tiros, explosiones… y culos, muchos culos El comienzo de Transformers: el lado oscuro de la Luna, está bastante bien. Se nota una clara intención de crear una premisa y un misterio a resolver acumulando mucha información de forma bastante ordenada, jugando con la Historia real al fusionarla con la historia ficticia. Y así nos enteramos de que la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética se debió a la necesidad de investigar la caída de una nave extraterrestre en la superficie lunar, que resulta ser del planeta Cybertron, hogar de los Transformers. Este prólogo tiene unos cuantos buenos momentos, en especial la parte de la exploración del Apolo 11, donde la unión de las imágenes ficcionales con las documentales logran interés. Es verdad que el ver a un Kennedy de mentirita, con un maquillaje que lo hace parecer una figura de cera, conspira contra el resultado final, pero aún así los primeros minutos crean un suspenso, un interés por lo que viene, mientras la cámara se va acercando cada vez más a uno de los ojos del Transformer que yace en la Luna. Lo que viene después del corte, lo primero que se ve, es un CULO. Un culo en primer plano, para ser más precisos. El culo de Rosie Huntington-Whiteley para ser aún más precisos. La chica esta, que debuta en el cine luego de años de modelaje, no puede ser calificada ni como linda ni como fea, sino más bien como irreal. Uno la ve en la película y parece ser una invención absoluta, alguien que en realidad no existe. O quizás la inventó Michael Bay, el director de toda la saga Transformers, quien sólo sabe filmar a las mujeres de una manera: como si estuvieran en un videoclip de una canción cumbiera o en un póster de una gomería. Ojo, se nota que el tipo le pone todas las pilas. Es muy cuidadoso: se percibe un trabajo en la iluminación, en la posición del plano, buscando remarcar las líneas y curvas, tratando de resaltar los “atributos” de las mujeres-objeto (o sea, cuanto más grandes las tetas y más redondito el culo, mejor). Pero a pesar de todo ese laburo, Bay siempre consigue lo mismo: pósters de gomería, videoclips cumbieros, mujeres-objeto. A todas las chicas en sus películas les sucedió lo mismo: Megan Fox, Scarlett Johansson, Kate Beckinsale… si tuviera una esposa, Michael probablemente la pondría en un póster. El resto de la narración de esta tercera parte avanza a los tropezones, casi como una excusa para la hora final de acción. Bay vuelve a hacer gala de tanto de su patrioterismo absurdo (hay un par de comentarios políticos que ni siquiera ofenden, porque son demasiado idiotas) y su humor habitual, que no es precisamente sofisticado. Podría comparárselo con el del productor ejecutivo Steven Spielberg –quien vuelve a demostrar que como director es bárbaro, pero como productor es cuando menos desparejo-, pero sería un error. Los chistes de Steven son un poco como él mismo se describe: los de un “niño judío bueno”, inocentón, que puede equivocarse pero no quiere hacerle mal a nadie. Bay en cambio es como un adolescente tardío quilombero y grasa, que grita, come con la boca abierta y se ríe con la palabra “pito”, mientras patotea a los que no son como él. Lo único destacable en este ítem es el personaje de John Malkovich, claramente riéndose de todo y sin tomarse nada en serio, aunque no se entienda para qué está ahí. A la hora del despiole final, hay que reconocerle al director que en general las escenas de acción se entienden, a diferencia de sus predecesoras. Esto sucede porque el realizador deja bastante de lado la cámara en mano y los primeros planos, para dejar paso al uso de la steadycam y los planos de conjunto. Asimismo, el 3D funciona como herramienta de impacto (James Cameron, quien se desempeñó como una especie de asesor, tuvo innegablemente mucho peso), aunque no como recurso narrativo. Pero igual, al final, tantos tiros, explosiones, peleas, terminan cansando, dejando exhausto al espectador. Es cierto que a esta altura no se podía esperar otra cosa de Transformers: el lado oscuro de la Luna que escenas de acción bien filmadas, algún que otro buen chiste y una narración relativamente bien ajustada. Eso en parte se cumple, la película entrega lo que promete, no defrauda las expectativas y no le cuesta ser mejor que la segunda parte, que era horrible. Por otro lado, no sorprende y carece de visceralidad. Así ha sido siempre la franquicia Transformers: no es real, no existe, como la pobre modelo Rosie. Después de dos horas y media (¿no se les fue un poco la mano con la duración?), pasa de largo y se va. Y uno queda preguntándose si eso que vio era cine.
Enamorándose en un tren Lo que exige verdadera concentración a la hora de analizar 8 minutos antes de morir no es tanto su trama, enredada pero pequeña a la vez, que presenta a un capitán del ejército (Jake Gyllenhaal) asignado a un programa llamado Source Code (cuyo traducción sería “Código Fuente”), que le permite ser durante ocho minutos una de las personas que murieron en un atentado en un tren, con el objetivo de encontrar al terrorista responsable; ni el desempeño de un elenco siempre en el tono justo, compuesto también por Michelle Monaghan, Vera Farmiga y Jeffrey Wright; sino su director, Duncan Jones. El hijo de David Bowie tuvo un debut que fue toda una revelación con Moon, que contaba una historia de ciencia ficción que era casi una pieza de cámara, con un espléndido Sam Rockwell en el protagónico. 8 minutos antes de morir da toda la impresión inicial de ser su primer paso hacia las grandes ligas, abandonando todo intento intimista, pero no es tan así. En primer lugar, por la repetición de espacios y la escasez de personajes. Pero más que nada porque Jones vuelve a abordar la historia de un hombre prácticamente prisionero en un lugar determinado, sin poder irse, condenado por un contexto espacial opresivo y manipulado por una autoridad que ejerce su poder de manera hipócrita, aunque con la chance de escapar y salir de los esquemas a partir del impulso que le da la ambigua presencia –porque está presente a la vez que no lo está- de una mujer a la que amar. En 8 minutos antes de morir se nota la presencia de un realizador al que le interesa más contar la historia de un hombre persiguiendo un romance, o más bien una felicidad imposible, que el típico relato de suspenso. En su trabajo del tiempo, el filme podría parecerse perfectamente a Puntos de vista –donde la repetición terminaba siendo tan arbitraria como cansadora-, pero termina pareciéndose a Deja Vú, otra película que conseguía fluir en buena parte a partir de su vertiente romántica. Claro que el guión de Ben Ripley para 8 minutos antes de morir no tiene la misma solidez que el de Bill Marsilii y Terry Rossio para la cinta de Tony Scott. Por eso las vueltas de tuerca que se van dando hacia el final del filme de Jones suenan un poco forzadas, como si se quisiera arribar a un happy ending innecesario e impuesto por las convenciones del mainstream. No deja de tener cierta lógica, no sólo porque esta segunda película de Jones es su entrada a los marcos hollywoodenses, sino también porque Moon también tenía esas características en cuanto se dirigía a su resolución. Y sin embargo, a partir del desarrollo sintético pero cuidadoso de sus personajes, 8 minutos antes de morir consigue hacer creíble su disparatada premisa. Sin ser extraordinaria ni mucho menos, termina ubicándose un poquito por fuera de la media de Hollywood. Eso, en tiempos cinematográficos tan esquemáticos y poco arriesgados, no deja de ser todo un mérito.