El western es mujer (adolescente) La actuación de Hailee Steinfeld es superlativa, se carga la película al hombre sin dudarlo y entabla varios duelos actorales con total soltura y responsabilidad. Porteño de clase media como soy, si hay algo de lo que tengo certeza es que no tengo idea de cómo vive gente que no pertenece a mi ámbito social, económico y cultural. Creo que, por ejemplo, me resultaría bastante difícil imaginar una historia ambientada en una villa. De ahí es posible que me guste tanto un género como el western. Porque parece ser el único modo de aproximarme a gente que en general no comprendo ni comprenderé nunca, como son la gente del Oeste y el Sur norteamericano. También lo es para Hollywood: la mentalidad liberal de la meca del cine estadounidense pocas veces le permitió comprender lo que sucedía en otras esferas por fuera de su pensamiento. Ahí es donde me vuelve lo personal: como crítico, cinéfilo y espectador, he objetado muchas prácticas de Hollywood, pero también he mamado mucho Hollywood. El western se convirtió en el género por excelencia para comprender un tiempo fundante en la historia norteamericana, que permitió a la vez hacer múltiples paralelismos con otros períodos históricos en otras sociedades. Pero también supo ser un magnífico vehículo lingüístico, una forma de hablar sobre un tipo de identidad que parece perdida pero cuyos rastros perduran. Incluso ha reflexionado con acierto sobre el papel del cine en la construcción de mitos fundantes modelos identitarios, como en Un tiro en la noche. Los hermanos Coen, esos muchachos que hasta en sus filmes más agradables –como El gran Lebowski- son unos cínicos de campeonato, demuestran tener plena conciencia de lo explicado en el párrafo anterior. De hecho, parecen haber visto mucho John Ford, un director que supo como nadie establecer el punto justo de unión entre el hombre del Oeste y el paisaje que lo rodeaba. En Temple de acero hay mucho para contemplar: montañas, bosques, atardeceres, otras criaturas (ah, ese gran caballo…) que no tienen un sentido meramente preciosista, pues van delineando a los personajes. Pero también hay una mujer. Una joven mujer, prácticamente una niña, que es el eje ético y moral de la trama. Es Mattie Ross, interpretada por Hailee Steinfeld, de la cual es preciso hacer un par de aseveraciones: ya somos unos cuantos los que estamos cansados de las arbitrariedades de la Academia, pero la Academia no se cansa de sí misma, y por eso nomina a esta actriz principal como actriz de reparto. Asimismo, aunque tengo que dejar bien en claro que no vi todavía varias actuaciones de reparto y principales, me atrevo a decir que a esta muchacha hay que darle el Oscar sin más trámite. Su actuación es superlativa, se carga la película al hombre sin dudarlo y entabla varios duelos actorales –con Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin, Barry Pepper- con total soltura y responsabilidad. Pero es verdad también que puede llegar a hacerlo porque hay un guión y una dirección detrás que la apuntalan y encaminan en la trayectoria correcta. Ese guión, esa dirección, es de los hermanos Coen, y es importante resaltarlo. Difícil prever que unos realizadores como ellos pudieran construir un western que no es feminista, sino femenino, y además de femenino, infantil (vertiendo otro ejemplo de la mixtura permanente de géneros). Temple de acero es también un filme infantil acerca de una adolescente a la que le es revelada el mundo exterior; superando las fronteras de su vida; descubriendo la vida y la muerte, la lealtad, las distintas nociones de justicia y valor, incluso el sexo. Los Coen pueden hacer eso porque nunca juzgan a los personajes, porque los dejan ser y crecer, expresándose con toda su sinceridad, incorporando la figura adolescente como pocas veces en el western. En ese humanismo, cimentan su película más pura en sentimientos, a la vez que desde una aparente simplicidad vuelven a poner en discusión la complejidad del héroe individual en contraposición al grupal. Semejante evolución –que es la vez un salto al vacío- en dos cineastas consagrados es tan inusual como digna de aplauso.
¡Está buenísima!!!!! Cuando se anunció el proyecto de El Avispón Verde, me dio un poquito de miedito. ¿El mainstream terminaría por devorarse a Seth Rogen, el gordo más gracioso de los últimos tiempos, uno de los grandes representantes de los freaks de la comedia estadounidense más reciente? Lo primero que hay que decir es que Rogen está más flaco, como para adaptarse al look del superhéroe. Pero en la esencia sigue siendo el mismo muchacho con quinientos problemas de madurez, esta vez representados en la figura de un padre que más que un padre es un prócer, una figura de bronce inmaculado para toda la ciudad de Los Ángeles, aunque no haya tenido para con él el más mínimo gesto de afecto. La muerte de su progenitor es como un lógico despertador para el Britt Reid de Rogen, que de repente se da cuenta que quiere hacer algo con su vida. Ese “hacer algo” está en constante conflicto con la figura paterna, por momentos parece alejarse por completo, con una clara vocación por “matar al padre” nuevamente, de manera casi literal, pero de a poco esa diferenciación se vuelve acercamiento. El hijo que al principio sólo quiere hacer quilombo, al final se enfrenta al poder político y criminal de la ciudad con otras formas, aunque con el mismo objetivo que el padre. Esta proximidad se va dando a través de los procedimientos típicos de las comedias de Seth Rogen. Y es aquí donde se revela que el proyecto fue un acierto: El Avispón Verde se plantea como una constructiva respuesta a la seriedad de la saga de Batman dirigida por Christopher Nolan, el Superman de Bryan Singer o el Hulk de Ang Lee. Que se entienda, las tres son en mi opinión buenas aproximaciones, pero no está para nada mal que existan Iron Man, Kick-Ass o El Avispón Verde. Y es ésta última la más cercana a la comedia, la que se promueve como un verdadero parque de diversiones (en el más profundo sentido de diversión, de divertirse, de reír sin parar por las chiquilinadas del protagonista). El Green Hornet de Rogen es como un Guasón, con pulsión de romper con todo, pero no para generar un caos absoluto sino para promover un nuevo orden, un nuevo estado de las cosas. Su máscara funciona como dispositivo para combatir la hipocresía general, el aparente villano que parece ser pero en verdad no se delata a los malos posta, a los que hacen lo que quieren a partir del poder que conservan. No deja de ser llamativo que para el filme la peor villanía pase por la mentira, por el montaje de un discurso que luego no se aplica en la acción. Por eso el mafioso que controla la ciudad, Chudnofsky –muy buena actuación de Christoph Waltz, releyendo su papel del Coronel Hans Landa de Bastardos sin gloria-, no termina siendo el tipo más jodido, sino un político, mucho menos sincero y mil veces más cobarde en su maldad. Y eso se ve asimismo en la amistad entre Reid y Kato, dos tipos que entablan un vínculo especial –que por momentos roza lo homoerótico- a partir de sincerarse en sus frustraciones, en sus metas no logradas, en sus deseos y ambiciones. Y que también se pelean –en una gran secuencia, donde las trompadas se combinan con un violento uso de los objetos- por las mismas razones. El Avispón Verde es una película que habla a los gritos, tirando patadas para todos lados y reventando a misilazos coches enemigos, en una marejada de explosiones por momentos un poco cansadora. Se le podrán cuestionar unas cuantas cosas: cierta falta de personalidad demostrada por Michel Gondry en la dirección (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Soñando despierto y Rebobinados son películas mucho más subjetivas y propias), una figura como Cameron Diaz un tanto desperdiciada, un uso innecesario del 3D que hasta termina cansando un poco la vista sobre el final o un estiramiento en las acciones sobre la segunda parte. Pero también es cierto que Diaz está impecable en sus pocas apariciones y recupera bastante de su habilidad para la comicidad que parecía perdida; y que todas las escenas de alto impacto están filmadas de forma perfectamente coherente por Gondry. Lo que termina sobresaliendo claramente en un filme como El Avispón Verde y en su autor principal que es Rogen (co-escribiendo el guión con Evan Goldberg, produciendo ejecutivamente y estelarizando) es su voluntad irrefrenable por entretener en primera instancia, por divertir con los mejores diálogos posibles –nada de piloto automático por aquí-, en reventar la pantalla con explosiones de todo tipo. Y en el medio, colar una visión sobre el mundo criminal, la política, el periodismo, el poder, la amistad, los niveles de verdad, la paternidad, el crecer y todas esas cosas sobre las que siempre vale la pena reflexionar un poco. Y luego de pensarlas, subirse a un auto (aunque sea un fiat 600) y salir a la calle a enfrentarse con las peores lacras de la sociedad. El sueño del héroe, nos lo demostró Rogen, está al alcance de cualquiera.
Teniendo en cuenta los inconvenientes que rodearon a la producción es hora de preguntarse si el filme podría adquirir importancia, o si era más bien un rejuntadero frankestiniano. Es difícil hacer un análisis profundo y original sobre El turista, y por eso me voy a concentrar más que nada en las expectativas previas sobre el filme. Más que nada por parte del público en general y buena parte de la crítica (entre los que me incluyo en cierta forma). Es que los nombres de Florian Henckel von Donnersmarck (director de La vida de los otros, ganadora del Oscar a Mejor Película Extranjera en el 2007), Angelina Jolie, Johnny Depp, más Paul Bettany, Timothy Dalton y Steven Berkoff en el reparto, James Newton Howard (Sexto sentido, ER, El protegido) en la composición musical y Christopher McQuarrie (Los sospechosos de siempre) como co-guionista podían generar alguna clase de expectación. Pero si nos ponemos a pensar en, por ejemplo, el realizador, de quien dicen algunas fuentes confiables que su película más famosa (no la vi) está un poco sobrevalorada; o en Depp, quien últimamente viene mostrándose muy proclive a repetir su papel de freak cool; o en Jolie, quien nunca fue una gran actriz, posee una belleza que nunca pasó de lo vulgar y que últimamente hasta parece avejentada. A partir de eso, y teniendo en cuenta los inconvenientes que rodearon a la producción (varios cambios de protagonistas, directores que se fueron y volvieron, unas cuantas reescrituras), más algunas declaraciones no del todo afortunadas (Jolie diciendo que básicamente se unió al proyecto porque el rodaje iba a ser rápido y en una ciudad como Venecia), ya es hora de preguntarse si el filme podía adquirir importancia, o si era más bien un rejuntadero frankestiniano. Por eso, a veces, no está del todo mal tener cero expectativas. Uno hasta puede disfrutar de la actuación de taquito de Depp, el cuerpo de Jolie, la solvencia de tipos como Bettany, Dalton y Berkoff, algunos paisajes muy lindos de Venecia filmados con bastante elegancia, algunos pasajes juguetones de la banda sonora de Howard y ciertas secuencias que coquetean con Hitchcock (no pasan de eso, el filme apela a una intertextualidad inteligente con el cine del gran maestro británico). El turista es eso, no mucho más. No ofende a nadie, pero hace pensar si este cine vacuo, inofensivo, cómodo, no termina siendo como esos bares de Recoleta donde el mismo café de siempre cuesta el triple. Para eso, mucho mejor un filme básico, elemental, pero entretenido y vital como La estafa maestra, donde Venecia, mostrada a toda velocidad, es mucho más fascinante y hasta romántica.
Entretenimiento puro A patir de obras como Los duelistas, Alien y Blade Runner, Ridley siempre fue el más conocido, el más prestigioso de los hermanos Scott, aunque hace unos veinte años que no realiza algo realmente interesante. Su hermano Tony es, desde cierta simplicidad, bastante más digno de análisis. Mientras Ridley se ha ido diluyendo en la mediocridad, Tony Scott ha ido puliendo su estilo y consiguió con Deja Vu (2006) su mejor filme por lejos, llevando a buen puerto un guión complicado pero repleto de emociones, donde la acción iba de la mano de una trama atrapante y personajes con una profundidad inesperada. Luego tuvo un descenso bastante pronunciado con Rescate del Metro 123, una película sobrevalorada por la crítica, seguramente a causa de la euforia que provocó su predecesora. Con Imparable, Tony Scott la tenía servida: una historia basada en un hecho real, lo que permite unas cuantas licencias; una trama básica pero atrayente, con un tren lanzado por las vías al que no se puede detener y que podría causar una catástrofe humana y ecológica; dos protagonistas (a los que se agrega una tercera, desde un tablero de comando) delineados de forma elemental y precisa; y tres actores como Denzel Washington, Chris Pine y Rosario Dawson que no son una maravilla, pero que si se los sabe llevar de la manera correcta, cumplen y hasta pueden ser un plus que te salve las papas. Scott sabe cómo jugar con todos esos elementos y eso se nota especialmente durante la segunda parte, que es puro sudor, nervios, corridas, órdenes dadas a los gritos, discusiones y adrenalina. No sucede lo mismo con el primer segmento, donde predominan los conflictos familiares de los personajes, que el director definitivamente no sabe cómo expresar. Es que el realizador de Marea roja no es un tipo sutil, lo suyo no es la hondura dramática y por eso el espectador nunca llega a identificarse con los avatares de Washington para comunicarse con sus hijas o el sufrimiento de Pine por la descomposición de su matrimonio. El cine de Scott no es de padres o esposos, es de laburantes, de asalariados versus patrones, de mecánicos engrasados versus ejecutivos trajeados, de profesionales versus irresponsables. Leí en la crítica de Horacio Bernades en Página 12 sobre el filme, que Tony Scott ha ido “abandonando el juego fotográfico y perfeccionándose en el montaje”. Debo disentir con esto, ya que Scott sigue trabajando en las dos vertientes, en muchos casos excediéndose. Uno se pregunta a veces si no tiene una erección cada vez que la cámara se mueve en forma circular. Con ese chiche visual (en el que también incide la edición) se pasa de rosca, a cada rato nos empalaga con un travelling semicircular que no aporta nada a la narración y sólo sirve, básicamente, para marear. Raro que no hubiera un asistente que le dijera “che, todo bien, pero se te está yendo la mano con esos movimientos de cámara”. Aún así, Imparable consigue brindar exactamente lo que promete: entretenimiento, escenas de alto impacto y esa sensación de que las personas más comunes y corrientes son las que sobresalen cuando todo parece irse al diablo. Cine, por y para el pueblo, con sus virtudes y defectos.
Un estado aniquilando a su pueblo Con referencias a sucesos como el de la cárcel de Guantánamo el filme se sostiene en su solidez narrativa, que le permite avanzar rápidamente pero dando cuenta de los hechos con precisión y coherencia, y en su elenco. Voy a establecer un par de comparaciones bastante arbitrarias entre La epidemia y dos filmes que se estrenaron en la Argentina durante el 2010. La primera es con la película italiana Vincere, que mostraba con precisión cómo el poder político –aliado con el económico, militar, religioso, etcétera- era capaz de ocultar lo aparentemente inocultable, hasta fabricar una ficción que iba transmutando en una nueva realidad, creída por toda una sociedad alienada. Pero también exponía los límites de esa construcción, que terminaba cediendo, a pesar de causar en el medio la locura y la muerte en pos de sostener se relato ficticio. La segunda es con El día del juicio final (cuyo título original es Unthinkable), ese pequeño, bastante desparejo, pero aún así interesante filme con Samuel L. Jackson, Carrie Anne Moss y Michael Sheen, donde se exponían las limitaciones del discurso políticamente correcto frente a situaciones límites, donde el daño hacia unos pocos individuos puede salvar a millones. Y por ende cómo el Estado, como entidad de poder pleno, termina recurriendo siempre primero a la violencia, a la mano dura en toda su expresión, en pos de conseguir sus objetivos, justificando sus nefastas acciones a partir de una meta supuestamente justa, reproduciendo el maquiavélico razonamiento “el fin justifica los medios”. La epidemia toma varios elementos ya presentes en las dos anteriores obras y retrata a un Estado que, con el fin de contener una epidemia en un pueblo, dispara primero y pregunta después, miente y oculta. Y lo peor, es que esto al final no le sirve para nada. Si Unthinkable analizaba las dificultades para sostener su pensamiento por parte de la izquierda norteamericana, La epidemia ejemplifica lo insostenible de los procedimientos avalados por la derecha. Y si Vincere contaba la historia de una mentira convertida en realidad, The crazies deja bien en claro cómo el ocultamiento en un momento se derrumba por su propio peso. Con referencias –un tanto obvias, hay que decirlo- a sucesos como el de la cárcel de Guantánamo o los campos de concentración, el filme de Breck Eisner (que mejora sustancialmente luego de la irrelevante Sahara) se sostiene en su solidez narrativa, que le permite avanzar rápidamente pero dando cuenta de los hechos con precisión y coherencia, y en un elenco de actores de mediano rango pero muy cumplidores, como los son Timothy Olyphant, Radha Mitchell y Danielle Panabaker. Con momentos de extrema tensión y violencia, donde la movilidad de la cámara contribuye a construir un espacio palpable e incluso temible, esta remake del filme de George Romero de 1973 falla al abusar de la música incidental para generar sustos, cuando es evidente que lo que mejor le sale es generar suspenso. Pero aún así, no deja de ser una reactualización interesante de la obra de Romero, un cineasta cuyas ideas siguen conservando una llamativa vitalidad.
Pequeños burgueses conservadores Estaba viendo el último jueves Los pequeños Fockers en una función comercial en el Abasto de Buenos Aires. Sala llena, el público festejando cada chiste. Tenía a un par de asientos a unas chicas bastante jóvenes, de unos veinte años. Llega toda una secuencia donde los conflictos entre los personajes de Ben Stiller y Robert De Niro sobre la conducción de la familia, la fidelidad y la responsabilidad terminan por estallar. Stiller se queda solo en la casa que estaba mandando acondicionar para el cumpleaños de sus hijos, cuando le aparece en la puerta el personaje de Jessica Alba -con quien había entablado una amistad circunstancial a partir de un vínculo laboral-, con una botella de vino en una mano y una bolsa repleta de comida china en la otra, dispuesta a charlar un poco, toda muy simpática, linda, adorable (bueno, lo que pasa es que Jessica Alba es simpática, linda, adorable ¿no les parece?). En ese instante, una de las chicas murmura “puta…”. Pero mirá vos, ésta sí que no la sabía: si sos una mina que se presenta en la casa de un tipo con comida y una botella de vino, calificás inmediatamente como puta. La que tampoco sabía es que muchas mujeres un poco menores que yo son tan machistas y conservadoras como podrían serlo viejos de ochenta años. Lo que se dice una generación progresista, liberal, con nuevos valores. Lo peor es que el filme le da luego la razón a estas dos espectadoras (¿y a toda la sala quizás?) cuando Alba se le tira encima a Stiller, sin razón aparente previa, sin que haya una construcción que permitiera anticipar y justificar sus acciones. Ése es el problema principal de la tercera parte de la saga, en la que el cumpleaños de los niños es apenas una excusa para acumular chiste tras chiste condimentados con una buena dosis de ideología conservadora. No sería tan problemático ese mecanismo de acumulación ideológica y chistosa, sino fuera porque en el medio los personajes pasan a ser, en el mejor de los casos, meros transportes de tesis sobre la institución familiar. Eso ocurre con el personaje de Alba, que sirve para hablar sobre la fidelidad y ciertas malas actitudes femeninas (¡puuuutaaaa!!!), cuyos cambios de actitud son incomprensibles y que desaparece súbitamente de la historia apenas cumplió su “propósito”. Lo mismo se puede decir del Dr. Bob, al que se lo usa para hablar nuevamente de la fidelidad y los deberes del hombre para la Familia. Barbra Streisand y Dustin Hoffman sólo parecen estar de relleno y en cuanto a Harvey Keitel, no se sabe para qué demonios está: pareciera que integra el reparto simplemente para que algún espectador diga “¡uy, ese es Harvey Keitel!”. Hasta Stiller y De Niro la ligan bastante. En especial el segundo, cuyo personaje a esta altura es bastante insoportable: su paranoia lo lleva a actitudes nefastas, que luego son rápidamente olvidadas en pos de la armonía familiar y un absoluto acuerdo con sus planteos machistas y retrógrados. Si en las dos primeras partes (en especial la primera entrega) hasta realizaba un camino por el cual comprendía su entorno y comprendía que sus actitudes estaban equivocadas, aquí la comprensión no es tal, pues es sólo un disfraz que encubre (sin mucha efectividad) el aval a su pensamiento, según el cual el hombre es el rey del hogar, el que comanda el destino de la familia, sin oposición de nadie más. El pobre de Stiller se ve obligado a seguirle la corriente a esto y sólo durante sus encontronazos con el personaje de Owen Wilson aparece ese gran actor que supo realizar un inteligente trabajo sobre la incomodidad y la necesidad de estallar de una vez por todas, en filmes como Loco por Mary, Zoolander e incluso La familia de mi novia. Evidentemente, con Wilson se conocen, y la química es mucha, con lo que logran los momentos más cómicos e interesantes. Si Los pequeños Fockers no termina ofendiendo gravemente, es gracias a ellos. Con severos problemas en el montaje narrativo, apelando a chistes escatológicos y sexuales que rara vez funcionan (a la vez que nunca se muestra una parte íntima o un acto sexual), Los pequeños Fockers muestra un agotamiento definitivo de la saga Focker, a nivel formal, narrativo y de contenido. Y es un punto en contra muy grande para Paul Weitz, un director irregular, quien entre American Pie, Un gran chico, En buena compañía, Muriendo por un sueño, El aprendiz de vampiro y esta cinta no termina de consolidarse y sólo por momentos asoma algún rastro de personalidad. Aún así, sigue conectándose con un público muy amplio, lo que nos hace pensar si el público evolucionó como se suponía en su mirada sobre el mundo, o si en verdad sigue apoyando el status quo.
Los perjuicios de la mitología Dunstan busca construir una puesta en escena cimentada en el sonido, el fuera de campo y la progresiva inquietud en el espectador. Uno veía los carteles de publicidad de El juego del terror (cuyo título original es The collector, con lo cual da para preguntarse por qué demonios la distribuidora no la llamaba simplemente El coleccionista), que anunciaban: “de los creadores de El juego del miedo IV, V y VI”, y sentía pánico. Y no pánico porque pensara “diablos, me voy a morir de miedito”, sino “diablos, voy a perder 80 minutos de mi vida”. Yo no soy precisamente un fan de la saga Saw, especialmente de sus continuaciones, que estiraron hasta el infinito y sin razón alguna una premisa que daba para sólo una película. Pero claro, los distribuidores, en un alarde de originalidad que en verdad retrasa unos setenta años, incluso le ponen un título parecido. Hasta da para imaginárselos especulando con que “por ahí piensan que van a ver El juego del miedo, y los embocamos con esta peli”. No, no tendría que ser tan mal pensado de esa pobre gente que estrenó el filme con poco más de un año de retraso en plena era de las descargas por internet. Supongo que porque mis expectativas eran bajísimas al final tan mal no la terminé pasando. Por suerte, Marcus Dunstan, que pasa del guión a la dirección, termina coincidiendo en forma indirecta con James Wan, quien después de dirigir Saw en base a un montaje videoclipero y obscenamente violento, hizo un giro de 180 º, experimentando con la creación de climas inquietantes en Dead silence y el plano secuencia en Sentencia de muerte. ¿Qué es lo que hace Dunstan? Busca construir una puesta en escena cimentada en el sonido, el fuera de campo y la progresiva inquietud en el espectador. No ahorra violencia, pero se aleja bastante de la mera pulsión de impacto y evita lecciones morales idiotas. Incluso hay un interesante trabajo con la música como vehículo para anunciar y describir, con la distancia apropiada, sin regodeo, la inminencia del dolor, la tortura y la muerte. Hay incluso un enlace narrativo con la tragedia: todos los personajes parecen tener un destino predeterminado, y aunque luchen contra él este ya está sellado. Esto cuenta incluso para el asesino, que es así porque es así, sin explicaciones, sin psicologismos baratos. Tortura, mata, colecciona personas porque otra no le queda. El filme nunca lo juzga, simplemente observa sus acciones, y es ahí donde dibuja un personaje más que interesante, por lo impenetrable de su ser. Lamentablemente, los minutos finales transforman las virtudes señaladas en el último párrafo en defectos, como si el filme se durmiera en sus laureles, o se engolosinara con sus momentáneos logros. No es que eluda el final que se ve venir desde el principio, pues sigue la lógica que marca la narración. El problema es el cómo: lo hace de forma pretendidamente astuta, pero marcadamente torpe, buscando deliberadamente la chance de la secuela (que de hecho ya se está haciendo). Ahí se pasa de la equilibrada observación del asesino a la edificación banal de una especie de mito, muy en línea con El juego del miedo (con su escenificación del asesino Jigsaw como un reservorio moral sabio y hasta simpático), que es como una mala derivación de El silencio de los inocentes en ese aspecto. En ese guiño mercantilista al público actual más superficial del cine de terror está lo peor de El juego del terror, un filme pequeño pero mucho más interesante de lo que parece a simple vista.
Revuelta, no revolución En el cine de Robert Rodriguez se pueden percibir dos vertientes bastante definidas. La primera está representada por su cine infantil, con la saga de Miniespías y La piedra mágica como máximos exponentes. La segunda por su cine de acción, conformado por filmes como Desperado, La balada del pistolero, Del crepúsculo al amanecer, Sin city, Planet terror y ahora Machete. La última vertiente es la que le ha permitido a Rodriguez adquirir mayor repercusión crítica, a partir de las ideas estéticas, narrativas e ideológicas que despliega. Son todas películas con una gran cantidad de ideas, un ritmo ágil en sus relatos y un trabajo estético que puede parecer alocado y hasta descuidado, pero en verdad responde a múltiples y calculadas referencias. Sin embargo, habría que ponerse a pensar si en verdad ese es el cine que vale la pena del cineasta mexicano. Machete es un buen ejemplo de las virtudes y defectos de esta corriente. Exhibe unos cuantos méritos a partir de colocar a un eterno villano en el papel del héroe, con un mexicano como Danny Trejo -que debe estar entre lo más feo que ha dado la historia de la actuación- como sex symbol absoluto, representante de la rudeza sensual, levantándose a todas las minas que se le cruzan en el camino -con Jessica Alba y Lindsay Lohan como máximos exponentes- y vengándose de todos los que le arruinaron la vida en el camino. A la vez, Rodriguez un poco como que rescata a actores como Steven Seagal o Robert De Niro, que tienen sus mejores actuaciones en muchos años. Y delimita un contexto grasoso pero también con intenciones subversivas. Pero es en esto último donde Rodriguez manifiesta sus mayores limitaciones. Su pretensión de plantear una utopía donde los inmigrantes mexicanos puedan rebelarse contra los que quieren expulsarlos de los Estados Unidos no deja de ser saludable, pero también limitada. Al igual que en Erase una vez en México, el discurso es enarbolado de tal forma que pareciera que estuviera tratando de meter un cuadrado en un círculo. El choque con el abordaje genérico es muy fuerte y termina siendo difícil tomarse en serio a un cineasta con innegable talento para la puesta en escena, pero con una mirada un tanto limitada sobre qué decir y cómo hablar sobre el entorno que lo rodea. En realidad, lo que viene a delatar un filme como Machete son los méritos de las películas infantiles de Rodriguez. La saga de Miniespías, por ejemplo, posee muchas más nociones imaginativas y verdaderamente trascendentes. Lo que es capaz de afirmar allí Rodriguez sobre la familia, la hermandad, la amistad, las relaciones paterno-filiales, el poder de la imaginación es mucho más rico y atendible. La fantasía es, en filmes como La piedra mágica, una forma de cambiar al mundo, de hacer una política vital y realmente productiva. Por eso, aunque no lo parezca, el cine de Rodriguez con real capacidad de ser revolucionario, de sacudir las estanterías, es el infantil. Porque dice las cosas bien de frente, hablando con el idioma que corresponde. Si con su cine de acción, Robert parece un adolescente que le tira palos a todo el mundo, pero no tiene muy en claro qué proponer a cambio, excepto un par de sugerencias demasiado románticas; con su cine de fantasía es como un niño que tiene bien en claro su amor por los seres que lo rodean y que no está nada mal usar cualquier elemento que lo rodea para modificar el universo.
Los tres mosqueteros Tenemos un contrera fuerte de Harry Potter en la redacción de Fancinema. Es Mex Faliero, quien leyó los dos primeros libros de la saga (y no quedó muy fascinado que digamos) y que vio todos los filmes, de los cuales sólo rescata en su totalidad al tercero, El prisionero de Azkabán. Sí, tienen razón, es una mala persona, un ser detestable, corrompido por la insensibilidad. Bueno, en realidad no. Si han leído antes algunas de sus críticas, saben que ha defendido contra viento y marea al sello Pixar, con una dulzura en sus textos que últimamente se encuentra muy poco en el ámbito de la crítica cinematográfica. La verdad de la milanesa es que el tipo tiene sus razones. Y que el que escribe no es exactamente un observador neutral. Es más, es un fana absoluto de Potter. Una de las variables del disgusto de Mex pasa porque ve a Potter como un vehículo literario que anula lo fascinante del mundo mágico y lo termina burocratizando. Esa mirada es válida, pero tengo que respetuosamente disentir. J.K. Rowling utiliza el vínculo con la realidad y la normativa precisamente como contraste, como forma de resaltar la fantasía y lo maravilloso, los elementos que se destacan frente a lo rutinario. Pero, lo más importante, Rowling demuestra una creencia a prueba de balas en otros tipos de magia, que van más allá de lo literal: la de la amistad, el compañerismo, la camaradería, la voluntad de lidiar con la pérdida, la coherencia, la construcción de una identidad heroica, el amor, el proceso de maduración. Su Harry Potter es también un largo ensayo sobre los diversos grados de libertad: los individuos que sobresalen, los verdaderos héroes, son los que comprenden la esencia de la normativa mágica, los que construyen a partir de ellas o los que deciden violentarlas productivamente para armar algo completamente nuevo, siempre en pos de lo colectivo. Los villanos, en cambio, persiguen siempre un fin individualista, opresivo y represivo. Y si esto último parece tender hacia lo político, los últimos tres libros de la saga definitivamente construyen un entramado ideológico fuerte, con unas cuantas reminiscencias a lo que fue el ascenso del nazismo. De hecho, Voldemort guarda más de una similitud con Hitler: es un ser dispuesto a todo, que con tal de cumplir su objetivo no reconoce barrera ética ni moral, que va cooptando miembros y acumulando poder en base al miedo, pero también la conveniencia. Es verdad que por momentos Rowling patina y cae en ciertas obviedades, pero aún así su discurso es arriesgado y poderoso, usando incluso la violencia como modo de reflexión. La primera parte de Las reliquias de la muerte, al igual que su símil literario, no se recuesta cómodamente en el éxito garantizado y los aluviones supuestamente acríticos de los fanáticos -que no lo son tanto, la pottermanía tiene sus núcleos duros, que piden grados altos de excelencia-, dispuestos a ir en masa a ver a su héroe, a su prócer. Al contrario, usa ese factor como plataforma de despegue para correr riesgos estéticos y narrativos, de los que en su mayoría sale airosa. En muchos pasajes trasciende la mera ilustración, busca un estilo propio y cuenta su propia historia, respetando básicamente el espíritu de la novela. Es llamativo el balance en la película entre espera y acción, entre quietud y estallido, entre espacios abiertos y cerrados, entre secuencias hilarantes y definitivamente tristes. Y también entre planos generales y planos cortos, entre la utilización de la steady cam y la cámara en mano, entre la modelación de escenarios plagados de efectos especiales y los crudamente realistas. Hay que admitir que por momentos se estira demasiado en vez de ir a los bifes, pero deben ser pocos los tanques que manejan de este modo las variables temporales y espaciales. Sin embargo, Harry Potter y las reliquias de la muerte (parte I) es, primariamente, un filme sobre jóvenes solos, en una paradoja, siendo perseguidos por todas las fuerzas malignas y persiguiendo la chance de vencer a Voldemort. Harry, Ron y Hermione pasarán a la historia -tanto cinematográfica como literariamente- como personajes que consiguen asentarse en el mundo a partir del sostén mutuo, del complemento, incluso de la confrontación o el conflicto. Son tres, pero también uno. La tensión sexual no sólo es entre Ron y Hermione, también es entre Harry y Hermione, e incluso entre Ron y Harry -por eso es asimismo lógico que Harry termine enamorándose de Ginny, la hermana de su mejor amigo-. Y esa tensión, los cruces de miradas, las manos a punto de tocarse, los abrazos que son mucho más que abrazos, lo que se dice y lo que todavía se calla -y que, esperamos, se diga en voz bien alta en la última parte- es amor. Sí, este producto de doscientos millones de dólares también está construido con amor, porque es, primero y principal, una fábula sobre jóvenes aprendiendo a amar.
No es una mera secuela Tres fueron las películas que marcaron la pauta en el cine de terror de los últimos años, conectándose a nivel masivo con las audiencias: El proyecto Blair Witch, El juego del miedo y Actividad paranormal. La primera evidenció las posibilidades de registro del formato digital, retratando asimismo a una generación que no sólo pretende transmitir sus vivencias al resto de la sociedad, sino que incluso parece querer vivir a través de la cámara. La segunda instauró la moda de los filmes que son como un campeonato de torturas, donde también el público compite por ver quién aguanta más asquerosidades gratuitas, todo condimentado con una dosis de moralidad bastante hipócrita. La tercera combinó la impresión de realidad con lo sobrenatural con más astucia que inteligencia, pero eso igual le alcanzó para convertirse en un éxito de taquilla. Debo decir que no tenía muchas expectativas con respecto a la segunda parte de Actividad paranormal. La gran película que se anunciaba el año pasado había resultado ser un buen ejercicio cinematográfico, que convertía algunas limitaciones presupuestarias y logísticas en herramientas para la narración, pero no mucho más que eso. Y la perspectiva con esta secuela parecía ser un modelo a repetición de su antecesora. Pero por suerte, muchos de mis prejuicios estaban equivocados. El filme de Tod Williams establece una conexión productiva con su antecesora, aprovechando el campo libre que había dejado el final mandado a filmar la distribuidora Paramount cuando adquirió la película (el original era mucho más apropiado, pero cerraba mucho más las chances de una continuación). Actividad paranormal 2 toma ese cierre bastante efectista y lo utiliza en su favor, introduciendo el vínculo familiar a mayor escala. Es que si la primera parte se concentraba en la historia del matrimonio formado por Micah y Katie, que contemplaban como una presencia maligna atacaba por las noches a la mujer, aquí entra en juego la familia de la hermana de Katie, Kristi. Cuando se muda junto a su esposo Daniel, su hijastra Ali y su bebé Hunter, pronto comienzan los problemas: ruidos extraños, objetos que se caen o se mueven sin mucha explicación, un caso de vandalismo en la casa que no encuentra culpables, una niñera que se muestra inquieta y comienza a hacer ritos para ahuyentar malos espíritus y, principalmente, una presencia maligna que proclama como objetivo el bebé. Allí es donde Actividad paranormal 2 se revela como una precuela, pues lo que se cuenta es anterior a los sucesos afrontados por el matrimonio de Micah y Katie. Este retroceso temporal adquiere un sentido, es pertinente porque va redondeando una trama familiar en la que cada acción tiene a su vez una reacción de consecuencias terribles, donde el pasado adquiere un carácter moral. Williams (quien ya tiene como antecedente Una mujer infiel) es, sin dudas, un director capaz, bastante más juicioso con respecto a la puesta en escena que el realizador de la primera, Oren Peli. Las mejoras que aporta se notan, especialmente, en el trabajo con el sonido, el uso de la amplitud de los planos y el fuera de campo. A lo largo del metraje, se va percibiendo un in crescendo en los climas de inquietud, que llevan a un desenlace un tanto obvio, pero a la vez perfectamente lógico, en el que incluso la vuelta de tuerca no es una mera muestra de ingenio, sino de conciencia del relato, de lo que se está contando. Actividad paranormal 2 es una pequeña sorpresa, que entrega lo que precisamente se va a buscar: sentir miedo, comenzar a pensar que lo que nos rodea puede perder en cualquier momento su carácter rutinario, para delatar su aspecto terrorífico.