¡Y a mí qué me importa! Una épica vive o muere a partir del contagio. Como pocos otros géneros, tiene el deber indispensable e ineludible de compenetrar al espectador con lo que se cuenta. Cuando los protagonistas están en una situación límite, uno tiene que tener ganas de saltar a la pantalla a repartir espadazos y liquidar enemigos. Por ejemplo, los mejores momentos de Corazón valiente o la saga de El señor de los anillos -con todas las imperfecciones que puedan tener- se basan en batallas, escenas de acción y enfrentamientos impactantes, donde la violencia es una destreza y la muerte prácticamente un arte. Si nos remitimos a lo nacional, en el teatro gauchesco de finales del Siglo XIX, la figura de Juan Moreira generaba tal empatía que los gauchos entraban al escenario, facón en mano, para defenderlo de los villanos. Ridley Scott había revivido un poco el género épico hollywoodense con Gladiador, un peplum donde lo más interesante pasaba por el personaje de Comodus (Joaquin Phoenix), un emperador acomplejado por la estampa de su padre, celoso del general Maximus (Russell Crowe) y obsesionado incluso a nivel sexual con su hermana Lucilla (Connie Nielsen). No había mucho más para destacar, pero el filme se defendía en ciertos pasajes, a pesar de un guión con diálogos impostados y personajes de cartón pintado. Luego, con Cruzada, se puso realmente en ambicioso, con múltiples referencias políticas y religiosas: el resultado fue un bodoque carente de atractivo, con un Orlando Bloom insufrible y muchos discursos “importantes” completamente huecos. Pues bien, con esta superproducción de 155 millones de dólares Ridley congenia todos los defectos de Cruzada y Gladiador, pero ninguna de sus virtudes, en lo que podría ser uno de sus peores filmes, lo cual es mucho decir. Es que desde Lluvia negra (1989) que a lo sumo entrega alguna que otra obra más o menos lograda -Gángster americano (2007)-, cuando en general concibe esperpentos -Corazón de héroes (1996), Hannibal (2001) o Un buen año (2006)-. Y ya está lejos, muy lejos, de sus prometedores primeros tiempos, donde encadenó sucesivamente Los duelistas (1977), Alien (1979) y Blade runner (1982). Esta nueva versión de Robin Hood viene a contar los supuestos orígenes de la leyenda, cuando el héroe en cuestión (aquí interpretado por Russell Crowe) se llamaba Robin Longstride y era un arquero común y corriente forzado prácticamente a adquirir la identidad de Robin Loxley, para terminar liderando la resistencia inglesa frente a la invasión de los franceses comandada por el rey Felipe y sustentada por el traidor inglés Godfrey (Mark Strong). La historia salta de un lugar a otro de Inglaterra y Francia, en medio de intrigas palaciegas y alguna que otra escaramuza sin importancia. Poco importa lo que pasa, ya que todas las escenas son alargadas innecesariamente y están imbuidas de una trascendencia vacua. Hasta la batalla final carece de sustento: empieza y termina, y uno no se da cuenta, no le interesa. Si hay un defecto notorio en Robin Hood es que es aburrida, a diferencia de los filmes estelarizados por Errol Flyn o el que protagonizó Kevin Costner en 1991. Toda esa carga negativa se traslada hacia el elenco. Russell Crowe, que venía remontando con El tren de las 3:10 a Yuma y Los secretos del poder, aquí luce forzado y sin carisma. Lo mismo sucede con Cate Blanchett y William Hurt, que parecen estar ahí de paso, porque bueno, esto es lo que toca. Incluso un actor con una gran potencia en su interior y un rostro muy particular, como es Strong, queda sometido a la intrascendencia del villano que le toca. Teniendo en cuenta que a Ridley Scott se le acabó la nafta hace rato, hay que temer por sus proyectos siguientes, las dos precuelas de la saga Alien, a estrenarse en 2011 y 2012. El mismo director responsable del surgimiento de una las criaturas más terroríficas de los últimos treinta años, puede terminar de hundirla.
¿Por qué tan serio? Las dos figuras alrededor de las que giran las promociones de Sangre y amor en París (no era tan difícil respetar el título original, aunque De París con amor tampoco tiene mucho atractivo) son el de Pierre Morel, director de Búsqueda implacable, y el de Luc Besson, productor de El transportador, además de director de Azul profundo, Nikita y El perfecto asesino. El único nombre realmente interesante es el segundo, ya que a pesar de ser desparejo e incluso algo parecido a un mercenario cinematográfico, posee capacidad y noción de lo que debe entregar una película de acción. Durante su primera parte, el filme de Morel se muestra como un producto de acción decente. Se focaliza en una historia muy básica, prácticamente una buddy movie, en la que James Reece (Jonathan Rhys Meyers), un aspirante a agente de campo de la CIA en París, debe lidiar con Charlie Wax (John Travolta). Este último es el mejor en lo suyo, sólo que es capaz de arrasar con la mitad de la ciudad en pos de lograr su objetivo. En este caso, arrasar con una fuerza terrorista. Durante este tramo, las escenas de acción y pelea funcionan, y algunos chistes hasta causan gracia. El problema surge cuando el filme pretende ponerse en reflexivo, político y trágico, cuando el tono disparatado le estaba dando resultados. Si al inicio el protagonismo era de Travolta -como una reversión más hosca y ruda del transportador encarnado por Statham-, luego el centro de la trama pasa a ser el personaje de Jonathan Rhys Meyers y su relación de pareja, que sirven de excusa para un mensaje ideológico bien de derecha, al igual que en Taken. Si Arma mortal -por citar un ejemplo similar- podía hablar desde el drama porque la convivencia con la pérdida era una de las características principales de los personajes, en Sangre y amor en París esto se percibe como totalmente arbitrario, porque viene desde fuera del relato. Para colmo, luego de un desenlace de los hechos cursi, poco creíble e incoherente, From Paris with love pretende retornar al tono jocoso y despreocupado del comienzo, como si nada hubiera pasado en el medio. Pero ya no se puede, es prácticamente ofensivo para con el espectador. Esa doble moral es lo peor de un filme que, sin esta bipolaridad narrativa a lo sumo sería intrascendente.
Duerman tranquilos, jóvenes La primera versión de Pesadilla en la calle Elm, dirigida por Wes Craven en 1984, dio nacimiento a uno de los grandes villanos del cine de terror de los últimos treinta años: Freddy Kruger. Este asesino, concebido originalmente para ser un homicida silencioso -al estilo Michael Myers (Halloween) o Jason Voorhees (Viernes 13)- finalmente se convirtió en el más charlatán de todos. Un ser siniestro, que en medio de la euforia de la era Reagan venía a transformar el sueño americano en pesadilla, escarbando en el subconsciente de la clase media de los suburbios, lista para a la primera de cambio aplicar la justicia por mano propia. Los adolescentes eran sus víctimas: una forma de perturbar el futuro, obligando a los padres y adultos a recordar el pasado, mientras disfrutaba de una dulce venganza por su asesinato. Tuvieron lugar seis secuelas (de un nivel cuando menos desparejo), una serie de televisión y hasta un choque de sagas con Freddy versus Jason, donde el cinismo del villano encarnado por Robert Englund alcanzaba niveles hilarantes. En verdad, el personaje nunca perdió atractivo entre los fanáticos del horror. De ahí que Platinum Dunes, la productora de Michael Bay -ese maldito que nos regaló Armaggedon, Pearl Harbor o Bad boys-, posara sus ojos en esta franquicia con la intención de revivirla, como ya había hecho con otras. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que de las remakes realizadas por Platinum Dunes, sólo La masacre de Texas es realmente rescatable, gracias a su alejamiento de la estetización de la violencia, y concentración en causar perturbación e inquietud, junto con algunos hallazgos narrativos de La profecía del no nacido. El resto -Terror en Amityville, The hitcher, Viernes 13, entre otras- fueron descartables, sin nada para aportar. Asimismo, algo parecido sucede con la actualización de Pesadilla en la calle Elm. A lo largo del metraje, una de las preguntas más fuertes que surgen es para qué demonios hicieron este filme, cuál es el sentido de repetir exactamente los mismos mecanismos que se desplegaban hace casi treinta años, pero con la mitad de la audacia. El único aspecto donde la versión 2010 dirigida por Samuel Bayer se distingue del original es en los crímenes de Kruger antes de que fuera asesinado por una turba furiosa de padres sedientos de su sangre: era un abusador, en vez de un asesino de niños (Craven había pensado efectivamente al personaje como un pedófilo, pero por cuestiones de contexto se lo terminó presentando de acuerdo a la segunda opción). Jackie Earle Haley está correcto, soporta sin problemas la mochila que había dejado Englund, pero el Freddy que le toca en suerte no tiene peso ni desde lo dramático de su historia, ni desde su humor negro. Para colmo, lo ideológicamente revulsivo del filme de Craven queda aquí lavado y masticado en pos de una justificación de la justicia por mano propia. Si el objetivo era causar miedo, hacer que nos cueste ir a dormir, el resultado es exactamente el contrario. Un motivo fuerte para ponerse nostálgico de los ochenta, descreer de las remakes o considerar agotado al cine de terror actual.
Haciendo camino al andar Film sólido, inteligente, que expone lo que quiere contar conrecursos cinematográficos. Natalia Smirnoff ha sido asistente y/o ayudante de dirección de Lucrecia Martel, Pablo Trapero, Alejandro Agresti, Jorge Gaggero y Damián Szifrón, entre otros cineastas. Esta formación la aplica en función de crear un estilo propio, que la distingue en Rompecabezas, su ópera prima. La película combina la ambición y el medio tono, en una mixtura casi paradójica, tanto en la trama como en la puesta en escena. Esto lo podemos ver desde el principio, en la primera escena, donde se festeja un cumpleaños que luego descubrimos es el de la protagonista, María del Carmen. La directora trabaja en principio con planos detalle, muy cercanos al personaje de María Onetto: va descubriéndola a ella y su entorno por partes y recortes, todos parciales, que no constituyen aún una totalidad. Lo mismo sigue sucediendo a medida que aparecen en cuadro su marido y sus hijos. De ninguno se aprecia una plena identidad, sino esta fragmentación, como si trataran de ordenar los pedazos de su vida. Con el avance de la trama van apareciendo los planos medios y hasta de conjunto, en paralelo al descubrimiento de la pasión por parte de María del Carmen. Es ese hallazgo de algo que la define a nivel individual lo que la saca, al mismo tiempo, al mundo exterior, ajeno a la casa, para contactarse con el otro y lo otro. Lo llamativo es que ese proceso se da asimismo en el resto de la familia: el marido halla en el tai-chi una forma de armonizar con el mundo; el hijo menor se enamora y se engancha con toda la vertiente budista; el hijo mayor comienza a planificar su vida solo. La tesis que emana del filme es evidentemente, el hallazgo de una pasión es lo que nos va definiendo como seres humanos y eso nos dispara numerosas cuestiones acerca de cómo canalizar esos sentimientos y las dificultades para comprender a los seres cercanos. El gran mérito de Rompecabezas pasa porque esto se desprende de la narración y el desarrollo de los personajes. Smirnoff no tiene que decirlo explícitamente. Los conflictos y la conciencia de María del Carmen de su lugar en el mundo se van configurando a nivel interno, revelándose a través de gestos y acciones. El plano general con el que se cierra Rompecabezas muestra a María del Carmen, inserta en el paisaje, pero claramente distinguible. Es el individuo asentándose en el mundo. Smirnoff, por el cuidado que le da a sus criaturas, podría haberle dado más espacio al resto de la familia. No obstante, elige a una en particular, una mujer callada, acostumbrada a resignar deseos propios en pos de los demás, hasta que elige un camino propio que nuevamente la lleva una bifurcación donde tiene que retroceder en ciertas ambiciones. Vuelve al mismo lugar donde empezó, aunque en el medio algo cambió, la autoconciencia es otra. Las diversas elecciones que hace la realizadora son también declaraciones de principios, y muy saludables por cierto.
Super-yo Stark es la encarnación de los Estados Unidos como supuesto garante de paz, blanco de todos los ataques, a quien todos quieren y odian al mismo tiempo. Lo que está bueno de la saga Iron Man es que asume sin culpas ciertas cosas que otros superhéroes no se animan a explicitar. Entre ellas, la satisfacción del ego. Tony Stark posee todas las adjetivaciones vinculadas al ego juntas. Es ególatra, egoísta, egocéntrico. En el fondo, lo que le importa siempre antes que nada es su propia satisfacción. Es narcisista y lo acepta sin problemas, sin rendirle cuentas a nadie. Su accionar como Iron Man -por la cual beneficia a mucha gente, es cierto- parte de un deseo propio, interior, de lavar culpas por su pasado, para que la imagen que le devuelva el espejo sea más limpia y armoniosa, y el ego y la autoestima no caigan al subsuelo. Él es como un Dorian Gray que ha tomado conciencia de que su retrato se había convertido en un compendio de horrores y que podía matarlo, así que intenta dar un par de pinceladas más adecuadas. Su desempeño evidencia ciertas motivaciones que en figuras como Batman o Spiderman permanecen escondidas: cómo determinados actos solidarios en verdad son ombliguistas. Pareciera que Iron Man les estuviera diciendo a sus colegas “muchachos, no me vengan con eso de la responsabilidad o el cambiar una sociedad injusta, a ustedes lo que les importa en realidad es quedarse con la chica o vengar a algún familiar muerto, así que no jodan”. En consonancia con esta premisa, el guión de Justin Theroux (co-guionista de esa notable comedia oscura sobre el mundo hollywoodense llamada Una guerra de película) monta toda una serie de conflictos vinculados con lo individual. Todo es yo, yo, yo en Iron Man 2. El gobierno quiere la tecnología de Iron Man y Tony contesta “no, porque yo soy Iron Man, yo garantizo la paz, yo hago todo esto por ustedes porque a mí me satisface”. Una figura del pasado surge para vengarse y a Tony le resurgirán todos los mambos que tenía atragantados con el padre. Al mismo tiempo, debe definir su relación con Pepper de una vez por todas. Y, principalmente, debe lidiar con el hecho de ser, literal en vez de psicológicamente, el centro del mundo. En cuanto a esto último, Iron Man 2 se termina imponiendo casi como una película política. Stark pasa a ser una encarnación personal y unitaria de los Estados Unidos como supuesto garante de la paz mundial, como blanco de todos los ataques, como el tipo al que todos quieren y odian al mismo tiempo. Él, por un lado, odia todo eso. Pero también lo ama, es su pasión, es lo que lo define, no quiere ceder ese lugar. La puesta en escena del director Jon Favreau se presta sin problemas a esos planteos, lo mismo que los actores. Los chistes, diálogos y montajes de las escenas de acción se dan desde una lógica individualista, de competencia y confrontación de egos, que sin embargo es llamativamente armoniosa. Es cierto que Favreau no logra darle la fuerza necesaria a todos los conflictos y que nuevamente, al igual que en la primera parte, falla en algunas escenas de impacto. Pero la pulsión de entretenimiento puro, sin culpas, la egolatría tan polémica como hilarante que transmite toda la historia, distinguen a su filme de otros de superhéroes.
Rusnak no posee una gran habilidad para la puesta en escena pero a Está vivo le alcanza con las ganas para merecer no ser tan vapuleada. Esta remake de un clásico de culto del año 1974 dirigido por Larry Cohen no es una buena película. Pero tampoco es tan mala como se dijo. Y no está de más hacerlo notar, aún con una película que se lanzó directamente a DVD en Estados Unidos hace dos años y que se estrena (o más bien se arroja en la cartelera) en Buenos Aires de forma incomprensible. Muchos citaron las virtudes del original, como si Cohen –quien ya tiene una larga carrera en el cine de suspenso y terror, y sus últimos trabajos incluyen los guiones de Enlace mortal y Celular- no hubiera tenido nada que ver con el filme del 2008. Pero la verdad es que el realizador estuvo involucrado como co-guionista y algo se nota en cierto tono disparatado y desvergonzado del filme. El director Josef Rusnak, quien tiene una carrera de mercenario cinematográfico –con títulos como El piso 13 o El arte de la guerra 2-, dirige esta producción norteamericana filmada en Bulgaria, con varios actores británicos intentando el acento estadounidense infructuosamente, con el mismo espíritu promovido por el guión. Nunca se toma demasiado en serio y no abusa de los efectos especiales. Es verdad que muy pocas veces logra transmitir una fuerte sensación de inquietud o miedo –que se supone que es el objetivo principal del género-. Pero es de destacar la intención de trabajar a partir del fuera de campo y la cámara subjetiva, aunque la mayoría de las veces sólo se quede precisamente en la intención. Rusnak no posee una gran habilidad para la puesta en escena y los resultados que consigue son a lo sumo discretos. Por momentos, uno se pregunta para qué se filmó esta remake, lo cual es grave. Aún así, concreta un cierto equilibrio, apartándose tanto de la ceremoniosidad como del desgano. En un panorama extremadamente pobre, a Está vivo con las ganas le alcanza para merecer no ser tan vapuleada.
Abajo el amor Algunos apuntes sobre un filme vulgar e intrascendente como es El cazarecompensas: 1-La dirige Andy Tennant, un director extremadamente mediocre. Aún así, habían elementos interesantes en Hitch –más que nada a partir de la construcción del personaje interpretado por Kevin James- y en Amor y tesoro –explotando la química entre Kate Hudson y Matthew McCounaughey, más la frescura de algunos personajes secundarios, como el de Donald Sutherland-. Sin embargo, en su último filme retrocede hacia lo peor de su filmografía, con similar impericia y sinrazón a Ana y el rey, o No me olvides. Hay algún que otro chispazo de lucidez con los secundarios (Tennant parece ser un director más dado a manejar las historias laterales que las centrales), pero no mucho más. 2-Jennifer Aniston supo demostrar que puede complementarse muy bien con el protagonista masculino en diversas comedias románticas: Mi novia Polly (con Ben Stiller) y Marley y yo (con Owen Wilson) lo prueban. Pero Gerard Butler es un actor más dado al género de acción o al policial, aunque sin capacidad para el romántico. Desde hace un rato que insiste, con Posdata: te amo y La cruel verdad, sin acertar. Y la tercera no fue la vencida. 3-El cazarecompensas pretende inscribirse en el sub-género “comedia de rematrimonio”, pero carece de coherencia para sostener su premisa. Los protagonistas vuelven a enamorarse porque sí, porque el guión lo decide. O más bien porque lo que se busca reinstalar es la institución matrimonial, en vez del amor entre una pareja. No importa el relato, importa la ideología. 4-Lo que nos lleva al quid de la cuestión: al cine del nuevo milenio le cuesta filmar el amor, le ha resultado prácticamente imposible en los últimos diez años, y más aún dentro de Hollywood. No ha podido reflejar apropiadamente las vicisitudes actuales, la falta de certezas, la ambigüedad, la dificultad para encontrar un lugar en el universo y la persona que nos complemente, incluso cierto escepticismo característico de las generaciones actuales. Y cuando se ha posicionado desde una perspectiva más firme y segura con respecto al amor, lo ha hecho desde el más rancio conservadurismo, con total arbitrariedad. El cazarecompensas es sólo un ejemplo más, destinado al rápido olvido. Para remitirnos a una comedia romántica fuerte y representativa, el público tiene que remitirse a Cuando Harry conoció a Sally o Tienes un E-mail, estrenadas hace más de una década. ¡Es demasiado tiempo! La única esperanza de una cierta renovación del lenguaje cinematográfico romántico la ha aportado Julie y Julia. No parece casualidad que su guionista y directora ha estado detrás de las dos películas anteriores: estamos hablando de Nora Ephron, quien con casi setenta años de vida es como la versión femenina de Clint Eastwood en el cine romántico hollywoodense.
La imagen vacía Si el filme se plantara dentro un terreno definido –documental o ficción-, quedaría mucho más en evidencia su falta de pudor y decencia. Tanto el cine romántico como el de terror hollywoodense están en una crisis de representación. No parece tanta casualidad el hecho de que en la misma semana confluyen dos estrenos, El caza recompensas y Contactos de cuarto tipo, que evidencian esos respectivos bretes. El filme protagonizado por Milla Jovovich se quiere ubicar entre fenómenos de culto, vinculados al poder de la imagen y su enlace con lo real y próximo, como son El proyecto de la Bruja Blair, Cloverfield y Actividad paranormal. Pero el procedimiento utilizado por el director –combinando las imágenes supuestamente reales de los hechos que se documentan, junto con una recreación ficcional- sólo funciona en determinadas secuencias, donde lo verosímil y cercano se conecta con el espectador, haciéndole preguntarse si lo que está contemplando no es una recreación, sino pura verdad. En la gran mayoría de los casos, su efecto, su consecuencia a nivel puesta de escena y narración, es la más absoluta redundancia. Incluso una redundancia irrespetuosa, que no tiene empacho en trivializar, a través de la duplicación, el sufrimiento y el horror vivido por los personajes, que no comprenden lo que les pasa y llegan a accionar de forma extrema. Si el filme se plantara dentro un terreno definido –documental o ficción-, quedaría mucho más en evidencia su falta de pudor y decencia para con lo que se relata. Pero es su hipocresía la que le permite tan sólo pasar como intrascendente. Encima uno se pregunta qué anda haciendo por ahí Jovovich, una actriz que nunca ha alcanzado grandes cimas, pero que ha demostrado poder cargar sobre sus espaldas papeles dentro de la acción o el terror, sin intimidarse. Lo mismo referido a Elias Koteas, eterno actor de reparto, sólido y humano como pocos, y que en un filme que le dio la chance de adquirir protagonismo, como fue La delgada línea roja, supo estar brillante. Mientras el horror norteamericano hace rato que no sacude las estanterías y recurre cada dos por tres a remakes carentes de alma, directores como John Carpenter, George Romero o William Friedkin, que nos han regalado grandes sustos, penan para poder filmar.
Tan tano, tan yanqui Muchas películas se conciben hacia el exterior, para un público determinado, aunque den la impresión de ser forjadas desde dentro de los personajes. Su aparente espontaneidad y frescura es un disfraz, porque son en verdad construidas a partir de estereotipos y convenciones establecidas sobre un determinado ser nacional, que puede ser trasladado fácilmente y convertido en un ser global. De ahí que muchas veces tengan éxito no sólo en sus países de origen, sino que también generen empatía –o simpatía- en espectadores de otras nacionalidades. Hay muchos filmes que calzan en ese modelo. El hijo de la novia o Luna de Avellaneda en la Argentina; Estación Central o Ciudad de Dios en Brasil; Mar adentro o Todo sobre mi madre por parte de España. A buena parte de la filmografía de Ettore Scola puede colocársela en ese grupo, con obras muy representativas como Cinema Paradiso, Malena o Stanno Tutti bene. Están todos bien es la remake de ésta última, y bien que se le nota. En este relato están presentes todos los rasgos de esa pretendida universalidad, ese cine que teóricamente nos refleja a todos, pero que en verdad no expresa a nadie, el cine de la no identidad. Son productos que accionan desde lo políticamente correcto. Pero lo políticamente correcto no deja de contener prejuicios y esquematismos, sólo que avalados por una sociedad que lo que menos reclama es profundidad en el análisis. Dentro de este panorama, tenemos a un Robert De Niro correcto y moderado en su actuación, en un papel que daba para unos cuantos tics. Lo mismo se puede decir de Sam Rockwell, Drew Barrymore y hasta Kate Beckinsale, en papeles carentes de hondura, a pesar de la supuesta importancia que poseen sus roles. La dirección de Kirk Jones (quien supo darle fluidez a un relato infantil como La nana mágica) es en piloto automático e incurre en desniveles llamativos, como ese pasaje que va de un diálogo agradable y sin estridencias entre De Niro y la camionera que interpreta la nominada al Oscar Melissa Leo, a una secuencia de un asalto totalmente arbitraria, destinada, por sus efectos, a buscar la lástima y las lágrimas de los espectadores. Están todos bien busca durante todo su metraje apretar los botoncitos adecuados. Pero el cine no se trata de eso. Tanta mecánica, cálculo y falta de riesgo muchas veces termina entregando productos desabridos, sin alma. Y ningún botoncito te salva de eso.
Amor es lo que sobra La pucha digo. Es medio difícil escribir algo bueno y original luego de leer la crítica de Crazy heart de Mex Faliero en el sitio fancinema.com.ar. Así la competencia es muy cuesta arriba. Pero vamos a hacer el intento. Es llamativo como la puesta en escena, las actuaciones y los rubros técnicos confluyen en el filme de forma armoniosa y moderada, hablando bajito, discretamente, contagiándose de la historia que se cuenta. Es paradigmático en el caso de la labor de Jeff Bridges, aunque no una novedad en su carrera: gana el Oscar no a la manera de Al Pacino en Perfume de mujer, sino en base a la sutileza y la transmisión fluida de las emociones. El protagonista de Loco corazón, Bad Blake, daba para el desborde y el griterío, pero Jeff sabe que el mundo que éste habita es el del country más tradicional: ése que apela a expresar determinadas huellas en lo más profundo del corazón mediante la poesía, porque hacerlas visibles de otra forma es mucho más arduo. Sin embargo, lo mismo puede decirse del resto del elenco, integrado entre otros por Maggie Gyllenhaall, Colin Farrell y Robert Duvall. En todo diálogo, secuencia, escena, cada palabra o mirada funciona como eco de un “algo más”: un pasado marcado por el dolor, la necesidad de afecto o reconciliación, la amistad y el amor como sostén último frente a toda adversidad. Hay un logro particular del director y guionista Scott Cooper, quien no sólo se recuesta en las actuaciones, sino que consigue incorporar el vínculo entre los personajes y su contexto, que se modifican mutuamente. Cuando Cooper filma los cielos, las rutas, los bares o a los habitantes de los estados sureños, no hay un mero regodeo paisajista o miserabilista, según la ocasión. Tampoco una mirada desde afuera, de tinte irónico o juzgadora. Lo que se aprecia es una indagación fascinada y fascinante de un universo que sólo se puede percibir completamente cuando se está bien adentro, pero que tiene las puertas abiertas para el que quiera entrar. Y encima tenemos una banda sonora espléndida, supervisada por T-Bone Burnett, que va pasando como un abanico por todos los espectros de la sensibilidad. En todos se detiene, con todos se toma una pequeña pausa, porque hay cuestiones, que tanto en la música como en el cine, requieren un tiempo y un espacio. Hablamos de arte, hablamos también de la vida. No es necesario alcanzar grandes cumbres para emocionar o dejar una huella en el otro. Sólo se necesita entregar un diminuto, muy diminuto pedazo de nuestra alma. Crazy heart realiza ese pequeño gesto. Y al espectador sólo le queda aceptarlo.