a mejor película vista en competencia hasta el momento es el melodrama lésbico titulado Carol dirigido por Todd Haynes. Película elegante como pocas, en sintonía con el clasicismo tardío de un Terence Davies y un James Gray, tal vez no cuente con la crueldad tan afín a los presidentes del jurado, los hermanos Coen, pero es muy difícil ser ciego a las virtudes ostensibles de esta historia de amor entre mujeres que transcurre durante la década de 1950 en los Estados Unidos. url-6 Carol Basada en Carol, o el precio de la sal, segunda novela de Patricia Highsmith, Carol cuenta el paulatino enamoramiento entre una joven vendedora de una tienda de Nueva York, con aspiraciones de convertirse en fotógrafa, y una mujer más grande con una excelente posición económica, casada y con una hija. Las coordenadas simbólicas de 60 años atrás son inconmensurables respecto de las de nuestro tiempo, de tal modo que el lesbianismo concebido como inmoralidad y enfermedad de la psique nos resulta ridículo, pero eran fundamentos irrefutables y suficientes en aquel entonces para que una madre pudiera perder la custodia de su hija, uno de los tantos problemas que habrá de atravesar Carol. Los trabajos de Cate Blanchett (Carol) y Rooney Mara (Thérese) son sobresalientes, y las actrices tienen la osadía necesaria para entregarse a una escena de sexo en la que el equilibrio entre el erotismo y la ternura luce perfecto, escena que además consigue conjurar cualquier fantasía masculina sobre la sexualidad lésbica. Esta película hermana de Lejos del paraíso, también de Haynes, es una exploración notable de la subjetividad femenina en un contexto histórico específico poco favorable para historias de amor de esta índole. Los encuadres son prodigiosos, el diseño de arte magnífico, y cualquier rubro elegido para evaluar a Carol estará a la altura del resto. Es que Haynes es un cineasta de una delicadeza extrema. Incluso es capaz de, literalmente, dirigir la nieve, que aquí le obedece para ser parte del encantamiento que producen los objetos, los rostros de las actrices y los colores que pueblan el mundo. ¿En qué está pensando Haynes cuando elige el travelling inicial para ingresar a una cena tan significativa para Carol y Thérese? ¿En qué está pensando cuando muestra la primera foto que Thérese saca de Carol a la distancia? Ver cómo se llega a esa escena, seguir la preparación perceptiva de ese momento determinante, es uno de los tantos placeres de Carol. Haynes sí piensa en lo que filma. Y si todo aquí no es perfecto, eso se explica por una única razón: los Estados Unidos de la década de 1950 son aquí fundamentalmente una reconstitución minuciosa de diseño. La época, en cierta medida, está elidida y el deseo solamente conoce su límite ante la moral de una década, cuyo conservadurismo se le concede como lugar común de una cierta forma de mirar el pasado. El film de Haynes adolece un poco, apenas un poco, de cierto solipsismo en el que lo real subyace como un caos, un fondo simbólico que basta materializar como decorado. La historia mayúscula se siente en los cuerpos y en cierta medida en las acciones de los personajes. Pero sucede que esa década en los Estados Unidos es demasiado perturbadora como para que sus marcas se resuelvan en alguna cita al paso. La indumentaria y el mobiliario son operadores débiles de referencia, signos endebles a pesar de su contundencia, de la Historia que contiene todas las historias.
Solamente la simpatía de algunos personajes permite que este panegírico a una cierta cultura del trabajo resulte masticable. Si Una buena receta fuera literalmente una apuesta gastronómica, desmentir su gusto a plástico sería un desafío propio de un asesor de imagen. Cada ingrediente de la puesta en escena y las decisiones narrativas dan como resultado el remedo de una exquisitez culinaria. El género gastronómico en el cine cuenta con sus adeptos, y rara vez las películas sobre comidas consiguen vencer la contundente trivialidad de convertir el alimento en una metáfora aleccionadora. El apetito cinematográfico suele ser traicionado. En el film de John Wells se trata de vindicar el espíritu de equipo, incluso si los cocineros que están bajo las órdenes de Adam Jones, un chef extraordinario, repitan al unísono “Sí señor” cuando la situación apremie, como si se tratara de una tropa que va a la guerra y el punto justo de una salsa parezca el equivalente a la puntería que se le solicita a un francotirador en plena batalla. Aquí se nos dice que tener un restaurant top en Londres es como conducir un ejército, ya que el mercado gastronómico así se concibe. La competencia es feroz, la traición entre pares una posibilidad, el deseo de fama una lógica incuestionable. Ser el máximo héroe en la guía Michelin es como obtener un Óscar, pero la moraleja aquí es que las grandes proezas se conquistan en equipo. El teniente dietético lidera; la tropa acompaña. La historia es simple, el trasfondo denso: Adam fue el mejor discípulo de un chef parisino. Sus adiciones a la droga y al alcohol arruinaron su carrera. Después de hacer penitencia en su país pelando ostras vuelve a Europa para obtener las 3 estrellas de Michelin. Se reencontrará con sus viejos compañeros, el hijo de su maestro que administra un restaurante y quizás se vuelva a enamorar de una colega. El pasado aún lo persigue, el presente lo exige y el futuro es incierto. Todo es predecible en Una buena receta. Los roles de los personajes (algunos queribles), los gestos en las escenas tensas y tiernas, la subtrama amorosa y la gangsteril, incluso hasta la numerosa variedad de especialidades gourmet que desfilan en planos cortos durante toda la película carecen de inventiva. El film podrá estimular las glándulas gustativas, no así la inteligencia y menos aún la relación que existe entre el alimento y el pensamiento. No hay ninguna escena como el glorioso pasaje de Ratatouille en el que el crítico gastronómico recuperaba un recuerdo de infancia y a través de él se develaba la relación de una comida con la memoria emotiva. La filosofía empresarial es demasiado pragmatista: el objetivo del chef es adueñarse del deseo del comensal, de ese objetivo depende su triunfo. Película ideal para la didáctica de un curso rápido en gestión y eficacia en la creación de equipos en empresas, el éxito, un valor absoluto e indispensable para ser una persona cabal en nuestro tiempo, se humaniza invocando al esfuerzo mancomunado. Pero el inconsciente de un film siempre se expone y cuando Adam invoca a los guerreros de un film de Akira Kurosawa la película más que hablar de cinefilia enuncia su punto de vista: la competencia es una guerra interminable por otros medios.
El director de la amable Corazón de caballero reconstruye la vida de dos gángsters gemelos (y famosos en Inglaterra) en un film execrable, excepto por la notable labor de su actor principal La fascinación por las películas de gángsters tiene una explicación plausible: representan el costado ominoso de un sistema, su correlato estructural acallado, el lado inconfesable de una forma de vida que se justifica por su adoración al dinero y el poder intrínseco asociado a él. Las grandes películas del género nunca dejan de asociar el relato que ponen en escena con ese gran oscuro relato del capitalismo, una forma de vida que en ese género sugiere que el crimen organizado es constitutivo de su funcionamiento. Basada en el libro La profesión de la violencia: el ascenso y caída de los gemelos Kray, el filme de Brian Helgeland es un intento casi caricaturesco de poner en escena la existencia sórdida de los dos hermanos que fueron los mafiosos más temibles de Inglaterra durante la década del ‘60: Ronnie y Reggie Kray. Después de que una voz en off introduzca a los personajes y la época, la primera escena de relevancia tendrá lugar en un psiquiátrico. Sucede que Ronnie puede ser muy violento cuando su paranoia lo domina; además, es homosexual, una opción erótica que en ese tiempo y lugar de ningún modo resultaba indiferente, algo que el filme ni se molesta en explorar. Reggie, por su parte, no es menos violento que su hermano, aunque su conducta general contradiga cualquier manifestación patológica. La unión de los hermanos se presupone por su ostensible amalgama genética, una verdad asumida que el filme no es elocuente a la hora de demostrarla. La realidad es que el trabajo de Tom Hardy es notable; sus composiciones de ambos hermanos solamente comparten sus rasgos básicos, ya que la repetición del semblante se contrasta por la diferencia de sus actos y modalidades expresivas. Por cierto, la única razón para ver este filme sociológicamente perezoso radica en el esfuerzo carismático del actor por revivir a esos dos psicópatas a los que la película les confiere el protagonismo y les asigna situaciones para dramatizar la insignificancia de sus respectivas existencias. El otro personaje que importa es la esposa de Reggie, que durante casi todo el filme es nuestra anfitriona; gentilmente nos toma de la mano y nos pasea por este cuento sádico de familia en el que la historia es algo que sucede en otro lado y que poco tiene que ver con sus personajes principales y secundarios. El resto es pura ilustración mecánica de algunos eventos propios de la enunciación telegráfica de Wikipedia: los hermanos mataron a tantos, fundaron un club, se relacionaron con la mafia de Las Vegas, fueron perseguidos por un inspector y en algún momento murieron. Estas leyendas del hampa necesitarán otra película para ser recordadas, si es que merecen tener lugar en nuestra memoria. A priori y a posteriori del filme, eso no parece imprescindible.
Una película cuya falsedad es inversamente proporcional a la simpatía de las cinco heroínas de este cuento “infantil” no exento de crueldad y con propósitos libertarios Libertad, nuestro valor incuestionable, vocablo perfecto para persuadir al receptor de que el emisor está de su lado. He aquí una película que defiende la libertad de las mujeres y de sus placeres en Turquía, una alegoría naturalista dispuesta a convencernos de que la sociedad turca lejos de Estambul compite en su retraso con la conductas de los gorilas del zoológico. Los postulados universales sin precisión son suspicaces. Las protagonistas de este martirio patriarcal son cinco hermanas huérfanas que viven con su abuela. Son todas adolescentes y, por razones convenientes, todas parecen haber sido educadas secretamente por algún discípulo de Simone de Beauvoir. Un buen ejemplo: como la virginidad es un bien social intocable, una de las chicas le informa a sus hermanas que hay una forma de eludir el embarazo y el control sobre las huellas físicas del erotismo. Si se eligen zonas que la naturaleza desconoce, nadie se da cuenta. Buen consejo libertario, pero extremadamente incompatible con el universo conceptual en el que viven las heroínas desde siempre. La abuela, por ejemplo, les da una paliza, tan solo porque al finalizar las clases sus nietas y otros alumnos se metieron al mar y en la frotación de los cuerpos se evocaba el orgasmo. Las chicas nacieron libres. La vergüenza social de ese hecho menor llevará a que se tomen medidas. A la casa literalmente le crecerán rejas y no faltará la voz en off de la más pequeña que así lo indicará. Mientras tanto, como se estila, a las más grandes se las tratará de casar, sin importar que una de las hermanas esté enamorada de otro, un muchacho del pueblo. La represión traerá consecuencias, y Deniz Gamze Ergüven, la debutante directora turca que vive en Francia, no se abstendrá de recurrir a calamidades de primer orden; hasta habrá un muerto, cuyo efecto dramático y el concomitante duelo de los personajes tiene el peso de una pluma y la gravedad de un rasguño. El único placer de las muchachas pasará por ir a ver un partido de fútbol, una escapada que remite a Offside, un film en serio y rabioso acerca de las libertades femeninas (en Irán), aunque no hay aquí siquiera un plano que recuerde en este caso a la maravillosa película de Jafar Panahi. Es cierto, el elenco juvenil se destaca por su hermosura y simpatía, y bien podrían ser modelos teen para un comercial de alguna marca global de indumentaria. A este film (al que se lo ha comparado con Las vírgenes suicidas, de Sofía Coppola, un error de lectura importante, como si los films de Bresson y Besson sobre Juana de Arco fueran conmensurables por tener una misma protagonista) le corresponde ser analizado sin ninguna caridad interpretativa. Detrás de las buenas causas que ilustra se divisan los peores prejuicios eurocéntricos, tanto en su calculada ideología de denuncia como en su estética académica de cine de arte global que circula por todos lados y que el festival de Cannes suele canonizar. La libertad y el cine están en otra parte.
La tercera película consecutiva sobre cuestiones históricas del director más emblemático de su generación poco tiene que ver con sus películas iniciales excepto por su fidelidad al sadismo Nada más estadounidense que Los 8 más odiados, octava película (sin contar su episodio de Grindhouse) del director más proclive a ser canonizado como un genio o difamado como una bestia cinematográfica de cierto talento, obsesionado y consumido por la violencia y el goce de su representación. En su última película, Quentin Tarantino cultiva más la sociología pornográfica que el western. Sucede que aquí el capitalismo de rapiña se desnuda de cuerpo entero y la obscenidad de una forma de vida exhibe su única filosofía concreta: el dinero es el espíritu de la Nación. EE. UU es el país de los hombres dolarizados. El tiempo histórico es el posterior a la Guerra de Secesión. A fines de del siglo XIX, la victoria de la Unión es un hecho político, lo que no significa que los ciudadanos estén convencidos de las consecuencias. La economía decimonónica sigue siendo salvaje: los forajidos tienen precio, y los cazarrecompensas van por ellos sin una deliberación moral que matice su objetivo adquisitivo. Es que la justicia es lo de menos, aunque como dice un personaje, que tiene la potestad de ejecutar renegados en nombre del Estado: la justicia debe cumplirse desprovista de pasión. Extraña e indirecta impugnación de la venganza como forma de justicia, inesperada para un director cuyo tema por antonomasia ha sido hasta aquí la revancha por mano propia. El argumento es minimalista: dos cazarrecompensas se encuentran en las praderas nevadas de Wyoming. Uno lleva un par de cuerpos y ha perdido a sus caballos. El otro viaja en una carreta con una rea que vale 10.000 dólares. El destino es el mismo: Red Rock, pero una tormenta de nieve los lleva a pasar la noche en una suerte de hospedaje en las montañas. Un poco antes se encontrarán con el sheriff de la ciudad a la que se dirigen. Allí están hospedados un coronel, un verdugo, un pistolero que quiere escribir sus memorias y un mexicano. He aquí los 8 más odiados. Pero como dice uno de los personajes, no todo es lo que parece. Dividida en capítulos, Los 8 más odiados avanza lentamente hacia su apoteosis sangrienta a través de algunos giros narrativos inesperados, que incluye varios flashbacks, dos de ellos de una violencia tremebunda, habitual concesión adolescente del director que mancilla bastante los grandes momentos del film, pero no lo suficiente para que descompense su desordenada clarividencia: todo hombre es mensurable en dólares. Antes de seguir con el trasfondo de Los 8 más odiados, no está de más reparar en algunas cuestiones formales. Se ha dicho que es un film teatral, tal vez porque los actores hablan mucho y sus interpretaciones están en un registro por encima del canónico naturalismo de Hollywood, tal vez porque más de 100 minutos transcurran en una única habitación. Es cierto que hay varias fugas visuales, como si Tarantino fuera consciente del problema, más allá de los primeros capítulos, que se sostienen en la interacción entre el paisaje y el carro en el que viajan los cazarrecompensas, el botín humano y el sheriff. Habría que decir que todo el estilo actoral virado hacia lo exagerado compensa la contundencia (innecesaria) de la violencia física. Aunque Tarantino no puede prescindir de la vehemencia del golpe y la destrucción de la carne, entiende que una forma de distanciamiento de esa representación inevitable para él consiste en apelar a la caricatura espiritual de todas sus criaturas, como si fueran dibujos animados para los que morir es un trámite sin peso moral ni ontológico, porque el dibujo animado, paradójicamente, carece de ánima. Es una táctica no del todo eficiente, pero denota una inquietud poética sobre las formas de filmar la violencia. El regreso a una superficie encerrada como espacio dramático excluyente recuerda el mejor fragmento de un film de Tarantino, el inicio de Bastados sin gloria. Se repiten las coordenadas: un ambiente, un conjunto de personajes enfrentados, una inminente explosión de violencia. Es un territorio mínimo pero suficiente para fantasear incluso una división política del mismo territorio. En efecto, cuando el personaje de Tim Roth propone una línea que divida a los del Norte de los del Sur, el film replica en miniatura un enfrentamiento que nunca será saldado del todo, ni en el film ni fuera de él. No se puede negar el ingenio de Tarantino para hacer rendir una superficie limitada. Un buen ejemplo es el momento en el que el plano arranca focalizándose en algunas tareas que están realizando dos de los más odiados afuera del albergue; un travelling hacia atrás vuelve luego sobre el personaje de Michael Madsen, que está sentado muy cerca de la ventana, mientras el registro se desplaza ligeramente hacia la derecha para divisar de inmediato la actividad del resto de los personajes y un poco después volver hacia Madsen. Esa erudición formal acerca del movimiento en el plano es una constante en el registro, aunque el momento más hermoso de todo el film recae en otra forma de concebir y filmar el movimiento: un par de ralentís sobre la figura de dos caballos al galope y tirando del carruaje, precedido por una panorámica inolvidable, constituyen uno de los placeres cinematográficos más evidentes del film. Hay varios más. Justamente en ese pasaje Tarantino se permite incorporar un poco de música, demostrando que es uno de los pocos directores que utiliza la irrupción musical exógena a la diégesis siguiendo una lógica expresiva que nunca replica la vida emocional de los personajes, sino más bien una cierta condición anímica que la escena en su conjunto debe transmitir. La banda sonora de Ennio Morricone es soberbia y, en algunas instancias, narrativamente significativa, como en una de las más penosas matanzas que se ve en un flashback. Volvamos al asunto de la película. Como aquí son todos malvados, el único antagonista permanece en fuera de campo, aunque se oirá espectralmente su voz en el desenlace. El heraldo del Bien y la promesa de fraternidad viaja metafóricamente en el pecho de uno de los cazarrecompensas, el único afroamericano. Su impiedad resulta incompatible con la amabilidad que se expresa en una misiva personal firmada por Abraham Lincoln. Pero el punto de vista del film se resuelve confusamente cuando se sabe el contenido de esa carta, leída en el momento justo y con un travelling hacia atrás en elevación que impone un repudio y desmiente ese culto por la violencia. El pesimismo político del progresista cavernícola Tarantino resulta entonces nítido por unos segundos, y desanda –mal que le pese al moralista– la misantropía de sus personajes, que no es la suya. El cine estadounidense siempre vuelve sobre la historia de la nación. Filmar la Historia es la primera misión que reconocieron los cineastas, una tradición que empieza con David Wark Griffith y que siempre estuvo ligada al western. He aquí el contrapunto desencantado de films como Lincoln o Puentes de espías, el último esfuerzo de Steven Spielberg por rubricar la fe en la República. Tarantino descree dolorosamente de una justicia sin fuego y de algún otro valor por fuera del fetichismo de la moneda. La tenue defensa de la familia como institución que se insinúa en Los 8 más odiados es apenas un resorte demasiado conservador para reencontrarse con el camino de Lincoln. La barbarie ha triunfado, y su mejor intérprete y acaso representante sabe filmarla en sus propios términos. Esta crítica fue publicada en otra versión y otro título por el diario La voz del interior en el mes de enero 2016
Una ópera prima más que atendible La discreción expresiva resulta casi siempre una virtud. En su debut, Francisco Varone elige el camino de la austeridad afectiva y estética. Una buena decisión, algo arriesgada, y en cierta medida admirable: frente a los paisajes imponentes del norte argentino y el sur de Bolivia, y ante la curiosidad de inmiscuirse en la liturgia de una religión como la musulmana, el joven director elige mostrar lo justo. Ninguna postal, nada de proselitismo religioso; filmar lo necesario es suficiente. Como su título lo indica, Camino a La Paz propone un relato de viaje. La promesa implícita de cualquier road movie es que el espectador viaje con el filme, y que en su trayecto, eventualmente, aprenda algo. Para que eso suceda es el personaje el que primero debe aprender, y nosotros, por consiguiente, aprendemos a través de él. Lo que él no ve es lo que sí puede percibir el espectador: los impedimentos iniciales para el aprendizaje, los imperceptibles descentramientos que facilitarán el entendimiento y la lenta toma de conciencia del viajero de que algo ha sucedido. Todo esto se cumple en este delicado filme de Varone. El improvisado remisero que interpreta Rodrigo De la Serna no será el mismo al final de su camino. Sebastián no consigue trabajo y su compañera Jazmín está a punto de perderlo. Es evidente que se quieren, pero la fragilidad laboral de ambos comporta un riesgo. Por una interferencia telefónica reiterada en la que el número de Sebastián se confunde con una agencia de viajes, el joven decidirá fingir que es él efectivamente un chofer de esa compañía. Su única posesión es un auto, objeto que lo remite directamente a su padre. Así, cuando un cliente ocasional llamado Khalil lo contrate para un viaje peculiar, un periplo no exento de sorpresas y peligros, tal vez la economía del joven empiece a mejorar. Ese viaje será a Bolivia, aunque el verdadero destino final de su cliente es La Meca, pero lo que aquí importa es el camino, no el destino, y la relación de los viajeros. Al estigmatizado seguidor de Alá le gustará encontrarse aquí con un retrato respetuoso de su fe. En pleno viaje a La Paz, Khalil visitará una comunidad musulmana en Córdoba. Las oraciones y las danzan sagradas de los fieles, la interacción entre los hombres y las mujeres allí reunidos, poco tienen que ver con la habitual representación cavernaria de fanáticos que viven escondidos en cuevas. La inesperada satisfacción de Sebastián participando del dhikr es uno de los placeres moderados que tiene la película. Hay otros. Es que Varone supo dirigir este relato sin miedo alguno. No fue perezoso y trabajó conscientemente sobre los materiales, con suma eficacia y sensibilidad. Fue así que la película fue más importante que él. Lo que comprende su personaje involuntariamente es parte de una sabiduría adquirida que se duplica con elegancia en la puesta en escena.
Una película discreta y precisa sobre un tema que a muchos espectadores no les será indiferente. La mayoría de los espectadores no va al cine para constatar su propio desencanto y abatimiento; al cine se asiste para distraerse, reírse un poco, sentir la adrenalina de una aventura que tiene lugar en otro mundo y para observar la felicidad de otros semejantes. Una intuición razonable: no se necesita una pantalla para comprender una realidad conocida y dolorosa. He aquí la paradoja de cualquier película con cierta sensibilidad social, como por ejemplo El precio de un hombre, de Stéphane Brizé. Misterioso alivio paradójico: cuando una película desestima la denuncia programática y en su lugar busca tentativamente retratar una experiencia con cierta delicadeza y a través de un giro del entendimiento que sume un matiz no percibido a lo que ya se sabe (y acaso se padece), el espectador suspira y agradece. La película es un amigo indirecto, una entidad espectral que le da un abrazo en el momento justo. Es entonces cuando Vincent Lindon, transfigurado como un laburante llamado Thierry, es uno de nosotros. Ilusión óptica, versión adulta de la magia del cine, Lindon puede ser cualquiera que esté sentado en la butaca; sí, por una hora y media, él es uno de nosotros. La película de Brizé es un compendio de humillaciones, de esas que corroen puntillosamente el alma. Una retahíla de acontecimientos inaceptables supuran hasta que en un momento se reclama un límite. Llamémosle, a ese demarcación inesperada, la demanda de dignidad. Las dos últimas escenas de El precio de un hombre escenifican esa clarividencia moral de los hombres honestos. Lo genial aquí pasa por observar el lento surgimiento de la dignidad que se apoderará del personaje de Lindon. Ese proceso (in)visible justifica todo. Brizé propone una situación reconocible: un hombre de unos 50 años pierde su trabajo y no consigue reincorporarse al mercado laboral. Está casado con una hermosa mujer, sin duda una buena compañera, y tiene con ella un hijo discapacitado, el cual quiere empezar a estudiar en la universidad. No se habla de progreso, pero esa familia de clase trabajadora ha sido signada por la creencia en él, en su posibilidad. Tienen una casa propia que aún están pagando, una casa rodante que pondrán a la venta debido a las circunstancias y un auto de segunda línea. Ese bienestar mínimo, obtenido con el esfuerzo de años, es lo que se pone en riesgo. La primera parte del filme consiste en seguir el conjunto de procedimientos y actos que un desempleado adulto debe llevar a cabo para tal vez encontrar un lugar en el universo laboral: entrevistas reales o virtuales con los empleadores, visitas al seguro social, algún curso de capacitación e incluso un entrenamiento para saber venderse mejor como potencial empleado frente a los encargados de recursos humanos. El pasaje de esa capacitación laboral es tan didáctico como desesperante: Thierry simula una entrevista y sus compañeros analizan su comportamiento holístico: posición corporal, gestos faciales, semblante general; el yo es un producto, una oferta. Después de una elipsis justificada, Thierry estará a prueba como guardia de seguridad en un supermercado. Su trabajo consistirá en detectar pequeños robos, a veces con sus propios ojos, en otras ocasiones a través de un dispositivo de vigilancia óptica que lleva a pensar que una galletita vale lo mismo que un lingote de oro. La evolución de Thierry en ese trabajo es lo que determinará la curva dramática de la película. Hay dos escenas hermosas, de una discreción notable y acaso felices, filmadas a cierta distancia y respetando la intimidad de los personajes. En una, Lindon simplemente baila con su mujer en una clase de danza. En la otra, Lindon siente felicidad por la felicidad de una mujer prácticamente desconocida a la que tras 32 años de trabajo en el supermercado le llegó la hora de jubilarse y festeja su partida. La felicidad suele admitirse como una propiedad anímica que solamente tiene que ver con el sentimiento propio. Rara vez se filma la fugaz felicidad que provoca la felicidad ajena. La alegría del personaje de Lindon nos pertenece.
Un tema apasioanante y el transfondo de una novela extraordinaria no alcanzan para sacar a flote una película que debería haber sido inolvidable. Ni es esta la primera ocasión en que se intenta filmar Moby Dick (o algo que se relacione con esa novela magnífica) ni será la última en que en el intento los intrépidos del cine se hundan en el abismo. Del mismo modo que en la novela esa entidad marítima de proporciones insólitas, avatar de una vileza cósmica, avasallaba a los hombres en su afán de capturarla, algo así sucede con quienes pretenden hacer cine a partir de la sustancia de aquella obra literaria. Nadie pudo salir airoso hasta ahora, y si bien Ron Howard parte de los hechos que inspiraron a Herman Melville a escribir esa novela, el resultado es desalentador. Todo comienza con un encuentro: en 1850, Melville visita a Thomas Nickerson, un marinero que en su juventud estuvo en el famoso barco ballenero Essex, que partiera al mando del capitán George Pollard en 1820 en búsqueda de aceite de ballena, boom económico del momento, y terminara hundido en altamar tras el obstinado ataque de una ballena gigante. La escena no deja dudas: la atribulada alma de Nickerson esconde secretos inconfesables, recuerdos propios de aquellos que frente a la supervivencia tuvieron que optar por transgredir sus principios para poder seguir con vida. Más que por el dinero ofrecido, el reluctante marinero le contará su historia al escritor, acaso como conjura de su vergüenza moral; esas memorias suponen ser entonces la materia literaria de la novela. El filme no será otra cosa que una ilustración mecánica y lineal de esa confesión. En efecto, En el corazón del mar arrancará en 1820, con la partida del Essex del puerto de Nantucket, a cargo del cuestionado liderazgo del capitán Pollard y su carismático primer oficial Owen Chase. De ahí en más, la película se conformará con delinear la confrontación inicial entre los personajes principales para luego sustituir ese choque inicial por el que importa: el de los hombres con la bestia marítima (o el capitalismo contra la naturaleza). Si bien lo primero que se escucha en el filme es una afirmación acerca de querer conocer lo inescrutable, quien espere cierta agudeza descriptiva y filosófica tendrá que ir al libro de Melvilla o a las memorias publicadas por Chase y Nickerson. La poética de Howard consiste aquí en una deliberada acentuación del lugar común por todos los medios: la musicalización ubicua de las escenas, la dinámica grupal en el navío, la estética instagram de cada panorámica en el océano convocan al póster de la sala de espera del odontólogo. Además, el hinchazón óptico de las imágenes en 3D tampoco ayuda, pues la relación entre lo pequeño e inmenso, algo que un filme que transcurre en el mar impone, no se beneficia del dispositivo estereoscópico digital, que con frecuencia trastoca la armonía en las proporciones. Y eso no se compensa con los cientos de primerísimos planos de objetos que, siguiendo la moda visual de las cámaras GoPro, simulan ingenio estético donde solamente existe innovación técnica. Después de un veloz plano inicial de un perro devorando un choclo desde una cercanía insólita, se puede esperar cualquier cosa. Luego de una película tan hermosa como Rush: pasión y gloria, las expectativas eran altísimas, pues en su filme precedente Howard había brillado como nunca; pero este es el Howard de Ángeles y demonios, un director con oficio que no siempre elige el riesgo y el camino menos recorrido. Lo cierto es que tan solo el párrafo inicial de Moby Dick tiene más vitalidad que este filme de 122 minutos, en el que el diseño visual y la trivialidad ilustrada de los grandes temas del espíritu humano sofocan el espíritu de aventura.
Una película de terror descafeinado, tan insulsa como las invocaciones al demonio de un pastor sin estudios de teología No solamente es estéril a la hora de asustar, ni siquiera por su ineficacia flagrante despierta una carcajada. El destartalado relato de La cabaña del Diablo, que transcurre en nuestro tiempo y se sitúa principalmente en alguna zona montañosa de Colombia, llega incluso a convocar a los fantasmas de la inquisición española en el continente americano, suma una cita al paso de las fuerzas paramilitares del momento e insinúa un comentario sociológico acerca de la pobreza de los niños del país de Andrés Caicedo y Fernando Vallejo. Frente a una retahíla de emisarios y tópicos de la oscuridad, el despropósito se impone. Debe haber sido Lucifer el que selló este bodrio con un guión endiablado. Una pareja viaja por el mundo previo a comprometerse. David y Lauren ahora están en Colombia. Jill, hija de un viejo matrimonio de David, también está en ese país. La hermosa joven está participando en una noble causa vinculada al desarrollo infantil en la región mientras colabora además en el informe de una periodista local sobre la infancia. El cámara de la periodista quizás sale con la chica. En cierto momento, debido al olvido del pasaporte de Jill en Medellín, los cinco personajes viajarán por una ruta poco aconsejable para buscar el documento. Se supone que tienen que tomar un avión. Habrá un aviso, luego un accidente y así llegarán a la cabaña embrujada aludida en el título, en donde vive un viejo misterioso. No está solo. Los visitantes descubrirán pronto que una niña está encerrada en el sótano. Lógicamente, o mejor dicho sin ningún esfuerzo lógico, la niña no es lo que parece, ni tampoco el viejo, que poco tiene que ver con un pedófilo. Una de las formas más elementales del terror consiste en acudir a su enunciación vertical demoníaca y hallar una forma impensable en su representación. El diablo es un personaje recurrente en el género, como también las brujas y los zombis. El ingenio de un cineasta consiste en cómo añadir una descripción y aparición poco frecuentes del mal sobrenatural, como a su vez saber dosificar la visibilidad de ese mal. Mostrar poco y sugerir son premisas ineludibles. Al director Víctor García todo esto le importa poco. La pereza de la puesta en escena es manifiesta. Tan solo observar las decisiones formales para filmar una tormenta, la crecida de un río y el accidente mencionado alcanza para corroborar la prescindencia de cualquier sutileza. La cabaña del Diablo debe contar con la lluvia de peor calidad jamás filmada. Lo mismo podría decirse de las posesiones demoníacas. Todos tenemos un secreto, dice el protagonista en un inicio. La mayoría, según el narrador, no son importantes. La confesión del protagonista, más que hablar sobre el relato, resulta la afirmación indirecta de lo que sucederá en los próximos 87 minutos.
Una película más sobre la Navidad y la familia, dos términos correlativos y en conjunto rara vez ideales para incluir en un relato. Los Cooper están en las antípodas de los Puccio, pero constituyen un clan. Si la familia elegida en el filme de Pablo Trapero representa ominosamente una época y una cultura del delito que no es prerrogativa de ese solo apellido vernáculo, en el filme de Jessie Nelson, el director de ese énfasis en el lugar común que fue Yo soy Sam, los Cooper canalizan una cultura y el imaginario que tiene esta sobre la institución familiar, valor supremo aunque contingente entre la mayoría de los mortales. La secuencia de créditos al inicio promete: los preparativos generales de toda una ciudad estadounidense en torno a la Navidad adelantan una búsqueda que será traicionada: divisar el detalle y prestar atención a los signos laterales de la celebración. El plano fugaz en el vagón de un tren, en el que se ve a varios hombres vestidos de Santa Claus que van o vienen de interpretar al ícono de la Navidad, denota cierta sensibilidad. Los trabajadores de la Navidad están en el radar de lo visible. Pero una vez que la voz en off (del gran Steve Martin) arranque con el relato en sí y la familia encabezada por los personajes de John Goodman y Diana Keaton se adueñe de la trama, la cantinela del lugar común fagocitará todo. La Nochebuena y las horas previas a celebrarla estarán dedicadas a sellar y afirmar los valores inmortales de una sociedad sostenida en una fiesta desvergonzada del estereotipo. En efecto: está la hija menos querida de la familia y su correlato necesario, la más consentida; el abuelo sabio, como la abuela pícara y un poco desvariada; el matrimonio eterno de 40 años y el que apenas ha durado unos años; el adolescente freak, el niño travieso y la joven desamparada. Y también se apuesta con dos presuntas innovaciones en materia de estereotipos, de un liberalismo lábil y poco sutil: dos personajes, un militar republicano sensible y un policía gay. Por más de una hora veremos a los miembros de la familia en situaciones aisladas que sirven para conocer a cada uno de los Cooper. Luego, llegará la cena navideña, aunque un corte de luz traerá sorpresas (y una cuota de sadismo inocente) para darle un nuevo giro existencial a la cosa. A no temer: en el final todos bailan y la vida triunfa. Las buenas películas son aquellas que siempre dan lugar a las preguntas y aspiran a una cierta indeterminación que facilita la indagación y la curiosidad. Los estereotipos son ineludibles como punto de partida, y según cómo se utilicen incitan al cuestionamiento o a su reaccionaria confirmación. En Navidad con los Cooper un personaje critica a la Navidad como el tiempo en el que se nos insta “a una felicidad fabricada”. Es justamente lo que Nelson lleva adelante: su filme refrenda las supersticiones y el lugar de la sagrada familia; incluso hasta el perro de los Cooper tiene consciencia de la inmaculada institución. Perro que habla y no ladra miente.