El documentalista Davis Guggenheim alcanza el paroxismo del cine político sin política en un film cuyo personaje es objeto de un retrato convenientemente unidimensional. Es temible la endeble protección comunicacional que tienen las causas justas: pueden banalizarse en segundos en una publicidad o en dos horas en una película. Cualquier ejemplo legítimo de resistencia frente a la brutalidad y la injusticia puede convertirse en consumo simbólico, desideologización de la crueldad y un poco de opio simbólico para desdeñar un análisis a fondo. En el caso de Él me nombró Malala faltará una pregunta incómoda pero necesaria: ¿por qué los talibanes arremeten contra la educación de las mujeres en Afganistán y Pakistán? ¿Cuál es la genealogía de estos grupos? Lo que defiende y promueve el film es incuestionable: ¿quién podría dudar de la legitimidad y el heroísmo de una joven todavía adolescente dedicada enteramente a luchar por el libre acceso de las mujeres al conocimiento? La historia de Malala Yousafzai es fascinante. Bautizada simbólicamente con el nombre de una mítica guerrera afgana del siglo XIX , a los 11 años la niña empezó a publicar con otro nombre un reporte diario sobre la vida bajo la amenaza talibán en el Valle de Swat en un blog de la BBC. Destruir escuelas y desmantelarlas con explosivos se había vuelto una práctica asidua entre los exegetas delirantes del Corán. De ahí en adelante, Malala devino en una figura inspiracional para toda las mujeres de la región. Cuando el 9 de octubre de 2012 una bala atravesó su cabeza, se creyó que era el fin. Pero si obtuvo el Premio Nobel de la Paz en el 2014, está claro que sobrevivió. En efecto, ella y su padre jamás detienen su marcha: de aquí para allá participan en conferencias llevando un mensaje: “Un niño, un profesor, un libro y una pluma pueden cambiar al mundo. La educación es la única solución” Como director, Davis Guggenheim (Una verdad incómoda) tiene la misma sensibilidad que un talibán. La sutileza y el análisis fino le fueron vedados: los ralentis para impactar, la animación ocasional para narrar (y distanciar y a su vez mitologizar el presente), la impericia para preguntar y otras operaciones estéticas dan como resultado un evangelio liberal de poco calibre: un individuo puede hacer la diferencia, los buenos prevalecerán siempre. Es también por eso que el talibán es concebido como un hongo venenoso surgido de la imperfección de la naturaleza humana. Cualquier gesto de contextualización y lectura política brilla por su ausencia. Lo más triste es que Malala quede como una vocera de máximas irrefutables aunque imprecisas de un sentido común bastante inofensivo, retratada casi como si fuera una rockstar de la solidaridad del siglo XXI. Su precoz impaciencia frente a la injusticia ameritaba una película más rigurosa.
Posición incómoda, visibilidad tenue: Valdenses duplica el objeto de su representación, la historia de una comunidad religiosa nacida en la herejía, diez siglos atrás. Como la fe y los fieles que retrata, el propio filme debe luchar por un lugar en el mundo del cine. En el circuito de estrenos, es una herejía destinada al fuera de campo. El tema indirecto de Valdenses pasa por cómo una minoría sobrevive física y simbólicamente. En 1173, Pedro Valdo, un mercader francés, experimentó, tras la muerte de un amigo, una especie de insight teológico, lo que significó finalmente entregarse a una vida religiosa determinada por la austeridad y la cercanía a la naturaleza. El fundador del movimiento de los “Pobres de Lyon” fue sospechado de herejía y recién con el advenimiento del protestantismo los valdenses, precursores de la reforma, obtuvieron su tardía legitimidad. En buena medida, lo cautivante del filme recae en las secuencias incorporadas de una película silente de 1924 comisionada por un pastor italiano en la que se cuenta toda la historia de los valdenses. Wainmayer entiende que ahí reside la representación oficial y a través de varios testimonios de pastores e historiadores de Estados Unidos, Italia, Uruguay y Argentina (donde todavía existen iglesias valdenses), además de otras citas visuales (algunas pinturas de época, un archivo televisivo y escenas de una obra de teatro de una compañía religiosa), va trabajando sobre cómo una comunidad religiosa va constituyendo y preservando su propia imagen en el tiempo. La gran revelación de la película pasa por constatar una sabiduría que proviene del hecho de haber sido siempre una minoría. Quizás entrenados por sus antepasados, que tuvieron que lidiar con hogueras y otras formas de castigos divinos, los valdenses de ayer supieron darle un lugar distinto a la mujer y los de hoy no sienten ningún espanto por el deseo homosexual. No se trata aquí de tolerancia, virtud mezquina y asimétrica, sino de una forma de asimilar amorosamente la vida de los otros.
EL JOVEN ANTROPÓLOGO Un heterodoxo coming of age de uno de los directores más relevantes de su generación Arnaud Desplechin es un cineasta psicoanalítico. Las formas de asociación con las que se entrelazan sus relatos parecen inspirarse en ese trabajo de montaje íntimo y no premeditado que cualquier analizante experimenta cuando se hunde en el diván para saber algo más de sí. Una serie temática del pasado –el descubrimiento de una vocación– coliga con otro período anterior de la vida –las penurias familiares–, el cual a su vez remite al presente y puede desembocar en un nuevo acontecimiento pretérito –el primer amor–: “Recuerdo, recuerdo… Busco fragmentos de recuerdos dentro de mí. No recuerdo nada”. Eso dice Paul Dedalus, al promediar 30 minutos de película, instante en el comienza la tercera parte, titulada “Esther”. Como alter ego del director, Dedalus es un personaje que ya había existido en la ficción en Mi vida sexual, también de Desplechin y casi 20 años atrás. Tres recuerdos de mi juventud resucita al antropólogo, aquí nuevamente interpretado por Mathieu Almaric (en su versión adulta), cuya vida signada por Esther es el eje predominante de esta revisión indirecta. El filme es enteramente autónomo y está divido en tres segmentos que son suficientes para saber lo necesario sobre el personaje: la desolada infancia de Paul, un insólito viaje a Rusia en la adolescencia a fines de la Guerra Fría y los años de estudiante que coinciden con la época en que se enamora de Esther. En verdad, el filme arranca en tiempo presente. Paul ha decidido regresar a Francia. Por varios años vivió en Tayikistán. El primer recuerdo se suscita en medio de un juego amoroso con una amante. La primera imagen de la infancia es aterradora. ¿Un sueño? ¿Una pesadilla? La madre de Paul parece decidida a dañar a Paul y sus dos hermanos. Elipsis mediante, el niño estará viviendo con su tía abuela, pues su madre abandonará voluntariamente el mundo y convivir con un padre depresivo y golpeador tampoco será satisfactorio. La síntesis narrativa para contar esos acontecimientos es notable, no menos que el enrarecimiento propiciado por la puesta en escena. El paso de la escena de violencia con la madre al momento en el que ya está viviendo con su tía abuela que vive a su vez con otra mujer comporta una economía simbólica manifiesta. El plano-contraplano a partir de un travelling hacia delante con el que se ve a Paul jugando a la payana y a las mujeres besándose es excepcional: la infancia se yuxtapone a la adolescencia por venir, el deseo puede ser experimentado de muchas formas. Algo más sucederá en el presente: las autoridades tayikas detendrán a Paul por un problema con su pasaporte, lo que lo llevará a recordar su viaje a Rusia. Durante el interrogatorio, Paul llegará a su historia de amor, que es el tiempo en el que también forjó su propio yo. Constatar los esfuerzos académicos de Paul constituye uno de los placeres laterales del filme, sobre todo cuando Desplechin se centra en la relación que se establece entre Paul y su mentor, una antropóloga estructuralista tan amorosa como severa. El resto son las idas y vueltas con Esther, una relación tan complicada como apasionante, vínculo que en cierto momento Paul explicará a través de un hermoso cuadro de Hubert Robert mientras visitan un museo. Lo más hermoso del filme de Desplechin pasa por el acopio vital y móvil de instantes en los que se adivina que en una decisión y una acción se pone en juego un posible destino. Todo hombre es un antropólogo potencial. Una mínima distancia respecto de sus actos le posibilita descubrimientos insólitos sobre sí mismo. Filmar la composición de una personalidad requiere saber entender los enlaces de actos singulares que suman y consolidan una unidad contingente. Una paliza paterna, ceder el pasaporte en una tierra lejana por motivos solidarios, dormir en cualquier lugar con tal de estudiar y amar obstinadamente a una mujer da como resultado un hombre llamado Paul Dedalus. Su irrepetible trayecto puede ser el de cualquiera. Las circunstancias son el yo.
El día de la lealtad ¿Un filme con superhéroes criollos o una comedia efectiva para movilizar las emociones? Con Kryptonita, la nueva película de Nicanor Loreti, el director de la muy interesante Diablo (y también de Socios por accidente), se anuncia el advenimiento de una veta nacional de los superhéroes. ¿Llegó la hora de nuestros Batman, Superman y Iron Man? Por suerte, no. La banda de Nafta Súper, liderada por el pirómano Pinino (o Nafta Súper) poco tiene que ver con un grupo de superhéroes y mucho más con un grupo de marginales unidos en una sesgada supervivencia ligada a los barrios. La reminiscencia del narcisismo infantil de los muchachos millonarios de Los vengadores es nula. El americanismo brilla por su ausencia. Todo empieza el domingo 28 de junio de 2009. La referencia temporal es exacta, no tanto la localidad de la trama. La acción se circunscribe a un hospital público durante una noche, más precisamente a su guardia. Ahí está el médico de turno, que no tiene mucha suerte ni con sus pacientes, ni en su vida familiar. Después de perder a un herido grave, no por su praxis sino por la intervención indirecta de un policía fascista, llegará la banda con su líder a punto de perder la vida. El “Doc” tendrá que revivirlo y curarlo, mientras que la policía irá cercando el edificio público para atrapar a la banda. La tensión narrativa está delimitada a la recuperación de Pinino y a un posible escape. Quien espere acción encontrará diálogo; quién busque superhéroes criollos dará con personajes. He aquí lo más hermoso de Kryptonita, sus criaturas. Todos los miembros de la banda son queribles y en sus propios términos nobles. Sin duda, la travesti Lady Di, que luce como La Mujer Maravilla, es la estrella que resplandece en la trama; la composición de Lautaro Delgado es magnífica y en él o ella recaen las mejores secuencias dramáticas. Pero todos los actores están bien, sin excepción. Basada en la novela de culto de Leonardo Oyola de título homónimo, Kryptonita, que remite más a Asalto en el precinto 13 que a Sin City, y en nada a las películas de la mayoría de los superhéroes estadounidenses, tiene una resolución no exenta de emoción, en la que la lealtad aparece como la virtud por excelencia. Puede faltar equilibrio entre acción y diálogo; puede también ser un filme cuya situación de encierro requería otros recursos poéticos (y no solamente algunos flashbacks más o menos ingeniosos y panorámicas de drones de la ciudad en la noche) para eludir su ostensible arritmia y cierta dependencia excesiva de sus intérpretes. Aún así, Kryptonita es un filme de género eficaz que respeta de principio a fin a sus espectadores y sorprende justamente en donde no se lo espera: en el orden intangible de las emociones.
Una película con un objetivo preciso y una puesta en escena a la altura de las circunstancias. Los personajes principales ya existían en dos películas precedentes: To Take a Wife (2004) y The Seven Days (2008). En el primer filme, Viviane deseaba abandonar un matrimonio de 20 años con Elisha. En el segundo, los cónyuges ya estaban separados. En este último filme, cierre de esta trilogía sobre el lugar de la mujer en la sociedad israelí, tras una separación fáctica de años, Viviana va a juicio para conseguir su divorcio. El título es preciso y no conlleva sorpresas, lo inimaginable es el cómo y su contexto. El Estado de Israel es, en cierto sentido y a pesar de las excepciones del caso, un Estado confesional; solamente así pueden entenderse algunas de sus leyes. Una evidencia irrefutable: el matrimonio civil es inexistente. Esto explica la razón por la cual los tres letrados que tendrán la misión de declarar la nulidad del matrimonio de Viviane en el filme son rabinos. Solamente los intérpretes de la Torá pueden entrever la pertinencia de la capitulación de la unión entre un hombre y una mujer. No hace falta ser adivino para imaginar que en ese marco conceptual el lugar de la mujer dista de ser privilegiado. El hombre es un sol, la mujer un satélite sin luz. Gett: El divorcio de Viviane Amsalem transcurre íntegramente en un juzgado de Haifa. El espacio es el mismo casi siempre, no el tiempo del relato. Desde que se inicia el juicio pasarán 5 años, cronología de una retahíla de argumentos en contra del deseo de la mujer –y las refutaciones pertinentes de su defensa–, que es también un ejercicio de paciencia para Viviane y su abogado, no así para el espectador. Cada argumento desnuda el entramado de una mentalidad: el lugar del sexo, el dinero, la fidelidad, la maternidad, la amistad, en este orden simbólico, resulta antropológicamente fascinante para quien esté lejos de él, y sin duda agobiante para quien tenga que obedecer y actuar en él. El mérito de los hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz no pasa exclusivamente por exteriorizar el funcionamiento de una mentalidad y, en este caso, de las formas jurídicas con las que se interpreta la justicia de un deseo y un contrato nupcial. El gran obstáculo de los directores reside en desteatralizar la puesta en escena. Sucede que un único espacio dramático puede remitir a una función de teatro. A excepción de un glorioso travelling al ras del piso en el final, los planos fijos y la precisión de la posición de los encuadres desestima cualquier acusación de teatro filmado. Véase el trabajo manifiesto para connotar la mirada de los cónyuges. Lo que permite decir algo más de una virtud difusa pero admirable de este filme: la argumentación no expone una psicología, sino una mentalidad. Lo que pasa en la cabeza de los personajes se ve y se intuye, no se dice ni se declama. El género jurídico en el cine es siempre estimulante. Más todavía cuando este género que ha sido prácticamente codificado por un estilo que proviene de California encuentra una vía de escape en su representación. La austeridad estética no es indigencia, sino pura inteligencia. Nada de música y subrayados; ninguna lección de moral para memorizar. Una película justa, simplemente. Esta crítica fue publicada con otro título en el diario La voz del interior en el mes de noviembre 2015
Una película amable y diferente, a veces descompensada por su diseño de arte y su voluntad de transcurrir en un mundo indiscernible. Gran comienzo, exposición de una tesis fetichista. La textura de las imágenes en súper 8 reenvía lo visto al pasado, irrecusablemente. Esa forma de color es memoria. Hortensia de niña juega con su padre, un taxidermista. Además, en esa imagen-recuerdo se introduce otro signo idiosincrásico: el calzado. Animales y zapatos, o la figura del padre y el lugar de los novios; he aquí las coordenadas simbólicas de la vida psíquica de Hortensia. Ese preámbulo solamente sirve para referenciar el presente del filme: Hortensia es joven y trabaja en un local de ventas de objetos usados. No se lleva bien con el dueño y pronto se quedará sin trabajo. Pero eso es lo de menos: su padre ha muerto electrocutado. Deceso ridículo y tono general del filme: la heladera Siam fue la “asesina”, lo cómico sustituye a la tragedia. De ahí en más el relato se circunscribirá a dos cosas: encontrar un novio rubio y confeccionar un zapato perfecto: signos de infancia, signos edípicos que siguen determinando la conducta de Hortensia. Dos operaciones que tienen un objetivo sin locución: olvidar la muerte del padre. Hay que decir que la palabra “objetivo” es aquí un organizador conceptual del filme, incluso cuando un objetivo no siempre responde a una necesidad. De lo que se trata aquí es de ver cómo filmar un duelo hasta despedirse del fantasma paterno, que merodea en los sueños de la protagonista. Hortensia podría resumirse así: seguimiento de un duelo en clave de absurdo y abstracción. El mundo imaginado por Diego Lublinsky y Álvaro Urtizberea es amablemente psicótico. La realidad impura y desbordada que está antes de la ficción, el tiempo concreto y las marcas de lo social quedan suspendidos, pues un universo de diseño copa las escenas. Todo tiene un lugar específico y una función, incluso si es extravagante: lo sucio, la pulcritud, los objetos, los cuerpos. El espíritu obsesivo de la puesta en escena (primerísimos planos de objetos, encuadres enrarecidos, concepto cromático general) propone un mundo como diseño. Hasta los planos generales de un río rodeado de árboles lucen desnaturalizados. En el mejor de los casos, Hortensia remite al cine de Wes Anderson y Martin Rejtman, en el peor, al cine de Jean-Pierre Jeunet. Es justamente la prepotencia del diseño lo que por momentos desdibuja a los personajes corriendo el riesgo de ser casi átomos nerds decorativos y en movimiento que se desplazan por una maqueta concebida por un demiurgo complacido por su arquitectura. En Anderson, el diseño suele ayudar a que lo excéntrico se desnude como una experiencia adaptativa propia de sujetos vulnerables; en Hortensia, el diseño no viene siempre a ponerse al servicio de un sentimiento identificado que los directores desean filmar; el diseño es por momentos su propio objetivo, la lógica autosuficiente del disponer los planos. Dicho de otro modo, no siempre se equilibra el antinaturalismo de las conductas y la organización del espacio enrarecido, y acaso humorísticamente enajenado, con un posible acercamiento al sentimiento predominante de la protagonista, en ocasiones desdibujado, el cual tiene estrictamente que ver con la aceptación de la muerte del padre. Es por eso que cada aparición de Perroni, el simpático perro de Hortensia, desestabiliza el control de diseño, siendo él el responsable involuntario de que el pequeño azar que necesita toda película insufle de otro matiz el orden de todas las relaciones. Eso no impide reconocer el empeño de los realizadores por darle sustancia a un mundo paralelo en el que existen tanto la tristeza y la soledad como la pasión masculina por el lanzamiento de bala y los perros que tienen un sexto dedo.
La nueva película de Raúl Perrone ratifica un rumbo y un período de gran intensidad experimental sin abandonar las raíces populares de su cine Nadie sabe muy bien qué pasó con Raúl Perrone, el padre del cine independiente argentino. Un día abandonó inesperadamente el realismo austero de sus películas de antaño y empezó a trabajar con un registro que reenvía sus películas recientes al inicio del cine, a ese preciso momento cuando todo estaba dispuesto para ser inventado y no había reglas precisas acerca de qué debía ser el cine. No es otro tiempo que el de la edad de la independencia. En efecto, desde Las pibas y P3nd3jo5, Perrone retoma el gesto de aquel cine pero en clave digital, y esta nueva independencia en la que vive parece inagotable. Dividida en dos movimientos sin nombre, Ragazzi arranca en Ituizangó, la tierra del cineasta, pero imagina ahí y pone en escena la muerte de Pier Paolo Pasolini, un cineasta muy diferente a Perrone, pero no en espíritu, pues lo popular los atraviesa y los define. No se trata de un biopic crepuscular, como el que recientemente le dedicó Abel Ferrara al director de Accatone. Es más bien un homenaje espectral acompañado por jóvenes que pueblan las calles de Ituizangó. La figura del cineasta italiano aparece cada tanto, como también la de sus verdugos, pero son los jóvenes quienes predominan en escena. Alguna que otra situación amorosa articula el relato, una madre castradora es una presencia asfixiante y el resto se circunscribe a contemplar la vida fugaz de los pibes. Los diálogos son mínimos y no solamente evitan cualquier evidencia de naturalismo sino que, además, los muchachos hablan una lengua desconocida. Los textos, de naturaleza poética, pertenecen a Pasolini o al propio Perrone. La gran novedad de Ragazzi es que el segundo movimiento tiene lugar en Córdoba. Solamente Perrone consigue transfigurar el río Suquía de la ciudad de Córdoba en un emplazamiento encantado en el que los jóvenes que quedan al margen de la sociedad de consumo y su orden socioeconómico ejercitan su derecho al ocio bañándose en un río que para muchos es pura mugre. En los 40 minutos de esta segunda parte no hay grandes acontecimientos, pero el conjunto es un verdadero evento perceptivo. Es en este segmento en donde Ragazzi alcanza su esplendor: el registro de los cuerpos y los rostros reaviva la vieja magia del cinematógrafo por la cual a través de un lente mecánico se aprendía a ver el mundo de una forma desconocida. Los primeros planos en contrapicado de la cara de los pibes conjuran la obsesión narcisista del selfie y materializan la dignidad de estos anarquistas involuntarios. Al filmarlos jugando en el agua, los múltiples fundidos enfatizan una experiencia tan sensorial como lúdica, la cual viene matizada por algunos planos sobre el mundo circundante que convierten los alrededores del Suquía en un espacio originario en el que el mundo de la naturaleza también se emancipa del yugo de la productividad. Los caballos que tiran de los carros descansan al lado del río y el cielo de Córdoba recupera su dimensión poética. Ragazzi no pretende funcionar como un limbo poético. Las marcas del tiempo son visibles. La amenaza de un mundo terrible y un orden social injusto está ligeramente presente. Cada tanto suenan las sirenas de la policía y el peligro es inminente. Pero prestar atención al ocio de los desposeídos y darle una imagen es en cierta medida un acto de rebeldía. El placer de los ricos se conoce porque se ve siempre en el cine. He aquí una forma de hedonismo desmarcada del spa y la artificialidad del ocio obsceno. Imágenes desconocidas y de una potencia física que parecía desterrada del cine obligado al espectáculo infinito.
Favula es una de las películas más hermosas y singulares de los últimos años. ¿De dónde proviene? ¿Quién puede haber filmado algo semejante sin haber estudiado cine en la luna o en Júpiter? Ituizaingó, localidad no muy lejana de la ciudad de Buenos Aires, referencia territorial obligatoria de prácticamente todos los títulos del director, aquí está ausente, quizás porque la inspiración original proviene de un cuento africano anónimo. ¿Su lugar es entonces una selva africana? Favula, Raúl Perrone, Argentina, 2014 Digamos que Favula fue rodada en un país llamado cine. Su director, el verdadero padre del cine independiente del sur, decidió reinventarse después de realizar más de 30 películas. Sus dos trabajos precedentes ya eran una advertencia (Las pibas y P3nd3jo5, el primero un retrato lúcido sobre el universo laboral, y el segundo una cumbia-ópera en donde los skaters devenían fantasmas crucificados por un sistema social que los expulsaba) que anunciaba este nuevo período de Perrone. P3nd3jo5 era una película notable, de esas que un cineasta hace una vez en su vida y luego no sabe cómo superar. Pero Perrone no dejó pasar ni un minuto y decidió aventurarse en una tierra desconocida. Dos hermanos, una joven hermosa, un militar, una bruja y un hombre que puede ser su marido. Estos personajes deambulan por la selva, aunque en ciertas ocasiones la acción tiene lugar en una casa inhóspita. Nada sucederá, excepto un acto escandaloso: la joven será vendida. ¿Una economía salvaje? ¿Un guiño indirecto sobre la “popularidad” de la trata de blancas en las zonas marginales de Argentina? Hay algo siniestro, secretamente sombrío en este mundo entre paradisíaco y mágico, y nada tiene que ver con la presencia amenazante de un tigre que aparece cada tanto. El minimalismo narrativo y los escasos diálogos pronunciados en una lengua inexistente tienen su contrapartida en un maximalismo formal notable: los sonidos de la selva, la lluvia y los relámpagos se yuxtaponen a una banda de sonido musical, lo que estimula una forma de escuchar en el cine cercana al encantamiento; los fundidos entre las figuras humanas y el ecosistema elegido trastocan las proporciones habituales y las simetrías naturales, y reenvían ese orden visible a un universo onírico y mítico jamás visto. Tal vez se trata de un regreso al cine “primitivo” para reencontrarse con la inspiración originaria de los viejos maestros que supieron esculpir una gramática. Pero no se trata de un gesto retro o de una complaciente cita cinéfila. Perrone se apropia del pasado del cine para relanzarlo en el siglo XXI y evitar así, con la ayuda de los ancestros, circunscribir el placer perceptivo en una sala al hiperrealismo anabólico del 3D.
Uno de los exponentes más finos y cinéfilos entre varios films recientes en el que se traslada a la pantalla una contienda psíquica y familair entre un hombre y su padre Si Javier Olivera, el director de La sombra, profesara el hinduismo, su deidad favorita sería Shiva, divinidad a la que se le asigna la destrucción. En su magnífica película, destruir significa paradójicamente empezar a vivir, acaso darse a luz en plena edad madura. Una demolición concreta y una muerte simbólica, he aquí las coordenadas narrativas del filme: la casa paterna se convertirá en cascotes y escombros; la figura del padre, una imagen, quedará sepultada. La casa es él y él es la casa. Así descripta, La sombra podría confundirse con un filme de un homicida, pero debe haber pocas películas recientes tan amorosas y sensibles como esta. Todo empieza con la venta de la mansión de la infancia del director del filme, donde Héctor Olivera, el gran empresario del cine y director de La Patagonia rebelde, vivió por mucho tiempo junto a su esposa y sus tres hijos, aunque no siempre estuvieron juntos. Por esa casa, cuya decoración glamorosa remitía a cada viaje del cineasta por los festivales del mundo, pasaron políticos, directores y estrellas de cine. Más que un hogar, la casa era el Xanadú del cineasta, como lo señala su hijo comparando a su padre con el ambicioso personaje de El ciudadano. El esplendor de esa época se constata en viejas filmaciones familiares en súper 8, registradas por Fernando Ayala, otro director de cine de suma importancia en ese tiempo, socio y gran amigo de Olivera. La memoria fílmica se contrapone dialécticamente con el presente de la demolición. Así, Olivera hijo registra paso a paso, a través de planos generales fijos, siempre geométricos y obsesivos, cómo varios obreros contratados por los nuevos dueños de la casa desmoronan una propiedad que ya no le pertenece, operación que además pulveriza inexorablemente el sustento físico de las memorias familiares. Duele, conmueve, pero es también la oportunidad perfecta para deshacerse de la “sombra”, el padre, es decir, conquistar definitivamente la propia autonomía. La sombra es la puesta en escena de un exorcismo peculiar. Entre las imágenes del pasado y las de este presente, Olivera hijo tiene una intuición de cinéfilo. En Operación dragón, Bruce Lee decía: “Destruye la imagen y quebramos al enemigo”. En efecto, parafraseando al gran Chris Marker, el director está preso en una imagen del pasado, y su inesperada astucia para desembarazarse de ella pasará por combatirla a través del sonido. En primer lugar, la voz en off de Oliveira hijo es aquí mucho más que un recurso estilístico: la voz es la oralidad no visible de su propia identidad, expresión íntima con la que busca separarse del padre. En segundo lugar, todos los sonidos (golpes de masa, fragmentos musicales intervenidos, extractos de bandas de sonido de películas) redoblan la apuesta para destituir la novela familiar, música concreta orquestada como si se tratara de una sinfonía inspirada en la furia que subvierte la lógica del relato paterno. La luz nacerá del sonido; la voz ordenará el pasado para afirmar una nueva historia. Pero no todo en La sombra recae en el conjuro personal. La historia argentina acompaña las memorias del hijo, y la película, casi sin proponérselo, también atraviesa épocas sombrías de la nación: el terror de la Triple A y su perfeccionamiento posterior por los dictadores de turno se infiltran lateralmente en el relato familiar. Por suerte, el exorcismo colectivo ya tuvo lugar y fue varias veces filmado. La misión de Javier Oliveira en esta ocasión era otra, aunque como buen cineasta sabe que su propia historia no está nunca disociada de la Historia.
Supersticiones de medio pelo “Cuentos de Halloween” es una película-ómnibus en la que 11 directores hilvanan historias de terror de la noche de brujas, con resultados bastante inocuos. "Dulce o truco” es el mantra que se repite en esta tradición foránea que suele escandalizar a los guardianes vernáculos de cultos oficiales (y mayoritarios). La objeción frente a esta festividad pagana no debería recaer en la presunta e irreparable invasión de credos exógenos, sino más bien en un hecho verificable: inspira malas películas. Cuentos de Halloween es un filme-ómnibus; muchos directores, varios cortos unidos, una unidad temática, una sola película. A partir de la pretérita “noche de brujas”, proveniente de los celtas y resignificada toscamente por la cultura consumista de Estados Unidos, varios realizadores de poco peso imaginan algunas historias con ese fondo supersticioso. La providencia no quiso en este caso que la creatividad, o al menos el ingenio, elevase una festividad bastante anodina para ahondar acerca de la obsesión que se le dispensa globalmente, o en su defecto procurar entender el horror al que se la asocia. Hay, sí, un esbozo involuntario, dada la repetición de un signo en varios de los cortos, por el que se insinúa el principal mecanismo de transmisión del evento: el consumo de películas sobre el tema. En efecto, en varias historias los protagonistas miran películas de Halloween, y de ahí se predica su reproducción simbólica, la cual perpetúa una fiesta muy conveniente para los fabricantes de dulces y chocolates (y los odontólogos). Los principales móviles de los cuentos son aquí la venganza y el cumplimiento de las perversiones, o la combinación de ambos. Por ejemplo, en la sección titulada Truco, unos niños atacan organizadamente una casa en la que se ve a dos parejas que en un primer momento parecen entregadas a las drogas, aunque posteriormente se descubrirá que sus pasiones privadas pasan por la experimentación científica, como si retomaran las viejas prácticas inhumanas de los médicos nazis dispuestos a jugar ilimitadamente con el cuerpo humano. El segmento más bizarro introduce en el universo simbólico la presencia de alienígenas, y en su ridiculez extrema hasta casi se confunde con un giro de genialidad impredecible. Los guiños cinéfilos, por otra parte, tampoco alcanzan para redimir la propuesta. En la mejor historia, el gran Joe Dante tiene un cameo como un científico corrupto de una corporación maligna. El cierre de este cuento regala el mejor plano de toda la película, una panorámica en el que miles de calabazas están alineadas como si se tratara de un ejército. En otros cuentos aparecen otros dos directos legendarios: Stuart Gordon y John Landis, íconos del género, que de haber estado detrás de cámara habrían conjurado la pobreza manifiesta de cada capítulo. Alguna escena logrará el objetivo de producir la incomodidad que despierta el miedo; algún segmento hasta pueda entretener, pero nada estará a la altura de la secuencia inicial de títulos. La promesa de esa apertura durará poco y la insignificancia cinematográfica se impondrá con la misma vehemencia de la mayoría de las supersticiones.