En Réimon, la última película de Rodrigo Moreno, el director vuelve a posar su interés sobre el uso del tiempo, en este caso, el de Ramona, empleada doméstica. A continuación, la escena más hermosa de la película. Ramona y su familia disfrutan de un asado. Su madre ha venido de visita desde Misiones. La cámara es testigo de ese momento: la musicalidad del lenguaje y los gestos de los comensales, como el espacio del encuentro, forman el auténtico mundo de la protagonista. Lo que viene después es movimiento, o el propio tiempo destinado a traslados por parte de Ramona para ir a y volver de la Capital Federal durante su jornada de trabajo limpiando casas. Réimon no es otra cosa que un filme sobre el tiempo no (re)cobrado, el fuera de campo del trabajo remunerado, es decir, la plusvalía. Al director Rodrigo Moreno le interesó siempre el empleo del tiempo de los otros: un guardaespaldas cuya vida depende de los actos de otro (El custodio), un joven entregado al ocio tras una ruptura sentimental (Un mundo misterioso), y ahora el tiempo de Ramona, una empleada doméstica. La mirada en este caso es más compleja, pues delimita una pregunta: ¿cómo filma un director de cine a un personaje que no pertenece a su clase social? De manera inesperada, una vez que todo parece circunscribirse a seguir sistemáticamente los desplazamientos de Ramona, Moreno introduce a los suyos, los dueños de los departamentos adonde va Ramona están vinculados a las ciencias sociales, lo que habilita un par de lecturas extensas de El Capital, sin que la letra leída ilustre el movimiento y el trabajo de Ramona. Los dueños leen sobre la plusvalía, pero no necesariamente por eso la pueden detectar a su alrededor. Disyunción entre el saber y el ver. Los personajes conocen a Marx, pero el conocimiento no implica una modificación de su mirada, de lo que se predica no solamente el apodo de Ramona, sino también la inconsciencia ostensible respecto de la propia división del trabajo que despunta en el orden doméstico. La puesta en escena sugiere que Moreno sí reconoce el problema de sus representantes de clase sin dejar de ser él parte del mismo. Los planos no son azarosos, tampoco la interacción entre los personajes. No hay que olvidar que la falta de palabra y rabia son el correlato invertido del encanto y la elegancia de la protagonista. Réimon no propone por fuera de lo que muestra la reconciliación de clases y ninguna microutopía del encuentro entre los diferentes. Casi sin proponérselo, esta nueva película de Rodrigo Moreno detecta una forma de enajenación en la que la adaptación (estética) acalla todo atisbo de surgimiento de una conciencia política en esa mujer hermosa que transita con un sombrero las calles de Buenos Aires. He aquí el límite estético de lo político.
Los diletantes En la película Un castillo en Italia, a través de un juego de ficción y realidad, la realizadora Valerie-Bruni Tedeschi explora en la angustia existencial de una familia acomodada. "Los ricos son todos locos y mezquinos", dice uno. Otro personaje responde a esa afirmación: "Sí, pero también lloran". Los que hablan pertenecen al personal doméstico de una familia, que acompañan silenciosamente las peripecias emocionales y económicas de los dueños y moradores de la propiedad que es un protagonista directo de la trama. No es una afirmación menor y menos aún una escena entre otras. El filme saca a relucir ahí su propia conciencia, el punto de vista que lo articula. Los ricos se exponen, o más precisamente, una directora-actriz escenifica situaciones de su vida duplicando materiales propios en signos de un relato. En Un castillo en Italia hay talento. Valerie Bruni-Tedeschi (la hermana mayor de Carla Bruni) protagoniza elementos de su propia historia y se filma. Como en la película, ella tuvo un hermano que murió de Sida (a quien está dedicada la película); como en la historia que cuenta, ella también tuvo una pareja mucho más joven que ella, y justamente quien interpreta a su enamorado es Louis Garrel, el hijo del gran cineasta Philippe, y que fue su pareja real por varios años. A su vez, el personaje de Garrel tiene un padre que hace cine. ¿Quién es quién? La fluidez circular entre ficción y documental es un juego de espejos evidente, más allá de que en última instancia esta heterodoxa comedia existencialista liviana (valga la paradoja) se sostiene en un cambio de registro permanente en el que recae su atractivo. El inicio promete: Louise, una actriz retirada (Bruni-Tedeschi) despierta con el canto de los monjes del monasterio en el que está descansado. Tal vez se trate de la Vigilias o el Laudes, pero es bien temprano. De ahí se irá para su castillo, y en el camino conocerá previamente por azar a Nathan, un joven actor que está rodando un filme cerca del claustro religioso. Él la reconoce. Es una época de cambios para Louise: su madre, hermano y ella quieren vender o hacer algo con el castillo que les da pérdidas, acaso vender cuadros y reorganizar la economía familiar. El hermano, además, que está por comprometerse con una hermosa mujer, tiene Sida. Quizás se esté por morir. La película trabajará con esas variables dramáticas sumando situaciones: encuentros familiares, subastas de objetos, visitas a la iglesia y algún que otro conflicto amoroso y familiar. El problema radica en que este orbe existencial, en el que se quiere recuperar "el espacio necesario para la vida", el conjunto de situaciones e inquietudes de los personajes parece responder al imperativo de un mero diletantismo. Picotear un poco del vértigo de la muerte, señalar algunos tabúes propios de burgueses, declarar la naturaleza quimérica del Altísimo no llegan a constituirse en acciones que superen la mera enunciación. La angustia de un rico difícilmente sea de naturaleza universal.
La película "La Salada" traza un retrato de la inmigración en la Argentina a través de personajes que interactúan en la feria más populosa de la Argentina. En la ópera prima de Juan Martín Hsu, la globalización no es un concepto que sirva de pretexto para publicar papers de dudosa recepción, sino el espectro que organiza la experiencia personal y topológica de todos los personajes. En La Salada, ser y estar no resulta precisamente una conjugación simultánea y una elección de cómo referirse a la posición subjetiva con la que se habita y se siente. En una escena particularmente extraordinaria por su hondura emocional desprovista del característico sentimentalismo chapucero de este tipo de secuencias, una mujer interpretada por Mimi Ardú y uno de los protagonistas, Huang, mantienen una conversación precedida por un tema de Phil Collins en la que este joven deja el castellano por el chino y le cuenta un par de cosas en su propio idioma. El último cuento que cierra la escena sintetiza una forma de estar en el mundo en pleno siglo XXI, la era de la emigración permanente, cuya moraleja podría ser: ni aquí, ni allá, en ningún lugar del todo y siempre en varios idiomas. No es la primera vez que una película transcurre en esa feria alternativa del mercado ortodoxo llamada La salada, correlato estructural de la economía real, cuyo funcionamiento no responde a las reglas de la oferta y demanda tal cual las entendemos. Y Hsu lo sabe cuando ya en el inicio se llega a leer a medias en la computadora en la que copia películas para vender el título de la genial Hacerme feriante. Su película funciona como un contracampo intimista de la película de Juan D'Angiolillo pero, al igual que ésta, también se preocupa por denotar la geografía de la feria para que se entienda esa experiencia colectiva. Sus panorámicas y planos generales sobre el territorio son precisos y alcanzan para situar las pequeñas historias que articulan el relato, sin ceder entonces al solipsismo de los sentimientos amorosos. En efecto, la soledad es el tema central, el desarraigo también, pero ambos estados anímicos son atravesados por un orden económico específico. Los personajes son encantadores: un padre y su hija coreanos: ella a punto de casarse con un compatriota, él un hombre solo, viudo inamovible. Un joven taiwanés que vive solo, extraña a su madre que sigue en su país y le gusta mucho una joven policía enteramente argentina. Los otros protagonistas son dos bolivianos, tío y sobrino. Todos ellos han llegado a Argentina para mejorar. El cariño que profesa el director por sus criaturas es constante, pero se evidencia particularmente en una escena hermosa en la que el joven boliviano y el comerciante coreano que le dará trabajo comparten un instante de ocio. Pequeña gran película La salada. Hsu, siempre consciente de que el cine es una especie de esperanto en el que todas las culturas pueden encontrarse, da sus guiños y sugiere cómo uno de sus personajes aprende sobre Argentina a través del cine, ese país suplementario que ha cimentado desde sus primeras décadas una verdadera internacional de imágenes en movimiento.
Las montañas, los caballos y la peculiaridad de una región tan asombrosa como desconocida no alcanzan para sostener una película que se ve vistosa pero no deja de ser tan insignificante como la transmisión audiovisual de las carreras de cualquier hipódromo Islandia es un país desconocido. El signo más cercano que proviene de él es la música inclasificable de Björk, rítmicamente influenciada por la métrica de los géiseres. Un lugar extraño, sin mucha gente, en el que el horizonte infinito define una forma de habitar, como el frío omnipresente, que excede las variables climáticas desapercibidas de la cotidianidad. El frío escribe el ser de las cosas. Los planos detalles sobre la crin de un caballo abren la ópera prima de Benedikt Erlingsson, actor devenido director. El reflejo en los ojos del animal funcionará como un contraplano de su dueño. Vehemente y prometedora apertura e ilustración del título del film (incluso en el original: “Hrros í oss” significa “el caballo en nosotros”), seguida por un par de planos abiertos que sitúa este relato articulado en breves historias alrededor de un pueblo de campesinos en una zona montañosa con salida al mar. Para el ojo se tratará de un goce permanente, pues los paisajes constituyen una película aparte; por cada panorámica el deseo de viajar será inevitable. Pero el cine no es una colección de postales, y mucho menos aún una incitación al turismo óptico inmóvil. Se dirá que la película es entrañable, porque tiene algunas secuencias que así lo confirman. Por ejemplo, la historia de supervivencia a la que estará obligado un personaje inusual para los nacidos y criados en este pueblo remoto islandés. Se trata de un latinoamericano, el más simpático de los personajes del film; en cierto momento, su propia piel se confundirá con la piel de un caballo. No está mal la secuencia, y en cuanto al ingenio del director para pensar una escena será aquí donde se pueda constatar su circunscrita destreza. Se puede percibir en el film una crueldad soterrada expresada y protegida humorísticamente que se descubre por sus consecuencias sombrías: un par de bajas gratuitas entre los hombres y los caballos. La primera historia culmina con un tiro en fuera de campo, y si bien el móvil del protagonista iracundo pasa por conjurar su vergüenza, la gratuidad de ese corolario es digna de sospecha. Hay más pruebas. Los relatos, por cierto, son mínimos: montando a caballo, un hombre se mete en el mar para recoger unas botellas misteriosas de un pesquero ruso; dos vecinos fornican entre una manada; otro dos vecinos pelearán por los límites de sus respectivas tierras. Cine de anécdotas. El costumbrismo hípico de Erlingsson puede convencer debido a la insolencia visual e imponente de un ecosistema singular que enrarece y distrae de la nimiedad de los cuentos, que tienen más de chisme barrial y breve historia para un corto. Como todo cine costumbrista, el mundo que retrata es inmóvil. Cada uno tiene su lugar, los actos evitan la sorpresa y el cine se circunscribe a reproducir una forma de vida. No hay preguntas, menos todavía una genuina curiosidad sobre cómo filmar la intersección afectiva entre el silencio de los caballos y los hombres que oscilan entre darles con un látigo y brindarles una caricia.
Metafísica artificial: pulgares abajo para el estreno de "Chappie" La nueva película de Neill Blomkamp aborda la temática de los sentimientos en androides, pero se vuelve esquemática y no exenta de moraleja. La metafísica es una palabra excesiva para hablar de Chappie, una película esquemática e inscripta débilmente en la ciencia ficción con un discreto fondo político reaccionario. Pero ese sustantivo inflado por siglos es lo que define abstractamente su centro. El desenlace lo confirma sin vacilaciones y un cuento leído por la madre adoptiva del robot (que consigue vencer su mero mecanicismo y convertirse en una máquina que siente) lo postula sin miramientos. De lo que se trata aquí es de afirmar la autonomía del alma o la independencia de la conciencia del cuerpo. En un futuro impreciso pero no muy lejano, los ciudadanos de Johannesburgo viven en una especie de estado naturaleza: caos, homicidio, inseguridad permanente e ineficacia total de las fuerzas del orden, rasgos distópicos reconocibles. Frente a una sociedad sin ley a merced de las pandillas, con 350 crímenes cotidianos como estadística insoslayable, la solución consistirá en introducir una brigada de policías robots denominados "Scouts" y concebidos por una empresa privada. Recuperar el orden, restablecer la ley, estas son las dos operaciones que definen el universo simbólico reduccionista de Chappie. En la empresa que produce "Scouts" está el ingeniero Doug. Su pasión no reside en perfeccionar el régimen de vigilancia estatal, sino en encontrar la fórmula para que las máquinas adquieran autonomía y sentimientos. Su némesis militarista en la empresa es Vincent, otro ingeniero, frustrado y alienado, que espera su oportunidad para imponer otro modelo policíaco de robots. Tarde o temprano, tendrá su oportunidad, pero estos elementos dramáticos son secundarios, porque cuando Chappie, el robot, trascienda potencialmente su condición de máquina, a Neill Blomkamp y su guionista (y mujer) Terri Tatchell les interesará más seguir el aprendizaje desde cero de la máquina y su eventual devenir humano. Que elijan a una pareja de criminales como tutores (muy simpáticos, por cierto) es un buen giro narrativo que resulta involuntariamente más cómico que dramático. Todo es caricaturesco e infantil en el filme de Neill Blomkamp. Si se asumiera como pura comedia descerebrada, Chappie sería una parodia liviana y pasatista de películas como RoboCop, Frankestein e Inteligencia artificial. Un buen pasaje paradójico y emblemático acerca de la irregularidad del punto de vista asumido es aquel en el que Chappie mira la presentación del dibujo animado He-Man en la televisión. Lo que podría ser un gag culmina como lección indirecta: el aprendizaje es mímesis y en una cultura patriarcal profusa en falos la presunta inocencia de los niños se trastoca a través de signos de violencia tempranos (que durante toda la película no deja de glorificarse). Película incierta la de Blomkamp, revuelta formal y temáticamente, no muy lejana a un video juego con moraleja, en la que las reiteradas panorámicas incitan a contratar una empresa telefónica y se agrega descaradamente una línea para que se asocie la marca de una bebida energizante con el ejercicio de la inteligencia. Ruedan las cabezas, las balas despedazan los cuerpos y se confirma al mismo tiempo la inmortalidad del alma.
El régimen del (cine de) terror es constante y proviene cinematográficamente casi siempre de una misma región simbólica; no tanto de Hollywood como del imaginario mismo del hombre blanco, que allí escribe y proyecta sus fantasías más oscuras, de las que surgen psicópatas diversos y encuentros con monstruos que remiten a distorsiones del orden de la naturaleza en clave de mitos y fenómenos sobrenaturales. Cine de terror, un género conocido, consumido, a veces clarividente, a menudo condescendiente. Pero he aquí una película de terror que se mete a fondo con el terror en sí, que nada tiene que ver con el género cinematográfico, pero que en también gira en torno a cadáveres y al costado ominoso de las prácticas humanas, materia constitutiva de las películas de ese género. No estaría mal que el público preferencial del género de terror dé un vistazo a Damiana Kriigy. La “protagonista” de este nuevo filme de Alejandro Fernández Mouján tenía 14 cuando en 1907 fue fotografiada desnuda por un antropólogo alemán con fines científicos. Dos meses después murió de tuberculosis, y si bien la razón de su capitulación no indica terror y masacre, el contexto de su muerte temprana sí lo hace. Terror caucásico, de los blancos. Fernández Mouján le dedica una película a la triste y desconocida historia de los aché, pueblo nómade del Paraguay que para los antropólogos del viejo continente de fines del siglo XIX representaba un acceso a la Edad de Piedra. Para el cineasta argentino, en las antípodas de los aventureros decimonónicos, el filme posibilita darle visibilidad a las crónicas de un pueblo hostigado por la prepotencia de una cultura avasallante. El centro de la resistencia y del relato estriba en revisar qué sucedió con la joven de la foto, de lo que se predica filmar una breve contrahistoria (y una genealogía), acaso la inversión del funesto libro del antropólogo Robert Lehnman Nitsche, Una india guayaquí. Esto llevará a Mouján al Museo de La Plata, a un neuropsiquiátrico y a un hospital en Berlín para poder seguir las huellas de los restos de Damiana. Recolectar archivos, buscar testimonios, cuestionar las certezas del positivismo de antaño, escuchar a los sobrevivientes de hoy. Honrar a Damiana requiere rigor, y en esto también está comprometida la composición de los planos. Huesos por un lado, cráneo por el otro, la evidencia física de la existencia de la joven volverá íntegramente a reunirse con los 2.000 aché que aún viven en una reserva. La lucha continúa, como se constata frente al cambio del régimen de cultivos y la posesión de las tierras. La infinita historia de explotación es siempre una amenaza. Pero los aché no se rinden ante la supremacía blanca. Siguen en pie y mantienen distancia.
La infancia diseñada La simpatía de la joven actriz Giulia Salerno se destaca auténticamente en un universo demasiado colorinche, expresión de un diseño obsesivo que intensifica los colores como si estos exteriorizaran la histeria de la madre (adoptiva) y el narcicismo del padre. La vida doméstica es aquí un infierno multicolor, y en la apuesta que realiza la actriz y directora Asia Argento en Incomprendida el color es tan programático como los encuadres enrarecidos. De lo que se trata es de comunicar la violencia de la realidad circundante en la recepción sensible de una niña de nueve años llamada Aria. La historia transcurre en 1984. Roma es la ciudad elegida, aunque lo que sucede fuera del mundo familiar queda en fuera de campo, excepto los escándalos faranduleros que involucran al padre, un actor famoso, y a la madre, una música reconocida. Ya en la escena inicial, la asfixia emocional se percibe como una situación cotidiana y la tensión vincular es la regla que determina los intercambios familiares. La posición familiar de Aria remite ligeramente a la Cenicienta, pero la pobreza está erradicada del mundo de la niña. Aunque quizás no del todo: una vez que los padres se separen, Aria llegará a dormir algún día en la calle. El desamparo es su destino. Incomprendida insistirá en mantener la altura de la cámara en total consonancia con la mirada de la niña, con algunos planos generales en picado que interrumpen ese registro y que se despegan del punto de vista propuesto. Desde sus ojos y su percepción surge literalmente el relato, una cercanía voluntaria que Argento privilegia siempre y lo confronta con un sinfín de situaciones crueles. Todos, excepto el gato Cad (su ángel de la guarda imaginario y real), le fallarán a Aria, incluso su gran amiga de la escuela, que paulatinamente la irá abandonando. La crueldad, sin duda, existe en el mundo de los adultos, pero aquí parece una imposición caprichosa que empujará al personaje a una decisión radical, que Argento no acompañará hasta las últimas consecuencias. El límite que los padres desconocen será retomado por la realizadora, como si fuera un hada madrina. Se ha insistido en varias ocasiones en que este filme es nuestro 400 golpes de hoy. De aquella película solamente recoge el desamparo, ya que el registro responde más a un universo de diseño que a cierta forma de aproximación natural a la infancia. En verdad, Incomprendida es una suerte de tibio remedo de Mouchette para pudientes. La opulencia del diseño es incompatible con el dolor de saberse solo y detectar a su vez que el mundo expele a los sensibles.
Noble y sólida segunda película, y confirmación de que Hermes Paralluelo es uno de los directores más talentosos y singulares de España. Ningún fenómeno más determinante y equívoco que el tiempo. Objeto de la filosofía y la física, variable económica para medir la productividad y su valor, condición estructural que articula el ocio, por donde se mire el tiempo es el concepto que atraviesa todo y a su vez es paradójicamente inaprensible. Excepto, tal vez, en el cine. Filmar algo es siempre capturar el tiempo en su duración. Materia primera del cine: la extensión del tiempo. Magia materialista del cine: repetir ese tiempo específico todo el tiempo que se desee, falsa proeza ontológica por la que la irreversibilidad del tiempo se conquista en la ilusión. Hermes Paralluelo, el director catalán que debutó con Yatasto, la mejor película cordobesa filmada hasta el momento, sabe de la importancia del tiempo. ¿Cómo filmarlo? La evidencia absoluta del tiempo, fuera de la medición interesada y pragmática que garantiza la invención del reloj, estriba en el cuerpo. Las transformaciones físicas del cuerpo constituyen la marca del tiempo. De ahí que cualquier película cuyos actores principales sean abuelos introduce el tiempo inevitablemente. ¿Cómo filmar la senectud? No es una pregunta entre otras, pues la vejez suele quedar en fuera de campo o simplemente se la mistifica como período de sabiduría automática y edad de travesuras tardías. En las antípodas de Elsa y Fred en sus dos versiones, o de todos esos filmes en los que los viejos quieren comportarse como jóvenes, Paralluelo, en No todo es vigilia, consigue dar con la sustancia de la vejez filmando a sus propios abuelos, quienes están juntos desde hace más de 60 años y han dejado de percibir el tiempo como un horizonte abierto. La vejez conlleva una forma de percepción, aguda y potencialmente libre de ciertos enredos subjetivos, y Paralluelo tratará de trabajar sobre ello intensificando la percepción de los actos cotidianos. La película está dividida en dos segmentos identificables; el primer movimiento, marcado por cuatro panorámicas hermosas sobre un paisaje nevado, transcurre entero en un hospital en España. Antonio tiene que hacerse un conjunto de estudios y Felisa simplemente lo acompaña. La pulcritud del hospital es tan ostensible como su carácter espectral. Hay aquí una intuición: la vejez implica una modificación perceptiva respecto del límite del propio cuerpo y su vinculación con el espacio circundante. Es por eso que Paralluelo elije mantener cierta distancia respecto de una lectura sociológica de esa institución y prioriza un abordaje físico de la interacción espacial entre los cuerpos de sus abuelos y algunos pacientes y todo el mobiliario e instrumental del hospital. Dicho abordaje tiene un apoyo notable en el concepto sonoro del filme, por el cual la realidad sonora del hospital tiende a concentrarse en sonidos específicos y abstraerse. Hay un pasaje visualmente estupendo en el que Antonio tiene que pasar por un tomógrafo. El director descubre entonces una relación directa entre el cuerpo de su abuelo y la luz del láser, un cruce entre lo biológico y lo técnico que se transforma frente al lente y adquiere un valor estético. Hay más ejemplos como ese. Pero es en el segundo movimiento en donde No todo es vigilia alcanza un lirismo discreto y su emotiva historia de amor se percibe en toda su dimensión cronológica. La cotidianidad de los abuelos se circunscribe a actos domésticos menores y nada parece suceder hasta que en una noche Paralluelo desata, a partir de un travelling misterioso que va de una habitación a otra mientras suena un timbre y los abuelos duermen, una inquietante atmósfera que patentiza lo que implica tanto el hecho de estar solos como el de estar con alguien en el momento particular en que el tiempo se consume sin extensión. Los abuelos suelen dormir en habitaciones separadas; sin embargo, en esa noche, el abuelo se levantará de la cama y buscará dormir con su compañera de toda la vida. Antonio y Felisa despertarán juntos. Lo que sucede en esos minutos, durante los cuales los viejos charlan un poco vistos desde un plano medio en picado, constituye una forma sensible de presentar la vida en pareja como una travesía en el tiempo. Hay una sorpresa posterior, una prueba, la más contundente, de que así ha sido. Es el único pasaje musicalizado, instante en que vemos el tiempo enteramente desnudo. El dios que devora a los hombres no es necesariamente un monstruo. No todo es vigilia es la confirmación del lado luminoso de lo irreparable.
Las víctimas del azar Fallida y trivial en su generalidad, pero con algunos pequeños momentos hermosos. Cumplamos con el trámite de presentar la trama: en un viaje de negocios, un hombre que trabaja como inspector fiscal pierde el último tren de la noche, va a un bar a tomar algo, ve a una mujer hermosa, sale tras ella, le pregunta algo, consigue su atención, caminan durante toda la noche y se enamoran. En la mañana, él volverá a París y quedarán en encontrarse. Sylvie (Charlotte Gainsbourg) está en pareja, pero no lo explicita; Marc (Benoît Poelvoorde) se define como un amante de todas las mujeres y se piensa como un verdadero huérfano, pues sus padres han muerto, una forma de decir que es enteramente maduro. A sus 47 años, Marc sufre del corazón. Una hora antes del esperado encuentro tiene una reunión de trabajo con dos chinos. Presunto momento cómico del filme. El tiempo se extiende de más porque la incomunicación con los clientes determina el momento. Así, sale a las apuradas y manejando tiene un desmayo. Llegará tarde. Ella volverá a su ciudad y con su marido. No mucho después, en una reunión familiar, se observa a su hermana Sophie (Chiara Mastroianni), quien está muy triste, porque Sylvie partirá con su marido a los Estados Unidos. Pasado un tiempo, Marc conocerá a Sophie y se terminará casando y teniendo hijos con ella. Lógicamente, todo pasará por saber cómo y cuándo se darán cuenta todos de todo. Síntesis: tres corazones víctimas del azar, o quizás, para ser más precisos, tres vidas aprisionadas por un guion caprichoso que intenta ilustrar la tragedia de sus personajes. 3 corazones es una película extraña. En su conjunto es fallida, incluso trivial, como si se tratara de un culebrón afrancesado destinado a la población culta. Otra revelación de la impericia pasaría por la música. Pero hay pequeños momentos hermosos en 3 corazones, unidades aisladas en las que un instante vence su función narrativa e incluso redime a la película. Véase cuando Gainsbourg viaja en tren para encontrarse con el posible amor de su vida. Jacquot registra su rostro impasible por unos segundos y casi imperceptiblemente hay una leve transformación en su expresión. De la incertidumbre se pasa al convencimiento por una mueca y un cambio de posición. 3 corazones se sostiene gracias a esos pocos momentos en los que sus partes se independizan del todo, algo que también sucede con la hermosura de Gainsbourg y Mastroianni. La fotogenia es un plus que está más allá del pragmatismo narrativo por el cual la cara de una actriz representa obligadamente el semblante de un personaje. En el cine no todo se dirime en la fuerza de un argumento.
Un prometedor último vuelo Es el más grande de todos los animadores de las últimas décadas, viene de Japón, probablemente se ha despedido con esta elegía heterodoxa y nos quedarán de él esos mundos que dibujó y a los que dio movimiento. ¿Cómo olvidar los entes animados de La princesa Mononoke, el amable fantasma y el dragón blanco de Las aventuras de Chihiro o el gigante silencioso de El castillo en el cielo? La última película no se parece mucho al resto de sus títulos, pues aquí la emancipación de la imaginación está acotada a los sueños de su protagonista: el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi. En cierta forma, El viento se levanta, título inspirado en una sentencia del poeta francés Paul Valéry, es un biopic difuso de Horikoshi, cuyo lirismo científico acerca de las naves que desafían la fuerza de la gravedad tuvo en su aplicación concreta consecuencias militares poco felices; la más conocida, el diseño de los aviones que se hicieron célebres en el ataque japonés a la base de Pearl Harbour. El antimilitarismo de Miyazaki, no obstante, sigue en pie, más allá de los hechos inalterables de la vida del ingeniero, pues desde un inicio hay varias secuencias que refuerzan su repudio. Si aquí hay un problema de fondo, pasa por la mistificación de la historia japonesa, ya que en el filme se insinúa que los japoneses son víctimas de los alemanes y no socios. El personaje puede ser “miope”, no así Miyazaki. El realismo biográfico impone aquí una línea recta: Jiro como niño, estudiante y adulto, pero siempre con un sueño: volar, y sobre todo hacer volar. Hay una secuencia maravillosa en la que Miyazaki materializa el esfuerzo mental de Jiro por entender un mecanismo que falla en un avión a través de un fundido perfecto. Hay otras escenas visualmente notables, a menudo anticipadas –como suele suceder en el animé y en especial en Miyazaki– a partir del movimiento de las nubes y su coloración, signo que anuncia un cambio relevante. Es la gestualidad estética de una tradición, tal vez no muy lejos de los movimientos mínimos de una mano en el teatro No japonés que hacen aparecer una montaña, la lluvia o una laguna en la imaginación de la audiencia. Como sea, las panorámicas animadas de Miyazaki son tan majestuosas como irrepetibles. La imprecisión histórica del lugar de Japón en la Historia universal, o acaso la conveniente reescritura de la historia del ingeniero y de su país en las cuatro primeras décadas del siglo XX, se ve neutralizada aquí por una historia de amor, tal vez demasiado pura, pero no por eso menos conmovedora. Jiro y su futura amada se conocen en un accidente ocasionado por un terremoto (o quizás algo peor que una catástrofe natural). Más tarde, se reencontrarán y se amarán. Ella padece tuberculosis, y de esta afección se predicará un acto final de una hermosura contundente. El viento se levanta despega en serio cada vez que su trama gravita sobre el matrimonio de Horikoshi. Véase toda la secuencia que tiene lugar a propósito de un paraguas. Exaltación legítima del arte de un genio, que también se percibe en los sueños de Jiro cuando dialoga con la figura que inspira su vocación científica: Giovanni Caproni. Para los fieles acríticos de Miyazaki, acaso el líder de una fe universal cimentada en el animé, se tratará de una nueva maravilla del sumo sacerdote. Para el no creyente admirador del maestro japonés El viento se levanta es una última película que, si bien no es un remedo de su genio, tampoco representa el crepúsculo perfecto de su maestría.