Un bodrio con dos actores que son todavía más insignificantes frente a un territorio cinematográficamente sublime que apenas luce un poco. Una simpática mención casi humorística sobre Wall-E y un par de panorámicas prepotentes aunque visualmente atractivas del desierto californiano constituyen lo único redimible de esta película de cacería pletórica de testosterona. Michael Douglas es poderoso y malísimo; una hiena capitalista que hace negocios con China. Jeremy Irvine es bueno, muy bueno; un átomo dócil del sistema, pero corajudo. ¿Es Duelo al sol acaso un capítulo puramente sádico y macho de El Coyote y el Correcaminos? En la hora completa durante la cual este filme tiene lugar en el desierto de Mojave, todo se circunscribe a una acción y un objetivo: perseguir y después matar. Pero Chuck Jones con sus divertidos seres animados, que no eran otra cosa que una parodia de Tom y Jerry, encontraba uno o dos matices que, al lado de este filme inanimado con actores de carne y hueso, resulta de una riqueza dramática inconmensurable. O quizás el relato es una distracción y nada más se trata de una publicidad de vehículos 4X4 y de los últimos modelos de escopetas. Nunca se sabe. La ideología es exhibicionista. Después de una pesadilla, el personaje de Irvine se despide de su novia. Vivían juntos en el medio de la nada. Ella empieza la universidad, él elige quedarse en donde vive. Tiene sus motivos, y un flashback espantoso lo explicará rápido para que no existan dudas. Ben, recordémoslo, es bueno, muy bueno. Y John, muy malo. Un millonario que trabaja en seguros y cuya nueva zona para conquistar económicamente es China. ¿Por qué se encuentran? Simplemente porque John quiere cazar en una zona peligrosa del desierto y Ben es el guía perfecto. ¿Qué los enfrentará o por qué, en vez de disparar contra los animales, en cierto momento John apuntará al joven? Un accidente, solamente, pero con consecuencias legales. De ahí en más la persecución dominará la escena. Casi hasta el final, porque el presunto ingenio del guión propone un giro (in)esperado. El cine no puede trabajar sin estereotipos, porque estos son un pasaje directo a lo universal. La jerarquía de un director se verifica en el modo en que se distancia de los estereotipos y singulariza a sus personajes. He aquí un filme que es en sí mismo un estereotipo, incluso un estereotipo del estereotipo. Grado cero del argumento y la puesta en escena: hasta las quemaduras de sol en la cara de un protagonista remiten a un curso de maquillaje. ¿Y qué decir de la honda, esa arma pretérita, capaz de imponerse al fuego de un rifle supersónico? Otro estereotipo: la seducción de lo primitivo, la ineficacia de la tecnología moderna.
En Ricki and The Flash: entre la fama y la familia, Meryl Streep interpreta a una cantante de rock que eligió en el pasado seguir su vocación a expensas de sus “obligaciones” maternas. Sus tres hijos quedaron alguna vez al cuidado de su padre y de su nueva mujer. La decepción amorosa de su única hija hará que la rockera, quien toca en un bar en las noches con su banda mientras trabaja durante el día en un supermercado para ricos, viaje a visitarla, lo que implica un reencuentro con todos sus hijos y su exmarido. Streep de rockera conservadora es convincente, pero lo mejor de esta sospechosa utopía americana a escala familiar, en la que el rock opera como un neutralizador de las diferencias de clase, recae en los personajes secundarios de la banda, que incluyen a Rick Springfield en el papel de amante y guitarrista. Cuando aparecen, la película respira y la fórmula que la estructura se debilita. El viejo realizador Jonathan Demme (El silencio de los inocentes) destila cierta elegancia en el registro, como se puede ver en algunos travellings lentos hacia delante para seguir ciertas escenas, algo que se puede percibir en la mejor secuencia de la película, cuando Streep canta un tema acompañándose con su guitarra mientras su hija y el padre escuchan y reviven indirectamente viejos tiempos familiares. Como suele suceder en este tipo de películas, una fiesta de casamiento es el escenario en el que la reconciliación absoluta entre todos los miembros de la familia tiene lugar, secuencia obligada que marca los límites de las propuestas de esta naturaleza. Es uno de los mejores trabajos de la actriz, principalmente por la liviandad que transmite, condición que delimita cualquier performance física y gestual para demostrar profundidades psicológicas y piruetas anímicas existenciales. Como pasaba en Los puentes de Madison, la vida ordinaria le sienta bien a la dama de los Óscars, que suele siempre enfatizar sus proezas dramáticas frente a cámara desconociendo la virtud de la discreción.
Las buenas acciones e intenciones no siempre conducen a la beatitud cinematográfica. Al cristianismo el cine le sienta bien. Una buena película sobre la fe hasta convierte, mientras dura, al ateo envenado. Diario de un cura rural, El evangelio según San Mateo, Bajo el Sol de Satán, Giordano Bruno, el monje rebelde, algunos títulos indispensables. Nada más apasionante que ver a un hombre entregar su vida a alguien que sus ojos desmienten. La épica vertical en el fuero íntimo ha dado películas grandiosas. Pero el milagro sólo es posible bajo una condición (estética): la fe debe ser sierva del cine. He aquí el problema esencial de esta hagiografía sobre Jorge Bergoglio. El cine es un mero instrumento para ilustrar durante dos horas la canonización anticipada de un hombre que nació en Argentina y que en la actualidad es la cara visible de una institución que representa al Altísimo en la Tierra. El tour turístico con el que se inicia la película, precedido de unas panorámicas de los lugares emblemáticos (y ostentosos) de la ciudad de Buenos Aires, es ya toda una confesión. La propuesta es un viaje directo a los gloriosos eventos en la vida del personaje, encarnación de una benevolencia impoluta y casi absoluta. Jorge-Francisco es aquí más papista que el Papa. La película arranca en el 2013, con la transmutación ya consumada de Jorge en Francisco, una transformación que desde el día del anuncio y por unas semanas provocó en los feligreses vernáculos una alegría sublime y desbordada, un delirio colectivo, como si el país católico hubiera ganado un mundial celestial, efecto de consenso que duró un tiempo, hasta que el Sumo Pontífice emitió signos demasiados políticos. Por las dudas, una aclaración del personaje: “La política debería ser una forma elevada de la caridad”. Sobre esa disputa simbólica acerca del Papa nada se dirá, y lo único medianamente político del film pasará por las elecciones papales en el interior del Vaticano. Como suele suceder desde el 2004, el kirchnerismo en el cine de ficción argentino es un radical fuera de campo, un tabú casi estructural. Por otro lado, en la Capilla Sixtina los intereses no son tan celestiales. Ratzinger versus Bergoglio en pleno cónclave deja entrever una rivalidad que desborda un mero problema de estilo. La puja entre conservadores contra progresistas en la mansión de Dios al menos se enuncia. Más tarde, para atemperar el disenso y la contienda de intereses, Francisco adjetivará la renuncia de su antecesor como revolucionaria. El amor vence. La introducción del Papa en su presente se relega un poco, pero lo primero que se elige mostrar de su pasado es la adolescencia. Nada traumático. Una biografía sobre Francisco de Asís será el preámbulo para el llamado vocacional, lo que eclipsará su potencial deseo por las mujeres. Ni su noviecita con pechos de campeonato, ni su último llamado al amor profano cuando conoce a una lectora no menos obsesiva que él. Su biografía, desde ese momento, se contará en episodios breves y no lineales que vienen a componer el retrato de un hombre virtuoso: su lucha contra la pobreza y la corrupción, una constante, su compasión por los que sufren, una evidencia. Y este santo no vacila nunca: frente a una encarnación maléfica de un remedo de Massera, al jesuita no le tiembla el pulso, tampoco frente a un soldado cualquiera cuando ayuda a escapar a un militante judío en Ezeiza. Dudar de él es una presunción de iconoclastas fanáticos, como se enfatiza en una escena en la que un símil sin nombre de Horacio Verbitsky se encoleriza frente a la periodista española que será la gran amiga de Jorge en el relato. La única manera de no ceder a la tentación de filmar una estampita en movimiento estribaba en hallar una forma que se alejara del estereotipo. Pero ya desde el plano acelerado inicial en el que se ve la salida del sol en Buenos Aires, todas las elecciones formales refuerzan la univocidad de esta imitación de Cristo para todos. La puesta en escena es un pesebre: los lentos movimientos de cámara, los filtros para que todo tenga el look que corresponde, los acordes musicales que codifican cada emoción para que el estímulo se redoble, intensifican la adoración acrítica. Non habemus cine. En un momento, el admirador eclesiástico de Borges dirá que se arrepiente de sus pecados; uno de ellos, el personalismo. Al desoír al propio personaje, la película desconoce la medida de su amor y peca inflando la personalidad del retratado hasta el infinito. El exceso no es virtuoso. En efecto, se trata de una operación estilística en la que se explota el estereotipo del santo, como si no existiese ni una pizca de suciedad siquiera debajo de las uñas.
La nueva película de Citarella y Llinás no es otra cosa que la descripción de un sentimiento poco aprehensible, no menos que los sentimientos de reparo que surgen de la interacción de los hombres con los animales. El desamparo no es un tema entre otros. A veces se lo confunde con la soledad, un sentimiento vecino, pero no necesariamente yuxtapuesto. Películas sobre solitarios hay bastantes, pero las películas sobre el desamparo no son muchas. Digamos que La mujer de los perros es principalmente una película sobre ese sentimiento tan peculiar por el que alguien ya no se siente ni siquiera un miembro legítimo entre los de su especie. Un observador distanciado, una entidad sin contenido, un fantasma con cuerpo. El desamparado es aquel que ha renunciado, por razones que a veces desconoce, al intento de ir al encuentro con otros. Algo pasó. Un día llegó a ser un desierto, una isla, un átomo. El desamparo es abismal. La mujer de los perros también se ocupa de la conservación. Otro tema que tampoco se suele atender excepto en clave apocalíptica. Desde el inicio, el desenfoque de los planos iniciales intensifica la presión de los sonidos del ambiente. La naturaleza suena. Hay muchos perros y se divisa una figura humana. El paisaje borroso parece ser un bosque. De a poco se entiende: están recolectando los frutos de una cacería. Con trampas y ondas. La conservación unifica: todas las especies, para poder subsistir, deben procurarse el alimento y un hábitat. La mujer vive en alguna zona aledaña del conurbano bonaerense, en esos paisajes en los que coexisten countries, zonas baldías y pequeñas ciudades. Ella, que no tiene nombre y va con más de 10 perros por todos lados, sobrevive en una choza, que va cambiando un poco según las estaciones. Si el desamparo es además físico y no sólo psíquico, las condiciones meteorológicas son decisivas. El frío es más que una sensación. La lluvia puede refrescar, pero inmoviliza. Le debe haber requerido cierto esfuerzo a Verónica Llinás entender las coordenadas anímicas de su personaje, al que no se le concedió el habla. No ha dejado de ser un animal lingüístico, pero durante toda la película no emite ni siquiera una interjección. El desafío pasaba entonces por hablar con el cuerpo y trabajar sobre irregularidades del rostro, sobre movimientos mínimos faciales que produjeran un discurso afectivo eficiente. Se lo impuso a sí misma, porque la idea de la película fue suya y de su hermano (Mariano Llinás). El resultado es magnífico: siendo una actriz a la que nada mal le cae el histrionismo, verla en este papel silencioso es una sorpresa. Llinás no está sola. Es cierto que ella es una de las directoras, pero no es la única. La otra firma es de Laura Citarella, y a juzgar por Ostende, su ópera prima, el estilo de aquel filme está presente en este. Indicios formales reconocibles: el desenfoque y principalmente la panorámica que tiene en sus dos películas una función narrativa, un uso de escala de plano que pocas veces trabaja en función del relato. En La mujer de los perros hay varios pasajes en los que se elige para narrar un plano de estas características. Uno de ellos, el plano final, en el que Citarella y Llinás volverán a trabajar sobre el suspenso de una situación a propósito de algo que sucede con la mujer. Esto, por cierto, también sucedía en Ostende: el plano de cierre de ese filme estaba concebido para mostrar un asesinato. En La mujer de los perros la violencia es mínima. Un choque accidental entre dos motos durante una tarde en la que el pueblo se reúne a las orillas de un río para entretenerse; unos pibes jóvenes que tal vez no consiguen entender quién es esa mujer solitaria que va acompañada por muchos perros y entonces la catalogan de loca. La mujer reaccionará en cierto momento, de un modo casi infantil, pero nada que se acerque a un arranque de violencia extrema. La hipótesis de demencia, por otra parte, debe ser descartada de plano, pese a que todo corrimiento al margen de lo social no es inmune a ese deterioro psíquico que surge de no acoplarse del todo bien a lo real. Hay varios elementos que demuestran que el personaje mantiene su racionalidad en forma: la visita a una amiga, un turno en un hospital por motivos no del todo claros (y que incluye un momento de comicidad fina) y el encuentro peculiar con un gaucho. La única evidencia de una percepción alterada pasa por un instante de fiebre. Hay una fugaz alucinación que remite elegantemente a la infancia. Dura un segundo, y lo que se llega a ver en un primerísimo plano es suficiente para entender que la alucinación no es otra cosa que la expresión de un recuerdo de un tiempo pasado en el que, ante un estado de convalecencia, había alguien que la sostenía y cuidaba. La contrapartida de ese tiempo en el que el desamparo es casi imposible, el tiempo de la infancia, es aquel momento en el que la mujer observa a un hombre que abandona a su perro. Es una escena de una tristeza seca, sin ningún apoyo sonoro que repique sobre el poder del abandono que la imagen sola logra transmitir. Es un instante de empatía directa en el que el desamparo del personaje se desdobla en ese perro viejo al que se lo deja en un bosque para que encuentre su muerte. Ella le dará amparo por un tiempo. Lo que sucede entre ese animal y la mujer es de otro orden. Hay una diferencia vincular entre ella y él, una suerte de alianza anímica que solamente el desamparado puede reconocer. Con los otros perros, simplemente conforma una comunidad, una especie de familia heterodoxa en la que los perros y la mujer viven sin una distinción de especie precisa. Lo que es evidente es que el vínculo entre la mujer y los perros poco tiene que ver con la modalidad de lo doméstico. El concepto de mascota brilla por su ausencia. A esta altura es menester preguntarse por el pasado del personaje. De eso nada se dirá. Su perspicacia y algunas acciones sugieren algunas filiaciones sociales. El paso por una iglesia poco tiene que ver con el respeto que le suscita a un feligrés. Lo mismo sucede en otras tres instancias en las que el personaje elige robar objetos menores y algún que otro alimento. Por qué una persona elige o es obligada al abandono y a una vida signada por la supervivencia es algo que el filme prefiere no responder, quizás porque el esbozo de una respuesta, aunque sea abierta, lo hubiera obligado a incursionar en una dimensión más sociológica, incluso política. La preferencia es aquí poética y existencial, y es por eso que la confrontación entre el desamparo y lo social, el individuo librado a su propia suerte y la sociedad con sus leyes, no llega a producirse. La tristeza del desamparado es ineludible, y La mujer de los perros no simula esa tristeza, que se impone amablemente sin pedir compasión alguna por sus testigos y que como tal, además, no miente. La paradoja es que a veces lo triste puede ser bello, y en eso, la película de Citarella y Llinás regala varias secuencias de una hermosura justa respecto del tema que la define. Bajo ningún modo embellece la desposesión, sino más bien se encuentra con breves momentos de belleza, atisbos, que suelen estar relegados solamente a la interacción entre los perros y esa mujer silenciosa. Son pasajes casi inadvertidos, apenas visibles, donde se adivina una comunión que nada tiene que ver con esa espantosa relación asimétrica que se establece entre el amo y las mascotas cuyas vidas administra.
Esta comedia liviana de espías, basada en la vieja serie de mediados de la década del ‘60, con dos o tres secuencias elegantes, interpretaciones eficientes y personajes simpáticos, en el mejor de los casos puede llegar a incitar algún interés sobre la Guerra Fría para la audiencia a la que está dirigida y evitará probablemente el bostezo generalizado, incluso cuando el característico ritmo frenético del montaje de los films de Guy Ritchie no siempre se sostenga. Henry Cavill como Napoleón Solo parece sentirse más a gusto que en su famoso papel de extraterrestre devenido en superhéroe equívocamente nietzscheano; Armie Hammer, como el agente ruso Ilya Kurikyn, también parece sentirse aliviado de tener que usar antifaz y estar siempre acompañado de un comanche, como en su último film, inspirado en una serie de televisión pretérita (el placer con el que compone al obsesivo y trastornado agente de la KGB es ostensible y el mejor gag corre por su cuenta). La inclinación cínica y a veces sádica de Ritchie está aquí ausente, de lo que se predica una inesperada amabilidad en el trato para con todos los personajes, incluso si uno de estos es un médico nazi, que si bien recibirá su merecido experimentando su propia medicina, la forma elegida para hacerlo coincide con uno de los grandes pasajes humorísticos del film. El argumento es tan esquemático como la geopolítica que sirve de contexto: un agente de la CIA con dotes de ladrón y otro agente de la KGB que luce como un fisicoculturista deben dejar de lado (no del todo) el enfrentamiento permanente entre los dos bloques que dividen el mundo y luchar contra una organización terrorista vinculada con viejos nazis que pueden contar con armamento nuclear. Es 1963. Poco importan los resultados y las resoluciones, pues aquí –un poco como sucede con la reciente y extraordinaria Misión imposible– a Ritchie le interesan las coreografías de las escenas de acción, la comicidad y la camaradería. Es por eso que la mejor escena del film tiene lugar en medio de una ridícula persecución de lanchas en la que esos tres elementos están perfectamente combinados, acaso un pasaje en el que todo está bien: el tiempo de la escena, la música elegida para hacer sentir su duración y el secreto sentido emocional con el que culmina.
Lucidez pura, invencible: “Nadie es sustancialmente alguien, pero cualquiera puede ser cualquier otro, en cualquier momento”. La sentencia cierra un texto hermoso de Borges titulado “El querer ser otro”. ¿No es el título y la oración citada justamente la síntesis de lo que define el quehacer de un actor? La última película del octogenario Roman Polanski puede ser vista como una exposición del alcance de ese veredicto. Las circunstancias, como los guiones y los parlamentos, delimitan algo del (yo del) intérprete. Un papel y una personalidad existen en un contexto. Mathieu Amalric es un director de teatro; Emmanuelle Seigner, una actriz desconocida que llega tarde a una audición. El director está a punto de irse y tiene una cena, pero la insistencia de ella, cuyo nombre, Vanda, coincide con el de su personaje, doblega el desinterés de quien aquí toma decisiones. Bastará que Vanda interprete la primera línea para que él detecte que esa desconocida es la actriz perfecta para el papel de su obra, una adaptación de La Venus de las pieles, una novela breve de Leopold von Sacher-Masoch escrita en 1870. De ahí en adelante, él simulará ser Severin, el personaje masculino de la novela, que alguna vez en su infancia recibió un castigo por parte de su tía, castigo que involucraba una piel de zorro y que signó misteriosamente sus gustos sexuales. Acaso el nacimiento de una perversión y una conducta: “La vida hace de nosotros lo que somos en un instante imprevisible”; como sea, de ese hombre y nombre proviene el concepto para quien goza con la sumisión y el padecimiento físico: masoquismo. El propio texto interpretado impone lógicamente una escenificación del poder. Vanda se impondrá de a poco, y los cambios en el personaje que interpreta Seigner son tan imperceptibles en un principio como vehementes luego: empezará cambiando las luces de la escena y terminará disfrazando al director y duplicando el juego de poder de la novela más allá de su representación. La duplicación es aquí una palabra operativa: Amalric parece Polanski 30 años atrás; Seigner es la mujer de Polanski, que tiene literalmente 30 años menos. Todo, en cierta medida, remite a algo de Polanski, hasta el cuchillo que aparece en una escena cercana al final y el cactus gigante que ha quedado de una escenografía de un ridículo musical belga, adaptación de La diligencia de John Ford. Se dirá que la película es demasiado teatral. ¿Es solamente porque tiene lugar en un teatro? La forma del montaje, el austero pero preciso concepto sonoro (y la música aquí no cuenta, porque eso sí es un problema en la película) y algún que otro movimiento de cámara desmienten tal apreciación. En verdad, hasta una road movie puede ser teatral, y una película de cámara y de actores no es necesariamente una película teatral. Y tampoco es una comedia negra existencialista. Las palabras no expresan una psicología profunda, más bien ocurre lo contrario: la conducta es un efecto de superficie en consonancia con las palabras. Película menor de Polanski, sanamente perversa y sorpresivamente cómica, lo que resulta casi una novedad. Véase el gag del rington del teléfono y el chiste que incluye al filósofo Derrida. Este Polanski evanescente deja su lugar de autor omnisciente y permite que sus actores dominen la película, sometiendo discretamente al público al placer de observar la contingencia de esas dos criaturas que se confunden con sus respectivos papeles.
Las curvas del deseo La princesa de Francia es la nueva película del joven director argentino Matías Piñeiro (Viola), que esta vez indaga en la vocación inquieta del deseo. "El deseo es curvo”, dice un famoso intelectual en un libro recientemente publicado, y será por eso que es tan difícil saber qué se quiere y a quién se quiere. De pronto la atracción se dispara para un lado que no se esperaba. El objeto de deseo es móvil, fugaz, variable. Este movimiento del deseo, nunca lineal, siempre zigzagueante, es lo que define las comedias ligeras inspiradas en textos “menores” de Shakespeare del talentoso realizador Matías Piñeiro. El movimiento (del deseo) es la palabra operativa por excelencia, el concepto que dinamiza todo lo que sucede en el plano. Véase el plano secuencia inicial, tan imponente como genial. Lorena está en la terraza de su casa, alguien la llama a los gritos, y ella sale a las apuradas para sumarse al partido de fútbol. Mientras recorre el trayecto para llegar, la cámara la espera y muestra lo que sucede en la cancha. Imperceptiblemente, el juego se transformará en una coreografía (un primer movimiento), y todo será visto en un plano secuencia. Si esta escena no alcanza para entender una poética, está también la que tiene lugar en el museo de Bellas Artes de Buenos Aires y una escena final en una plaza. Deseo y movimiento. El argumento es aquí casi anecdótico, y no por eso se trata de un filme minimalista. El padre de Víctor ha muerto. Él viajará a México por un año. Al regresar, el joven invitará a sus amigos (casi todas mujeres, y más de la mitad del elenco, novias o amantes) a grabar un radioteatro basado en textos de Shakespeare. Volver implica para el joven Víctor reanudar o no su relación con Paula, que a su vez ahora sale con Guillermo, como también dejar de tener o no una relación secreta con Ana, que además está embarazada de otro hombre. La forma de contar todo esto es lo novedoso: el deseo es curvo, y el relato también. Paula recuerda cuando conoció a Víctor en una fiesta; Víctor imagina situaciones posibles de lo que puede llegar a vivir con Paula, Ana e incluso con las otras “princesas”. Todo eso sucede sin aviso en el flujo del tiempo presente del relato, y la cadencia y yuxtaposición de tiempos es asombrosa. El sustantivo propio Shakespeare puede generar falsas expectativas. No hay aquí monólogos, ni arrebatos discursivos en los que se desnude la complejidad del alma humana. La presencia de los textos es ostensible pero heterodoxa: Noche de reyes se oye en alguna oportunidad y un ejemplar de Trabajos de amor perdidos es un objeto clave de la trama, pero no se trata estrictamente de una adaptación, aun cuando el espíritu de liviandad de las comedias esté aludido e incorporado. El único déficit del exquisito cine de Piñeiro reside en que sus personajes transitan por una realidad demasiado cerrada en sí misma. La literatura es una esfera de protección que mantiene a distancia el costado sucio de lo real. Es un límite impuesto, demasiado evidente, un recorte que neutraliza el ruido del exterior. Aun así, el acotado mundo de superficies de Piñeiro es esplendoroso. Ningún director argentino sabe filmar tan bien la hermosura de lo efímero.
La otra Europa La película cuenta la historia de una joven atleta que vive en la Checoslovaquia socialista de 1983. En el Cine Arte Córdoba. Una hipótesis: un joven de 20 años, casi la misma edad del personaje de Anne, la protagonista de esta película, se dirige a una sala y le dedica 100 minutos de su vida a ver Juego limpio, la tercera película de Andrea Sedlá?ková. Si este joven no ha tenido ningún interés en la historia del siglo 20, sacará una conclusión inmediata: los regímenes socialistas de Europa del Este eran temibles y microfascistas, la vigilancia era una forma de vida y hasta el propio cuerpo no era otra cosa que una máquina del Estado. Evidencia indiscutible: los funcionarios eran malísimos, los ciudadanos gente de bien, a veces temerarios, mayoritariamente dóciles. Juego limpio sitúa su relato en 1983. En plena vigencia de la doctrina Brezhnev, la vida en Checoslovaquia es un socialismo con rostro totalitario. La Primavera de Praga es ahora un invierno absoluto. En este contexto, Anne se entrena a todo o nada para competir en las Olimpiadas de Los Ángeles. Es una promesa deportiva, y como tal, no se trata solamente de una competición: el deporte, como la exploración del espacio y el desarrollo de las artes, eran en aquel entonces parte de una carrera espiritual por la supremacía de un sistema. En efecto, el atleta, eslabón del gran organismo socialista, corría en el nombre de una idea. Y si esto implicaba tomar una droga para el mejoramiento del rendimiento, el consentimiento del deportista era secundario. Parte de la tensión dramática del filme reside en las inyecciones que recibe de stromba, una sustancia secreta que no es otra cosa que un anabolizante androgénico esteroideo. El problema no se circunscribe a los prominentes bigotes o a la aparición de pelos en los pechos, sino a ciertos desequilibrios orgánicos que indican un riesgo mayor. A esta incursión del Estado en el cuerpo de la protagonista se suma otra desgracia. La madre de Anne, alguna vez atleta, ahora empleada de limpieza, suele mecanografiar material disidente para un amigo. La policía desconfía, vigila, y los antecedentes no son los mejores: su exesposo se escapó al extranjero. La ausencia paterna para Anne no es menor y pronto conocerá otra faceta de una pérdida afectiva. La construcción narrativa es aquí demasiado restrictiva, acaso una tesis simple que viene a reforzar todos los lugares comunes del período. El filme de Sedlá?ková es mucho más interesante cuando pone atención al trabajo físico del atleta y trabaja sobre la relación del cuerpo con el espacio natural y público. El mejor plano del filme es aquel en el que la joven se detiene un momento en la vía pública y un inmenso monumento con la figura de Karl Marx está detrás suyo. La soledad del individuo frente a la abstracción de un sistema se visualiza en un segundo. No faltaba mucho para la Revolución de Terciopelo, pero lógicamente Anne no podía saberlo. Tampoco su madre y los entrenadores, menos aún el novio de la atleta. ¿Qué dirían hoy todos ellos de aquel tiempo? Una respuesta es la de Sedlá?ková.
Principios y consecuencias La película se inspira en la historia del héore Michael Kohlhaas para hacer un relato sobre la justicia y la venganza. Alguna vez un filósofo petiso y feo, según la descripción oficial, inmortalizó que la muerte puede ser una forma de heroísmo. Se llamaba Sócrates y ha sido venerado desde entonces. Con él un ideal empezaba a brillar en el firmamento. En efecto, por siglos jamás se dudó de la nobleza de ese destino elegido cuando se debe optar en situaciones extremas entre la vida o la coherencia. La vergüenza del cobarde mancilla el alma; el encomendarse a la inmortalidad del alma para defender un valor la enaltece. Extraña operación existencial, sospechosa. He aquí entonces el dilema final del héroe de Michael Kohlhaas. Basada en una novela breve de Heinrich von Kleist publicada en el siglo XIX, de título homónimo, el director Arnaud des Pallières y su guionista Christelle Berthevas recontextualizaron el relato en pleno siglo XVI, sustituyendo Alemania por Francia, en un período monárquico. El tema de fondo: la justicia y la venganza, tópicos comprensibles en cualquier tiempo histórico aunque signados aquí por una época. Lo que pone en juego la desgracia del protagonista es casi una anécdota: un miembro de la realeza tomará "prestado" dos hermosos caballos de Kohlhaas, quien vive con su mujer embarazada y su hija. Por cierto, Kohlhaas es un campesino sensible y peculiar, capaz de criar caballos inigualables y de entenderlos como nadie. El altercado con la realeza precipitará la desgracia: los caballos volverán heridos y también el colaborador más cercano malherido de Kohlhaas. Esto, sin muchas explicaciones, motivará una rebelión campesina. El abuso de poder persuade a los súbditos a la desobediencia, aunque todo resulte demasiado abstracto. Película extraña la de des Pallières: asociarla con Corazón valiente no cuesta nada, aunque la distancia respecto del sobrevalorado filme de Mel Gibson es ostensible. El tono poco tiene de épico, y no solamente faltará el grito de "¡Libertad!" en el final, sino que tampoco habrá arengas, cuerpos sangrientos y una oda masculina a la batalla. La caída de los heridos y los muertos, en una escena de enfrentamiento, se verá en una panorámica, y el fuera de campo es la forma elegida para connotar la muerte sin mostrarla. Es decir, el ascetismo con el que se encara la venganza justiciera es misterioso, hasta que una escena en la que interviene un teólogo funciona como la conciencia del propio relato y una explicación indirecta del pudor frente a la violencia. Se trata ese momento de un encuentro formidable entre dos actores admirables: el actor danés Mads Mikkelsen (conocido por la serie Hannibal) y el inimitable Denis Lavant. Y es justo ahí cuando se enuncia lo que articula el discurso de la película: existe siempre una tensión entre principios y acciones, y en ocasiones las consecuencias traicionan los principios. Lo más interesante de Michael Kohlhaas es lo circunstancial y lo aledaño al relato, es decir, todo lo que se circunscribe a la física de la película: los caballos, los bosques, la mirada de Mikkelsen, el viento, los espacios abiertos constituyen una película paralela. No todo pasa por el argumento. A veces, la película está a los costados o al fondo. Una película plegada sobre otra en la misma pantalla.
LA MALDICIÓN DIGITALLA MALDICIÓN DIGITAL Una secuencia lograda no alcanza para redimir esta pieza paradigmática de terror en muchos sentidos del término. Dieciséis años atrás, dos directores jóvenes, Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, tuvieron una ocurrencia simpática: incorporar las cámaras digitales al género de terror aprovechando el plano subjetivo, aquel en el que la visión del personaje coincide con la perspectiva de la audiencia, como nueva gramática del cine de terror. La intuición era evidente: la amalgama perceptiva entre personaje y público intensifica la identificación y por consiguiente transmite visualmente el estado psíquico del terror. La película en cuestión fue El proyecto Blair Witch, un éxito inesperado. Pasó más de una década y la democratización de las cámaras ha llevado a que la perspectiva subjetiva se haya naturalizado. Todos filman todo a toda hora y la subjetiva, más que de todos, es de nadie. Sus efectos de sorpresa se diluyen; para filmar, entonces, hay que pensar. La horca es una de las tantas películas salchichas que llegan a las salas. Subestimación universal del público adolescente global: los estudios las producen en serie, y de lo contrario, como es este el caso, les compran a los neófitos realizadores de turno los derechos de exhibición. Evidencia irrefutable: no hay prácticamente nada de ingenioso en este ejercicio cinematográfico, excepto por una secuencia cercana al final en la que una de las protagonistas se filma a sí misma y la luz elegida para la escena descansa en un rojo omnipresente, composición formal que se diferencia del resto de los planos filmados reproduciendo automáticamente la lógica del registro casero. Esa secuencia completa hubiera sido un corto genial. Sin gritos, sin personajes desesperadamente imbéciles y narcisistas, desprovista de esa metafísica anodina que promueve fantasmas vengativos cada vez que se puede y contextualiza estos relatos insignificantes sobre la ansiedad (existencial) adolescente. ¿De qué va la cosa? En octubre de 1993, durante una obra de teatro colegial, el intérprete, cuyo personaje está a punto de ser ahorcado después de conocer el veredicto de la corte, será víctima de un accidente fatal. El destino de su vida será el cumplimiento real de lo que a su personaje de ficción tendría que pasarle. Unas décadas más tarde, la misma obra se vuelve a representar en el colegio, después de superar el tabú de la muerte de aquel estudiante que ni siquiera había elegido su papel. Por motivos intrascendentes, los nuevos intérpretes de la obra visitarán de escondidas el teatro durante la noche y quedarán atrapados en él. No están solos. La banalidad de los diálogos es previsible; el clisé en la construcción de los personajes y situaciones, también. A favor de La horca hay que señalar que dejan de lado la inclusión de música (extradiegética), buena decisión que no resulta en una profundización del concepto sonoro del filme. La figura ominosa que los acorrala apenas se verá, lo que no significa que el fuera de campo funcione con eficacia para orquestar el terror, esa experiencia de inestabilidad que tiene lugar entre las creencias que se tienen del mundo y el descubrimiento de que este es menos firme de lo que se cree. A los cineastas del género (y a sus consumidores) es hora de recordarles que este tiene una tradición. Es hora de volver a ver una de Tourner, otra de Carpenter, alguna de Kobayashi y la única de Laughton. Cualquier cosa que devuelva inteligencia y frescura a un género formidable.