Thor Vol 1, 153 a 159), un relato independiente de la entrega anterior, aún cuando el fenómeno de adaptaciones Marvel no estaba en boga. En esta oportunidad se suman Vengadores (“Hulk”), villanos de turno (Cate Blanchett), que no hacen otra cosa que reforzar la historia y la narración. Dejando de lado su solemnidad, el humor se apodera del universo de Thor, creando un espectáculo visual de entretenimiento para toda la familia, con referencias nostálgicas por todos lados (Bruce Banner con su remera de Duran Duran, por citar sólo una) y efectos especiales atrapantes.
La llegada de un extraño y la modificación de los comportamientos de un grupo de mujeres a partir de esto, es tan sólo el disparador de un relato atrapante y tenso, remake de una película de 1971 de Don Siegel. Coppola maneja con maestría el suspenso y dirige a un elenco impecable de actrices (Kidman, Dunst, Fanning, etc.) que ofrecen, además, la pasión necesaria por ese recién llegado (Colin Farrell), el sostén de esta claustrofóbica, y bella a la vez, narración y su razón de ser.
Una sensible mirada acerca de los caminos que en los últimos tiempos los roles más primarios han ido mutando. Una mujer que debe salir a la calle para poder completar el dinero que le falta para cumplir con gastos y obligaciones, deja en cuidado de otros a su hija. Luque bucea en cómo los vínculos se van transformando y también cómo la maternidad dejó de ser un espacio de crianza sólo de aquella que llevó en su vientre a sus hijos. Potente, real, cruda, necesaria.
Es complicado analizar una película como “Sinfonía para Ana” (2017) de Ernesto Ardito y Virna Molina, realizadores documentalistas que se introducen en la ficción con la lucha y resistencia que en la última dictadura cívico militar realizaron un grupo de jóvenes del Colegio Nacional Buenos Aires. Complicada la tarea porque claramente habrá que discernir entre el clamor del reconocimiento e identificación, la subjetividad (siempre presente) ante la mirada que se realizan sobre los hechos, y la propia historia determinante de cada individuo. Esto claro no resta méritos al enfocar el relato, como nunca antes en la ficción, en el propio núcleo de la vida política de los convulsionados años ’70. Adaptando la novela de Gaby Meik, narrada en primera persona y con un material de archivo que suma y que funciona como bisagra entre las escenas, Ardito y Molina, depositan hábilmente en la pantalla la historia trabajándola desde las complicaciones sentimentales de una joven atrapada entre dos amores, cada uno, con características políticas diferentes. Protagonizada por la propia hija de la dupla de directores, Isadora Ardito, la Ana que compone tiene la dosis justa de inocencia para introducirse a partir de los sentimientos en el mundo de la política. Mientras se debate entre uno u otro candidato, el Colegio comienza a vislumbrar los cambios que fuera de las aulas inician el largo y sangriento camino que la dictadura desandó para neutralizar y homogeneizar pensamientos. Ana lucha por sus sueños, pelea dentro del propio seno de su hogar entre la libertad total de pensamiento y el autoritarismo que su madre aplica en cada tarea cotidiana, la más mínima, la aún más imperceptible. Ardito y Molina cuentan esta historia de amor y de anhelos de cambios, con sencillez y naturalidad, reconstruyendo de manera impecable la época y agregando elementos claves como en su banda sonora para configurar un panorama único del tiempo que relata. Hay sí un contraste notorio en las actuaciones, que imposibilita un total acercamiento a los hechos que cuenta, el elenco adulto, con una Vera Fogwill impecable, marca un pulso de interpretación que no así está logrado en los más jóvenes. Diálogos ambiciosos, dichos de manera poco convincente, resienten una propuesta que podría haber quedado en el recuerdo de la cinematografía autóctona por ser una de las pocas que, gracias al oficio de los directores, trasladara su narración a una época virulenta, convulsionadas, plagada de fervor y aciertos por parte de los jóvenes. “Sinfonía para Ana” es un acercamiento certero, pero no preciso, tal vez por la poca distancia que toma de los hechos que narra y el débil cast que tiene, al pasado reciente que aún sigue brindando historias para repasar aquello que no queremos que vuelva a suceder. Por esas intenciones, por el amor que se respira en cada escena, por el cuidado de los detalles que configuran cada situación, es que vale la pena verla, no así por sus actuaciones o por algunas licencias que en el desandar de los hechos se terminan tomando.
Lo primero que uno se pregunta al ver esta película es dónde está Hany Abu-Assad, un realizador que supo hacer maravillas como “Paradise Now” y “Omar” y que se desdibuja en esta obvia y almibarada historia de amor y supervivencia entre dos seres opuestos en medio de una catástrofe. Si bien el tono del inicio acompaña a Kate Winslet e Idris Elba en sus flirteos, no hay química entre ambos, y las circunstancias que les tocan vivir tampoco son condición necesaria para luego empatizar con la supuestamente “entrañable” historia de amor que entre ellos surge. Gran despliegue de producción, efectos visuales y sonoros para recaer en el final en planos comprometidos de dudosa elección. Olvidable.
Todos los años el cine catástrofe va redoblando su apuesta, y en esta oportunidad la tecnología suma para una historia trillada, plagada de efectismos y momentos obvios, pero que aún así y todo cumple con sus premisas, y para lograrlo suma a un elenco multinacional, Russel Crowe como protagonista, efectos y más efectos, toda la carne a la parrilla. Un complicado científico verá delante de sus narices desarmarse su pasión al ser desvinculado de un proyecto que lo tenía como el salvador de la humanidad. Cuando la amenaza regresa, se lo convoca nuevamente, pese a su rencor, y la acción explota en la pantalla. Lugares comunes, la música que envuelve TODAS las escenas para generar climas, y la incorporación del primer presidente latino de américa, tampoco sirven para que el espectáculo final sea memorable.
En crisis existencial Hay un viejo chiste que habla de un hombre al que se le pincha una rueda en medio de la ruta y recuerda que cerca vive un viejo amigo. Decidido, pese a que no lo ve hace mucho tiempo, camina hasta la casa para solicitarle ayuda mientras sus pensamientos se vuelven cada vez más oscuros de si “¿me prestará el cricket?”, “este no me va a prestar nada”, “este no me va a atender”, etc. Cuando llega el amigo abre la puerta y le dice “sé que no me vas a prestar nada, gracias igual”, y se va. En este chiste, que narrado oralmente seguramente es más divertido que leerlo, se esconde la idea principal de una película como Un papá singular (Brad’s status, 2017) con Ben Stiller como Brad, el protagonista, en medio de una crisis existencial e incapaz de ver los logros que hasta el momento alcanzó. Brad se pregunta todo el tiempo qué fue lo que hizo mal en su vida para encontrarse en la actualidad por debajo de los niveles de expectativa del resto de la sociedad. Mientras lucha con esos fantasmas que van y vienen todo el tiempo, su hijo (Austin Abrams), un adolescente también conflictuado como él, se encuentra ante el umbral de su carrera Universitaria. Decidido a acompañarlo a recorrer cada uno de los campos de las facultades a las que podría ir, pero con el anhelo de que pueda ingresar en Harvard, el joven confunde la fecha de entrevista por lo que Brad deberá contactar aquellos amigos de la escuela que hoy en día poseen un estatus social y una posición considerable y que podrían ayudarlo a conseguir que su hijo ingrese sin mucho esfuerzo en el lugar. Ben Stiller brilla como Brad, no sólo en la actuación sino en la interpretación de los diálogos en off que dirigen la narración, además la decisión del director Mike White de utilizar planos cortos, muy cortos, para generar una cercanía Inevitable con el personaje, independiente de la empatía o no que se pueda llegar a tener con él por su pesimismo radical. La verborragia y la virulencia de algunos textos como así también la dirección de cámara nerviosa, o la incorporación de escenas oníricas que se condicen con la imaginación del protagonista, acercan a Un papá singular a un cine reflexivo sobre personajes y momentos particulares de crisis existenciales, en donde Woody Allen es tal vez el ejemplo más elaborado, pero en donde una nueva generación de cineastas, por citar solamente a uno de ellos Noah Baumbach, han sabido también construir relatos intensos sobre el hombre y sus logros. El título que eligió la distribuidora local tal vez no es el mejor para dar cuenta de una película lúcida, brillante, luminosa, a pesar del poco positivismo del personaje protagónico. Mike White imaginó esta película para el lucimiento de Ben Stiller, un gran comediante. Tampoco sería tan errado sentir que su espíritu analítico imposibilite un disfrute y un regocijo ante las desventuras de Brad y su hijo, porque en el fondo Un papá singular es una acabada reflexión sobre la fama, la envidia, los celos, la profesión y, principalmente, la familia en el siglo XXI.
Sin pasado La realizadora Liliana Romero (Martín Fierro, la película, Cuentos de la selva) es una de las pocas directoras argentinas que sigue apostando a la animación tradicional para expresar temáticas locales que posibiliten, además, la creación de un estilo propio. En ANIDA y el Circo Flotante (2016), su tercer y último largometraje de estas características, se anima a crear una historia plagada de referencias autóctonas y que hablan de una época pasada en la que el circo, en particular el circo criollo, el conventillo, las ferias, y los mandatos, marcaban el ritmo de la vida. Si bien Liliana Romero acá rodea al circo de agua, para claro está, poder referirse a ese espacio como un lugar aislado, opresivo, dictatorial (refiriéndose al pasado más sangriento de nuestra historia), el lugar también será el escenario para que el amor y la pérdida de la identidad jueguen un rol elemental en el total de la obra. Justine es una déspota anfitriona del circo, odiada por cada uno de los integrantes del mismo y que mantiene aislados a todos del resto de la humanidad en medio de su isla flotante, en la que se encuentra la carpa del espectáculo. Abandonada por un viejo amor, con el que sueña todos los días, y de quien posee algunas viejas películas cinematográficas, castiga a cada miembro del equipo circense como consecuencia de su despecho y descorazonada pasión. Anida, una joven que no posee pasado, que vive escondida del mundo por el miedo a cualquier castigo que Justine pueda ejercer en ella, posee una personalidad completamente contraria a la de la malvada directora del circo. Dulce y melancólica, sueña, sin saber por qué, con las imágenes que el proyector le devuelve de un galán de antaño. Tras la llegada de un nuevo mago al lugar, su universo comenzará a cambiar, como así también aumentarán las ganas de pisar tierra firme y ser parte de esa sociedad que está más allá de los límites que el agua le propone y le determina. La huida como única escapatoria. La realizadora desanda la historia de Anida con múltiples referencias a clásicos infantiles de la literatura, pero todo el tiempo se esfuerza por imponer una mirada local, sea por el lenguaje utilizado en los diálogos, los neologismos con los que se expresan algunos personajes o la multiplicidad de actantes que remiten a esa época gloriosa de la arena. En ese continuo exigirse, en vez de dotar a la película de una identidad particular, termina por desdibujar todo, imposibilitando una fluidez discursiva y una continuidad entre los temas, el folklore y la narración. Los trazos de animación, como así también las paleta escogida para crear el universo de Anida y ese circo en decadencia, posicionan una mirada triste y agobiante al largo, desentendiéndose completamente del espectador al que se le propone el juego. De haber tomado más precaución en el “lector” del film, Romero podría haber jugado mucho más con esa nostalgia sobre el pasado que podría haber elevado el producto final hacia una animación para adultos reflexiva. Pero al deambular entre esos dos universos, más allá de intentar impregnar de solemnidad y épica a algunas escenas, ni siquiera una lectura de la narración como posibilidad de discurso sobre un pasado oscuro y reciente de la historia, pueden hacer que ANIDA y el Circo Flotante funcione.
Los realizadores búlgaros Kristina Grozeva y Petar Valchanov proponen en “Un minuto de gloria” (Slava, 2016), una dura mirada sobre la política y los daños colaterales que pueden traer cuando el desprecio y el desinterés por el otro imperan, cuando las cortinas de humo se esparcen frente a los hechos y cuando el dinero marca el ritmo de la vida. Es curioso que las últimas producciones originarias de ese país trabajen con este tópico, muy frecuentemente, pero todas con una mirada diferente, que tratan de independizarse del resto del corpus. Así, en “Un minuto de gloria” cada personaje es colocado de manera precisa, digitada, pensada, y los diálogos refuerzan cada una de las escenas e intervenciones de los mismos, escapando al lugar común y generando una visión diferente sobre la vida social y la política. La película arranca con la presentación de Tsanko, un humilde empleado ferroviario, al quien hace algunos meses le adeudan su salario, encontrando en las vías del tren una gran suma de dinero, su origen y humildad hacen que lo devuelva y a partir de ese momento comienza su debacle. Una relaciones públicas del gobierno, inescrupulosa, vil, despreciable, manipuladora, tomará la historia de Tsanko como posibilidad de reforzar el status de un político que esconde bajo la alfombra su verdaderas intenciones e identidad. Entre esos dos personajes Gorzeva y Valchanov van urdiendo su relato, arman un rompecabezas con giros hasta la última escena para una historia de corrupción y mentiras que terminan por generar la tensión necesaria para que el conflicto estalle a cada momento. Los directores prefieren la presentación ante que el juzgamiento, por este motivo esa relacionista es descripta no sólo como un ser profesional, sino, también, como mujer deseante y con anhelos, con una pareja que la contiene en lo que puede. Por otro lado estará el empleado humilde, aquel que decidió con el corazón qué debía hacer con el dinero, un hombre ingenuo, víctima de constante bullying, capaz de pelear hasta el último aliento por aquello que considera justo. El título original del film hace referencia a un reloj, disparador de situaciones increíbles en el relato, y que en el fondo revelan el costado más duro de una película necesaria y realista sobre el universo político y sus consecuencias. Ese reloj es la anécdota para que los mecanismos de ocultamiento y la mentira florezcan en esa RR.PP que pierde el rumbo ante cualquier evento fortuito, algo que le juega en contra en sus deseos irrefrenables de ser madre. “Un minuto de gloria” refiere a los 15 minutos de fama de Tzenko, a la exposición en la que se ve envuelto muy a pesar suyo y a los intentos denodados de acercarse a la verdad y recuperar aquello que le fue quitado. Se suma un tercer personaje clave, un periodista anti corrupción que buceará en la vida de Tzenko para exponer a los políticos (los malos, malos en la propuesta), los engaños, la corrupción y la oscuridad del sistema.
Hace diez años que se estrenaba en París “El viento en un violín”, revolucionaria obra de Claudio Tolcachir, con el mismo elenco que ahora protagoniza “Mater” (2017) de Pablo D’Alo Abba, una propuesta diferente en la actual producción cinematográfica. Si hace unas semanas algunos medios celebraban la llegada de “Desearás al hombre de tu hermana” (2017), de Diego Kaplan, por su desestructurada propuesta y desfachatez, en esta oportunidad tendrán que festejar que la maternidad, la sexualidad, el amor, se piensen desde un lugar diferente. “Mater” es la historia de un hombre, y también de dos mujeres, con un deseo tan fuerte de ser madres que no ven que aquello que están por hacer es incorrecto. D’Alo Abba presenta y no juzga, propone y no indaga, se dedica a llevar a la pantalla grande aspectos que en la obra no estaban planteados, como el origen y pertenencia social de cada uno de los personajes, y juega con ellos. Si bien en “El viento…” se podía inferir que la diferencia de clases era notoria, en esta oportunidad, los espacios son también aquellos encargados de construir aspectos no dichos de la trama. El juego de seducción propuesto por las dos mujeres para engañar al hombre, además, acá se potencia por la casa en la que sucede todo. Espacio más no juzgamiento van impulsando la dinámica narrativa, con algunos planos secuencia que diluyen la teatralidad del relato, buscando otras maneras expresivas, en este caso plásticas, de la propia raíz cinematográfica, que terminan configurando una experiencia diferente a la teatral. El tono con el que todos actúan también es clave, si bien la mayoría de los intérpretes provienen del teatro, en “Mater” no actúan como tales, buscan un tono diferente al que venían plasmando en el mítico Timbre 4 la obra, claro logro del director. Tal vez esa es una de las principales virtudes de “Mater” el producir un texto diferente al de la obra, apelando y utilizando todas las posibilidades expresivas del cine para enfatizar o subrayar cuestiones claves e intentando, con naturalismo, seguir adelante con la propuesta. El elenco, encabezado por Lautaro Peroti y Miriam Odorico, busca revisitar sus roles con una nueva frescura, algo que se nota también en Tamara Kiper e Inda Lavalle, quienes componen a Lena y Celeste con una notable naturalidad. “Mater” presenta los hechos, no juzga, y cuando se comienza a enredar todo, es cuando más ese alejamiento de preconceptos y prejuicios comienza a funcionar. La base autoral de Tolcachir dice presente en cada escena, pero se percibe, además, una nueva sensibilidad a la hora de hablar sobre temas tabú como la violación. En este punto una vez más se destaca la elección del director de dejar librado al espectador la posibilidad de revisar los hechos y de tomar partido por una parte o por la otra y de exigirles a los personajes resoluciones. Algunos aspectos técnicos y la linealidad del relato, le juegan en contra al total de la obra, un cuento sobre el amor en los tiempos que corren que nada tiene que envidiarle a propuestas que vienen de afuera con una supuesta libertad y mentalidad diferente.