Hay veces que una película se termina convirtiendo en una grata cuando, principalmente, el nivel de expectativas sobre la misma es casi nulo, y que puede generarse por una venta del producto previa que no convoque a que el mismo sea elevado o con un nivel de entusiasmo acorde. Si “Avenida Cloverfield 10” (USA, 2016) de Dan Trachtenberg, posee alguna referencia con “Cloverfield” de J.J. Abrams, es justamente la posibilidad de disfrute a partir de una secuencia que se genera por la falta de conocimiento sobre el producto y la contundencia que finalmente se termina ofreciendo. Aquello que no se mostraba en la película de Abrams, acá se potencia en la historia de una joven (Mary Elizabeth Winstead) que decide separarse de su novio y en el viaje de regreso, capturado con imágenes aéreas que hablan de una espacialidad inmensa que se confrontará con su nueva realidad, tras tener un accidente automovilístico despierta encadenada a un caño en una oscura habitación. Los minutos y la incertidumbre se suceden hasta que aparece un hombre (John Goodman) con algunas explicaciones, que no terminan de convencerla a Michelle sobre una catástrofe mundial para la que el confinamiento será la única respuesta ante la misma. Pero Michelle duda, porque ese búnker tienen más preguntas que información precisa sobre aquello que hay más allá de ese lugar y que en la boca de Howard (Goodman) suenan a mentiras más que a verdades. Pero Michelle no estará sola en su confinamiento, la acompañará Emmet (John Howard Gallagher, Jr.), un vecino de Howard, que pidió asilo en el lugar ante la inevitable catástrofe que se avecinaba, sin saber si aquello que decidió para sí mismo sería algo bueno y malo. Entre ambos tratarán de dilucidar si detrás de las estrictas rutinas de Howard hay algo más que una mentira, por lo que decidirán unir fuerzas y armar un plan que les posibilite escapar sin que éste se dé cuenta del mismo. Claro está que para lograrlo deberán ganarse la confianza del carcelero, por lo que de una primera etapa asfixiante, plagada de referencias a clásicos del género ya como “Misery” o “La habitación del pánico”, luego, a partir de actividades lúdicas y el compartir mucho más que momentos e instancias juntos, el filme vira hacia un lugar mucho más luminoso que el oscuro planteado en el inicio. Luego el desastre, la confirmación que el afuera es exactamente tal cual como lo describía Howard, por lo que el plan deberá ser llevado con urgencia no sólo para escapar de sus garras, sino también para poder saber realmente qué pasa afuera. En esas transiciones y en la potenciación de los conflictos estructurales entre el trío protagónico, el hábil guión va cambiando de rumbo y de géneros, con una naturalidad y firmeza notables para este debut en la pantalla grande de Trachtenberg. La multiplicidad de referencias y la solvencia de los actores, además, dotan el verosímil necesario para que “Avenida Cloverfield 10” instaure su propio discurso, más allá de las claras insinuaciones a otros productos, y termine por construir una de las propuestas más interesantes del género de los últimos años.
Detrás de su aparente relato revisionista, que puede ser uno de los puntos de partida para acercarse al filme, “Kóblic” (Argentina, 2016) habla de la imposibilidad de escaparse de las propias pesadillas que acechan a seres que deambulan martirizados por hechos de los cuales no tienen la posibilidad de alguna manera de evitarlos o evadirlos. En “Kóblic”, tercer filme de Sebastián Borensztein, trabaja sobre la base de un western criollo en el que su protagonista, Tomás Kóblic (Ricardo Darín), comienza el filme en un estado de desesperación tratando de borrar su pasado afincándose, momentáneamente, en un pueblo del interior del país llamado Colonia Elena. Tratando de mimetizarse con el lugar, cumpliendo tareas en la empresa de fumigación aérea de un amigo, que le tiende una mano, Tomás comenzará, o al menos lo intentará, una nueva vida alejado de todo aquello que lo atormenta. Pero cuando el comisario del lugar, Velarde (un irreconocible Oscar Martínez), a partir de dichos de gente del pueblo, sepa del pasado de Kóblic, se pondrá en estado de alerta e iniciará un camino de búsqueda y enfrentamiento con él para develar las verdaderas intenciones que posee. Y en ese devenir, presente del protagonista, inesperadamente, una irrefrenable pasión con Nancy (Inma Cuesta) complicará aún más su estadía en Colonia Elena, imposibilitando una vez más una escapatoria, como así también la capacidad para detener aquellos fantasmas que en forma de pesadilla lo acechan constantemente. “Kóblic” es un filme con varias etapas narrativas y también capas de desarrollo, el potente arranque con un eterno travelling que acompaña a Tomás a la difícil tarea que tuvo que desarrollar durante la última dictadura cívico militar, hacia 1977, es tan sólo el disparador para contextualizar al personaje dentro de un marco en el que busca, porque lo necesita, una vía de escape a justamente aquello que no puede evadir de su pasado. El flashback virulento, en el presente de un personaje que intenta encontrar algo que lo pueda transformar, más que el cambio interno sufrido a partir de la intervención en los denominados “vuelos de la muerte”, que son reconstruidos con precisión y realismo, pero que evitan regodearse en el morbo que quizás en manos de otra historia se podría haber plasmado, son tan sólo un motivo dentro del gran relato que propone el filme. En una primera instancia la inserción de Tomás en Colonia Elena, su camino para poder ser parte de una pequeña comunidad cerrada, que le niega la posibilidad de encontrar su lugar, que lo recela, que lo evita, y que luego va seguida por una etapa más luminosa a partir de su relación con Nancy, a pesar de la clandestinidad del vínculo y su necesaria prohibición (ella es una mujer casada, y en pueblo chico…). En esa segunda instancia narrativa, la necesaria explosión del conflicto, con su inevitable enfrentamiento con el comisario, el duelo entre ambos, físico, mental y moral, como así también el acompañamiento de algunos personajes secundarios, los que lo ayudarán para encontrar alguna salida ante la inminencia del castigo por todo aquello que Kóblic hizo y hará, terminan por configurar el espacio para que el relato explore algunos lugares seguros del género, con un imposible héroe que termina por nunca encontrar una salida. La cuidada y bella fotografía, las escenas amplias que ubican a los personajes en espacios que articulan sus vínculos de manera natural y fluida, pero principalmente, la solvencia y solidez de las interpretaciones (el trío Darín, Cuesta, Martínez, es un lujo) permiten que “Kóblic” desande un filme de género, que además se da la posibilidad de tocar un tema polémico sobre la dictadura, que, hasta el momento, no había sido planteado.
“El libro de la selva” (USA, 2016) de Jon Favreau es la nueva adaptación del clásico de Rudyard Kipling en versión acción real. Aquí Mowgli (Neel Sethi) convivirá en la pantalla con una serie de animales que, gracias a potentes actuaciones de actores como Scarlett Johansson, Idris Elba, o Bill Murray, que otorgan sus voces, lo acompañan de manera sólida y convincente. Favreau genera un filme dinámico y entretenido y que no pierde ritmo en ningún momento, al contrario, va ganando en tensión hacia una resolución final plagada de adrenalina e imágenes potentes que lo consolidan como uno de los mejores estrenos familiares del año.
Juana (Rosario Shanly), la protagonista excluyente de “Juana a los 12” (Argentina, 2015) de Martin Shanly, adolece de todo, y si bien su madre intenta comprender qué le pasa, nada ni nadie más que ella tienen la respuesta ante aquello que le está pasando. “Juana a los 12” bucea en la vida de una joven que está dejando detrás su niñez pero que en ese transitar el mundo parecería que le comienza a reclamar cuestiones que terminarán por afectar su comportamiento social. La niñez se aleja, pero ella continua con algunas rutinas con las que se siente cómoda, porque justamente en esa comodidad ella puede seguir controlando todo. Pero cuando su entorno, principalmente el escolar, comienza a vislumbrar algún conflicto, la madre es alertada para que pueda tomar alguna determinación sobre Juana y cómo avanzar en su educación. Shanly saca una radiografía de un instante en la vida de la niña para hablar de cuestiones que circundan el crecimiento y la educación a partir de una puesta en escena realista que prefiere contemplar los hechos antes que privilegiar el manierismo y la manipulación de las situaciones. En el arranque con esa muestra de un recreo en la escuela en el que Juana cambia figuritas al ritmo del “late, late, no la te”, Shanly demuestra una sensibilidad por su personaje contundente, la misma con la que luego irá desandando la tragedia cotidiana dentro y fuera del lugar. Juana no puede explicar sus cambios de comportamiento, su falta de atención en la clase, sus ideas recurrentes sobre la muerte, su obsesión con sacar puntas, su incipiente pasión por un compañero o el recelo que tiene sobre su amiga, a la que quiere sólo para ella y nadie más. Shanly construye un sólido guión en el que la educación, la crianza, la saludo y la normalización de comportamientos serán los vectores de un filme que refleja un estado de instituciones centenarias que deben modificar, a la brevedad urgente, estructuras que no hacen otra cosa que atrasar o no estar acordes a los tiempos que corren. Si Juana se comporta de una manera no esperada, seguramente es porque en su casa pasó algo o responde a una situación que no fue resuelta de la manera correcta allí, o quizás responda a algún “trastorno” psicológico por lo que deberá acudir a un especialista para que la pueda volver a encauzar. Si Juana está perdida, es porque no sabe hacia dónde su vida irá, y ante la ausencia de un padre que ella adora, con su madre todo es cuesta arriba, por eso le esconde información para evitar ser castigada, aún más que el castigo que ella se autoimpone. El director muestra ese proceso natural y determinante, generador de etiquetas y estereotipos, que sólo procesa información a partir del subordinamiento y la sumisión de cuerpos e ideas, relegando la independencia y la libertad de pensamiento a un segundo lugar. “Juana a los 12” es una ópera prima prometedora (quedamos atentos a los pasos de Shanly) que refleja un estado de las cosas vigente en el sistema educativo y las repercusiones que éste tiene en los hogares, en donde aún se sigue utilizando un sistema de premios y castigos para la conducta curricular de los niños. Juana sólo quiere que la sigan comprendiendo, más allá de estudios, de análisis, de terapias, de apoyos extra escolares y de cualquier otro tipo de acompañamiento. Ella es tan sólo una joven que busca en el acercamiento al otro la posibilidad de seguir jugando a las figuritas pero también de poder comenzar a sentir como niña mujer todos los cambios que su cuerpo y su mente le están imponiendo
Kevin Greutert es conocido mundialmente por su trabajo como editor de cintas emblemáticas como “Donnie Darko” y “El juego del miedo”. Tiene en su haber más de una veintena de producciones en las que su edición ha sido elementales para lograr el suceso de películas tan dispares entre sí como necesarias. El paso a la dirección era inevitable, y contando en su haber con dos episodios de la saga “Saw” puso manos a la obra para su propia película “Jessabelle” (USA, 2014), la que fue recibida con una gran acogida entre los amantes del género y la crítica. En ese filme, en el que se conjugaba una atrapante historia, junto con una lograda creación de atmósferas y climas, es en donde se pueden encontrar algunos puntos de referencia para “Yo vi al diablo” (USA, 2015), una producción de género en la que más que terror se apela a la sugestión del clásico thriller de suspenso para construir un relato que, en el fondo, termina por disolverse a los pocos minutos de iniciado. “Yo vi al diablo” es la historia de Eveleigh (Isla Fisher), una joven mujer que, tras haber sufrido un accidente automovilístico, en el que puso fin a la vida de un niño, deberá, de alguna manera, retomar las riendas de su vida. Embarazada de unos pocos meses, junto con su marido David (Anson Mount), decidirán adquirir un viñedo “embrujado”, para poder, así salir adelante y además ser parte de una selecta comunidad en la que la enología y la producción de viñedos puede ser la respuesta de todo. Pero como “Yo vi al Diablo” se inscribe dentro del género de terror, la narración digresiva, con la que en un comienzo se busca construir el relato, termina por disolverse ante la búsqueda de efecto a partir de simples situaciones que Eveleigh comienza a vivir y que no hacen más que ir construyendo una ridícula trama que, hacia el final, solicita al espectador un esfuerzo sobrehumano para aceptar la irrisoria solución que se plantea. Mientras la pareja busca sacar a flote ese abandonado viñedo, una serie de personajes que los comienzan a rodear, sólo sumarán como cúmulo de presencias, las que, en el fondo, quieren lograr que el espectador menos avezado, y aquel fanático de las series, se acerque a las salas deslumbrado por la cantidad de estrellas de la TV que participan de la propuesta. Eva Longoria, Jim Parsons, Gillian Jacobs, Joanna Cassidy, y el propio Mount, son el anzuelo que los productores encontraron para construir una propuesta que no puede escapar de lugares communes, situaciones sin resolución, y, principalmente, irrisorias interpretaciones que terminan por resentir la propuesta. “Yo vi al Diablo” es una película olvidable desde el minuto cero, y va confirmando su débil propuesta con cada avance, puesta en escena, diálogo y demás. No hay una intención de narrar de verdad el derrotero de Eveleigh durante su período post traumático, sólo hay ganas de buscar el efecto en situaciones en las que habría convenido reforzar el guión en beneficio de la historia y los acontecimientos. Isla Fisher, la protagonista, actúa sin ganas, grita, se desborda, nunca logra el tono adecuado para un filme que tampoco encuentra una dirección correcta y en el que, el giro hacia al final parece ser la única viabilidad de construcción narrativa. Greutert pierde la oportunidad de construir un buen filme, y desaprovecha al seleccionado de actores que los productores le han colocado. Todo aquello que en “Jessabelle” se destacaba, aquí se termina resintiendo en una propuesta en la que el terror está borrado y también el respeto por el espectador. su haber más de una veintena de producciones en las que su edición ha sido elementales para lograr el suceso de películas tan dispares entre sí como necesarias. El paso a la dirección era inevitable, y contando en su haber con dos episodios de la saga “Saw” puso manos a la obra para su propia película “Jessabelle” (USA, 2014), la que fue recibida con una gran acogida entre los amantes del género y la crítica. En ese filme, en el que se conjugaba una atrapante historia, junto con una lograda creación de atmósferas y climas, es en donde se pueden encontrar algunos puntos de referencia para “Yo vi al diablo” (USA, 2015), una producción de género en la que más que terror se apela a la sugestión del clásico thriller de suspenso para construir un relato que, en el fondo, termina por disolverse a los pocos minutos de iniciado. “Yo vi al diablo” es la historia de Eveleigh (Isla Fisher), una joven mujer que, tras haber sufrido un accidente automovilístico, en el que puso fin a la vida de un niño, deberá, de alguna manera, retomar las riendas de su vida. Embarazada de unos pocos meses, junto con su marido David (Anson Mount), decidirán adquirir un viñedo “embrujado”, para poder, así salir adelante y además ser parte de una selecta comunidad en la que la enología y la producción de viñedos puede ser la respuesta de todo. Pero como “Yo vi al Diablo” se inscribe dentro del género de terror, la narración digresiva, con la que en un comienzo se busca construir el relato, termina por disolverse ante la búsqueda de efecto a partir de simples situaciones que Eveleigh comienza a vivir y que no hacen más que ir construyendo una ridícula trama que, hacia el final, solicita al espectador un esfuerzo sobrehumano para aceptar la irrisoria solución que se plantea. Mientras la pareja busca sacar a flote ese abandonado viñedo, una serie de personajes que los comienzan a rodear, sólo sumarán como cúmulo de presencias, las que, en el fondo, quieren lograr que el espectador menos avezado, y aquel fanático de las series, se acerque a las salas deslumbrado por la cantidad de estrellas de la TV que participan de la propuesta. Eva Longoria, Jim Parsons, Gillian Jacobs, Joanna Cassidy, y el propio Mount, son el anzuelo que los productores encontraron para construir una propuesta que no puede escapar de lugares communes, situaciones sin resolución, y, principalmente, irrisorias interpretaciones que terminan por resentir la propuesta. “Yo vi al Diablo” es una película olvidable desde el minuto cero, y va confirmando su débil propuesta con cada avance, puesta en escena, diálogo y demás. No hay una intención de narrar de verdad el derrotero de Eveleigh durante su período post traumático, sólo hay ganas de buscar el efecto en situaciones en las que habría convenido reforzar el guión en beneficio de la historia y los acontecimientos. Isla Fisher, la protagonista, actúa sin ganas, grita, se desborda, nunca logra el tono adecuado para un filme que tampoco encuentra una dirección correcta y en el que, el giro hacia al final parece ser la única viabilidad de construcción narrativa. Greutert pierde la oportunidad de construir un buen filme, y desaprovecha al seleccionado de actores que los productores le han colocado. Todo aquello que en “Jessabelle” se destacaba, aquí se termina resintiendo en una propuesta en la que el terror está borrado y también el respeto por el espectador.
Seguramente “De ahora y para siempre (Freeheld)” (USA, 2015), del debutante Peter Sollet, será una de aquellas películas en las que el espectador pueda encontrar muchas más preguntas que respuestas sobre el personaje principal que retrata. Pero, justamente, la magia del cine se cumple cuando una historia, en este caso dramática, en clave de biopic, genera en el espectador la necesidad de encontrar y buscar, luego de verla, disparadores para seguir en sintonía con aquello que se narró. “De ahora y para siempre (Freeheld)” es la historia de Laurel Hester (Julianne Moore), una aguerrida y temeraria agente de policía, que ve cómo de un día para otro su vida cambia, a partir de serle detectado un acelerado y terminal cáncer de pulmón. Laurel deberá tomar, a partir del anuncio de su enfermedad, algunas decisiones que la expondrán públicamente de una manera que quizás, hasta ese momento, ella no había imaginado. Reservada, y muy recelosa sobre aquello que la sociedad puede llegar a pensar sobre su persona, Laurel mantiene una relación con Stacie Andree (Ellen Page), una joven que trabaja en un taller mecánico, y con quien tuvo un flechazo desde el primer momento en que la vio. Sabiendo que su homosexualidad podría a llegar a jugarle en contra en su carrera dentro de la policía, Laurel, siempre ocultó esta faceta de su vida, y muy a su pesar. Cuando conoce a Stacie, su mundo cambia, radicalmente, la joven es la que comienza a exigirle una visibilidad que Laurel no sabe si en realidad quiere mantenerla, pero mucho menos sabe si el destino que se avecina es aquel que siempre imaginó para su vida. El sólido guión de Ron Nyswaner (ganador del Globo de Oro y el Oscar al mejor guión original por “Filadelfia”) buceará en Laurel y en su personalidad a partir del cambio que en ella acontece desde su encuentro con Stacie. “De ahora…” posee una etapa inicial de su desarrollo narrativo en la que el “cortejo” entre Laurel y Stacie es esencial para lograr generar una empatía con los personajes para una segunda instancia en la que el largo proceso de enfermedad y tratamiento, pero también de lucha por los derechos de igualdad de género ante la muerte, sean inmediatos. Una serie de personajes secundarios, como Dane (Michael Shannon, el compañero de trabajo de Laurel, o la participación de Steve Carrel como Steven Goldstein, una activista pro matrimonio gay, brindarán un sólido apoyo a una historia que no posee fisuras en su evolución. “De ahora…” no deja de ser una historia de amor en la que se pondrán en juego aspectos de la condición humana, y de las decisiones que éstos pueden a llegar a tomar sobre el resto, y que sabe construir, a partir del potente material que la inspira, un relato reforzado por las grandes interpretaciones del dúo protagónico. Moore deja todo como Laurel, principalmente en aquellas escenas en las que la enfermedad le exigen una transformación casi camaleónica. En esos momentos, en donde la quimioterapia, las largas sesiones de nebulización con drogas específicas, le dan la posibilidad de demostrar, una vez más, que lo suyo es la pantalla grande. Page como Stacey, la compañera incondicional, retraída y medida, de Laurel, logra componer su personaje con solidez y con una potencia inusual para las actuaciones que generalmente viene presentando. “De ahora y para siempre (Freeheld)” es un relato sin fisura sobre la búsqueda de amor, compañerismo, igualdad y lucha por los derechos de dos mujeres que supieron ofrecerse la una a la otra, y que en el fondo, además, pudieron quebrar tabúes y mitos dentro de la sociedad, prejuiciosa y discriminatoria, que las contuvo.
Luis Zorraquín logra en la sensible “Guaraní” (Paraguay, Argentina, 2015) un entrañable relato acerca del choque cultural y existencial entre dos personajes que, a pesar de sus diferencias, se necesitan a diario para completarse. Un abuelo y su nieta comparten diariamente rutinas de trabajo, pero a su vez, en cada compartir la jornada, van forjando un vínculo en el que el autoritarismo del hombre y la rebeldía de la joven, serán necesarios para que la dinámica de la propuesta avance y no quede en meros enunciados. Trasladando a través de un pequeño bote, viejo, arruinado, mercadería de Paraguay a Argentina, Don Atilio puede mantener cierto nivel de vida, austero, medido, y a la vez sostener el hogar en el que vive junto a su familia. Con su nieta, una joven adolescente que se desvive por tratar de estar a la moda, escuchar música y continuar con sus tareas escolares más allá de acompañarlo en cada uno de sus viajes. Entre ambos hay un abismo, porque Atilio, castrador, misógino, sólo quiere que su nieta continúe a la sombra de él, para evitar, en su pensamiento, quizás, aquello que le pasó al resto de su descendencia, la que, inevitablemente, fue condenada a la postergación de sueños y expectativas por una incipiente sexualidad que terminó en embarazos precoces y el hacinamiento familiar. Distanciado de la madre de la niña, cuando se entera que la joven mantiene una correspondencia epistolar con ésta, pondrá el grito en el cielo, y más aún cuando perciba que la joven, en su afán de mantener o imponer su espíritu rebelde, comience a cuestionarle todo. Zorraquín va narrando de manera contemplativa la propuesta, logrando que las imágenes sólo sean el contexto para que los personajes interactúen. Su progreso a lo largo del metraje del filme es poder generar un clima narrativo contenedor, en el que las minimalistas actuaciones, naturales, frescas, desestructuradas, pueden, además, potenciar el clima intimista que impregna todo “Guaraní” En cada reclamo del abuelo, en las exigencias de seguir manteniendo vivo su idioma, y en los reproches que la nieta comienza a hacerle, el filme termina por presentarse como un viaje iniciático y épico del dúo protagónico, en el que ambos terminarán transformados y llenos de nuevas oportunidades ante los obstáculos que se les van presentando. Una cuidada puesta en escena, al igual que una lograda fotografía, pueden ir potenciando el guión que trabaja sobre ideas como el choque de generaciones, el enfrentamiento de ideales, la postergación de expectativas y anhelos, pero que, principalmente, refuerza la sensibilidad ante sus personajes. Zorraquín ama a Atilio y su nieta, a pesar de las características negativas y retrógradas del hombre, y de los caprichos de la niña, y en esa pasión que siente por ellos, termina por regalar una entrañable historia de búsqueda, pérdida y encuentro, necesaria para consolidar un tipo de cine intimista que exige que el espectador sintonice desde el minuto cero con la propuesta. Como primer filme posee algunas lagunas narrativas, y algunas secuencias que, por la inexperiencia, terminan por ensuciar el resto del filme, pero aún así, con sus falencias, “Guaraní” tiene un potencial ineludible para narrar y presentar a sus protagonistas.
En una de las primeras escenas de “Mandarinas” (Estonia, 2014) de Zaza Urushadze, al protagonista, Ivo (Lembit Ulfsak) le dicen, luego de quitarle alimentos y de ponerlo en una situación complicada “Lamento que los hombre buenos como tu envejezcan”. En esa primera sentencia, contundente, descriptiva, se pone en claro cuál será el rol del personaje en esta historia de tolerancia, reflexión sobre la condición humana, perseverancia, y, sobre todo, lucha por ideales, en las que Urushadze logra transmitir la urgencia de una zona atravesada por la violencia y la mezquindad en la que la humanidad tiende cada día a desaparecer por caprichos y reproches. Enfocando la acción en 1992, en un instante de la guerra entre Abjasia y Georgia, Ivo, un anciano recolector de mandarinas junto a su compañero Magnus (Elmo Nuganen), verán como su realidad de trabajadores se modifique al tener que albergar a dos sobrevivientes de un atentado, cada uno con su nacionalidad e ideología. La casa de Ivo será el espacio en el que la acción se desarrolle y en donde el enfrentamiento externo entre abjasianos y georgianos, que está diezmando la zona, termine por replicarse en el interior al comenzar, luego de varios días de reposo, a interactuar el checheno Ahmid (Giorgi Nakashidze) junto con el georgiano Niko (Misha Meskhi). La tensión entre ambos marcará el pulso de un guión que, sin golpes bajos ni eufemismos, a lo largo de casi dos horas, intenta reflexionar sobre la posibilidad de paz y entendimiento entre los seres humanos. La casa de Ivo será el lugar de paz, ya que entre los enfrentados un pacto de tregua iniciará la posibilidad de diálogo para poder, al menos durante la recuperación de cada uno, tener un momento de paz. Urushadze, quien también es autor del guión, logra que a través de las rutinas de la casa, se pueda ir tejiendo un complejo entramado narrativo, en el que ninguna interacción es librada al azar. Todo aquello que los protagonistas se dicen o hacen tendrá luego una repercusión inmediata en la acción. La cosecha de mandarinas espera a que el conflicto se solucione, pero al no llegar a una pronta culminación, la misma comienza a perderse con la misma rapidez que la enemistad entre los protagonistas continúa avanzando. El director filma con escepticismo cada plano que busca contextualizar su narración, así no sólo se permite que el campo sea una mera excusa que acompaña al escenario principal, la casa de Ivo, en el que los sucesos se desarrollan. Hay una fuerte importancia a la palabra como fundadora de sentido, pero también como vehículo para que esa humanidad perdida, pueda volver a recuperar algo de fe. Magnus cree que Ahmid matará a Niko, pero Ivo le dice “me dio su palabra que dentro de la casa no lo hará”, reforzando esa idea primigenia. Negocios en medio de la guerra, música que sólo puede ser escuchada con un casete que nunca termina de tener la cinta en el lugar que se necesita, la comida como instancia de reunión y comunión entre diferente, y, principalmente, la evocación a la amistad para terminar de consolidar un cuadro de estado o situación emergente, son tan sólo algunos de los motores narrativos de “Mandarinas”, filme necesario y contundente.
Detrás de la historia que cuenta el documental “La Guardería” (Argentina, 2014) de Victoria Croatto está presente el esfuerzo que un grupo de personas hicieron, en el marco del exilio impuesto por la última dictadura cívico militar. Hay un logrado trabajo a partir de entrevistas y resemantización del material de archivo para, sensibilizar de una manera ineludible acerca del destino de niños que no tuvieron la posibilidad de decidir su destino, momentáneo, y que a partir del recuerdo volverán a rememorar esa época. La palabra cobrará una fuerza inusitada, en donde conceptos claves para poder comprender la situación, como zurdo, derecha, montonero, terminarán por completar la idea de un espacio “no espacio” que determinó la infancia a fuego de un grupo de personas y que ahora vuelve de una manera diferente, en donde el encuentro y la narración permiten su desafectación y cambio de mirada. “Nosotros nos quedamos esperando a que vuelvan los padres” dice uno de los testimonios más fuertes de uno de los entrevistados. Y en esa espera, que en muchos casos no tuvo el resultado esperado, estaba signado también el destino de La Guardería. Cuando llegaron a La Habana, aquel lugar idealizado, cuna del hombre nuevo, pero también de la posibilidad de efectivizar y ver en acción ideas revolucionarias, estos niños, hijos de pertenecientes a la organización política Montoneros, estuvieron alejados de sus padres con el claro objetivo de poder superar, desde allí, cualquier intento de apropiación, desaparición y muerte, que los militares pudieran haber implementado sobre ellos. “La Guardería” habla de esa convivencia, de las impresiones de muchos de esos niños de entre seis meses y diez años, que de un día para otro vieron como el destino los dejaba en los brazos y cuidados de otros que no eran sus progenitores. El lugar funcionó entre 1979 y 1983, y muchos de los niños por primera vez tienen que reencontrarse consigo mismos y con esa situación de eterno esperar y suspensión en la que sus padres los colocaron. Una de las mujeres recuerda que cuando leyó “Autopista al Sur” de Julio Cortázar, tuvo la impresión de estar ahí, detenida, sin saber qué pasaba delante de sus narices, pero con la plena convicción de saber que algo diferente se cocía en otro lugar más allá del relato que le hacían esas personas que los cuidaban en la guardería. La directora intenta despegarse del relato, utilizando todo su conocimiento sobre aquello que es su objeto de estudio y análisis (ella fue una de las niñas de la guardería), pero aprovechando su archivo personal, como por ejemplo grabaciones de audios o imágenes de Super 8 para poder ir armando una atmósfera de época, y, principalmente, de la lucha que formaron parte sin siquiera saberlo. La elección de hacer las entrevistas en estudio, aprovechando varias cámaras en simultáneo, como así también la cuidada edición y puesta en escena, permiten que “La Guardería” se distancie de cualquier otro tipo de documental mucho más efectista y tradicional. “La Guardería” recupera un tipo de cine que intenta a partir de una anécdota construir una parte de la historia que duele y que además es necesaria para seguir teniéndola presente y evitar así cualquier idea de derecha de volver hacia ese lugar.
“Arreo” (Argentina, 2015), ópera prima de Tato Moreno, tuvo un estreno limitado en 2015 en San Rafael, Mendoza, en el que aproximadamente 2200 espectadores, pudieron conocer aquello que finalmente también se podrá ver en Buenos Aires. “Arreo” es la historia, de aquellos, como en algún momento uno de los protagonistas lo dice, que hacen patria diariamente en tareas simples, ancestrales, y que, aparentemente, son olvidadas por el resto de las personas. Esa es la idea principal de un documental que evita lugares comunes y que termina convirtiéndose en la crónica de un núcleo familiar (los Parada), que sobrevive y que realza la tarea del pastoreo trashumante, a pesar de los obstáculos e impedimentos que la misma tarea, y más en el lugar que la realizan, le impone. Malargüe es el escenario, y la cordillera de Los Andes el marco, para construir una historia simple, contemplativa sobre aquellos que diariamente, y a pesar de todo, pueden seguir realizando una tarea que los humaniza y que los completa. La cámara de Moreno se reposa, espera fija a que los hermanos y el ganado pasen, los deja irse, corta luego a otra situación. El afuera inmenso es reflejado por bellísimas imágenes compuestas como cuadros, con una impronta pictórica única en la que la inmensidad es mucho más que aquello en donde ellos no pueden acceder o ir para su tarea. La soledad es uno de los temas presentes, porque en “Arreo” el trabajo que se hace sobre ella es mucho más eficiente, cuando la cámara mira y registra, que cuando los protagonistas participan a partir de diálogos espontáneos sobre la propia concepción que poseen sobre su tarea. Animales, montañas, algunos hombres, todos van pasando por delante del lente y van construyendo el entramado de relaciones que circundan el pastoreo y la difícil tarea de vivir de él. Moreno no juzga, presenta, acompaña, sensibiliza con su cámara al hostil espacio, aguarda la posibilidad, agazapado, de registrar un instante de estos hombres y mujeres que “hacen patria”, pero que también aman, sufren, cantan y se divierten. “El trabajo del puestero, es amar más el camino” dice uno de ellos casi al finalizar el filme, para luego sumar la “humorada” a la misma indicando el difícil lugar que le tocó en la cadena de comercialización y también en la poca paga que reciben. Y aun así, sabiendo de lo efímera y a la vez necesaria de su tarea, hay una impronta que impregna a la película de un aura diferente que nada tiene que ver con cualquier otro filme documental sobre la actividad ganadera. Al contrario, en cada imagen que Moreno registra, en cada tema musical ubicado para reforzar alguna idea, en los silencios, en el encuadre, en la mirada que busca más allá de aquello que mira, justamente, hay una decisión política y artística clara por mantener cierto hermetismo de opinión sobre aquello que muestra. Porque justamente la habilidad de un director, no es sólo filmar y luego editar, todo lo contrario, su principal virtud es la de poder mostrar un momento, trascenderlo, universalizarlo y luego, si es posible, terminar contando el relato más allá de las elecciones estilísticas con las que trabaje. “Arreo” habla de personas y de tareas, de acompañamiento y de soledad, de vida y de muerte, de esfuerzo y de lucha, de un presente alejado y tan cercano a la vez, para poder construir un relato necesario para seguir comprendiendo la vida más allá de las fronteras impuestas y la General Paz.