Grandes actores en lugares comunes Robert Duvall y Robert Downey Jr. como padre e hijo sostienen esta endeble trama sobre una mala relación filial, que se asemeja más a un drama de telefilm que a una obra cinematográfica. De juicio y policial, poco y nada. l exitoso y cínico abogado Hank Palmer (Robert Downey Jr.) vuelve al pueblo de su infancia cuando muere su madre. Allí se reencuentra con su padre, el juez Joseph Palmer (Robert Duvall), con quien Hank nunca tuvo una buena relación. Pero cuando el juez es acusado de homicidio por atropellar intencionalmente a alguien, será su hijo quien tomará el caso como defensor. Esto es el punto de partida tanto para el caso policial y el clásico film de juicios, así como también para una muy trillada historia de padre e hijo con una mala relación. Quienes estén esperando que la balanza se incline finalmente por un film de juicio, atrapante de punta a punta, no busquen aquí. La película apuesta más al drama familiar que al policial. Y el relato no logra tampoco conducirse de forma interesante, las escenas tienen un timing que las vuelve largas y eso se ve en la injustificable duración de más de dos horas que la película tiene. Se trata más de un drama de telefilm que de un gran relato cinematográfico para ver en la pantalla grande, con pocas novedades genuinas para ofrecer. No todo está perdido, claro, en El juez, porque el guión y el director no son los únicos responsables de esta película. Por suerte, en este caso, están los actores. Todo lo que sostiene este pobre guión es la grandeza de un elenco más que sólido. Justamente, los dos protagonistas, Robert Downey Jr. y Robert Duvall, son famosos por actuar dándolo todo aun en películas menores. La versatilidad y el oficio de ambos se nota claramente, lo mismo para Vincent D'Onofrio, Vera Farmiga y Billy Bob Thornton. Es interesante como al estar frente a actores tan carismáticos se hace más llevadera cualquier historia. Downey brilla con ese humor tan particular en las primeras escenas, donde demuestra porque es una de las grandes estrellas del cine actual y Duvall logra emocionar en algunas situaciones que su talento de veterano sabio construye. Aun así, y mal que nos pese, hay muchos momentos en la película en los cuales ni con los dos protagonistas se logra convencer. El desparejo director, David Dobkin, responsable de Los rompebodas, Shangai Kid en Londres, Si fueras yo y Fred Claus, entre otras películas no es de los más sólidos representantes del cine americano actual, y aquí demuestra nuevamente que sus cintas no superan la medianía o directamente fallan. Por eso, si de actores se trata, no son pocas las películas que Downey Jr. y Duvall han hecho, muchas de ellas son preferibles antes que El juez y son fáciles de conseguir.
La coherencia de un artista Woody Allen empezó a filmar cuando terminaba la década del 60. A sus comienzos de comedia pura le siguió su etapa más ambiciosa, aquella que se desarrolló entre 1977 y 1989, es decir entre Annie Hall y Crímenes y pecados. Luego de aquellos años, su vida cambió, su cine cambió, su público cautivo se fue alejando y el cine en general también cambió. Desde hace ya más de veinte años, que no existe unanimidad acerca de cuáles son las mejores o peores películas de estas dos décadas del cine de Woody Allen. Pero acá, en su película número cuarenta y siete, Allen sigue cumpliendo sin pausa con su film anual. Y filma tan seguido porque le gusta y porque puede hacerlo, lo que seguramente afecta, a esta altura de su carrera, la calidad de su cine. Sin embargo, es lo que le gusta hacer a Allen. Y es justo recordar que no hay muchos directores de la historia del cine que se hayan mantenido independientes y a la vez leales a sí mismos durante tantos años. Woody Allen jamás se traicionó, nunca buscó ser algo diferente de lo que es. Esa coherencia no es necesariamente señal de buen cine, pero en Woody Allen sí es algo a destacar. Magia a la luz de la luna es uno de esos films del director que no están llamados a ser tomados particularmente en serio. No lleva desde su confección, el aura de obra importante como lo han sido –más allá de lo que nos parezcan- Match Point o Blue Jasmine, dos obras que el propio Woody Allen buscó que se volvieran importantes. Tampoco el encanto protector de Medianoche en Paris cuya adorable indulgencia la convirtió en la más taquillera de las películas de Woody en toda su carrera. Magia a la luz de la luna recuerda se parece, en algunos aspectos, a La maldición del escorpión de Jade, un film que pasó sin pena ni gloria por la carrera del director. Es como aquel film pero con un espíritu más romántico. Stanley (Colin Firth) es un mago que aunque es inglés, en sus shows se disfraza de mago chino. Es un profesional maniático y brutal, cuya sinceridad es inversamente proporcional a su diplomacia. Enemigo de quienes dicen que existe verdadera magia en el mundo o elementos extrasensoriales o vida más allá de la muerte, Stanley se dedica a desenmascarar a quienes dicen tener poderers capaces de conectarse con los muertos. Cuando su viejo amigo Howard le pide ayuda para que exponga la falsedad de una médium que amenaza quedarse con la fortuna de una familia millonaria, Stanley acepta el desafío. Pero al conocer a Sophie Baker (Emma Stone), el encanto que ella tiene y la inquietante certeza de sus adivinaciones, empieza a complicar el mundo de certezas de Stanley. Allen no realizada acá un trabajo particularmente inspirado con la puesta en escena. Claramente para mantener el ritmo de una película al año, muchas veces Woody Allen se dedica a filmar con oficio y prolijidad, sus guiones. Lejos está la sofisticación de la década del ochenta. Pero para compensar este trabajo eficiente pero sin particular brillo, Allen aprovecha que la historia transcurre en 1928 para deslumbrarnos con un vestuario y una dirección de arte impecables. También los escenarios naturales ayudan a la belleza de la película en su totalidad y, nada sorpresivo, la banda de sonido es particularmente hermosa. El detalle de lujo: en las pocas escenas en Berlín que la película tiene, Ute Lemper interpreta a una cantante de cabaret idéntica a Marlene Dietrich. La magia siempre ha sido un tema que fascinó a Woody Allen. No son una, ni dos, sino muchas más las películas donde lo mágico o el más allá aparecen dentro de la trama. Pero esta ha sido la fascinación de alguien que no cree en esas cosas. No hay dios en el mundo de Woody Allen tampoco, y eso no ha cambiado con el correr de las décadas. Acá Stanley, adorablemente sincero y brutal, es un alter ego del director, palabra por palabra, acción por acción. Su personaje es el mismo personaje de hace cuarenta años, no ha cambiado. Lo que ha cambiado es el mundo, el cine, la corrección política. Es muy difícil no querer al misántropo Stanley, aun cuando por momentos sea un retrato exagerado. La pregunta es ¿Estará Stanley equivocado finalmente? Todo indica que sí. ¿Pero cómo es esto posible? Al parecer Woody Allen dice que queda un espacio para la irracionalidad. Un espacio que no es magia, ni dios, ni visitas del más allá. Ese espacio es el amor, esa cosa inexplicable que ha fascinado a Allen desde el comienzo y que lo sigue fascinando hasta la actualidad.
Sangre de sabor amargo Cuando Bram Stoker escribió su gran novela Drácula en 1897 no se pudo imaginar que ese fenómeno naciente llamado cine la iba a convertir en uno de los textos preferidos de las adaptaciones de todos los tiempos. Cientos de películas, del Nosferatu de Murnau al Drácula de Coppola, pasando por el incomparable Bela Lugosi y el gran Christopher Lee, han ilustrado en imágenes al doblemente inmortal personaje. Pero también se supo que Stoker se inspiró en la figura de Vlad Tepes (el empalador) el príncipe de Valaquia famoso por mandar a empalar a decenas de miles. La película Drácula (2014) busca conectar al personaje histórico con la leyenda del vampiro. Pero al hacerlo se encuentra con toda clase de problemas, sin duda. En primer lugar la fuerza del mito vampírico se encuentra, desde Stoker en adelante, en la carga sexual que subyace en todo el relato y su enfrentamiento con la doble moral de una sociedad, cualquiera sea. Pero la historia de Vlad es la historia de un líder que condenó a una muerte cruel a un número gigantesco de enemigos. La película no necesitaba ser leal a Bram Stoker, claro, pero no es sencillo identificarse con el sufrimiento de alguien capaz de cometer semejantes actos sangrientos. "Al empalar a un pueblo entero, salvé a diez más", dice el personaje, complicando bastante las cosas. Sí, el personaje sufre, sí, hay villanos, y sí, también surge el vampirismo, pero las contradicciones son muchas y se notan. La mezcla en un solo relato que aquí se hace entre Vlad y Drácula no suma, sino que resta y desarma cualquier interés.
Comedia con moralina y poco brillo Un niño arranca una jornada desoladora mientras sus padres viven una rutina sin padecimientos y sin enterarse del malestar del pequeño. En su cumpleaños número 12 Alexander pedirá un deseo que modificará la vida familiar. Un famoso cuento infantil es la inspiración para Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡Muy malo! Ya se había adaptado en 1988, una versión más larga en 1990 –animada y musical– y hasta el argentino Alejandro Chomski hizo un cortometraje con actores en 1997 basado en el texto de Judith Viorst. Ahora ha llegado el turno de la producción de Hollywood mainstream, con elenco importante y presupuesto importante. No está Disney lejos de las ideas del film y no es la primera vez que una de sus comedias familiares toca esta clase de situaciones absurdas. Como en el cuento, Alexander arranca su día con el chicle pegado en el pelo y de ahí en más continúa hasta convertirse en el peor día de su vida. En paralelo, su familia parece vivir una vida perfecta, sin problemas, llena de triunfos. Entonces Alexander, en su cumpleaños 12, desea que su familia, algo indiferente a su sufrimiento, pase por la misma experiencia terrible, horrible y mala que él ha experimentado. El elemento mágico, tan caro al cine familiar de Disney, dispara el nudo de comedia y diversión, como ocurría, por ejemplo, en las dos versiones de Un viernes de locos (Freaky Friday), uno de los grandes clásicos producidos por el estudio. Así es que el padre (Steve Carell), la madre (Jennifer Garner) y el resto de la familia sufrirán todo tipo de calamidades. Steve Carell, extraordinario comediante, sólo consigue desplegar una parte de su talento para la comedia absurda. Si pensamos en su fantástico papel en las películas de Anchorman, acá queda algo opacado, obligado a cumplir con la comedia familiar, como le ocurrió en su momento a Steve Martin, Jim Carrey o Adam Sandler. Aun así, no son pocos los momentos graciosos y aun dentro de la rutina la película consigue, en algún momento, tomar un buen ritmo, sobre todo cuando todo parece entrar en un caso sin remedio. En algún momento, claro, sólo en algún momento. Pero Alexander y un día terrible, horrible, malo... ¡Muy malo! tiene otro objetivo y ese otro objetivo finalmente aflora. Es inevitable que la película busque y encuentre su camino hacia el orden y la bajada de línea. La lección final que en los libros infantiles puede funcionar, en el cine detiene todas las acciones y afecta el ritmo general de la película. No se pretende que una comedia infantil no tenga un final tranquilizador, pero la verdad es que en este caso eso termina de arrebatarle a la película eso que parecía elevarla aunque fuera un poco de las limitaciones de esta clase de cine.
Screwball comedy del infierno Perdida es una película ambiciosa dirigida por un director ambicioso. David Fincher tiene una filmografía venerada por muchos y despreciada por otros tantos. A veces, cuando decide hacer un juego de perfil bajo, consigue grandes películas. Pero en otras ocasiones, cuando se enreda en su estilo pretencioso y sentencioso, puede tener un traspié. Perdida (título local para Gone Girl) es una película con indudable ambición y con elementos de alto riesgo cinematográfico. La historia que cuenta se va torciendo lentamente (o no tanto, por momentos) para que aquello que comenzó siendo un drama policial, pase a ser un film de suspenso y más tarde una comedia. No es anticipar la trama esto, porque la mayoría de los espectadores no registre claramente este giro y lo vea simplemente como un mamarracho. No lo es, que quede claro, pero sí debe decirse que tan arriesgados cambios de género pueden producir genuino rechazo. Nick Dunne vuelve a su casa y descubre que su esposa Amy ha desaparecido. No hay explicación para la desaparición y no se sabe si es un secuestro o un homicidio. No hay noticas de Amy y poco a poco el marido sufriente se transforma en el principal sospechoso. La historia comienza a torcerse y mediante el diario de Amy, vamos descubriendo como era la historia previa del matrimonio. Pero la historia se sigue torciendo, intentando jugar con los puntos de vista y con la información que el espectador recibe. Le lleva su tiempo avanzar y es mérito de Ben Affleck que la historia mantenga siempre el interés. Pero claro, queda mucha película todavía y habrá más revelaciones. Avanzar sobre las mismas sería contar la trama. Pero la película busca dar una vuelta osada y no lo consigue. Como si fuera una screwball comedy trágica, Perdida, es una historia sobre el matrimonio. No es una comedia, pero el humor comienza a apropiarse de la trama. Que no piense el espectador que está loco si siente el deseo de reírse. Es intencional. El tema central es el matrimonio. La pareja. Una amarga y sórdida mirada sobre lo que significa el matrimonio. No es un análisis construido de forma realista, todo lo contrario. Con el policial sobrio al comienzo y con un estilo más Brian De Palma en el la última parte, la película conserva su tema pero falla en la transición. Y falla porque los actores –todos excepto Affleck- se vuelcan a la más ridícula sobreactuación. Neil Patrick Harris hace algo incomprensible, que ni en Saturday Night Live podría tener sentido y Rosamund Pike, soñando con un Oscar, muestra que cuando el director no sabe cómo hacer su trabajo los actores son un verdadero peligro. Aun sin negar lo loable del ambicioso relato, hay que decir que Fincher no consigue el objetivo buscado. Aunque sus admiradores sean incondicionales, la película es demasiado forzada, incluso para ellos.
Para disfrutar y seguir cantando La película de John Carney, con un amable tono agridulce, narra la historia de un productor discográfico (Ruffalo), en plena crisis personal, que conoce a una talentosa cantante que le devuelve el entusiasmo hacia su profesión. Hace unos años el director de origen irlandés, John Carney, sorprendió con un bellísimo y singular film musical de perfil bajo llamado Once –una vez– que se convirtió en un film de culto dentro del cine independiente y llegó a conseguir el Oscar a mejor canción con "Falling Slowly", parte de su banda de sonido. Carney no saltó de inmediato a Estados Unidos, pero en 2013 realizó esta película cuyo título original era Can a Song Save Your Life?, título que luego cambió por Begin Again, aunque en Argentina se decidió mantener algo parecido al original. Acá la formula y el estilo sigue siendo parecido al de aquel recordado film, pero con pequeños cambios que lo acercan a la estética del cine independiente norteamericano y algo de cine un poco más comercial. Esto, lejos de representar un alejamiento de la línea de perfil bajo del director y su amable tono agridulce, es la coherencia refinada de esas constantes. Mark Ruffalo interpreta a Dan Mulligan, un productor discográfico separado que lleva un largo período de fracasos y no sabe tampoco muy bien cómo lidiar con su ex y su hija adolescente. Dando vueltas por bares para ver músicos, descubre a Gretta (Keira Knightley) una cantante de perfil bajo, actitud algo hosca, pero a la vez de un gran talento, dulzura y sensibilidad. Dan ve en Gretta una posibilidad de encontrar ese talento y ese éxito que le ha sido esquivo todo este tiempo. A su vez, Gretta vive a la sombra del nuevo éxito de su novio, con quien entra en crisis frente a la forma en la que él, también músico, comienza a comportarse. Gretta y Dan combinan bien y se abre frente a ellos la posibilidad de hacer un gran trabajo juntos. La sensibilidad de los protagonistas es la sensibilidad del film en su conjunto. Carney realiza una película "para sentirse bien", una obra de una enorme calidez, con un retrato hermoso e inolvidable de personajes. Como agregado, la ciudad de Nueva York está filmada de forma igualmente maravillosa, y es un marco que agrega belleza a todo el film. Se sigue notando el estilo del director, aunque haya cambiado de ciudad. Y ni hablar de las muchas hermosas canciones que se cantan a lo largo de la película. El espectador que desee pasar un momento realmente placentero, no tiene más que acercarse y disfrutar de esta hermosa película.
La película que no fue Tres amigos que no tienen dinero y desean darle un cambio a sus vidas, deciden pegar el gran salto realizando una película. Estos tres personajes, con una idea tan absurda como improbable, se meten en situaciones imposibles aun para un guión de comedia absurda. No es la falta de realismo el problema, sino la falta de convicción para que todo el disparate tenga algún tipo de sentido, aun dentro de las propias reglas del film. Es que estos tres amigos, con ideas que rozan la subnormalidad, ejecutan su plan no por amor al cine, sino por plata. Una película de cine dentro del cine, donde los protagonistas no tienen una motivación noble o convierten en algún momento sus intenciones espurias en algo más noble, sin duda tiene problemas. No hay manera de sentir simpatía por ellos, en particular por uno de ellos, que de tan desagradable, difícilmente pueda convertirse en héroe o protagonista de una comedia. No estamos hablando de los actores, sino de los personajes. Con unos diálogos sin chispa, con una torpeza que suena a improvisada aunque no lo sea, la comedia se desperdicia escena tras escena. Un espectador con un poco de cultura cinéfila, puede ver los chistes que desaprovechados en toda la película. La idea que tienen estos tres jóvenes es contratar a Ricardo Darín para que protagonice la película y les asegure el éxito. Recordemos que son solo tres personas con una cámara VHS las que se hacen pasar por un equipo de rodaje y que Darín, confundiendo a uno de ellos con el hijo de un amigo, les hace favor de participar de lo que se supone es un corto de estudiantes. Pero es un largo y sin ningún otro actor a la vista, solo la promesa de una joven actriz que es moza de un bar. Darín acepta el voluminoso guión sin dudar. ¿Nadie vio en el proceso de Delirium que nada cerraba ni tenía el más mínimo sentido? La película estaba llena de posibilidades, no hay duda, pero para eso se debían haber tomado otros caminos. Hay muchas películas que pueden venir a la memoria para ayudarse a pensar un mejor destino. Desde Mel Brooks a Frank Oz, pasando por algunos momentos de Ed Wood de Tim Burton, hay muchas comedias capaces de dar pistas para saber que las posibilidades eran muchas. Quien vea Delirium (el éxito de Relatos salvajes podría hacer que el milagro Darín le consiga algunos espectadores por error) se encontrará con actuaciones muy flojas, cercanas a lo no profesional. Con ideas confusas acerca del cine, lo que es grave. Con un desaprovechamiento del material –salvo cuando apuesta al humor negro- que irrita. Delirium logra que Ricardo Darín no logre actuar bien, que no le salga el papel de Ricardo Darín, lo que ya es mucho decir. Un manto de piedad para los tres protagonistas, que no parecen estar actuando para cine, directamente. Los únicos que se salvan, irónicamente, son los periodistas que hacen cameos en la película. Y la sorpresa del final (no la de la cadena nacional, que también falla) donde por última vez nos encontramos con la película que no fue. Los títulos de cierre tienen –en la música y el diseño- una energía y una fuerza que ni un solo instante de la película consigue.
Graciosa y taquillera, a pura simpatía Jonah Hill y Channing Tatum vuelven a protagonizar los personajes de esta comedia basada en una recordada serie televisiva de fines de los años '80. Se mantuvo al mismo director y mismo guionista, repitiendo la fórmula exitosa. La serie Comando especial (21 Jump Street), realizada entre 1987 y 1991, en la que se basa esta película y la anterior, era una serie de dudosa ideología. En ella, jóvenes policías infiltrados en un colegio realizaban sus investigaciones. No parecía el mejor de los puntos de partida y realmente no lo era. Tuvo 102 episodios, y su protagonista Johnny Depp huyó antes de la última temporada (lo salvó conocer a Tim Burton). Richard Grieco también tuvo una participación en aquella serie que, recordemos, fue un gran éxito en su momento. La película difícilmente podía sostener la mirada que tenía la serie, claramente reaccionaria. Y los directores Phil Lord y Christopher Miller (los directores de Lluvia de hamburguesas) prefirieron la comedia, al igual que los actores Jonah Hill y Channing Tatum, protagonistas y productores. La elección se demostró correcta a juzgar por los resultados. A pura simpatía, lograron que la historia fuera graciosa y taquillera. Sacaron el drama, mantuvieron algo de acción, y se lanzaron a la comedia sin culpas. Esta nueva entrega ya no los encuentra en el secundario, sino en la universidad, pero la naturaleza del humor sigue siendo la misma, tal vez con algo más de libertad, incluso. El lugar común sería decir que esta secuela ofrece lo mismo que la primera película pero no sorprende a nadie. Pero dudo que la sorpresa sea el objetivo principal. Le bastan a los actores, en particular a Jonah Hill, un par de escenas para demostrar que tiene talento serio para la comedia. Phil Lord y Christopher Miller vuelven a la dirección, y no está mal recordar que entre Comando especial y Comando especial 2 dirigieron Lego: la película, otra gran comedia de enorme éxito. Michael Bacall vuelve a ser el guionista. Y como comedia extra, hay buenos personajes secundarios y en particular el jefe de los protagonistas, Ice Cube, tiene muy buenos momentos en los que logra sumar más humor. Las escenas de acción vuelven a ser algo perezosas pero son salvadas una y otra vez por los gags que le quitan cualquier seriedad posible. Pero si quedan algunas dudas acerca de esta comedia, la secuencia de títulos final inclina la balanza a favor. En unos pocos minutos se hacen tantos chistes y todos tan buenos que es imposible no salir del cine sonriendo. Ese es un mérito innegable y vale la pena quedarse, porque lo mejor de la película es ese final, sin duda. Tal vez haya una tercera parte, o 20 secuelas más, como bien ironiza ese gran final.
Introducción al animé Los caballeros, que protegen al mundo del mal, ofrecen una aventura construida para los fanáticos que no defrauda. Gran despliegue visual y una valorable cuota de humor. Saint Seiya, conocido en español como Los Caballeros del Zodíaco, es un manga de acción creado en 1986 por Masami Kurumada y publicado originalmente en enero de 1986 en la revista Shuukan Shounen Jump de la editorial Shüeisha. Manga es el nombre que se le da la historieta en Japón y el volumen de este género es prácticamente inabarcable para quien no decida dedicar su vida a investigar el tema. Incluso Los caballeros del Zodiaco es una historieta bastante grande publicada entre 1986 y 1990. Fue adaptado posteriormente en una serie de animé de ciento catorce episodios. Fue a través de la televisión que su éxito superó ampliamente las fronteras de Japón y se convirtió en objeto de culto por gran parte del mundo. Toda clase de derivados se fueron multiplicando en los más variados formatos, llegando a media docena de films, de los cuales Los Caballeros del Zodiaco: La Leyenda del Santuario (2014) es el último. Sin duda, es muy difícil acercarse a un universo tan vasto y complejo, pero como cualquier largometraje, el que hoy se estrena debe tener vida propia y funcionar o no de forma independiente. Los caballeros que desde tiempos inmemoriales han protegido al mundo del mal, vuelven aquí para ofrecer una aventura que sin duda está construida para los fanáticos, los que serán más críticos y a la vez más leales a la saga. Para los demás espectadores, hay muchos saltos y elementos que llaman a la confusión. Pero el film intenta explicar todo lo que puede la trama y avanza de forma que aun con la falta de información puede disfrutarse. La película comienza con Saori Kido, una niña preocupada por sus misteriosos poderes quien es salvada por un muchacho, Seiya, del ataque de un asesino. Saori se da cuenta de su destino y su misión y decide ir al Santuario con Seiya y su compañía de Caballeros de Bronce. En el Santuario tendrán que emprender una feroz batalla contra los más grandes caballeros, llamados Caballeros de oro. Lo mejor que tiene la película es el despliegue visual, las impresionantes armaduras y la forma en que se van presentando. Para los no acostumbrados a esta clase de cine, tal vez sea una sorpresa el tipo de humor absurdo que la película tiene, pero se trata de una de sus mejores características. Los viejos defensores sabrán disfrutar de esta nueva película y los que no conozcan nada de este universo se sorprenderán mucho con las imágenes, aunque es difícil que muchos de estos últimos se acerquen al cine a verla.
Futuro que se ve viejo Qohen Leth es un genio de las computadoras, que vive en un mundo controlado por Dirección, una oscura figura. Se le permite trabajar en su casa y así desde el interior de una capilla en ruinas, Qohen trabaja en la solución a un extraño teorema, un proyecto que podría descubrir todas las preguntas sobre la existencia. Terri Gilliam es un director de culto para toda una generación, pero su imaginario se ha vuelto cada vez menos interesante en el presente. Si bien sigue teniendo muchos seguidores, es más la superficie de su estilo lo que atrae que sus películas en sí mismas. Gilliam fue el menos conocido de los inolvidable Monty Phyton (dirigió Los caballeros de la mesa cuadrada) y fuera del grupo dirigió buenas películas como Los aventureros del tiempo y su obra más importante, Brazil. También Las aventuras del Barón Munchausen tuvo buena respuesta y gozó nuevamente de prestigio con 12 monos. Tal vez en Pánico y locura en Las Vegas mostró su poco interés en las narraciones tradicionales y es por eso que no deberíamos juzgarlo por su falta de ritmo y progresión dramática en sus films. Un mundo conectado se parece, y mucho, a Brazil, y aunque no es justo compararlas entre sí, al menos podemos recordar que Gilliam podía hacer buen cine dentro de su estilo personal. Su trazo grueso, su sátira sin sutilezas, acá agota más de lo que moviliza. Y a pesar de tener a su disposición una tecnología que le hace más fácil el camino de la ciencia ficción, la película se ve poco original con respecto a sus films de los ochenta.