La directora Marina Zeising aborda en este documental tantos temas como le es posible, todos relacionados con sus miedos referidos a la maternidad. Viajes reales y metafóricos en busca de sus raíces, pero también de testimonios que universalizan temas revisados y puestos a la luz de los nuevos conceptos sobre el feminismo, el patriarcado, la realización personal a través de la maternidad, los distintos tipos de parto, el aborto, el rol de la mujer y los mandatos sociales. En su tercer documental, la realizadora indaga y se interpela a ella misma sobre todas estas cuestiones, en lo que por momentos parece una acumulación de verdades desordenadas mezcladas con frases altisonantes ilustradas con bellos planos. La lupa, en doble alusión, tanto a Luperca, la loba que según la mitología romana amamantó a Rómulo y Remo, los fundadores de Roma, como al instrumento óptico que agranda la visión. En este caso, sobre todos los temas en los que Marina Zeising encausa y desvía de manera constante en el documental, pasando del plano íntimo al social de manera desordenada, en un intento de deconstruir conceptos para lograr un efecto de cambio. El social y el de sus propios miedos. El resultado de sus indagaciones en Italia, Argentina y Noruega, la tierra de sus antepasados, es por momentos desparejo, pero válido en la indagación de la lucha por la igualdad de género.
La ópera prima de Gustav Möller, un sueco que filma una producción danesa, es un thriller intenso e inteligente que promueve que el espectador le dé forma a personajes y situaciones que no ve. Asger Holm es un policía que fue degradado a atender llamadas de emergencia. Un aparente trabajo burocrático que lo congelará de sus tareas habituales, más acostumbrado a la calle y la acción, mientras espera declarar en un juicio por algún hecho que no conocemos. Una noche de rutina, recibe un llamado de una mujer que parece estar secuestrada a bordo de un auto, con dirección a las afueras de Copenhague. De ahí en más, todo es una carrera contra reloj para resolver esa situación, sin moverse de un escritorio. Gustav Möller escribió y dirigió un guion con el timming exacto, al que le toma una hora y veinticinco minutos para poner al borde un ataque de nervios al público, a la vez que les exige al protagonista y a los espectadores un estado de alerta permanente para darle forma a lugares y personajes que no vemos. Ejercicio de ingenio cinematográfico tomado de una idea que alguna vez esbozó Alfred Hitchock en la década del ’60. El maestro del suspenso decía que le hubiera gustado realizar una película que sólo transcurriera en una cabina telefónica. Möller parece haber recogido el guante y haciendo uso de las nuevas tecnologías (computadoras, celulares y GPS) exprime esa premisa en un único lugar: una central telefónica. Cristalizando una acción que transcurre en tiempo real. Agotando todas las instancias de un magnifico fuera de campo en el uso del sonido, que salta de la desesperación a la intriga con un giro que lo convierte todo en angustia. En La culpa hay un “afuera” sonoro que pone los pelos de punta. Y un inconmensurable actor, Jakob Cedergren, con la cámara pegada en cada plano. Su actuación es magnífica, con el nervio de quien intenta resolver el rompecabezas de una tragedia familiar. A la vez que lo que aparentemente descomprime esa desesperante situación es el incidente judicial del policía. “Estos dos niveles del relato aúnan temas como la culpa y el perdón, la redención, la violencia familiar y el aparato policial represivo. Zonas llenas de claroscuros que La culpa aborda con inteligencia y complejidad, sin necesidad de desplegar ninguna pirotecnia visual”.
Melodrama algo rancio, con la reconstrucción de Alemania tras la guerra como telón de fondo. Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, llega a Alemania Rachel Morgan, para reunirse con su marido, Lewis, un militar inglés encargado de reconstruir Hamburgo, ciudad arrasada por la contienda bélica. Ambos van a vivir en una mansión confiscada a su dueño, un arquitecto viudo, que vive con su hija adolescente. El coronel decide que los pobladores de la casa puedan seguir viviendo en ella, confinados al piso superior. No tardarán en aparecer tensiones, producto de dos bandos enfrentados: vencedores y vencidos. Pero también la atracción de los opuestos, en forma de triángulo amoroso. El film de James Kent, basado en una novela de Rhidian Brook, tropieza con lugares comunes de mínima tensión, un poco de tragedia, una pizca de erotismo, un aire conspirativo por acá, un poco del muestrario de los horrores de la guerra por allá, algo de venganza y mucho de elegancia formal en los ambientes de la mansión en la que transcurre, contrastando con las ruinas de una ciudad devastada por las bombas. Para colmo, el título en Argentina, Viviendo con el enemigo, recuerda demasiado a la película de Julia Roberts de los ’90 y no tiene demasiado que ver con el original, que es Aftermath, algo así como las secuelas o consecuencias negativas de un hecho. Las tensiones culturales podrían haber resultado más interesantes, al fin y al cabo el enemigo que vive en la casa puede ser un juego de doble lectura sobre ocupantes y ocupadores de dos bandos contrapuestos. Y el guion no desarrolla del todo aspectos más sugestivos y sutiles, apenas un par de obsesiones de Rachel sobre qué había colgado en el lugar que dejó un cuadro o la sospecha de que el dueño de la casa, por el sólo hecho de ser alemán, tenga simpatía por el nazismo. Duda que se podría haber terminado cuando se menciona a una simple silla que está en el mobiliario de la casa, la Mr. lounge de Ludwig Mies van der Rohe, de la Escuela de la Bauhaus, que fue cerrada por el nazismo. El elenco hace lo que puede en una marcación actoral de declamación teatral: en primer lugar, por Keira Knightley que, en el comienzo, parece una imbécil caprichosa; Jason Clarke, un militar con no demasiado brío para la tarea que le fue encomendada y el tercer vértice de este triángulo, Alexander Skarsgård, al que quizás le haya llegado este rol, luego de su perturbador personaje en Big little Lies.
Anunciada como la despedida de la actuación de Robert Redford, mito viviente de Hollywood, Un ladrón con estilo es un retrato nostálgico de un aplomado caballero que, en el ocaso de su vida, sigue sintiendo la misma adrenalina que tuvo siempre por cometer robos y escaparse de la cárcel. La arcilla en la que está moldeada esta película se basa en el carisma de Robert Redford que nunca se acomodó en su temprano estrellato, sino que siempre fue por más y se convirtió en sólido director tras su debut detrás de cámara en Gente como uno. Y redoblando la apuesta fundó un festival que se convirtió en el emblema del cine independiente, el Sundance Film Festival, que toma el nombre de uno de los personajes que le diera más fama: Sundance Kid. El guionista y director David Lowery toma un hecho real y lo ficcionaliza a la medida de Robert Redford, quien encarna a Forrest Tucker, que fue un ladrón que utilizaba un arma para atemorizar y una sonrisa seductora para hechizar a los empleados de los bancos. Ayudado por dos secuaces igualmente entrañables: Tom Waits y Danny Glover. En una de las huidas se topa con una viuda a la que se le rompió el auto, Jewel (Sissy Spacek). De ese encuentro nace una relación basada en un coqueteo de miradas y flirteos cómplices con una química especial de dos personas en el ocaso de sus vidas. Pero todo bandido que escapa tiene detrás un detective que investiga. En este caso, John Hunt (Casey Affleck), un policía a mitad de camino entre la fascinación por la historia del delincuente que persigue y su deber por hacer cumplir la ley. Ambientada a principios de los años ochenta, la película tiene su correlato en la imagen granulada del cine de esa época y en la música con acordes jazzísticos que perfuma todo el relato. La historia de un tipo que está al margen de la ley, que vive frente a un cementerio, consciente de que sus últimos días están cerca, pero no por eso baja los brazos. Pero también es la historia de un hombre que busca redención en sus últimos actos. Si bien el mayor peso actoral está puesto en los hombros de Redford -al cual el film homenajea incluyendo funcionales fragmentos de algunas de sus películas-, todos los actores que lo secundan tienen un gran lucimiento en algún momento, como en esas piezas teatrales en las que los secundarios se “roban” la escena. Especialmente en dos secuencias: un monólogo de Tom Waits y una declaración de la hija de Tucker, a la que no ve desde niña, y que está personificada por Elizabeth Moos.
Un drama basado en una historia real: la de un padre periodista que intenta, una y otra vez, que su hijo de 18 años abandone el consumo de metanfetaminas. Ambigüedad entre ser una película didáctica sin convertirse en buen cine. Basado en dos libros -el del padre: Beautiful Boy: A Father’s Journey Through His Son’s Addiction de David Sheff, y Tweak: Growing Up on Methamphetamines de Nic Sheff, el hijo- la película es un péndulo entre los dos puntos de vista, en la batalla desesperada de una familia y, por sobre todas las cosas, de un padre por rescatar a su hijo del infierno de las drogas. Dirigida por el belga Felix Van Groeningen, si bien Beautiful Boy: siempre serás mi hijo no cae en ningún momento en la utilización de golpes bajos, hay algo anodino que campea en el film: la falta de un claro motivo por el cual el hijo reincide una y otra vez en el calvario de las adicciones. Es un chico que como estudiante parece ser brillante, se presentó a seis universidades y en todas lo aprobaron, a pesar de que sus padres se separaron cuando él era pequeño parece haber crecido rodeado de amor y, aun así, su vida está llena de vacíos que llena con todo tipo de sustancias. Con el ojo puesto en la temporada de premios, y sin haber conseguido llegar hasta la instancia mayor (que serían las nominaciones al Oscar), lo mejor de Beautiful Boy: siempre seás mi hijo son sus actores: un impecable Steve Carell y, en mayor medida, la gran revelación de Llámame por tu nombre, Timothée Chalamet. Ambos exactos, sin ningún exceso de sobreactuación. Secundados por los aportes de Amy Ryan y Maura Tierney.
Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y reciente nominada al Oscar como Mejor Película extranjera, Somos una familia, de Hirokazu Kore-eda, es un particular retrato de una familia alejada de toda convención. La historia trata sobre los Shibata, una familia de clase baja que vive en una minúscula casa de un barrio residencial de Tokio. Para llegar a fin de mes, además de con lo que ganan con sus trabajos mal pagos, se dedican a robar pequeñas cosas que necesitan y algunos otros artículos que luego venden. La familia se compone de una abuela: Hatsue Shibata, dueña de la casa en la que viven; el matrimonio formado por Osamu y Nobuyo Shibata, él trabaja en la construcción y ella en una lavandería; un hijo, Shota, que no está escolarizado porque, según su lógica, ahí sólo van los chicos que no pueden estudiar en su casa, y la nieta de Hatsue, Aki Shibata. Una noche de frío, Osamu y Shota encuentran a una niña, Yuri, que parece estar en estado de abandono, y la llevan a cenar con ellos con la intención de devolverla después. Pero la familia descubre que la chica tiene cicatrices de algún maltrato y decide quedarse con ella. En apariencia todo es felicidad hasta que un trágico suceso y un accidente durante un robo fallido sacan a la luz los secretos de la familia y amenazan con destruirla. Hirokazu Kore-eda va armando lentamente los lazos de esta familia desordenada, desprolija, con algunos comportamientos debatibles. Somos una familia cuestiona los lazos de sangre, en especial en un momento bisagra: un tercer acto cargado de revelaciones para desarticular lo que venía construyendo en la primera parte. Como en un terremoto, mueve los ladrillos en los que estaba cimentada esta pequeña célula de parentescos enrarecidos, ambiguos, con actos moralmente cuestionables, pero a la vez cargados de afecto. La visión de los invisibilizados, postergados habitantes de un Japón fuera de toda postal turística, en la que un padre le enseña a cometer pequeños robos a su hijo, una abuela se corta las uñas de los pies mientras los demás comen a pocos centímetros, un chico duerme en un placard, una joven trabaja, vestida de colegiala, brindando un show de sexo simulado a través de un vidrio, la anciana vive de una pensión de dudoso origen y todos los miembros deciden, a la vez, que está bien quedarse con la pequeña que encontraron en un balcón y que adoptan como hija propia. Las fuerzas complementarias y opuestas de todas las cosas, el yin y el yang, en una galería de personajes y situaciones que no son juzgados por el director bajo una lupa moralizante. Al fin y al cabo, cada uno de ellos es consciente de sus actos y en su lógica de pensamiento todas las piezas encajan en pos de sostener una familia unida. El realizador de Nadie sabe estructura un relato sensible y hasta se permite el atrevimiento de que todo se ensombrezca cuando en la felicidad de esa familia se inmiscuya el Estado en la burbuja en la que un grupo de oprimidos, que había desafiado las convenciones, vivían contentos.
A partir del clisé que dice que de un malentendido nace una historia de amor, Amor sobre ruedas juega a ser una comedia con mensaje moralizante. Jocelyn es un soltero empedernido, de alrededor de 50 años, que parece tener la compulsión de mentir y seducir a cuanta mujer se le cruza. Profesional exitoso y millonario del negocio del running, un día se topa con una vecina que vive en el mismo piso que el de su madre recién fallecida. Obnubilado por los pechos de la mujer, se le ocurre que puede ser su nueva conquista. Pero hay un detalle: cuando esta lo ve por primera vez, él está sentado en la silla de ruedas de su progenitora y ella asume que él es discapacitado. Ella lo invita a la casa de su familia, en las afueras de París, él acepta. Pero el verdadero propósito de la reunión es presentarle a su hermana que sí es discapacitada. La mujer en cuestión es una bella e inteligente rubia, concertista de violín. Planteado el conflicto, Jocelyn se debate entre sostener su mentira a capa y espada o sacarse la máscara de mentiroso compulsivo. Subida a caballo de la exitosa Amigos intocables (Intouchables, 2011), que ya va por su tercera remake (incluso una versión argentina y otra estadounidense a estrenarse en pocos días) el galán del cine francés Franck Dubosc debuta como director en esta película, en la que también es guionista y protagonista. El equívoco es el eje principal en el que pivotea la acción, mientras se la va mechando con chistes de dudosa gracia sobre toda clase de discapacidades físicas. Todo eso queriendo demostrar que la mayor incapacidad es la emocional, que está sostenida por el macho seductor. Una curiosidad del guion es que en muchos momentos en que las escenas requieren una toma de decisión, la acción se corta y no se resuelve nada. Y de ahí se pasa a la siguiente secuencia. Como si Dubosc dejara en cada espectador qué medida tomar para resolver el asunto. Además de atrasar años en su catarata de chistes ofensivos hacia los discapacitados físicos, todos vertidos por un personaje desagradable que no provoca la mínima empatía y al que para colmo se pretende redimir. Sólo el carisma de Alexandra Lamy salva, por momentos, una historia que está vestida de ambientes de lujo y escenarios coloridos.
Pierre-François Sauter, documentalista suizo, propone en Calabria una road movie funeraria. La travesía, en un coche fúnebre, de dos inmigrantes o, mejor dicho, tres. Sucede que uno está muerto y viaja en un cajón. Es un italiano que vivía en Suiza. Los otros dos son un músico serbio y un culto portugués, ambos empleados de una empresa funeraria ubicada en Lausana. De allí partirán rumbo a Gasperina, Calabria, para dar sepultura al italiano. Sensible, con mínimas dosis de humor y a veces excesivo acartonamiento, Calabria se propone ser una reflexión y metáfora del desarraigo, de los cruces migratorios y de la variedad de comportamientos de los distintos grupos culturales que conforman Europa. Calabria es una mezcla entre documental puro con mínimos elementos de ficción porque, en definitiva, algún que otro elemento se debe haber agregado para provocar alguna situación que diera pie a los diálogos. No demasiados, ya que por momentos la película parece empantanarse en uno de los protagonistas (el músico serbio, a todas luces el más histriónico de los dos) mientras que el portugués es el que cita a grandes poetas portugueses y el más enigmático y escéptico. Atravesando túneles y autopistas, los dos personajes tendrán diálogos amables, intentarán sacar fotos sin detener el auto, se contarán problemas familiares, uno recitará, otro cantará en varios momentos. Y así discurrirá el tiempo, a veces con algunas pretensiones de trascendencia que no serán reveladoras. La cámara se sitúa fija en los rostros de los que ocupan los asientos de adelante, por lo cual, tanto los paisajes como algún que otro diálogo suceden fuera de campo. En otros momentos es el cajón y el vidrio posterior del coche fúnebre lo que ocupa la pantalla.
Konstruktion Argentina es un documental que nos descubre el legado alemán en la arquitectura argentina. Argentina fue un laboratorio de combinaciones culturales donde varios países dejaron una huella. Al cumplirse 100 años del nacimiento de la Escuela de la Bauhaus, inaugurada por el arquitecto alemán Walter Gropius, el realizador Fernando Molnar (Rerum Novarum y Mundo Atlas) se propone, mediante el artilugio de un arquitecto que investiga a la manera de un detective, seguir las huellas de la arquitectura e ingeniería alemana en Argentina. Los lugares que Gropius conoció y otros que, hipotéticamente, pudo haber admirado, aún sin certeza de que los haya visitado. En sus conferencias, Walter Gropius mencionaba a los silos de Molinos Río de la Plata, construidos en 1903, en Puerto Madero, como símbolo de la modernidad, futuristas, sin derroche de material. En 1998 fueron demolidos, pero en la arquitectura argentina se conservan otros rastros de la influencia alemana en nuestro país. Konstruktion Argentina los rastrea, con un carácter didáctico, belleza en las imágenes y un buen uso de cámaras aéreas. Contiene además, un interesante uso del sonido ambiente y prescinde totalmente de la música como elemento ornamental. Los encuadres y la duración de los planos son perfectos para contemplar la arquitectura sin distracciones. El documental está lleno de datos curiosos para amantes de la arquitectura y no tanto, sobre lugares y edificios por los que quizás pasemos frecuentemente sin tener mayores datos sobre ellos. Así, nos enteramos de la influencia germánica en la construcción del conjunto monumental de edificios públicos en la ciudad de La Plata: el Palacio de Justicia, el Palacio Municipal, la Catedral de estilo neogótico, el Museo de Ciencias Naturales, el Zoo y el Observatorio astronómico, todo un parque científico y cultural. A la manera de La isla de los Museos de la ciudad de Berlín. De Buenos Aires, puede citarse la estación Perú de la línea A, la primera estación de subtes de toda Latinoamérica, casi idéntica a una en Berlín, de cuya construcción formaron parte arquitectos alemanes y argentinos formados en Alemania. O el Edificio Comega, que fue el primer rascacielos del mundo construido bajo los principios de la Bauhaus. Además de la arquitectura racionalista que prevalece en el Hospital Churruca. Se menciona también al Banco Nación, del arquitecto Bustillo, que posee una de las cúpulas de hormigón armado más grandes del mundo. El elemento ideológico mencionado en este segmento hace referencia a la exageración de la escala, con la pretensión de que el ciudadano se sienta sometido al poder del estado. Bustillo es mencionado también por la elaboración de conjunto del Hotel Provincial y el Casino de Mar del Plata, de una escala monumental, a la manera de la arquitectura nazi, imperante en esa época. Hay otros lugares en el país en el que es clara la influencia de la escuela de la Bauhaus, como el Mercado y frigorífico La Armonía, en Santiago del Estero, construido por un estudio alemán, con una losa parabólica de hormigón armado de estilo futurista. Es curioso, además, el caso del edificio del Automóvil Club Argentino, compuesto por dos cuerpos muy distintos, uno con referencias a la arquitectura imperial del Tercer Reich, el contrafrente refiere a la influencia estética racionalista de la escuela de la Bauhaus. Todo un edificio repartido en ideología.
Pawel Pawlikowski, director de Ida, ganadora al Oscar como mejor película extranjera en 2015, regresa con Cold War, otra obra magistral que lo hizo acreedor del premio al mejor director en el último Festival de Cannes. Un relato desesperanzado y fascinante que va de lo festivo a lo sombrío de una relación enmarcada en las transformaciones geopolíticas de Europa. Wiktor es un director musical que recorre Polonia luego de la Segunda Guerra Mundial. Va en busca de talentos para una compañía en formación que interpretará canciones y bailes populares folclóricos. En uno de los castings se topará con Zula, una rubia que tiene determinación, ambición y secretos. La atracción es inmediata. Como dos polos opuestos que se atraen y se repelen, la pareja recorrerá casi 20 años en sus vidas, repartidas entre Varsovia, Berlín, Yugoslavia y París. Lo que define a esta propuesta de Pawel Pawlikowski es la concentración: en el sentido de centrar la atención en la pareja principal con la Guerra fría como telón de fondo y en el más estricto carácter estético, con una pantalla cuadrada, una increíble fotografía en blanco y negro de Lukasz Zal y los encuadres del director, que también manejó la cámara. Cada plano es majestuoso, sin que su grandilocuencia signifique distracción en lo que se está contando. Y lo que se cuenta es una historia de amor con condimentos de canciones, baile, deserciones, delaciones, exilio, burocracia, propaganda y frustraciones. Al realizador de Ida, convertido en maestro de las elipsis, le sobra pericia para componer cada cuadro en el que apenas un detalle sitúa inmediatamente en un clima, un lugar, un estado de ánimo. Y todo lo hace en menos de 90 minutos, una duración corta, casi impensada en el cine contemporáneo. Cold War relata el arco de una crónica épica de dos seres que se aman desesperadamente. Wiktor describe a Zula como: “la femme de ma vie” (la mujer de mi vida), así, en francés, que suena más fuerte que en cualquier idioma. Y Zula no puede sustraerse del encanto de ese hombre al que define una canción que suena de fondo en uno de los encuentros parisinos: “The Man I Love”, interpretada por Billie Holliday. Pero no pueden estar juntos. Una pasión imposible a ambos lados de la Cortina de Hierro. Las interpretaciones de Joanna Kulig y Tomasz Kot son descomunales. Ella es una mezcla de la Mónica Vitti en El eclipse de Antonioni (no en vano un bar parisino que aparece en la película se llama así) con Jeanne Moreau. Su actuación es arrolladora. Él tiene el aplomo de Humphrey Bogart en Casablanca, film al que Cold War también remite en algún momento.