La fuerza del cariño Romeo (Jérémie Elkaïm) y Juliette (Valérie Donzelli) se enamoran a primera vista y en ese encuentro, en una broma alusiva a sus nombres, predicen que algo trágico pasará en sus vidas. Sin embargo, lo que parecía gracioso no lo es tanto cuando a su bebé de 18 meses le detectan un tumor maligno en el cerebro. Seguramente no hay palabra más aterradora para un padre que “cáncer”. Donzelli y Elkaïm lo saben porque lo vivieron en carne propia, y en base a esa vivencia personal concibieron esta película, en la que eligen contar la historia desde el comienzo, desde el nacimiento del amor en la pareja protagonista. Esa elección es la que logra integrar al espectador desde los primeros minutos en el clima de lo que se está viviendo. Acompañará los primeros días del bebé, las dudas, los miedos de las cosas mínimas, eso que sufren todos los padres. Hasta que llega el temido diagnóstico y las cosas toman otra dimensión. De todos modos, Donzelli busca, y logra, desdramatizar la situación: las escenas de gran angustia encuentran rápidamente escenas de pausa, mostrando la forma en que ellos intentaron seguir con sus propias vidas para no verse absorbidos por la enfermedad, la rutina del tratamiento, la incertidumbre. Sin golpes bajos ni discursos lacrimógenos, todos los sentimientos se transmiten tan sólo por ver a los personajes, y la acertada combinación de la música (elegida por Elkaïm), las expresiones, la elección de las tomas. Si bien tiene un evidente valor catártico, el filme rescata además la importancia de la contención familiar, y, sobre todo, de los profesionales que se abocan al cuidado del niño en una circunstancia por demás delicada. Luego del diagnóstico inicial, puede apreciarse que muchos de los sonidos -una canción, las noticias que pasan en la radio-, hablan sobre la guerra (como señala el título original en francés: “La guerra está declarada”), en directa referencia a la lucha personal y familiar contra el mal que ataca al más pequeño. Donzelli cuenta su propia historia de modo que llegue a cualquier espectador, sin positivismos exagerados, sin facilismos sentimentalistas, con respeto y rigor en cuanto a los temas médicos, pero resaltando por sobre todo esa fuerza que un padre saca de quién sabe dónde cuando hay que pelear contra la enfermedad de un hijo.
La chica del helado de limón Analía (Martina Juncadella) es una chica del interior del país, de unos veinte años de edad. Su trabajo consiste en viajar a Buenos Aires para entregar los pedidos de artesanías que hace una vecina. Así recorre la ciudad y sueña, aunque cuando vuelva a su pueblo le espera lo que parece ser su inevitable destino: deberá trabajar con su madre en un negocio, algo que ni le atrae ni le interesa, pero es su deber. Por un error en una de las direcciones del reparto, termina en un centro árabe. Y tanto le fascina el lugar que usurpa un nombre que ve en un cartel, y se crea una nueva identidad: será Habi, de familia libanesa, musulmana y estudiante de árabe. Este primer largometraje de María Florencia Álvarez sigue las experiencias de esta nueva chica, su encuentro con el amor, la convivencia con personas desconocidas, y lo difícil que eso resulta, las nuevas amistades. Una película iniciática que exagera en cierto modo el momento en que todo adolescente deja de serlo y se plantea quién quiere ser una vez adulto. Analía recorrerá un camino que le demostrará que no puede ser feliz a menos que sea ella misma, de manera genuina y sin falsedades. Álvarez desarrolla la acción básicamente en interiores, algo que desaprovecha el talento de su fotógrafo, Julián Apetezguía, que sabe hacer magia con los exteriores. Sin embargo la elección no es errónea, ya que toda la narración remite a lo que sucede en el interior de esta muchacha que está buscando no sólo un lugar, sino quién quiere ser en el mundo. El ritmo en general es algo lento, y algunas secuencias se hacen repetitivas, como las de la pensión, aunque no pretendan más que mostrar la cotidianeidad de la nueva vida de la chica. Con buenas actuaciones de actores casi desconocidos, este filme logra además mostrar con gran naturalidad a la comunidad musulmana, que si bien le fascinó a Analía, no fue por exótica ni llamativa, sino simplemente por ser algo diferente a su opaca rutina. Una película de recorridos y descubrimientos. Pequeños, nada llamativos. Sólo los que ocurren al crecer.
Paraíso de aves africanas Esta vez le tocó el turno a África. Así como en “Río” encontrábamos una historia de pájaros brasileros, “Zambezia” nos presenta una sobre pájaros africanos. El lugar al que hace referencia el título es una ciudad creada por los pájaros para los pájaros, un sitio donde las aves pueden vivir seguras y felices, aisladas de los peligros. Lejos de Zambezia, en pleno desierto africano viven un pequeño halcón llamado Kai con su sobreprotector padre, Tendai. La situación planteada es idéntica a la de “Buscando a Nemo”: la madre falleció atacada por un predador, y el padre teme que le ocurra algo a su hijo, por eso no lo deja salir de un territorio que él se ocupa de controlar. Accidentalmente un par de aves que van con rumbo a Zambezia pasa por su hogar, y, a pesar de la negativa de su padre, Kai decide seguirlas. El padre a su vez lo seguirá a él, descubriendo en el camino el plan de una malvada iguana gigante que quiere atacar la tierra de los pájaros. La historia no es muy novedosa, y al principio el ritmo es demasiado lento para una película infantil, realmente aburre bastante. Una vez en Zambezia, con la aparición de otros personajes bastante más divertidos, sumados a la revelación de la verdadera historia de Kendai, la película toma un poco más de color. La animación es correcta, aunque no se arriesga a innovar, y por eso se queda sólo en lo conocido. Cabe reconocer la interesante banda de sonido, que si bien incluye canciones cantadas en inglés, está compuesta fundamentalmente por música étnica y transmite el espíritu del continente africano de forma mágica. Al margen de la historia, el filme aprovecha su lado de vehículo comunicacional para dejar varios mensajes, algunos ya vistos en otras películas. Hace hincapié muy fuertemente en el de la inclusión y no discriminación, tema que, considerando el lugar de origen de esta producción (Sudáfrica), tiene un valor más que significativo. Aparte de eso, una película infantil más, sin momentos destacables para niños ni adultos.
Bach, el espanta-demonios El fenómeno cinematográfico y editorial de las sagas de género fantástico para adolescentes y “adultos jóvenes” llegó para quedarse, al menos por un tiempo. La nueva serie en cuestión es la de “Cazadores de sombras”, una saga de seis libros, el último aún sin editar, en la que abundan muchas de las criaturas que aparecían en otras del rubro, aunque con variantes, claro. Clary (Lily Collins) es una joven neoyorquina aparentemente normal, hasta que al acercarse su cumpleaños, comienza a obsesionarse con un extraño símbolo, y a ver cosas que nadie más ve. Su madre oculta un secreto relacionado con lo que le está ocurriendo, pero antes de que pueda decirle algo a su hija, es atacada en la casa donde viven, y desaparece. Un misterioso, y por las dudas pintón, muchacho llamado Jace (Jamie Campbell Bower) la ayuda a escapar del demonio que quedó de guardia en su casa, y con él comenzarán a llegar las explicaciones sobre los extraños eventos que están sucediendo a su alrededor. Ocurre que ella es, como sus ancestros, una Cazadora de Sombras, históricos luchadores contra las fuerzas oscuras del universo. Entiéndase demonios, vampiros, y toda esa clase de criaturas. Sin embargo no todo es blanco y negro en el mundo sobrenatural tampoco, y los enemigos pueden estar en cualquier bando, algo que Clary aprende mientras intenta develar el misterio que le permita ayudar a su madre. La trama está plagada de giros típicos del culebrón: secretos del pasado, mentiras sobre parentescos, y escenas románticas de creatividad tal que hacen dudar acerca de si lo que se está mirando es una película en el cine o una soap opera. Por otro lado están las obviedades excesivas: esa silenciosa vecina que cualquier espectador con tres películas en su haber infiere que “algo sabe”, los hombres lobos que incluso cuando no están convertidos son tan barbudos que lo parecen, y así sigue la lista, casi interminable. También hay algunos guiños a “Los Cazafantasmas”, por ejemplo así como Bill Murray burlonamente tocaba dos teclas del piano para impresionar al personaje de Sigourney Weaver diciéndole que eso irritaba a los espíritus; en este caso, y con toda la seriedad, se plantea que determinada sinfonía de Bach (sí, Johann Sebastian) molesta a los demonios. Incluso el artilugio con el cual combaten a los demonios al final recuerda al aspirador de espectros que cargaban Aykroyd y compañía. Un guión mediocre, actuaciones a la altura (las presencias de Jonathan Rhys Meyer y Jared Harris no resuelven esto), pero eso sí, jóvenes lindos, mucha acción y efectos especiales bien realizados. La fórmula por excelencia de este tipo de películas, que funcionan entre el público para el que fueron pensadas.
Telenovela en tono de thriller Es innegable que Robert Redford tiene convocatoria a la hora de reunir actores para sus películas. El reparto de “Causas y Consecuencias” llama la atención, y seguramente atraerá a muchos espectadores. Sin embargo la mayoría de estos nombres conocidos tiene papeles pequeños, al punto de ver su talento prácticamente desperdiciado. El filme arranca bien: después de treinta años del robo a un banco en el que murió un custodio, el FBI logra arrestar a una de las fugitivas acusadas del hecho, Sharon Solarz (Susan Sarandon), quien pertenecía a una agrupación activista que se oponía a la guerra de Vietnam, grupo considerado como terrorista. Su detención atrae la atención de la prensa, especialmente la de un reportero local, Ben Shepard (Shia LaBeouf), que con su investigación comienza a develar secretos de los miembros de aquel grupo de jóvenes contestatarios. Sin embargo, a medida que avanza la película, la trama comienza a sacrificar lo que se proponía como un thriller de suspenso en favor del melodrama moralista. Si bien en un principio, sobre todo en boca del personaje de Sarandon, parece verse un discurso crítico al gobierno estadounidense puntualmente con respecto a la guerra de Vietnam, y a sus políticas, en el fondo hay un fuerte mensaje moralizante. Sin mucho disimulo, la película le dice a cualquier joven espectador que piense que la violencia es un posible medio de protesta, que tarde o temprano lo lamentará. Incluso el título original, “The Company You Keep” (algo así como “dime con quién andas”) implica una advertencia con respecto a esas compañías que pueden resultar perjudiciales. El filme está bien realizado, con gran producción, nombres que se lucen, aunque sea apenas un ratito, pero decae por esta voluntad de mostrar terroristas arrepentidos (incluso los que en un principio se mostraban más radicales), periodistas que aprenden que la humanidad supera el valor de impacto de una historia, y una trama familiar que empalaga, ya que es innecesaria para el funcionamiento de la historia. Un filme ambicioso, que promete mucho más de lo que llega a cumplir.
La redención por el camino del whisky La nueva película del director inglés Ken Loach, con guión de Paul Laverty, trata una vez más sobre seres marginales. Personas a las que el destino parece haberles jugado una mala pasada ubicándolos en situaciones que los hacen víctimas, aparentemente irreversibles, de sus circunstancias. Robbie (Paul Brannigan) es un joven a punto de ser padre, que es detenido por un episodio de violencia callejera. Aunque tiene antecedentes, dado que en esa ocasión los culpables fueron los muchachos del otro bando, lo condenan a cumplir una cantidad de horas de servicio comunitario. Allí conocerá a su encargado, Harry (John Henshaw), y a un variado grupo de personas que también deben cumplir su deber con la sociedad de esa forma. Harry tiene un marcado interés por el whisky y su historia, algo que también seduce a Robbie, permitiéndole descubrir un talento que hasta entonces desconocía, y pensar en la posibilidad de cambiar de vida. El guión de la película es interesante porque, con un ritmo muy bien sostenido, pasa del tener el tono de filme social sobre marginales a una suerte de suspenso en algo que puede definirse como un robo de guante blanco. Todo bajo un halo de comedia, apoyado fundamentalmente en las personalidades de sus compañeros de trabajo comunitario, los que terminan resultando entrañables. Las actuaciones también son destacables: todos los actores cumplen con sus roles con una naturalidad notable, incluso en el caso de un actor debutante como es Paul Brannigan. Lo destacable de la mirada de Loach es el desprejuicio: ninguna de sus criaturas es inocente, pero así y todo, ninguna se merece vivir estigmatizada por eso, o por el lugar donde nació, o por quienes fueron sus padres. Robbie, como tantos otros, se siente encarcelado en la vida que le toca llevar, y de la cual no puede salir, por más que se lo proponga, por su carencia de recursos económicos, aunque le sobren los de otra índole. Un encanto aparte de la película es su lado pintoresco: el recorrido por las destilerías de whisky, la cata, la historia y la tradición escocesa a pleno, polleritas incluidas. Loach logra cerrar una película positiva, pero sin caer en la ingenuidad ni en el milagro inexplicable, que muestra la voluntad que algunas personas pueden tener por cambiar su realidad, especialmente cuando la viven como una condena. Una oda a las segundas oportunidades, esas que cualquiera se merece en la vida.
El coraje de papá Antes de que el espectador pueda objetar cualquier inverosimilitud en esta película, un cartel le avisa que la historia está “basada en hechos reales”. Un adolescente es condenado a diez años de cárcel por haber recibido un paquete con una importante cantidad de drogas que un amigo le envió por correo. Debido a una ley, sólo si colabora entregando a otros dealers, y ayudando a la fiscalía a “hacer arrestos” podrá reducir su pena. El problema es que el joven no tiene contactos porque en realidad se trató de una torpeza juvenil, y no quiere involucrar a inocentes. Por eso su padre (Dwayne Johnson) le ofrece a la fiscal Keeghan (Susan Sarandon) conseguir esos arrestos, con el compromiso de que cuenten para la liberación de su hijo. De este modo, él, un exitoso empresario de la construcción, se verá involucrado en el mundo del tráfico de drogas. La historia es interesante si no se presta demasiada atención a lo increíble que resulta que un simple padre de familia llegue a contactar a personajes de importancia dentro del mundo de la delincuencia en el primer intento. O los cárteles de drogas son más accesibles de lo que parece, o la DEA realmente tiene muchas carencias operativas. Otro obstáculo para la credibilidad de la trama es el “physique du rol” de Johnson. Evidentemente el padre de la historia real no tenía esa musculatura, porque, si bien se supone que el personaje no sabe de peleas, la escena en la que lo tumban tres alfeñiques consumidos por los estupefacientes es bastante extraña. Al margen de eso, las actuaciones están muy bien, Johnson hace un gran esfuerzo por mostrarse versátil, y en parte lo logra. Sarandon en su ambivalente papel de la fiscal en campaña política que busca el rédito a pesar de cualquier cosa, interpreta su papel de taquito, y otro que se destaca es Barry Pepper como el agente de lucha contra el narcotráfico que acompaña las operaciones. Bien realizado, con una buena propuesta estética a la hora de filmar las escenas de acción, el filme propone suspenso, una narración ágil, y una clara postura de los realizadores con respecto a esa ley de penas mínimas que conducen a más de un “perejil” a terminar tras las rejas por una mínima estupidez.
Dos hombres y una mujer Si el título de la película es sólo el apellido, y no el nombre del célebre pintor impresionista Auguste Pierre Renoir (interpretado por Michel Bouquet), es porque la trama no habla sólo de él, sino que desarrolla en partes iguales su historia y la de su hijo, el renombrado cineasta Jean Renoir (encarnado por Vincent Rottiers). La acción transcurre en 1915, en la villa que el pintor, viudo, enfermo de artritis, y ya mayor, tiene en la Costa Azul. A pesar de los terribles dolores, sigue pintando, y allí llega una joven de aire rebelde, Andrée (Christa Théret), para trabajar como modelo de sus obras, aunque su sueño es ser actriz, como las de Hollywood. Ese mismo verano llega también a la villa Jean, uno de los hijos del pintor, convaleciente tras recibir una herida en una pierna durante la guerra que se estaba desarrollando en ese momento, la primera guerra mundial. La llegada de Andrée ya había revolucionado la casa, movilizado al viejo pintor, y, como es de esperarse, tampoco será indiferente al joven Jean, de entonces 21 años de edad. La película desarrolla con un ritmo extremadamente lento, casi como las pinceladas van armando la imagen en una pintura, la relación de la joven con ambos Renoir, haciendo un gran hincapié en la fuerte influencia que ejerció, tanto en el final de la obra del pintor, como en la decisión de Jean de volcarse al cine. El problema de la elección rítmica es que funciona muy bien en la pintura, pero se hace demasiado extenso en lenguaje fílmico. La narración resulta en extremo minuciosa, demasiado detallista, al punto de que hay algunas escenas innecesarias que hacen que se pierdan las ideas principales. Enmarcado en los paisajes que se ven en las pinturas de Renoir, este filme dirigido por Gilles Bourdos utiliza esta historia para plantear casi un tratado sobre la belleza, el arte en más de una de sus manifestaciones, en contraposición con los horrores y la violencia de la guerra, la decadencia y la enfermedad.
Para atrapar a un ladrón El cine reciente del director Ariel Winograd tiene claras inspiraciones en el cine clásico. Esta vez, sin abandonar del todo el género, se aleja de la comedia para ofrecer una película de ladrones de guante blanco. Sebastián (Daniel Hendler) se dedica al robo de obras de arte. Para obtener una máscara de oro precolombina seduce a quien cree es la responsable de seguridad donde la pieza se exhibe, aunque pronto se da cuenta de que ella, que se presenta como Natalia (Valeria Bertucelli), no es lo que aparenta, sino una estafadora. Una ladrona como él. Con el fin de recuperar la máscara y, de ser posible, vengarse, la sigue hasta Mendoza, pero termina involucrado con otro de los trabajos de la mujer. Winograd aprovecha muy bien el contexto geográfico, no sólo por lo atractivo del paisaje, sino porque toda la historia se desarrolla en el ambiente de las vides, al punto que el gran botín es una exclusiva botella de vino. La trama tiene un buen ritmo, y tiene su cuota de suspenso, aunque se presente de una manera sencilla y poco sofisticada. A esta altura, los espectadores están acostumbrados a historias de este tipo mucho más complejas, sin embargo es esa suerte de ingenuidad la que le da el encanto de los clásicos a la película. La parte cómica del relato tiene como pilares fundamentales a Alan Sabbagh y Martín Piroyansky, este último en el rol de colaborador clave aunque algo torpe de Hendler, repitiendo lo hecho en “Mi Primera Boda”. Hay muchos guiños a películas de ladrones, incluso el policía que interpreta Pablo Rago está más cerca del inspector Clouseau que de cualquier policía argentino que uno se imagine. Pero tal vez lo más alevoso sea la remera de “North by Northwest” (la película de Hitchcock protagonizada por Cary Grant, estrenada en nuestro país como “Intriga Internacional”) que ostenta Bertucelli en una de las escenas finales; algo que roza el esnobismo. Personajes arquetípicos, situaciones que se resuelven demasiado bien para estar tan poco planeadas, algo de humor y un excelente paisaje, son los condimentos básicos de una película que si bien no sorprende, funciona.
Una apática despedida Hay una gran diferencia entre abordar un tema como la eutanasia y la muerte digna sin caer en golpes bajos, y abordarlo dejando al espectador indiferente. Stéphane Brizé probablemente se haya propuesto lo primero, pero el resultado de su filme se acerca más a la segunda opción. Alain (Vincent Lindon) sale de la cárcel luego de 18 meses de reclusión. Él era camionero y pasó alguna mercadería ilegal por la frontera. En libertad pero sin trabajo, no le queda otra que volver a vivir con su madre (Hélène Vincent), viuda, metódica, acostumbrada a su vida solitaria (bastante padeció 45 años junto a su marido), y enferma de cáncer. Los días se suceden abúlicamente: no es fácil para Alain conseguir trabajo, y menos vivir con su madre. En un comienzo el filme parece apuntar a la tensa relación madre-hijo, pero luego, casi como si no supiera qué más contar de ese tema, se centra en la enfermedad de ella. La falla en la empatía con el espectador radica en la elección de las personalidades de los personajes y en el ritmo tedioso de la película, ya que no sucede mucho hasta bien pasada la primera hora. El personaje de Alain mira todo con la impavidez de un perro frente a las vías del tren, lo lamentable es que lo que ve pasar es su vida. Impertérrito ante la más conflictiva de las situaciones, incapaz de conectarse con otros, lo carcomen la culpa y la vergüenza, pero no alcanzan para movilizarlo, ni que movilice a quien lo observa desde el otro lado de la pantalla. Su madre es fría, contenida. Decide su vida como quien organiza un esquema, o las compras del supermercado. Su hijo parece no amarla, pero tampoco eso genera lástima o compasión en el espectador. Las actuaciones están muy correctas, pero al respetar las características de los personajes que interpretan no hacen más que fortalecer el clima del filme. El resultado general es una película que si bien intenta acercarse a una temática compleja, lo hace desde un lugar tan lejano, en forma tan densa, y con personajes tan poco empáticos, que no logra llegar al espectador. El mensaje, si realmente lo hay, queda a mitad de camino.