Secretos en la montaña La guarida del lobo (2018) de Alex Tossenberger forma parte de una serie de películas que el director se propone dirigir en el Sur de Argentina. En este caso con el paisaje como escenario primordial y una micro-cultura para descubrir. En un valle nevado, Toco (José Luis Gioia) viaja con su trineo tirado por perros. Durante el recorrido se encuentra con un hombre tirado a la vera del camino y se lo lleva a su casa. Una vez que despierta descubrimos que se trata de Vicente (Gastón Pauls), un citadino. El encuentro de estos hombres tan distintos se prolonga ya que Vicente tiene dificultades para caminar y Toco le ofrece su hogar mientras se recupera. Aislados, este tosco y tierno hombre de las montañas que figura Gioia, junto con este correcto y apático que encarna Pauls, comienzan una convivencia que los pondrá en choque al tiempo que los acerca. Cuál es la idiosincrasia de quienes viven aislados en el medio de esos valles, qué encuentran en ese estilo de vida que los hace permanecer a pesar de la hostilidad del clima. La película hace foco en desarrollar el espacio en donde transcurre. Nos muestra costumbres casi de cuento como viajar en un trineo tirado por perros, y otras menos encantadoras pero que forman parte de una cotidianidad por más pequeñas que sean, como el desarrollo del vínculo con el alimento y el trabajo. Muy clásica historia que une opuestos y amistad, una lección que aprender, metáforas y vueltas de tuerca. Quizás en el desarrollo La guarida del lobo cae hacia algunos lugares comunes o previsibles, sin embargo, los actores generan matices muy sutiles que sustentan una línea narrativa un tanto liviana, adornada con hermosas imágenes heladas de nuestro montañoso sur.
Árida y tierna infancia La directora Ása Helga Hjörleifsdóttir crea con El cisne (Svanurinn, 2017) un relato que comprende la ternura de la infancia dentro de la dureza del crecimiento. En la Islandia rural, una niña de 9 años llamada Sól, es enviada a la casa de campo de unos parientes lejanos para trabajar durante el verano, como una suerte de iniciación hacia la madurez. Allí conoce a un joven campesino llamado Jón, que le llama la atención. La película es luminosa y el paisaje que a priori seguro nos parezca soñado, en realidad se configura como un contexto hostil para la pequeña protagonista. Es interesante la dicotomía entre el punto de vista de la niña sobre el mundo que a su vez se contrapone al punto de vista inevitable de la adultez del espectador. El amor idílico y la cercanía romantica, así como la deslumbrada de Sól para con Jon, nos deja un resabio de peligro que hace que las escenas sean tan frescas como incómodas. El film tiene una estructura de novela que endulza el relato entero y que propone reflexiones y diálogos muy poéticos que podrían ser de un verosímil cuestionable pero que en su planteamiento ya nos prepara para este tipo de narrativa. Tampoco esto significa que sea una película empalagosa, distiende con la aridez del mundo real por fuera de los ojos de la protagonista. Una suerte de coming of age donde el traspaso es de la niñez a la adolescencia y los primeros dolores empiezan a golpear, las inquietudes son más que las certezas. La cadencia es paciente y se propone observar pero hay un balance con otras líneas narrativas con mucha más carga de tensiones y conflictos. Quizás la distancia más amplia está en las personalidades y costumbres que chocan con nuestra cultura cotidiana e incluso con nuestro imaginario de la ruralidad. Pero es una buena oportunidad de sumergirse en una cultura distinta en una historia que ya es bastante universal.
La fuerza huracanada de Mara Femicidio. Un caso, múltiples luchas (2019) es la película de Mara Avila sobre el femicidio de su propia madre. Un acercamiento a su punto de vista como “víctima colateral” del hecho. Con la dureza de la realidad que implica que la violencia de género no culmina con la muerte sino que se propaga de innumerables formas. El 19 de julio de 2005 el auto de María Elena Gómez aparece en televisión, Mara recibe un llamado a modo de alerta y minutos después el llamado de la prefectura para confirmar que su madre había sido asesinada. Ese día marcó el comienzo de una vorágine emocional que intenta reconstruir y ordenar en el documental. “¿Qué sentido tiene seguir viviendo sin la persona que más he amado en mi vida?” El fin de escarbar en la herida siempre abierta es el de crear una película capaz de visibilizar, contribuir, ayudar. La idea es crear un cine de transformación social que luche contra la opresión. El recorrido de la película comienza allá no tan lejos, en donde la palabra femicidio no aparecía en el mapa y se hablaba de “crimen pasional”. El tratamiento mediático frente a una mujer asesinada se centraba en especulaciones y justificaciones atroces. Las mujeres muertas no pueden hablar ni defenderse, pero todo lo que vomitan los medios recae en algún lado, y en este caso, sobre Mara. Hoy, su formación como comunicadora social se transformó en una herramienta para exponer a los medios en la cobertura del caso de su madre. ¿Cómo puede una persona hacer un duelo si constantemente es revictimizada? Otro término que tampoco existía en el vocabulario periodístico de ese momento. El presente de Mara y del femicidio de su madre se reescribe con los nuevos paradigmas sobre la violencia de género, la marcha de Ni Una Menos y los colectivos de víctimas que se unen para ser más fuertes. La película parece un grito contenido que al fin es gritado, con todo lo caótico que puede significar. Incierta como el propio proceso de duelo e incómoda como la misma directora y protagonista frente a la exposición de su dolor más íntimo. La fuerza huracanada de la película proviene de esta mujer que tomó la decisión de agarrar una cámara y sola a pulmón grabar su derecho a réplica frente al machismo más violento y destructivo. Machismo es que Mara haya tenido que ver en tapas de diario el cuerpo de su madre violentado con titulares que parecían el slogan de una novela. Machismo también es que Mara Avila conviva con la perturbadora posibilidad de encontrarse con el femicida de su madre por la calle. Todas estas, entre otras, son las múltiples luchas que desencadena un femicidio.
Viajar con cuerpo de mujer Wanderlust, cuerpos en tránsito (2016) es un documental llevado a cabo por dos mujeres que realizan un viaje desde Egipto hasta Alemania. En el medio: trece fronteras, choques culturales, amistad y perspectiva de género. Anne Von Petersdorff y María Pérez Escalá, una alemana y una argentina en el año 2014 dieron inicio a una aventura juntas con varias misiones. Un objetivo fue no trasladarse en avión en ningún momento y experimentar las fronteras físicamente por tierra y mar. Otra de las premisas es el registro a dos cámaras con la idea de que dos mujeres provenientes de culturas muy distintas podían registrar las mismas experiencias con distintos puntos de vista e inquietudes. Y el hilo que se va tejiendo en el camino tiene que ver con la iniciativa de indagar en un cuerpo femenino frente a estas experiencias. En una serie documental del 2018 llamada Dark Tourist, un hombre viaja a través del mundo hacia los objetivos más peligrosos para atravesar experiencias de riesgo. Ahora, qué sucede cuando nos damos cuenta que una mujer se siente en riesgo con hechos más mínimos, como por ejemplo alojarse en un hogar compartido con dos hombres. En los registros de varones que viajan, todo en general es mucho más lúdico y si se torna peligroso es porque hubo una decisión adrede de buscar el peligro para lograr un efecto más atrapante. Sin embargo en Wanderlust, cuerpos en tránsito se repara en esa pequeña gran diferencia que hace el tener cuerpo de mujer. Más allá de que el riesgo algunas veces sea más verdadero que otras, es interesante posicionarse en el estado de alerta constante que atraviesa un cuerpo femenino que es observado, acosado y avasallado por varones del mundo en mayor y menor medida. Las directoras son muy sinceras a la hora de exponer el agotamiento y el hartazgo a la par del disfrute único de transitar el mundo. También está el costado maravilloso del encuentro cultural, distinto del choque, donde las personas comparten y comienzan a entenderse entre sí. La perspectiva de género no solo pasa por las protagonistas y directoras, sino que se unen a testimonios de más mujeres de distintos países. Testimonios que animan a reflexionar sobre el riesgo que corremos todas pero que a la vez incentivan a trascender, porque “riesgo” no es lo único que una mujer encuentra cuando se emprende un viaje. Allí es donde el documental también se encuentra con escenas de amistad, aprendizaje y curiosidad deslumbrada ante la enorme oferta cultural del mundo.
El uruguayo Manuel Facal crea un Frankenstein de ideas audiovisuales que tienen por resultado un delirio divertido y asqueroso en el mejor de los sentidos titulado Fiesta Nibiru (We Are Not Going to) Fiesta Nibiru, 2017). Galaxia (Verónica Dobrich) y Peetee (Luciano Demarco) son dos amigos que viven juntos en un pequeño departamento. Temprano en la noche el aburrimiento se apodera de ellos al punto de decidir no ir a la curiosa “Fiesta Nibiru”. Desde el momento que clickean “no asistiré” en el evento de Facebook la noche entra en un vórtice descontrolado en el micromundo de su departamento, acompañados por dos amigos que los van a visitar. Es difícil de explicar y probablemente lo más sensato sea ni siquiera intentar hacerlo. Comedia negra y ciencia ficción donde lo mejor son los personajes y sus reacciones ante los sucesos de la noche. Galaxia y Peetee tienen como característica lo afectado en todas sus reacciones donde cada pequeñez es un mundo y un drama que los va conduciendo de hecho en hecho. Hay que verla despojados de prejuicios y con relajo, sabiendo que tiene una gran primera parte muy ingeniosa segundo a segundo, pero también pueden quedar con ganas de más en una segunda parte que se despega bastante del suelo y si bien se hace menos amigable el argumento, visualmente se sostiene muy bella y llamativa.
Circo sin brillos Ariel Soto se inmiscuye dentro de la gran carpa del Circo Niguita y crea un documental que observa minuciosamente la superficie del maquillaje y todo lo que guardan las caras que hay debajo. El documental observa detenidamente la naturaleza de este pequeño universo en Bolivia, con carencia material y riqueza humana. Las pocas entrevistas ofrecen puntos de vista y miradas diferentes pero con mucho encanto y hacen que sea fácil entrar en esa sensación de cariño que engloba toda la película. Nigua y su familia circense parecen vivir una aventura impulsada por un sueño de verano que los transformó en nómades, en Días de circo (2018) se pueden reconocer todas las cosas que cada uno de ellos deja atrás y también todos los prejuicios que tienen que derribar para sentirse artistas, fundamentalmente el no ser aceptado por la propia familia o caminar bajo la mirada ajena de los pueblos chicos que muchas veces conservadora los acusa de diabólicos y brujos. Esos son los momentos con mayor carga de tristeza, cuando en palabras de los protagonistas sus deseos pasan por el ser aceptado, ser aplaudido y reconocido como alguien con la capacidad de crear un espectáculo que deslumbre, pero uno como espectador los ve lejos y en dificultades. Los momentos más alegres tienen que ver con el entrenamiento y los ensayos, donde además tienen mucho protagonismo los más chiquitos y todo se vuelve más un juego. El alma de Días de circo está condensada en un momento en el que juegan todos en el río, donde aunque la diversión sea genuina, pero el agua de río no puede ser separada de la mala prensa y el prejuicio.
Nadar hasta la boya Fernando Spiner (La sonámbula, Adiós querida luna, Aballay, el hombre sin miedo) estrena La Boya (2018) un documental autobiográfico que recorre el espíritu del pueblo donde pasó su adolescencia, entre el mar y la poesía en invierno. Al comienzo el director nos introduce en un viaje largo que pasa del asfalto al bosque y llega hasta la casa de Aníbal, su amigo de la adolescencia. Mientras que Fernando se alejó de su oriunda Villa Gesell para hacer su vida en otro lado, su amigo decidió quedarse y vivió “la vida que yo no viví” dice Fernando Spiner. Ambos amigos comparten una especie de ritual, nadar en el mar hasta alcanzar una boya. El documental se va descascarando y revela de a poco todo lo que subyace a esta aparente primera intención. A medida que avanza revela un interés por la relación entre Aníbal, la poesía y el mar pero además pareciera la excusa para indagar en algo aún más personal. Resulta ser que su amigo tuvo una fuerte amistad con su padre, sobre todo en una época en la que Spiner estaba lejos de viaje, y este documental que parece tratar sobre la frialdad de la poesía que se cultiva en invierno frente al mar, en realidad funciona más como la fachada de una gran incógnita sobre una porción de la vida de su padre que Fernando Spiner no pudo ver. Antes de morir, su padre Lito le encargó a Aníbal que soltara al mar una boya antigua ¿por qué? La historia da varias vueltas esquivando el centro de los enigmas hasta que decide meterse de lleno en ellos y aprovechar el más interesante de sus temas circundantes, que es el vínculo padre e hijo, el legado y la transmisión de cultura familiar de generación en generación, con una carta como culmine de la sensibilidad. Todas estas historias confluyen y se entrelazan en una película con muy bellas imágenes, con un ritmo cansino asociado a la memoria y atravesado por poemas más o menos significativos, pero hay que ver más allá, en todo lo que está pasando detrás de lo que se muestra para poder conectar con la esencia solapada.
Que Dios me perdone Una entrevista con Dios (An interview with God, 2018) de Perry Lang llega con una propuesta que se supone a sí misma como jugada, pero que se mantiene en el lugar cómodo y común de las películas religiosas. Un periodista transita una fuerte crisis personal en su matrimonio, a su vez tiene en agenda una entrevista muy particular con alguien que dice ser Dios. La idea en principio es generar la puesta en escena de una entrevista incisiva, donde el protagonista hará las preguntas de los ateos en un intento por ponerlo en jaque. Rápidamente la película se vuelve tibia y la entrevista se vuelve condescendiente como las de los políticos con los periodistas amigos, incluso en algunos momentos el film se termina mordiendo la cola en el afán de desafiarse y superarse. Algo particular es la postura del papel de Dios, que dice que aparece para ayudar pero se para en una retórica punzante que termina casi por enloquecer al propio protagonista, una especie de Dios soberbio y cínico que pide que lo indaguen pero no responde, que invita a que lo desafíen y que juega con la información que tiene sobre el periodista como si se regodeara de saber más que él sobre su propio destino. Por supuesto que la evasión es la clave para sortear los terrenos borrascosos de las contradicciones religiosas más cuestionadas como las injusticias o los grandes secretos. En este caso el foco está puesto sobre la crisis de la Fe. Con el mismo formato pacato y solemne que apunta al espectador creyente pero que fuera de ese círculo no funciona y aburre.
Volver Christian Pauls encuentra en una foto la excusa perfecta para retratar Tiburcio, el pueblo de su infancia y trabajar sobre la memoria y los orígenes. El detonante es una foto con una particularidad, está rota. En la imagen se encuentra su abuela y un hombre cuya cabeza ha sido cortada con cuidado. El encuentro entre el director y esta foto parece pedir atención a gritos luego de estar encajonada por años y allí comienza la búsqueda. Un mapa del pueblo, la foto y una pregunta ¿quién es ese hombre? En el recorrido entrevista personas que conocían a su abuela, típicos habitantes de pueblo chico que saben todo de todos. Durante las entrevistas se evidencian varias inquietudes: por un lado la foto, por otro lado el alma del pueblo a través de sus habitantes y por otro la pregunta sobre el mismo y qué recuerdan sus vecinos sobre los momentos en los que él estaba en el pueblo. Tiburcio (2018) es un documental sencillo, quizás por momentos pareciera indagar de forma punzante en lugares dolorosos para sus entrevistados, casi buscando el golpe bajo con la música de tono melancólico de fondo. Pero al mismo tiempo es un sentido homenaje.
Vacía y superficial Solo el amor (2018), de Diego Corsini y -Andy Caballero, es una comedia romántica adolescente Naive hasta el hartazgo, sobrecargada de clichés y con algunos momentos reprochables. Noah (Franco Masini) es el cantante de una banda de “punk”. Emma (Yamila Saud), una jovencita abogada que trabaja con su padre (Gerardo Romano) aunque su deseo real es pintar. Ambos vivirán un noviazgo en conflicto por la diferencia de sus mundos. La estructura de la comedia romántica adolescente es clásica y se recicla constantemente porque siempre hay algo que sigue funcionando. El problema con Solo el amor es la sobrecarga de clichés que no aportan ninguna vuelta de tuerca que los reformule para reavivar el encanto o para volver a sorprender de alguna forma. En principio los personajes son delineados con un trazo grueso casi caricaturesco: Muy maquillados, muy peinados y muy limpios incluso, cuando se pretende lo contrario cual tira televisiva, la prolijidad extrema y estática expone el artificio. Este tono excesivo no la favorece: busca ser tierna pero exagera de ingenuidad provocando un desconcierto que causa gracia por sobre cualquier pretensión de la película. Sobre el guion surgen constantes preguntas y saltan las incoherencias, con un verosímil mal sostenido y pocos instantes efectivos. La participación de Andy Caballero, conllevaba la expectativa de una estética con momentos cliperos que aporten un ritmo diferente, pero tampoco. Porque hay un videoclip muy clásico que corta y se despega de la trama para luego volver a la normalidad de una forma poco orgánica. Sin embargo, lo más insólito es el factor social que los directores añaden en la trama: En una cita los jóvenes enamorados visitan una exposición de fotografías. En primer plano -ocupando toda la pantalla- irrumpe la imagen de personas en situación de marginalidad. La pareja pasea entre estas imágenes, se divierten y coquetean indiferentes. Esta muestra es objeto de asombro para estos jóvenes pertenecientes a una clase social alejada años luz de lo que ven. Comentan entre ellos sus impresiones superficiales y vacías de un mundo que claramente desconocen, “uno creería que no se puede ser feliz en ese contexto, pero mirala a ella”, afirman sobre la foto de una nena sonriendo y metiéndose el dedo en la nariz en el medio de la indigencia, por ejemplo. Varias veces durante la película se vuelve a este momento, que funciona como una suerte de “inspiración”, para los personajes que en ningún momento siquiera se acercan a hacer una lectura más profunda del tema, cuestionarse o sentirse afectados por lo visto. Les pasa por el cuerpo de la misma forma que si hubieran ido a pasear por una feria. En resumen, queda ese sabor amargo del mensaje con “onda” del mundo cool metido donde no encaja.