Una intimidad distante. Definitivamente si hay algo que no abunda en la cartelera porteña es el cine de la India, toda una curiosidad a ojos de Occidente en función de su autonomía cultural, las aristas específicas del escapismo comercial de la región y una esencia franca que deambula de manera intermitente entre los melodramas del corazón y un sinfín de propuestas varias de tono grandilocuente. A pesar de que el espectro cualitativo que suele ofrecer Bollywood no supera sustancialmente al de los grandes estudios norteamericanos, debemos señalar que sus productos poseen un encanto humanista que desde hace mucho tiempo sólo hallamos muy de vez en cuando en un mainstream estadounidense volcado a la idiotez y la soberbia. Más allá de los elementos a favor o en contra de estos dos tipos de artificialidad pomposa, cada vez más alejada del sentir y los conflictos reales del “hombre de pie”, en ocasiones se presentan circunstancias coyunturales que “invitan” a que una industria penetre en el mercado de la otra mediante proyectos particulares: de hecho, este es el caso de Amor a la Carta (Dabba, 2013), un film maravilloso que no sólo explota la fama que Una Aventura Extraordinaria (Life of Pi, 2012) le ha dado a Irrfan Khan, sino que también aprovecha la oportunidad para construir una historia mínima que respeta la idiosincrasia local y hasta consigue sobrepasarla, apuntando a un espectador internacional con amplitud de criterios. La premisa central abraza los cánones de la comedia de situaciones pero el realizador debutante Ritesh Batra vuelca el devenir hacia el drama romántico, guiando el desarrollo con un pulso entre ameno y taciturno. Aquí tenemos dos tramas que corren en paralelo y giran alrededor de Saajan Fernandes (Khan), un oficinista solitario que está al borde del retiro. En primer lugar nos encontramos con la relación epistolar que entabla con Ila (Nimrat Kaur), un ama de casa que prepara religiosamente la vianda para su marido y que un buen día descubre que la comida fue entregada a Saajan por equivocación, suerte de disparador de una serie de confesiones mutuas vía el recipiente transportador de alimentos. En buena medida el relato alivia esta “intimidad distante” a través de la amistad que el protagonista traba, luego de la desconfianza inicial, con Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), su joven reemplazo al que debe capacitar a instancias de un jefe de “semblante estatal”. Un Khan apesadumbrado y en pleno éxtasis gastronómico complementa perfectamente una tesitura narrativa delicada y paciente, apuntalada en personajes entrañables que escapan a los estereotipos quemados de tantas realizaciones similares. Amor a la Carta irradia una pasión inequívoca que sorprende tanto con sus palabras como con su mutismo, esa desazón agridulce que reinstala al azar como eje de los encuentros/ desencuentros cotidianos…
El sabor de la soledad Es poco frecuente en la cartelera local una película proveniente de la India y que no tenga esas características for export del producto Bollywood que pulula más en internet que en salas de cine. Por eso, el debutante Ritesh Batra se aleja de los cánones convencionales para tomarse el tiempo necesario y así desarrollar una historia que roza el melodrama sentimental pero que en su esencia busca efectuar un retrato seco y sin colorido ni estridencias protagonizado por dos solitarios en una gran urbe. Para el protagonista masculino de esta historia, Saajan Fernandes (Irrfan Khan), un oficinista que tras 35 años de servicio en un ente gubernamental decide pedir el retiro, el sabor de la soledad es siempre el mismo desde el día en que su esposa falleció. Parco, taciturno y muy meticuloso en su trabajo, el hombre divide su rutina diaria en un viaje en tren atestado de gente, el entrenamiento a desgano del joven que se supone lo suplantará, Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), verborrágico y hasta molesto, con quien comenzará a compartir las misteriosas viandas que le llegan por equivocación. Es tradición en la India que las esposas envíen la vianda a sus esposos al trabajo mediante un delivery en unos recipientes que se llaman dabbas (de ahí el título original del film) pero para nada habitual que ese delivery cometa un error y lo entregue al destinatario equivocado como es el caso de Ila (Nimrat Kaur) y su marido, hastiado de comer la coliflor que le entregan todos los días por error mientras su apetitosa comida muere en la boca de Fernandes. Con un elemento prototípico como el equívoco para desatar una serie de situaciones embarazosas -por lo general jugadas al tono de la comedia-, aquí el pretexto de la vianda construye de manera pausada aunque progresiva una relación epistolar entre la mujer y el oficinista que también se entrelaza con los diferentes platos que ella prepara para el desconocido y así de esa sutil referencia a los nuevos sabores aparezcan nuevas miradas sobre las dos realidades que tienen como denominador común la soledad: la de Ila como ama de casa y madre de una niña pequeña que no recibe atención de su esposo y la de Fernandes en su tránsito lento hacia la vejez, a pesar de haber encontrado un interlocutor joven en su aprendiz y algún que otro ingrediente que despierte el deseo y el proyecto futuro de un cambio una vez que se retire de su actividad laboral. El ritmo y los textos de las cartas que tanto uno como otro se envían en el mismo recipiente marcan los hitos de una historia de amor en la distancia y bajo el encanto del anonimato, aunque no así de la franqueza en cada una de las palabras en las que se confiesan sueños, miedos, frustraciones y recuerdos de tiempos más dulces, sazonados de cierta melancolía que cualquier paladar poco exigente podrá entender y compartir. Resulta atractivo en cuanto a la puesta en escena el contraste elocuente entre los interiores y los exteriores donde las personas parecen amuchadas y sin un espacio para que la mirada descanse o al menos vuele hacia otros horizontes. Muchas veces la gastronomía es un buen recurso cinematográfico para alimentar corazones desnutridos de emociones pero otras el exceso indigesta y cae pesado, Amor a la carta encuentra el equilibrio entre los sabores de las pequeñas cosas en la misma proporción que los platos que se exhiben a lo largo de todo el rodaje con variedad pero sin grandilocuencia.
Un marco narrativo ingenioso para desarrollar dos personajes. Hay un viejo adagio que reza que la manera más rápida de llegar al corazón de alguien es a través de su estomago. Amor a la Carta es un título que ofrece una particular alternativa de recorrer dicho camino. ¿Cómo está en el papel? Amor a la Carta cuenta la historia de Saajan (Irrfan Khan, de Life of Pi) , un oficinista hindú próximo al retiro, que está suscrito a un sistema de viandas que le llevan al trabajo para el almuerzo. Un día recibe por equivocación una vianda que no era para él, sino para el marido de una joven llamada Ila (Nimrat Kaur), cuyo matrimonio no está en su mejor momento. Saajan le hace llegar una nota agradeciéndole la comida, comenzando así un peculiar cortejo con la vianda como intermediario. En mi humilde opinión, esto es un “robo” a la trama de La Casa del Lago. Obviamente siendo esta una película de producción hindú, donde las remakes son aun más frecuentes que en los Estados Unidos, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera una reversión hindú de aquella película. Revisé por arriba, por abajo y a los costados, y no encontré nada. Salvo el componente temporal y el reemplazo de un buzón por una vianda. Es el mismo concepto: un romance por cartas entre dos individuos que nunca se vieron la cara, y como este mejora sus vidas grises. Aunque es vendida como una película romántica y tiene los ingredientes de una, en mi humilde opinión no llega a ser tal, lo que no me parece mal. Amor a la Carta es la historia de cómo un cortejo cambia individualmente a sus personajes; mas allá de si ese cortejo llega a algún lado o siquiera se consuma. Todas las buenas historias son sobre un cambio y en el caso de Amor a la Carta el que no tenga el desenlace típico de una película del género le juega a favor hasta cierto punto; al finalizar, uno no puede negar que las vidas de los personajes han cambiado para bien. Amor a la Carta 2 ¿Como está en la pantalla? El ritmo, muchachos, el ritmo. Es una película de 104 minutos que se siente como de dos horas. Eso sí, el ver tanta comida en una película, sobre todo tan exótica y tan picante como lo es la de la cocina hindú, te hace salir de la sala con un hambre que te dan ganas de comerte un caballo… con mucho Curry. Por el costado de las actuaciones, esta todo en regla. En su punto justo de cocción. Conclusión Amor a la Carta es una atípica historia, que aunque posee una narración un poco densa para un público general, tiene alguna que otra chance de apelar a un público con un paladar cinematográfico más exquisito.
Con ánimo de almorzar En el laberinto de Bombay, miles de dabbawallahs recogen a diario los platos calientes que preparan las esposas y los transportan hacia el lugar de trabajo de sus maridos. Ila es una joven ama de casa que intenta reconquistar el corazón distante de su esposo cocinando con devoción. Pero su vianda llega por error a manos del viejo Saajan: un empleado al borde de la jubilación, viudo y solitario. Ritesh Batra toma este punto de partida para elaborar una comedia romántica en la que se mezclan amor y gastronomía, humor y nostalgia, reflexión social y sentimental. Amor a la carta es una película discreta y sofisticada, construida a la manera de los pequeños platos que se cocinan a fuego lento, tan lejos del brillo de las coreografías típicas de Bollywood como del voyeurismo occidental sobre la dureza de la vida en la India. La equivocación da comienzo a un romance epistolar narrado con una original voz en off duplicada. La caja del almuerzo se convierte en el buzón de una correspondencia íntima y pudorosa. Para tejer esta relación paradójica entre dos personas que nunca se ven, la película utiliza una poética basada en los juegos de miradas. Los raccords, sutilmente orquestados, unen los mundos de Ila y Saajan de una escena a otra y ponen de manifiesto las profundas similitudes que hacen creíble su acercamiento a la distancia. Los dos personajes están atrapados en sus rituales. Saajan apenas altera su expresión cuando recibe la vianda en la oficina ante la mirada sorprendida de su vecino de escritorio. Ila permanece encerrada todo el día en su departamento esperando el regreso de su marido, con la compañía invisible de la vecina del piso de arriba con la que se comunica a los gritos a través de una ventana. La predecible fuga que marcan el lugar común y las convenciones de las comedias románticas se dilata porque estos dos solitarios se resisten a salir de sus rutinas y del contorno que dibujan las cartas y los almuerzos. La película toma entonces un giro más interesante: los protagonistas vacilan y recuerdan a aquellos de Con ánimo de amar, que nunca sabemos si se desean, se aman o se consuelan. Como en la obra maestra de Wong, el director deja fuera de campo al marido de Ila y concentra su mirada en los pequeños detalles del nuevo amor. Ritesh Batra captura el universo alrededor de sus criaturas con una pintura precisa de las costumbres y convicciones sociales. No es fácil asumir la creciente curiosidad por el otro y por los otros. Para abrirse al amor es necesario salir a un mundo que está cambiando: él ya no lo reconoce, ella nunca lo vio.
Conquistar el estómago Lejos de Bollywood, aquella industria de coloridos bailes y cantos que el cine de la India a sabido construir, llega Amor a la carta (Dabba, 2013) una comedia romántica donde lo meloso queda de lado para darle lugar a la introspección donde los pequeños gestos marcan un retrato de la soledad en las grandes ciudades. La historia describe una costumbre hindú: el delivery de comidas pero no de restaurantes de comida rápida sino de las mismas esposas que envían el almuerzo a sus maridos en pleno horario laboral. Por un error del destino la vianda que Ila (Nimrat Kaur) le envía a su marido le llega a Saajan Fernandes (Irrfan Khan), un solitario y parco hombre que espera su jubilación. El sabor de la comida le cambia la vida y comienza una relación a la distancia con la cocinera, en la que compartirán placeres culinarios y soledades. Amor a la carta tiene a su favor el modo de construir la relación en tiempos contemporáneos. La acción sucede en una ciudad sobre poblada donde el transporte es precario y reina la informalidad en la vida cotidiana. A través de montajes paralelos, la película edifica los pesares y alegrías de uno y otro personaje, separados por tiempos y espacios. Esta segmentación geográfica es lo que Amor a la carta trae de novedoso al abordar la comedia romántica, aunque por momentos se acerque al melodrama sentimental. La historia está fragmentada narrativamente también, los espacios son claustrofóbicos y muy distantes. El subdesarrollo de la ciudad está descrito en condiciones de amontonamiento en que vive la población, no muy distinto a otras regiones de Sudamérica. Pero a la vez, este recurso diseccionado ayuda al espectador a ser un testigo de esta relación presentada como un acontecimiento fortuito, sin juzgar ningún personaje sino tratar de conocerlo con sus gestos, con sus actitudes, con su soledad. Y ahí aparece el mayor valor de la película que viene armando el relato: la soledad en la sociedad contemporánea, y la necesidad de compartir con alguien situaciones que lo alejen de la alienación urbana. Una historia sobre dos seres carentes de afecto en una sociedad cosmopolita que, si bien no aporta mucha novedad al género, describe de manera tentadora el sabor de la vida.
De sabores, azares y segundas oportunidades En India se estrenan unas 3.000 películas por año. Sí, tantas. La mayoría responde al formato Bollywood (historia de amor matizada con música, baile y canciones, de varias horas de duración), que gozan de un público multitudinario. Pocas de ellas llegan a la Argentina y, si lo hacen, sólo suelen presentarse en festivales -Pantalla Pinamar, por ejemplo- o fuera del circuito comercial. Por eso, resulta toda una noticia que se estrene aquí una película india como Amor a la carta (Dabba o The Lunch Box, como es su título internacional), primer largometraje de Ritesh Batra, que se aparta de la fórmula Bollywood: se trata de una comedia romántica con toques de melodrama, cuyos protagonistas cruzan sus destinos por azar. En Mumbai existe un peculiar y reputado sistema de entregas de almuerzos que las familias y casas de comida envían a los trabajadores. Un cliché dice que el camino al corazón pasa por el estómago, e Ila (Nimrat Kaur) lo pone en práctica tratando de recuperar (o sobrellevar) un matrimonio que la tiene frustrada e insatisfecha. El servicio de entregas comete un raro error y el almuerzo que Ila ha preparado con amor y exquisitez culinaria para su indiferente marido cae en boca del señor Fernandez (Irrfan Khan, el Ricardo Darín de la India), un viudo gris y amargado, casi intratable, que espera la jubilación en su puesto burocrático mientras se debate en la soledad en que vive desde la muerte de su querida mujer. Casi sin proponérselo, entre ambos se establece una relación epistolar que paulatinamente va tornándose más íntima y franca, amparándose los dos en la distancia y el desconocimiento mutuo. Dos almas solitarias (interpretadas estupendamente por Kaur y Khan, visto en Una aventura extraordinaria) construyen una ilusión que mejora sus vidas, con la consiguiente evolución psicológica. A ambos se les presenta la oportunidad inesperada de replantear sus vidas, que parecían destinadas a un final previsible. El film es sutil, nunca cae en el lugar común y ofrece como marco de esa historia personal la ciudad de Mumbai con su gente, sus ruidos y abigarrados medios de transporte, un tema tan polémico en la India. Con toques de color local, que presentan una pintura de la vida cotidiana en la intimidad de sus casas, donde vive encerrada la mujer, el film tiene un guión sólido y sabe sostener la reiterada lectura de las cartas, que nunca pierde interés. Habla también del poder de transformación espiritual de algo tan físico como la comida, y presenta la peculiaridad de una voz de la experiencia, la de una tía putativa, una vecina a quien nunca vemos que vive en el piso superior de la joven y que la aconseja. No menos importante en esa evolución es la presencia del joven que llega a reemplazar al futuro jubilado. Las películas que respetan la fórmula Bollywood no requieren coproducción con otros países, dada su popularidad y gran demanda en su propio país y en todos los mercados del sudeste asiático. En cambio, Amor a la carta calificó como cine de arte, por lo que debió realizarse con aportes de Francia, Alemania y los Estados Unidos. Para sorpresa de muchos, esta ópera prima de un director que ha vivido y estudiado en EE.UU. finalmente consiguió un gran éxito tanto en la India como en el resto del mundo.
De Bollywood sabemos que es la mayor usina de producción cinematográfica del mundo -mucho más prolífica que la norteamericana- y también que sus obras suelen ser sencillas historias desbordantes de romanticismo, color y música, si bien no lo eran las muy pocas películas indias que alcanzaron aquí alguna difusión: un caso excepcional como el de La boda, que convocó a más de 100.000 espectadores, venía respaldada por el prestigio de su realizadora, Mira Nair, y tampoco respondía a los rasgos típicos del cine de aquella factoría. Tampoco lo hace Amor a la carta, si bien pueden hallarse algunos ligeros parentescos entre una y otra. Por ejemplo: que también a Ritesh Batra lo precedía su prestigio como documentalista, aunque fuera en el ámbito más restringido de los festivales de cine, y que como varios trabajos de Nair, tiende en ésta, su primera ficción, a salirse del formato popular de Bollywood y tender un puente hacia el espectador extranjero. Que el film haya sido aplaudido en la Semana de la Crítica en Cannes y se haya abierto camino en otros mercados, incluso el nuestro, habla de su acierto. Y quizá lo más importante es que lo haya logrado hablando de su mundo, de Bombay. En realidad, no pensaba ingresar en la ficción: fue por necesidad expresiva. En el multitudinario y enredado tránsito de la ciudad más poblada de la India (y una de las cinco más pobladas del mundo), es visible el fenómeno de los dabbawalas, los repartidores de portaviandas que a la hora del almuerzo recogen de las casas o comercios especializados cargados con las comidas que llevarán a los trabajadores de clase media encerrados en sus superpobladas oficinas, para devolverlos, vacíos, horas después. Son miles, pero cada envío está perfectamente identificado, de modo que cada destinatario reciba el suyo: la exactitud del sistema es tanta que hasta ha sido objeto de estudios académicos. Era natural que Batra quisiera dedicarle una investigación. Pero el tema le sugirió una ficción: que ese error improbable sucediera (un menú llega al destino equivocado) y que del equívoco naciera el vínculo amistoso y anónimo entre dos soledades: la de un empleado viudo, solitario y bastante misántropo, a punto de jubilarse y la de una joven esposa que confía en sus progresos como cocinera para reconquistar a un marido desatento, siempre más pendiente del teléfono celular que de ella. Y que ese equívoco, una vez descubierto, derive en un intercambio epistolar, en el que los dabbawalas hacen de involuntarios carteros, y los mensajes -que se expresan también en el idioma de los sabores- tienen bastante de esos pedidos de ayuda que los náufragos arrojan al mar dentro de una botella. Sin ceder a las tramposas concesiones de las feelgood movies, sencilla y sensible como es, la historia imaginada por el realizador alberga, sin embargo, muchas otras riquezas, aparte de su detallista y preciso retrato de Bombay, de sus multitudes y de los encantadores personajes del cuento. Al reservado señor Saajan Fernandes (Irrfan Khan, el inspector de policía de Slumdog Millionaire y el Pi adulto de Una historia extraordinaria) y a la bella Ila (Nimrat Kaur), que conoce la secreta seducción de los gustos y otros saberes gracias a los consejos de una tía vecina a la que se oye, pero no se ve, hay que sumar a Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), el novato colega y futuro reemplazante del protagonista. Él también contribuirá a ilustrar un asunto que, a través de la historia de los tres personajes (digamos de paso que pertenecen a distintos credos), el film quiere subrayar: el poder revitalizador que ejerce sobre el espíritu la simple, sincera conexión humana. Una delicia. No es arriesgado imaginar que cautivará a la mayoría.
Nunca te vi, siempre te amé En ese país mágico y misterioso llamado India, existe desde hace 120 años un increíble oficio llamado dabbawallah . Cada mediodía, en la laberíntica Bombay, cinco mil repartidores pasan por casas particulares a recoger la vianda caliente que las esposas de los oficinistas les mandan a sus maridos para el almuerzo. Viajan en bicicleta y tren, entregan el pedido y a la tarde llevan las bolsas y ollitas vacías de nuevo a las esposas. Los dabbawallahs heredan el oficio y, pese a que son analfabetos, son prácticamente infalibles. Un estudio de la Universidad de Harvard determinó que, gracias a un sistema de colores y símbolos, sólo se equivocan de destinatario una vez en un millón. El director Ritesh Batra pensaba hacer un documental sobre estos repartidores, pero prefirió filmar una ficción sobre lo impensable: el error de un dabbawallah . Así es como un mediodía, el almuerzo que Ila preparó con toda dedicación para tratar de reavivar la llama de su matrimonio llega a manos de Saajan Fernandes, un viudo que está acostumbrado a comer los mediocres platos que le manda, vía los dabbawallahs , un restaurante. Cuando la mujer se da cuenta de su error, comienza un intercambio epistolar con el empleado público. Carta va, carta viene, nace una historia de amor a distancia tan cautivante como regada de lugares comunes. Ella está atrapada en un matrimonio desapasionado, con un marido que ya no la valora ni le presta la más mínima atención; él, sumido en la melancolía por su difunta esposa, está amargado y lleva una vida de gris burócrata. Queda claro que los personajes son bastante esquemáticos, pero esto no alcanza para borrar el encanto de la película, que siempre parece estar a punto de empalagar pero logra mantener el equilibrio entre la dulzura y la amargura. Una de sus virtudes es que no todo está dicho; quedan bastantes aspectos de la historia que el espectador debe completar, algo refrescante entre tanto cine de Hollywood. Pero lo mejor, además de la minuciosa descripción visual del funcionamiento de los dabbawallahs , y las imágenes de ese hormiguero humano que es Bombay, es la relación que Ila mantiene con su tía. A esta señora nunca se la ve: vive en el piso de arriba de su sobrina y se comunica con ella a los gritos, por el hueco de aire y luz; se pasan especias y mensajes con una canasta pendiente de un hilo. Casi tan fino como el hilo del que pende el romance entre Ila y Saajan.
Hay vida más allá de Bollywood Una grata sorpresa resulta Amor a la carta, la película india de Ritesh Batra. Sorpresa que es parte central de la película, más no de la trama. Se trata del sistema de reparto que hace llegar la comida que las mujeres hacen en sus casas para que reciban sus esposos en los lugares de trabajo. Se trata de los dabbawalas, un ejército de 5000 hombres que se desplazan por Mumbai de diferentes maneras (a pie, en bicicleta, en tren) para retirar las viandas en los hogares y tras un largo y muy organizado recorrido, depositarlas en los escritorios de los destinatarios. Esto motoriza la trama, porque a través de esa organización y de un error de entrega, una mujer joven a quien su esposo tiene absolutamente dejada de lado, y un hombre mayor, viudo y frío, se ponen en contacto. A él llegará la comida que la mujer prepara creyendo que le llegará a su esposo. Así comenzará una cálida relación epistolar, en cartas que viajan con el envío y la devolución de los utensilios. Más allá de algunos códigos omnipresentes en el cine indio como el peso del melodrama y la presencia de la música popular, la película tiene una profunda austeridad narrativa y algunos logros formales que enriquecen la trama amorosa. El principal es la construcción a partir de voces siempre ausentes. La tía, un personaje secundario esencial, es una voz que grita desde el piso superior y se hace presente con una canasta que baja condimentos a su sobrina con una soga, para que ajuste el sabor de sus comidas. Pero también la voz de los protagonistas es en la relación la voz del que no está. Ellos sólo se conectan con sus cartas, con las palabras que llevan sus voces en ausencia. El recurso para nada novedoso, sin embargo funciona perfectamente pues Batra sabe dosificar el mismo a lo largo de la película. Sobre esta construcción formal y la claridad constructiva de los personajes (tampoco aquí el realizador hace cosas sofisticadas, sino que con claves de género bien trabajadas obtiene un resultado correcto) Batra impone la presencia del espacio en la ciudad que es un protagonista clave. Ya en la enormidad de los desplazamientos de los dabbawalas, como en las calles de los barrios, los pequeños espacios hogareños y en la imponente escena burocrática de una oficina pública plagada de personas y papeles, el espacio es central para la posibilidad de desarrollo de la trama. ¿Cómo se despliega la vida de los sectores populares en una urbe como Mumbai? Lejos de aportar a la presencia impune de la miseria, el hambre y la muerte que muchas películas han utilizado para venderse más que para reflexionar sobre el dolor, el realizador deja fluir aquí la vida a lo largo de los espacios para dar cuenta de una realidad que impone sobre la vida de los protagonistas soledades, falta de tiempo, de espacios de encuentro, de posibilidad de diálogo. Amor a la carta es una muestra del cine popular indio que lejos de Bollywood también tiene interesantes propuestas.
La importancia de un buen plato He aquí una linda historia de origen inhabitual, con personajes compradores, intérpretes precisos e intensos, y alguna que otra licencia argumental fácilmente perdonable. En esa historia, todo parte de un error ajeno. La joven esposa prepara la comida para el marido, se la envía al trabajo mediante una empresa de reparto, la vianda se confunde y termina en la mesa de otro tipo. Que sabe apreciar la comida. El hecho se repite. Se impone una esquelita aclarando las cosas. Y esquela va, cartita viene, es de imaginar cómo termina este asunto y cuál puede ser el postre. Imagine uno lo que quiera. Imagine también lo que hubiera sido una versión americana (o lo que puede ser, si hacen la remake). Pero aquí el asunto va por carriles sorprendentes. Lo del marido no lo sabremos enseguida. Tampoco la verdad del afortunado. Primero parece un solterón seco, a punto de jubilarse pero todavía atendible si no fuera tan seco. ¿Y de qué modo se contactan? Es uno medio riesgoso. ¿Y si el marido se da cuenta? Para eso las mujeres tienen una respuesta inmediata que lo deja a uno como culpable, amén de imbécil. Acá la dice una tía que es como una asesora espiritual, gastronómica y sentimental de la joven esposa. Pero alguna vez alguien se dará cuenta. O quizás el otro no sea solterón. Por lo pronto, vamos de novedad en novedad, cada vez más complacidos, y eso que no comimos nada de lo que allí se cocina. La hija del matrimonio, dos parientas cercanas atendiendo solícitamente a sus maridos ya decrépitos, un empleado nuevo medio entrometido, su bonita mujer, el jefe, enriquecen todavía más la trama, y las cartas sorprenden a veces con unos pensamientos inesperados, más tocantes de lo que podía esperarse. ¿Qué pasará en este enredo? Lo que sea, pasa en la enorme ciudad de Bombay, actual Mumbai, la gente es hindú, la comida es hindú, los condimentos de la vianda son picantes y coloridos, los de la pantalla son incisivos, se paladean con gusto, dejan buen sabor de boca y satisfacen plenamente. Así es, uno sale del cine totalmente satisfecho, paladeando todavía sabores nuevos. Autor, Ritesh Batra, debutante que con esta película se ha ganado 15 premios en festivales asiáticos y uno en Chicago. Hay quienes la asocian con "El bazar de las sorpresas", del maestro Lubitsch, o con "Nunca te ví, siempre te amé, de David H. Jones (pero acá ese nunca no existe). En todo caso, se trata de parientes lejanos, con los que vale la pena relacionarse. La película entera vale la pena.
Revelaciones a la hora de la comida A pesar de que Bollywood produce una cantidad ingente de películas, puede considerarse este estreno local como una auténtica rareza. Y aunque no pretende descubrir la pólvora, el director y guionista encuentra el tono justo para su historia de almas solitarias. Cine made in India en la Argentina: poco y nada. Con la excepción de las películas de Mira Nair (afincada en Nueva York desde hace más de tres décadas) y alguna resonante producción europea rodada en territorio indio (Slumdog millionaire – ¿Quién quiere ser millonario?), el cine del mayor productor mundial de largometrajes por año –entre 800 y 1000, dependiendo de la cosecha– es virtualmente desconocido en nuestro país. Un dato que se verifica tanto en su vertiente nac&pop, reconocida en los últimos tiempos por el término genérico Bollywood –con sus bailes, canciones y romances atravesando todas las formas y géneros habidos y por haber–, como en la tradición de ese cine más “autoral”, menos atado a convenciones narrativas y comerciales, cuyos eminentes padres fundadores fueron realizadores de la talla de Satyajit Ray, Ritwik Ghatak o Mrinal Sen. Más allá de sus valores y deméritos, el estreno de Amor a la carta debería celebrarse como un minúsculo, pero valioso granito de arena que aportará, durante el tiempo que permanezca en pantalla, a la heterogeneidad de una cartelera cada vez más escuálida en términos de diversidad. Ni Bollywood ni su opuesto, Amor a la carta (su título internacional The Lunchbox podría traducirse, mal que le pese a la RAE, como “La lonchera”) intenta cruzar los ánimos e intenciones de la comedia romántica con una mirada que sólo edulcora lo justo y necesario, no sea cosa de que el plato termine empalagando. Y la metáfora culinaria no es casual, ya que la historia de Ila y Saajan comienza cuando una merienda destinada al marido de la primera termina, por un error del servicio de delivery, en la mesa de trabajo del segundo. La ópera prima del realizador y guionista Ritesh Batra toma ese malentendido como excusa para un relato de seres solitarios: el de una joven esposa y madre confinada a un rol femenino tradicional, una mujer algo soñadora y definitivamente insatisfecha, y el de un hombre de mediana edad de tonalidades grises, viudo desde hace tiempo, que ve pasar los últimos días laborales antes de una jubilación temprana sin júbilo ni tristeza. Que Saajan (la estrella del cine indio Irrfan Khan, visto recientemente en producciones de Hollywood como El Sorprendente Hombre Araña y Una aventura extraordinaria) devore esa comida que el marido de Ila usualmente ni registra será el punto de partida para un particular intercambio epistolar entre dos desconocidos. Claro que, cartita va, cartita viene –siempre escondida entre los diferentes platos y las escasas sobras–, ambos irán conociendo sus miedos, descontentos y anhelos. Ritesh Batra no pretende inventar la pólvora y entre las claras intenciones de su película –que contó con aportes económicos y técnicos de Alemania, Francia y Estados Unidos y que viene de recorrer varios festivales de cine, de Cannes a Toronto vía Karlovy Vary– no es menor su deseo de complacer a la audiencia con risas y llantos siempre amables. Incluso la aparición de un joven personaje secundario le sirve al realizador como contrapunto a la sequedad esencial de su protagonista masculino, pero en ocasiones queda relegado al rol de alivio cómico esquemático. Pero hay varios puntos a favor de Amor a la carta. En principio, el buen uso de locaciones reales: las calles, edificios y trenes de esa enorme y apretada urbe que es Mumbai se transforman en un personaje más, aportando una cualidad muy localista pero al mismo tiempo universal. Por otro lado, Batra nunca se deja seducir por las leyes del melodrama de baja estofa o la hipótesis de la media naranja como ley universal consagrada. Finalmente, el film permite conocer, al menos de manera superficial, el increíble arte de los dabbawalas de Mumbai –encargados de recoger, trasladar y devolver diariamente comida fresca en portaviandas–, hombres orgullosos de ser los únicos en ese ramo en todo el mundo.
Una película de la India, Una delicada historia de amor, hecha de sutilezas y poder de observación, que llegará al alma de los espectadores. Una mujer joven y un hombre a punto de jubilarse, viudo, entenderán que las oportunidades tardías todavía existen. Como fondo, la ciudad de Mumbai, su famoso sistema de distribución de almuerzos y un equívoco que da comienzo a la magia.
Ritesh Batra’s debut feature is a masterly controlled story that never feels contrived Though Mumbai’s famous lunchbox delivery system is supposed to be flawless, an unexpected mistake takes place when the food made by Ila (Nimrat Kaur), a young and unhappily married housewife, does not reach her husband’s workplace, but the office of Sajaan (Irrfan Khan), a embittered older man about to retire. What starts as an innocuous error soon becomes a warm exchange of notes between two lonely souls looking for some meaning in their loveless lives. If you think that Indian filmmaker Ritesh Batra’s storyline for The Lunchbox (Dabba), his debut film that became a sensation at last year’s Cannes film festival, is the stuff corny love stories are made of, think again. Or, better said, that’s exactly what it is when Hollywood makes the movies. But here nothing could be further from that. Batra achieves three most difficult things at once: a realistic gaze, emotional honesty, and genuine depth. So make no mistake: there’s no room for melodrama here. And yet, this is not to say that The Lunchbox is a cerebral, intellectual film. On the contrary. It’s just that it approaches these characters’ hopes and longings in a touching fashion without ever going over the top. As soon as Sajaan and Ila start exchanging notes, without ever meeting, it becomes clear that they share some unfortunate realities: the loss of loved ones, a sense that everyday life is passing them by, a feeling of anguishing solitude, and not having anybody to truly talk to. In Hollywood, these two strangers would eventually meet, would like each other, and fall in love. In the meantime, their lives would be transformed, and in the end they would live happily ever after. In a sense, something like that happens in The Lunchbox too. But not really. There are transformations, but only due to subtle insights and unpretentious observations. There’s gradual awareness, but not sudden wisdom. There are some hints at how to see with new eyes. Most importantly, there’s some kind of awakening in the characters’ inner selves that feels very real. There’s true optimism, but only as long as it doesn’t outdo realism. Whether they meet and live happily ever after is not to be disclosed here. Much of the pleasure of Batra’s remarkable debut feature lies in the discovery of what happens next (precisely when you thought you knew, but you were wrong). Last but by no means least: the absorbing, seductive performances by the two leads are in perfect sync with a masterly controlled narrative that never feels contrived. Not for a single cinematic second.
Comida para el alma Cuenta una historia romántica en la populosa Bombay, hoy Mumbai. Como allí las distancias son muy grandes, las amas de casa envían el almuerzo a sus maridos a través de un sistema de transporte. Pero un día la compañía comete un error y le entrega la comida a otro marido. La vianda va acompañada de una nota y a partir de ese momento ese empleado y esa ama de casa empiezan a acercarse. Primero, por curiosidad después porque están muy solos. El es Saajan, viudo, triste y a punto de jubilarse; ella es Ila, casada con un hombre aburrido y distante. Los dos son seres abandonados. Así, mientras la Mumbai impone su ruidoso desorden, las pequeñas vidas de estos cálidos personajes se van armando entre esos paquetitos que traen y llevan algo más que alimentos. La comida juega un papel alegórico en medio de esas vidas que han perdido sus sabores y que sueñan con salvarse en cada bocado. Ella está decidida a ir más allá, pero Saajan tiene temor de no estar la altura de ese desafío que le plantea una linda señora, aunque al final se animará a probar el nuevo plato que el azar le presentó a esa vida vacía, monótona y gris. Film simpático, con gente sana, suaves notas de humor y un costumbrismo que deja ver, tras esta historian sencilla, la soledad en las grandes ciudades y la necesidad de que algo, aunque sea el azar, le dé una segunda oportunidad a estos seres que tienen hambre de otras cosas.
Alimento para el alma “Amor a la carta” es un fenómeno cinematográfico de origen indio muy interesante porque es portador de una multiplicidad de significados, símbolos y discursos, entrelazados en lo que es la cinta en sí misma, pero también en lo que refiere al contexto cultural implícito, información que ha trascendido acompañando su estreno y difusión en las salas de Occidente. Esos datos refieren a la industria cinematográfica de India, denominada Bollywood (en remedo a la meca norteamericana), cuyos productos están mayoritariamente dirigidos al mercado interno y muy pocos trascienden más allá de las fronteras. Son por lo general historias melodramáticas que abrevan en las costumbres y tradiciones del país milenario. “Amor a la carta” se destaca por haber concitado el interés del público europeo, con premiaciones en festivales especializados, lo que significa un pasaporte que le ha abierto el mercado en estas latitudes. El otro dato interesante es que el director, Ritesh Batra, es un joven documentalista, cuyo interés primigenio fue hacer una investigación respecto de los dabbawalas (repartidores de comida) en Bombay. Es una costumbre que se mantiene desde hace más de cien años y consiste en el envío de la comida del almuerzo por parte de las esposas a sus maridos, quienes están trabajando en algún lugar de la populosa ciudad, lejos de casa. Pero finalmente Batra prefirió tratar el tema a través de una ficción, donde el ir y venir de las viandas es el eje de un relato que permite mostrar otros aspectos de la vida y las costumbres de su país. Los repartidores tienen un sistema para recoger las viandas en los domicilios de los empleados y hacerlas llegar hasta el lugar de trabajo, y según los expertos, el método es muy eficiente, con un mínimo margen de error. El detalle es relevante, porque el leit motiv de la película es un dicho popular de aquel lugar, referido por los personajes, que dice que “tomar el tren equivocado te puede llevar a la estación correcta”. Resulta que Ila, una joven y bella esposa, madre de una niña, cocina todos los días ricos platos para enviar a su marido, que trabaja en alguna oficina de la ciudad. Pero pronto descubre que la vianda no llega a sus manos y que es recibida por alguna otra persona, por equivocación. En vez de alertar a su marido, con quien tiene una relación cada vez más fría y distante, decide comunicarse mediante esquelas con el desconocido que día a día devora sus ricos manjares. Así, surge una relación epistolar entre ellos. El hombre es un empleado del Estado próximo a jubilarse, es viudo, solitario y melancólico. Este error del dabbawala posibilita que dos almas se comuniquen entre sí, se hagan confidencias y encuentren alguien con quien compartir un poco de su mundo interior. Ni Ila, la bella mujer, ni Saajan Fernandes, el viudo, tienen con quién hablar. El matrimonio de ella evidentemente está naufragando, su marido tiene una amante y no le presta mucha atención a la familia. Fernandes vive solo y no tiene hijos, y está acostumbrado a esconder sus sentimientos bajo una coraza. Los personajes secundarios también revelan aspectos de una sociedad y sirven al relato brindando más detalles de la idiosincrasia de un pueblo todavía anclado en hábitos añejos que se mantienen a pesar de la invasión de la modernidad, que se manifiesta sobre todo a través de productos tecnológicos. Ila tuvo un hermano que se suicidó al no poder avanzar satisfactoriamente en una carrera universitaria, su madre está dedicada desde hace años al cuidado de su marido postrado por una enfermedad terminal y una tía, que vive arriba de su departamento, también está recluida cuidando a su esposo enfermo. Con esta tía, a quien nunca se ve, pero siempre se escucha, Ila comparte algunas intimidades. Por su parte, Fernandes, comienza a sentir en su trabajo la presión de un joven empleado a quien debe instruir en su oficio, ya que está designado para ser su reemplazante, cuando se jubile. Tarea que el hombre trata de esquivar, aunque la insistencia del muchacho termina por vencer sus resistencias y llegan incluso a ser casi amigos. La historia de “Amor a la carta” demuestra que lo insólito o inesperado que irrumpe en la rutina de una vida mediocre y sin expectativas puede ser la llave para encontrar algo interesante y descubrir nuevas posibilidades a personas que parecen atrapadas en un destino rígido y estructurado, por lo general, insatisfactorio. Si bien la película tiene un final abierto, la experiencia les sirve a los personajes protagónicos para tomar decisiones importantes y realizar cambios que les permiten mirar el futuro con renovadas esperanzas.
Una simple y tierna historia de amor. Todo se desarrolla en la Ciudad de Mumbai (Bombay), donde según la tradición desde hace décadas las amas de casa envían el almuerzo a sus maridos, el mismo va en varios recipientes apilados y una compañía se encarga de entregarlos a sus respectivos maridos. A estos mensajeros se los conoce como “Dabbawallas”. Pero un día por error el almuerzo hecho por Ila lo recibe otro hombre y a partir de ese momento estos dos seres irán creando una pequeña relación entre comidas y cartas. Todos los días esta mujer Ila (Nimrat Kaur) preparará el almuerzo para su esposo Shaikh (Nawazuddin Siddiqui) intentando recomponer la familia, la pareja se encuentra desgastada, (panza llena corazón contento), ella se esmera durante esa preparación para eso habla por la ventana de la cocina que da a otra ventana de su tía que vive en el piso de arriba, le da algunos consejitos, estas se cuentan sus cosas, se pasan algún condimento y algunas de esas escenas contienen varios toques de humor. Cada día pasa un operario a recoger las tarteras y este joven se las lleva en su bicicleta hacia la estación de tren donde la comida es entregada en la oficina donde trabaja Saajan Fernandes (Irrfan Khan), fascinado, come todo lo que se encuentra en esas viandas, este es un viudo solitario, triste, monótono y esperando su jubilación. Las sorpresas son: cuando ella recibe los recipientes enviados totalmente vacios hecho que no sucedía, y cuando su esposo dice que está cansado de comer la coliflor que le entregan todos los días, ingrediente que ella no usa. Es a partir de ese momento que esta mujer ama de casa, madre de una hija, prepara distintas comidas para este hombre desconocido, y ella en agradecimiento dentro de los recipientes vacios pone una carta en la que le agradece haber degustado su comida, entre estos recipientes vacios y cartas se va generando una relación y se va construyendo un universo de fantasía. Todo envuelto entre palabras, sabores, aromas y placeres, al cabo del tiempo esta relación casual se vuelve un romance platónico, ellos a la distancia se sienten vivos otra vez y reaparecen los sueños. Cabe destacar el excelente guión y la realización (ópera prima) de Ritesh Batra; esta comedia romántica con toques de melodrama protagonizada por dos seres apesadumbrados que se cruzan al azar, llena de buenos diálogos y esas cartas enviadas a través de unos recipientes nos lleva a una historia de amor a la distancia que contiene cierto encanto, donde confiesan sus sueños, miedos y frustraciones. Escenas fascinantes, con buen ritmo que nunca decae, llena de color y una banda sonora encantadora. Aunque para muchos espectadores puede llegar a ser previsible, es nivelada, su narración tiene encanto y es algo similar a: “La fiesta de Babette” (1987); “Como agua para chocolate” (1992); entre otras.
Dos vidas que siguen cursos distintos y sólo coinciden un breve y alejado momento De forma simbólica y hermosa, la primera imagen contiene la película: dos vidas, cual trenes que corren por vías paralelas y en direcciones opuestas, siguen cursos distintos y sólo coinciden durante un breve y alejado momento. Pero como creemos en el amor, estamos expectantes a qué suceda. ¿Y sucede? La verdad es que “Amor a la carta” va proponiéndonos interrogante tras interrogante sin darnos la respuesta. Y ahí está uno de los elementos bellos de este filme, ni nos lo cuenta todo a nosotros ni los personajes llegan a decírselo todo. Pero la contención, el amago, el simple gesto o la ausencia de él (características que muchas veces distinguen el cine extra Hollywood) enriquecen un lenguaje audiovisual que no se hace sólo de presencias. La ausencia cuenta, y mucho. Ese silencio, por ejemplo, que la protagonista construye alrededor de la infidelidad no confesa de su marido la construye a ella como personaje. Entra entonces la ambigüedad que le da riqueza a la película, la maravilla de las libres interpretaciones que crea en la mente de cada espectador una película distinta. ¿Es Ila cobarde por no enfrentarse? ¿Resignada a la traición? ¿Vengadora con su intercambio epistolar? La primera pregunta que nos plantea la realización es si Ila conseguirá “reenamorar” a su marido con sus mágicas manos cocineras. Y antes de contestarnos, nos plantea la siguiente: ¿quién es ese hombre que recibe una vianda que no reconoce como suya, pero la come igual? Y más importante aún, ¿será él quien se enamore de Ila? Así se encadenan las preguntas, en un remolino de palabras ansiosamente escritas y leídas con olor a pan de pita. Tras ellas, la necesidad de hablar, quizás para no sentirse solos, quizás para empequeñecer las penas al compartirlas, de un viudo solitario y gruñón -o gruñón por estar solo- y su inesperada cocinera, una madre joven que busca ávidamente en los cacharros vacíos del almuerzo la salida de su vida monótona e infeliz. Por eso que la respuesta para mí es no. No sucede el amor. Sólo sucede un cruce breve y alejado de dos vidas que necesitan un cambio, pero que no se encuentra en la misma dirección. Porque ella es joven, porque él es mayor, y porque su sufrimiento se combate diferente. Por eso creo que el final es acertado: para los dos aún hay esperanza, los dos aprendieron de su efímera correspondencia, los dos salen cambiados de su experiencia. Y todo gracias a ese margen de error de un paquete entre un millón que los transportadores de comida de Bombay pueden entregar al destinatario equivocado. Y es que “el tren equivocado te puede llevar a la estación correcta”.
Hay un subgénero de películas románticas, y que tuvo su máximo exponente en “Como Agua para Chocolate”, que en la utilización de la cocina y la elección de ingredientes que se utilizan en ella, pueden armar una historia de amor que trasciende su esencia. Si bien en “Amor a la Carta” (India, 2013), de Ritesh Batra, con Irrfan Khan y Nimrat Kaur no habrá un idilio inicial entre los protagonistas, la comida permitirá introducirnos en su universo particular y en la excentricidad de una cultura tan ajena a la nuestra como la hindú. Ila (Kaur) es una dedicada ama de casa que intenta todos los días sorprender con la vianda a su marido. Siguiendo los consejos de su tía, Ila volcará sus anhelos y deseos más profundos con el objetivo de, a través de la comida, recuperar al menos algo de la pasión que en algún momento la unió a su pareja. ¿O no es verdad eso que al amor se lo conquista a través del estómago? En esa vianda diaria, que viajará por caminos y lugares inesperados hasta llegar a las manos de su destinatario, Ila intentará reforzar su decisión de casarse, y buscará, de alguna manera intentar al menos llamar la atención de su marido. Pero por error un día la comida caerá en manos equivocadas, o mejor dicho, en boca equivocada, la de Saajan (Khan), un contador a punto de jubilarse que se maravillará con los manjares que Ila preparó. Más allá de la sorpresa inicial, ambos serán conscientes del error y equivocación y aprovecharán la posibilidad de iniciar un intercambio epistolar a través de la lunchera en la que va la comida poniendo en cada palabra una posibilidad de ser algo que hace tiempo dejaron de ser y de ser tenidos en cuenta. Las exóticas imágenes de India, que más allá del hacinamiento y la polución, construirán el espacio ideal para que la comida sea el pequeño reparo de las particularidades de los protagonistas (el que la hace y el que la recibe) y así empatizar con los espectadores. La vorágine diaria de la rutina laboral y de los quehaceres domésticos será reemplazada por una sensación de esperanza, la misma que el director Batra logra transmitir a través de las logradas actuaciones de Khan y Kaur. Hay un desinterés en focalizar miserias, aunque estén visibles y latentes, y eso hace que “Amor a la Carta” pueda superar la rapidez con la que bien podría haber hecho desvanecer el planteo, simple e inicial, sobre la equivocación del envío de la comida. Porque además Batra suma una serie de personajes secundarios, como el aprendiz interpretado por Nawazuddin Siddiqui, que además de molestar durante toda la película a Saajan en su avidez por conocer las tareas que deberá hacer cuando éste se jubile, reflejará una historia muy común en India relacionada a la diferencia de las clases sociales. También hay otro personaje, este sí, no visible, y es el de la tía de Ila, vecina de edificio, una suerte de voz de la conciencia de la protagonista y que lucha diariamente con la enfermedad de su marido, pero que pese a esto impulsará a Ila a seguir intercambiando la vianda con el desconocido y animarse a más. Colorida y exótica historia entre gente sola de las grandes urbes, “Amor a la carta” resulta una interesante propuesta, pese a que su duración potencie algunas falencias de guión y realización. Para ir al cine después de cenar.
Y aunque estemos en sala, parece que es hora de adentrarnos en el sabor de la cocina y las complejas relaciones hindúes, vía "Dabba" (Amor a la carta, o "The lunchbox" en su título internacional) que llega a la Argentina después de un interesante periplo festivalero (que incluyó varios premios en Asia y llegara a Cannes el año pasado incluso). Opera prima de Ritesh Batra, este es un film sorprendentemente elegante y sutil como carta de presentación para un cineasta. Quienes piensen que esta es una rom com exótica está equivocados. "Dabba" es una historia de pequeñas transformaciones y conflictos internos. Posee un envase exterior muy atractivo, el apoyarse en el fenómeno que se da en India con las empresas que llevan la comida en "lancheras", cilíndricas y metálicas, desde casas hasta los empleados en la hora exacta del almuerzo. Costumbre estudiada por sociológos incluso, es toda una curiosidad para el mundo occidental. La gente, cocina en sus casas y a la distancia, su comida es llevada personalmente por una persona hasta el destinatario, de manera que su almuerzo pasa a ser no sólo un recreo alimenticio, sino un acto de cuidado hacia quien trabaja. En esta oportunidad, así como en las clásicas películas románticas donde dos desconocidos se cruzan en un lugar donde no deberían hacerlo (y eso cambia sus vidas), dos corazones en baja cruzarán sus caminos en un momento particular de sus vidas. Ila (Nimrat Kaur) es una ama de casa que quiere acercarse más a su esposo, y por ello decide contratar un envío de "dabbawalas" (transporte personalizado de comidas) para agasajarlo con sus recetas y recuperar su atención perdida. Pero algo sale mal y su "tiffin" (el recipiente donde se apilan los diferentes ingredientes sin tocarse) va a parar a Saajan (Irrfan Khan, viejo conocido desde "Life of Pi"), un maduro viudo que está cerca del retiro y quien tarda un tiempo en descubrir que su almuerzo, ya no es de restaurant, sino hecho en una casa por alguien a quien no conoce. Sabe bien y lo atrae la situación. La curiosidad por esta situación, atrae la atención mutua y nuestros protagonistas irán adentrandose en la existencia del otro, a través de cartas, (que van y vienen en la lanchera), construyendo una relación virtual que modificará sus vidas para siempre. La trama tiene un ritmo candencioso, controlado pero a la vez incisivo a la hora de la descripción de ese abordaje. Si bien superficialmente desde el mundo occidental, las cosas las resolveríamos de otra manera, lo cierto es que la parsimonia de la ceremonia de atracción y coqueteo está bien planteada y se apoya en sólidas construcciones de los personajes. Pero Batra no sólo se queda en el embelesamiento mutuo de la pareja, sino que utiliza un secundario fantástico para reflexionar sobre el amor, desde el punto de vista de las Castas y la tradición hindú, el joven encargado de reemplazar cuando se jubile a Saajan, un convincente y querible Shaikh, jugado por Nawazuddin Siddiquihay. En estos diálogos, entre el que busca concretar un amor sin apoyo en su clase social y afianzarse en el trabajo, desafiando su propia condición y el hombre cansado y apagado, sin hijos y al punto de la despedida laboral, es donde "Amor a la carta" logra sus mejores momentos. La cinta moviliza emociones en cualquier tipo de público gracias a su planteo, y si bien quizás el final no sea de los más logrados, lo cierto es que este especiado y particular almuerzo hindú, ofrece calidez y desde el primer momento y está bueno compartir esa sensación en sala. A prestar atención al menú y buscar un buen restó para degustar algunas de las típicas comidas que ahí desfilan!.
El amor llega en el tren equivocado Trenes atestados de personas, tantas como las palomas urbanas, cruzan Mumbai. La tradición en la ciudad india señala que cada día, las mujeres envían las viandas con el almuerzo a sus maridos, utilizando un complejo y aceitado servicio de postas: bicicleta, tren y otra vez bicicleta. Ila, a contrarreloj, prepara la comida, envía la hija a la escuela y se ocupa de los quehaceres domésticos esperando el reconocimiento mínimo en boca de su esposo. A la espera de ese rayo de sol, comparte recetas con su tía que vive en el piso superior, hablando por la ventana. "Tía, tía", es el llamado de Ila para consultar sobre condimentos y tiempos de cocción. Un error en el sistema infalible de traslado de viandas cambia la vida de la mujer y un comensal no buscado. Saajan está pronto a jubilarse. Hace trabajo contable en una empresa estatal, revisando asientos en la sección Reclamos. Eso es todo. Y tiene mal carácter.La película de Ritesh Batra es tan sencilla como hermosa, una comedia que pone en escena la idea de que el género es el reflejo de vida y costumbres. En esa caja de resonancias se desarrolla una historia de amor tan romántica que echa mano al recurso de la comunicación epistolar. En Amor a la carta (el título tira abajo la poesía del guion) las relaciones y las cosas se consiguen con una ayuda del destino y mucha fuerza de voluntad.Un error es la clave para que aquello que parece imposible ocurra, en medio de millones de personas, autos, bicicletas, en la vorágine del trabajo, cuando parece que nada puede cambiar ni echar atrás la maquinaria que mueve los días.La sutileza del guion pone imágenes elocuentes y el paso del tiempo se percibe a través de muy pocos elementos: la vianda, la carta, así como la fabulosa transformación en los personajes. "Todos quieren lo que tiene el otro", escribe Saajan, el hombre viudo, metódico, agrio, callado. El actor Irrfan Khan (en La vida de Pi, interpreta a Pi adulto) pasa por todos los estados, desde el asombro hasta la crisis existencial. Va dosificando la mutación, mano a mano con el joven Shaikh, que ocupará su lugar en la empresa. Nawazuddin Siddiqui compone con mucho humor y ternura al hombre que sobrevive a toda desesperanza. En el rol de Ila, Nimrat Kaur ofrece la sensualidad de la mujer que toma conciencia de su matrimonio y encuentra un respiro en las cartas. Paulatinamente los personajes se descubren a sí mismos y se animan a soñar. También hay espacio para la cultura romántica de telenovelas y canciones populares indias que alimentaron el imaginario de las generaciones de Bollywood. La película no abusa del melodrama. Se sirve de las posibilidades del primer plano, siempre efectivo si se cuenta con buenos actores, del poder evocador de la música y los contrastes entre el trajín exterior y el ritmo interno de Ila y Saajan. "Olvidamos algunas cosas si no tenemos a quién contárselas", escribe él. La película montada como un ritual en medio de la metrópolis muestra los ingredientes que necesita una buena comida para volverse inolvidable.
Publicada en la edición digital #263 de la revista.
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