Buscando el Descanso El húngaro Lazlo Nemes avanza en “El hijo de Saul” (Hungría, 2015) a fuerza de impacto con imágenes que hablan más que las palabras que el guión, casi sin diálogos, posee. En lo no dicho, que podría trabajarse en otras películas como el fuera de campo, Nemes aquí lo trae a un primer plano para, de esa manera, reforzar su idea sobre el Holocausto nazi y la participación, forzada, de judíos en tareas de “manutención” y aseo de los campos de concentración. La reflexión que intenta imponer, si es que la hay, es acerca de la deshumanización de los hombres frente a las rutinas más exigidas, hasta, claro está, que un hecho desencadene el volver en sí y la necesidad de tomar alguna decisión para superar ese estado de revelación al que se ha ingresado. Saul (Géza Röhrig) es uno de los cientos de judíos cooptados por los Alemanes para realizar tareas de rutina en un campo de concentración. Dentro de estas actividades está la de “acompañar” a sus últimos momentos de vida a los presos que serán asesinados. Una vez la muerte les llegue, Saul y sus compañeros deberán vaciar el lugar de pertenencias, limpiar la sangre de los pisos y revisar las pertenencias con las que habían llegado en busca de objetos de valor. Cuando un día cree ver a su hijo dentro de los recientemente fallecidos, su mundo vuelve a él y se promete darle un funeral tradicional, para lo que deberá no sólo recuperar el cuerpo a través de engaños y coimas, sino que, principalmente, intentará ayudar a aquellos que llegan al cadalso si detecta que alguno es rabino (el que podrá darle el sagrado descanso a su hijo). “El hijo de Saul” avanza en su relato con imágenes llenas de morbo, de cuerpos sin vida que son manipulados hasta convertirse en cenizas. Sabiendo Nemes que con esto uno evitará preguntas sobre cómo es que Saul y compañeros han llegado a esa instancia de sus vidas, en el impacto hay una abyección que imposibilita o niega la correcta reflexión sobre aquello que se muestra como espectáculo. También el vértigo narrativo del constante apresuramiento del relato, con un Saul que corre por los espacios con su sobretodo marcado, sin importar jugarse la vida en la tarea con tal de darle al hijo el merecido reposo. La duda sobre si realmente es su hijo también es uno de los factores que hacen avanzar la narración, dato que nunca será confiado al espectador. “El hijo del Saul”, para bien o para mal, es una historia que no pasará desapercibida, más allá que la ausencia de respuestas esté tan presente como la ausencia de diálogos, algo que nunca es resuelto a lo largo del metraje. PUNTAJE: 6/10
Estamos en plena Segunda Guerra Mundial. En un campo de concentración, varios judíos húngaros deben trabajar casi como esclavos para los alemanes, con tal de que no los maten. Así lleva sus días Saúl, recogiendo los cuerpos de los muertos en las cámaras de gas. Pero un día se da un pequeño milagro en tan horrible lugar; un niño sobrevive a la cámara, pero es matado rápidamente por los médicos. Ahora Saúl hará lo imposible para darle un entierro digno al chico, poniendo su propia vida en peligro.Es bastante difícil hacer una película dramática sobre la Segunda Guerra Mundial, desde el lado de los judíos, sin caer en el lugar común o los golpes bajos para emocionar al espectador. Así que si entre los lectores al leer la sinopsis pensaron que El Hijo de Saúl viene por ese lado, voy avisando que por suerte no; no recurre a tan baja herramienta.Si, hay imágenes extremadamente fuertes y no aptas para gente sensible, pero uno de los grandes aciertos que tiene El Hijo de Saúl es el estilo de dirección que decidió usar el realizador László Nemes (también es uno de los guionistas). Así es como a lo largo del film vamos a ver varios planos secuencias mientras Saúl recorre este infierno terrenal, y de fondo como los nazis exterminaban gente de las maneras más brutales que se puedan imaginar.Pero los planos secuencias no están solo para disimular la dureza de las imágenes. También sirven como forma para entender ese laberinto de horror en el que tiene que vivir Saúl y sus compatriotas si no quieren morir; un día a día que es una tortura en sí misma.Pero El Hijo de Saúl no solo se fundamenta en una muy buena dirección, si no también en el enorme trabajo que realiza Géza Rohrig al componer a nuestro protagonista, Saúl. En él no solo vemos lo que tienen que padecer esta nueva versión de esclavos, sino la obligación y el deber que se autoimpone Saúl al ver una mínima cuota de esperanza de salir de dicho infierno.El Hijo de Saúl así se aleja bastante de las temáticas que suelen tocar esta clase de films ambientados en la Segunda Guerra Mundial, y nos propone una nueva perspectiva, donde alguien intenta hacer una última buena acción a sabiendas que en cualquier momento puede morir ya que su vida no depende de él.Es entendible que muchos no la miren en el cine, o directamente no la vean nunca, debido a la sobrecarga de películas similares que se vienen viendo últimamente, en especial en las semanas previas a los premios Oscar; pero El Hijo de Saúl tiene los suficientes méritos para tener personalidad propia y despegarse de ese grupo; proponiendo algo nuevo a la mayoría de los espectadores.Para aquellos que le escapen a los tanques comerciales o ya se vieron la mayoría de los films nominados a la categoría de Mejor Película en los Oscar, El Hijo de Saúl es una buena opción para ver algo distinto en un género que pareciera estar sobrecargándose.
SON OF SAUL es de esas películas que se abren muchas preguntas y cuestionamientos mientras uno las está viendo. Hacer un filme que transcurre en Auschwitz y, en buena medida, en las cámaras de gas de ese campo de concentración nazi, implica casi llamar a un escrutinio preciso de cada decisión estética y narrativa. Y la opera prima del realizador húngaro se ubica en un lugar muy delicado, ya que hace una película técnicamente brillante y formalmente muy cuidada con un tema que no se lleva del todo bien con la maestría audiovisual, uno que parece repeler cualquier tipo de “lujo” formal para narrarlo. La película cuenta la historia de Saul, un judío húngaro en Auschwitz que trabaja como Sonderkommando, arreando a otros a las cámaras de gas y luego “limpiando” lo que allí sucede. En uno de los operativos encuentra una sorpresa –el supuesto hijo la que da título al filme y que muere ante sus ojos, como tantos otros ahí adentro— y de ahí en adelante se lanza en una campaña por tratar de enterrarlo digna y religiosamente en medio de una situación que se va volviendo más y más tensa a cada momento. El filme tiene una particularidad notoria en la puesta en escena. A la manera de los Dardenne en EL HIJO o ROSETTA, la cámara de Nemes raramente abandona la nuca y la espalda de Saul, a quien vemos en cada momento en su cada vez más desesperante tarea. El cuadro del filme es 4:3 por lo que la pantalla es casi cuadrada y casi todo lo que no sea el personaje se ve difuso, casi fuera de foco. De esa manera, Nemes evita mostrar los crueles asesinatos en las cámaras de gas y alcanzamos a ver pedacitos de cuerpos borrosos aunque escuchamos los gritos a altísimo volúmen en el audio. Los planos son largos por lo que uno no puede evitar imaginar la compleja coreografía que exigió hacer esos movimientos y las repetidas tomas en las que lo cuerpos deben haber sido movidos de acá para allá para que, “cuidadosamente”, no se vieran. Pero supongamos que eso no molesta a un espectador que no tiene problema alguno con los límites de la representación ficcional del Holocausto. El otro gran problema del filme es el objetivo del protagonista y lo que deja en el camino para tratar de cumplirlo. Un personaje se lo dice en un momento: “Deberías preocuparte más por los vivos que por los muertos”. Es que en su obsesión por darle a este joven que puede o no ser su hijo un entierro religioso pone en problemas a otra gente a la que involucra en su misión y que todavía podrían llegar a salvarse en la especie de rebelión que se va formando. El filme de todos modos se sigue con tensión porque el sistema, pese a su discutible puesta en escena, tiene intensidad y nervio narrativo, además de un gran manejo del sonido. Nemes, de todos modos, no es del todo riguroso con su apuesta formal y por momentos abandona la estética de planos largos en movimiento que seguramente aprendió de su maestro Bela Tarr (con quien trabajó) para pasarse a un simple plano-contraplano cuando hay menos elementos problemáticos en cuadro. SON OF SAUL puede ser una película impactante y es probable que se lleve algún premio del Festival de Cannes. Eso, claro, no quiere decir que sea buena. (Crítica publicada durante el Festival de Cannes 2015) UPDATE: Por mil motivos –las discusiones que surgieron online, la nominación al Oscar, el fanatismo por la película de muchos colegas confiables y porque, finalmente, uno en Cannes no puede apreciar las películas en su real dimensión– volví a ver, por tercera vez SON OF SAUL. Aquí van algunas ideas (con SPOILERS) que se pueden agregar al primer texto. Se ha vuelto reiterativo –casi un lugar común– hablar del famoso texto “Sobre la abyección” escrito por Jacques Rivette y su relectura por Serge Daney titulada “El travelling de Kapo” al referirse a películas que trabajan temas como el Holocausto y lo hacen de manera estilizada. Entre esos popes, la célebre frase de Theodor Adorno sobre que “no puede haber poesía luego de Auschwitz” y la presencia totémica de Claude Lanzmann, que dio su apoyo a esta película, parece que está todo dicho sobre el tema. De todos modos me gustaría explorar una idea esbozada en la crítica previa. Lo “abyecto” del plano de Kapo tenía que ver con el cuidado estético con el que se mostraba el suicidio de una chica. En EL HIJO DE SAUL eso no sucede, sino que funciona exactamente por el lado opuesto. Uno no puede evitar sentir todo el tiempo la cuidadosa coreografía de la puesta en escena armada en función de evitar las cosas que no deberían verse: el fuera de foco de casi todo lo que no sea la cara o la nuca del protagonista, el cuadro 4:3 que deja afuera buena parte de lo que se muestra, el cuidadoso traabajo sonoro y, especialmente, los largos planos secuencia que modelan la película. Es imposible no verlos y pensar las repeticiones, los ensayos y coreografías que se necesitaron para que esas cosas no se vieran o no se vieran demasiado (y ni hablar de la posproducción de sonido). Y aunque sin dudas es mejor y más sabio evitarlas que mostrarlas, la sensación de “cálculo” sobrevuela toda la película. Si bien gran parte de los espectadores entrarán en el torbellino de los planos secuencia que siguen al protagonista por los pasillos oscuros y las cámaras de gas de Auschwitz es imposible no pensar que, detrás de eso, hay un fuerte aparato de ficción moviéndose con un cuidado casi tan abyecto como el que Rivette le criticaba a Gillo Pontecorvo. De todos modos es innegable que la experiencia es intensa y atrapante. Lo cual, a la vez, la torna aún más problemática: mostrar de modo realista el Holocausto desde adentro y transformarlo en thriller es una proposición un tanto discutible. La idea, similar en cierto modo a LA VIDA ES BELLA, de que un padre debe salvar a un hijo (distinto en este caso ya que el niño muere de entrada) y de que todo lo demás pase a ser secundario, a estar fuera de foco, hasta el propio intento de escape del campo de concentración de un grupo de prisioneros es, para empezar, un poco complicada de aceptar. Lo mismo que esta idea de un Sonderkommando (Saul es uno de ellos, prisioneros judíos que colaboraban con los nazis para seguir vivos por más tiempo) potencialmente redimido por ese “ángel” que muere ante sus ojos. Y el que aparece luego, al final, para enrostrarle a Saul (y a los espectadores) que no hay salvación posible. Ya no física –eso es casi impensable en estos casos– sino hasta moral.
El exterminio del alma. Es el año 1944, Saul es un prisionero judío-húngaro en Auschwitz -miembro de los Sonderkommando, es decir prisioneros que trabajan en las cámaras de gas limpiando y sacando los cadáveres- y que al encontrar el cuerpo de un niño decide esconderlo para luego enterrarlo, en vez de incinerarlo con el resto de los cadáveres.En medio del horror Saul se empecina en cuidar el cuerpo del niño como si fuera su propio hijo, haciendo tratos con el forense -otro prisionero judío obligado a trabajar para los nazis- y pasando por toda clase de dificultades para encontrar un rabino que pueda darle sepultura. Nada hay de humanidad en el lugar, los soldados son monstruos, y en el medio del horror incluso los mismos compañeros se maltratan.Sin demasiados golpes bajos, las imágenes hablan por sí solas y son terribles. De forma intimista la cámara sigue de cerca a Saul reflejando no solo sus expresiones de dolor sino también todo el horror que contempla, y el modo en que se aferra a ese nene como si fuera lo último que queda de inocencia o de esperanza.Ya se hicieron muchas películas sobre el holocausto, pero esta tiene una mirada diferente, no hay grandes fotografías del dolor, ni escenas monumentales, ni se alecciona al público; es la historia en particular de un prisionero, y podemos ver sin filtro a través de sus ojos.Las escenas son despojadas, casi documentales, realistas, difíciles de ver, hay pocas escenas donde no se vean cadáveres, lo que puede resultar un poco morboso. Géza Röhrig construye una interpretación maravillosa, llena de silencios, con una cara que lo dice todo.El relato es denso y duro, se hace bastante difícil de seguir, y el filme resulta demasiado largo. La película no da respuestas, ni reflexiona sobre como han llegado a ese estado de colaboración forzosa, simplemente muestra una historia, a la que es imposible serle indiferente o salir del cine sin pensar en lo que hemos visto.
Tan imponente como manipuladora Desde que se estrenó en la competencia oficial del último Festival de Cannes (donde terminaría consagrándose con el Gran Premio del Jurado y varias otras distinciones), esta ópera prima del húngaro László Nemes generó una apasionada polémica cinéfila (e ideológica) entre quienes la consideraron poco menos que una obra maestra y aquellos que la encontraron demasiado virtuosa, estilizada y manipuladora (abyecta fue el adjetivo más utilizado por sus detractores). Casi diez meses han pasado desde entonces y hoy esta nueva aproximación al Holocausto no sólo ganó decenas de otros galardones (incluido el Globo de Oro), sino que también es la gran favorita a quedarse el próximo domingo con el Oscar a mejor película en idioma no inglés. El espectador podrá fascinarse o indignarse con El hijo de Saúl, pero ninguna decisión de Nemes es casual, antojadiza o caprichosa, desde el uso de una pantalla inusualmente angosta hasta los encuadres, la decisión de rodar en 35mm y no en digital o cada detalle del diseño de producción. La película narra las experiencias de Saul Ausländer (notable trabajo de Géza Röhrig), miembro del Sonderkommando, un grupo de judíos (prisioneros, pero con ciertas ventajas comparativas respecto del resto) que en 1944 trabaja para los oficiales nazis en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Saúl utilizará todos los recursos a su alcance para esconder el cuerpo del que probablemente sea su hijo y ubicar a un rabino que pueda darle un funeral con los rituales judíos. Si bien la historia está contada con un riguroso sistema narrativo (planos secuencia con cámara en mano pegada al cuerpo o al rostro del protagonista en la línea del cine de los hermanos Dardenne con un notable uso del fuera de campo y del sonido), las escenas en las cámaras de gas, los fusilamientos masivos, las fosas comunes y los cadáveres apilados conforman una película sobrecogedora y extrema. Audaz para algunos, oportunista para otros, Nemes sabe qué quiere contar y cómo hacerlo. La película es imponente, poderosa y vertiginosa, aunque también por momentos demasiado manipuladora, con ciertos golpes bajos hacia un espectador que a esa altura ya es una suerte de rehén del talentoso director. El joven realizador húngaro apela a un seductor despliegue visual (la puesta en escena es descomunal) no siempre de la mejor manera, y es probable que ciertos sectores del público salgan fascinados o irritados por una propuesta moralmente ambigua. En definitiva, una película que no sólo por su tema (mucho se ha escrito sobre las maneras de representación del Holocausto), sino también por su forma dará que hablar (y discutir). Mucho más si, como se prevé, dentro de pocas horas Nemes levanta la estatuilla dorada de la Academia de Hollywood.
Lo que queda de un hombre Abordaje subjetivo de Auschwitz en este filme húngaro que desafía la pasividad del espectador. Incomodidad. Una entre varias sensaciones que provoca el joven director húngaro László Nemes con El hijo de Saul, su opera prima. Desde el comienzo nos sumerge con (y por la) fuerza en una trama disruptiva, a contrapelo de la clásica, en un dilema moral que desafía incluso nuestros cánones de lectura, nuestra cada vez más abúlica naturaleza de espectadores. Desgarrador y exasperante a la vez, el filme se desarrolla íntegramente en Auschwitz. Elige el punto de vista de Saul, un sonderkommando, un judío húngaro que trabaja para los nazis limpiando las cámaras de gas, llevando cuerpos de los suyos a los hornos crematorios. La expresión más aterradora del Holocausto, de la humanidad. Pero Nemes se desmarca rápido de ese plano general conocido, asimilado, contado y mostrado de diversas maneras. Y se va centrando en este hombre, obsesionado con una historia que lo mantiene activo, que le da un mínimo espacio de libertad, de supervivencia en ese infierno. Saul quiere salvar del fuego el cuerpo de un niño, busca un rabino para enterrarlo según su ley, que hace rato no existe. Actúa, piensa y decide desesperadamente, lo guía el instinto tras ese objetivo. Tremendo drama y experiencia subjetiva el que cuenta este joven director que perdió a gran parte de su familia en ese lugar. Punto de vista individual para hablar de un tema colectivo. De allí la incomodidad, que fluctúa en el espacio íntimo de lo que él decide mostrar y nosotros elegimos mirar, o podemos mirar. La historia del protagonista en la película como la de nosotros en el cine es conscientemente subjetiva, como la cámara que sigue a Saul, a su historia y su misión en primer plano con el horror de fondo. Nemes ha leído los testimonios de estos hombres que actuaban como robots en el infierno. Un infierno caótico, sensible, audible detrás de la trama principal. Ruptura entonces, disputa entre figura y fondo, como herramienta para salir de la parálisis, para requerir el esfuerzo de cada espectador, para sacudirlo. Prácticamente no hay diálogos en la película. No es un lugar para charlar. Y los personajes apenas si tienen nombre. Saul, un rabino, y los sonderkommandos que ostentan cargos en ese infierno, que apenas distingue entre día y noche, entre vida y muerte. Y mucha cámara en mano con primeros planos del rostro de este hombre sumergido en una misión. “Ya estamos muertos”, repetirá. Pero un instinto animal y humano lo guía. ¿Vamos a pedirle que se integre a la rebelión o le permitiremos que siga en su mundo a Saul? Desespera, incomoda, perturba a la vez que transgrede El hijo de Saul. La rara sensación de romper el canon.
Ser humano Con El hijo de Saúl (Saul fia, 2015) el húngaro László Nemes firma su primer largometraje. Grand Prix en el 68 Festival de Cannes, esta inmersión en el infierno de los campos de exterminación es una magistral pregunta abierta a lo que a uno lo hace hombre. Octubre 1944. Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un judío húngaro prisionero en Auschwitz y parte del Sonderkommando, grupo responsable del funcionamiento de los hornos crematorios, y separados del resto del campo hasta que los nazis elijan el día de su muerte. En el medio de los cuerpos muertos, Saul encuentra lo que cree ser su hijo. Va intentar entonces por todos los medios enterrarlo, según los ritos fúnebres judíos. ¿Cómo mostrar, representar el horror en el cine? ¿Lo que sale del sentido, lo que parece indecible, innombrable, inimaginable ? Desde que empezó a querer figurar los campos, el género cinematográfico no dejó de preguntárselo, de manera más o menos sutil. Alain Resnais a través de Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955) o Claude Lanzmann con Shoah (1985) ofrecieron por ejemplo con sus documentales respectivos reflexiones de una fineza potentísima sobre el tema. Pero la ficción no logró a menudo llegar a una distancia justa y ética, el limite entre mostrar y esconder siendo particularmente delicado. La película de Nemes inventa un punto de mirada justo para representar la lucha de Saúl, quien, verdadero Antígona moderno, no quiere dejar a los asesinos su último lazo con la humanidad. Se ven los cuerpos, se ven los fuegos que los queman, se ve la muerte. Se ve el SS matar al niño de sus propias manos (y esta escena se podría ver cómo metáfora de todo el crimen nazi). Y al mismo tiempo, con un uso bastante novedoso del fuera de foco, se centra más que todo en la cara del protagonista, sus expresiones y sus gestos mínimos: es decir lo que lo hace humano. Entre visible e invisible, la cámara hace idas y vueltas entre sugerido y crudo. Esta reflexión sobre la mirada está puesta en escena por un acontecimiento real retomado por la película: la toma clandestina de fotografías del campo desde el interior por un detenido de Auschwitz, muerto en el campo. La cámara fue encontrada en la liberación y las fotografías fueron reveladas. Incompletas pero sin embargo llenas de sentido, son una suerte de supervivencia de los prisioneros, y uno de los únicos testimonios visuales directos de su mirada. En esta sutileza entre universal e individual se concentra toda la fuerza de El hijo de Saúl. De manera innegable, se trata de una película que tiene al Holocausto como escenario. Pero la de Saul es una lucha personal. Se trata de una experiencia de resistencia en el medio de muchas otras. Asimismo, el director no pretende hacer una ficción sobre lo que fue a gran escala pero inventa la lucha particular de un hombre, usando un dispositivo que enfoca justamente sobre lo individual y lo social de cada uno frente a un sistema que intenta anihilar todo resto de humanidad.
En la fábrica de la muerte A diferencia del canon construido por tantas películas sobre Auschwitz, el film de Lászlo Nemes no trata de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar. Principal candidata al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa, la húngara El hijo de Saúl es una de esas películas que demuestran que en el cine (como en cualquier otro lenguaje artístico) el sentido lo da la forma. La historia en sí no difiere mucho de la de cualquier otro film de campo de concentración: mientras participa de un intento de fuga, un prisionero de Auschwitz se obsesiona con dar sepultura a un muchacho, cuyo asesinato a manos de un oficial nazi le tocó presenciar. En un típico film de campo de concentración –films que, como cualquiera sabe, constituyen un género propio, con su canon, códigos y rutinas– esas acciones se hubieran observado desde un punto de vista omnisciente, con la intención de transmitir al espectador la ilusión de conocer “toda la verdad” sobre los campos de exterminio del nazismo. En su ópera prima, el joven László Nemes toma, se diría, una única decisión (ya se verá que en verdad no es la única) que lo cambia todo: en lugar de abrir el encuadre lo cierra sobre el protagonista, de modo de narrar no exactamente lo que él ve (la cámara no se pone en el lugar de sus ojos, le apunta a la nuca) sino lo que siente. El resultado cambia radicalmente: no se trata ahora de que el espectador sepa todo lo que sucedía en los campos –esa imposibilidad– sino que sienta lo que un prisionero podía experimentar.Como explica en la entrevista que se reproduce aquí al lado, Nemes eligió como protagonistas a una clase particular de prisioneros: los sonderkommandos, judíos a los que se les daba trabajo a cambio de ciertos privilegios (ropa, comida), en la suposición de que conservarían la vida. Suposición que en muy pocos casos se cumplía. Saúl Aslander (Géza Röhrig, apropiadísimo en lo que podría llamarse “fatalismo expresivo”) trabaja en un crematorio. Su tarea consiste en conducir a los condenados a los hornos de gas, ordenar sus prendas, quitarles los objetos de valor, trasladar sus cuerpos, baldear la sangre una vez consumadas las ejecuciones. Un día, uno de los médicos (que también es prisionero) avisa a uno de los kapos que un muchacho aún respira. El kapo soluciona el problema expeditivamente, y a partir de ese momento Saúl, suponiendo o alucinando que ese muchacho es su hijo, intentará darle sepultura de acuerdo al rito judío, para lo cual deberá hallar un rabino. Al mismo tiempo, otros sonderkommandos preparan una fuga, para la cual cuentan con él, más interesado en el entierro que en la huida.Es verdad que el dispositivo fílmico del que Nemes echa mano –cámara al hombro, desplazamiento incesante del protagonista en ese laberinto material y simbólico a la vez, persecución implacable en largos planos-secuencia– tiene marca registrada y no le pertenece: es la de los hermanos Dardenne. Incluso el apretado arco temporal en que transcurre la acción –un día y medio– remeda las limitaciones cronológicas a las que los hermanos belgas suelen apelar. La diferencia consiste, en tal caso, en que Nemes apuesta a un desenfoque sistemático del segundo plano. De modo que todo aquello que Saúl ve, el espectador apenas intuye: cuerpos borrosos, movimientos, el rojo de la sangre sobre el piso. Eso que no se ve, el fuera de campo sonoro –trabajado con un grado de minucia y precisión que reconoce pocos antecedentes en el cine– lo repone: quejidos de los prisioneros, goteos, órdenes de los victimarios, algún grito. Lo demás es el color, o, mejor dicho, la falta de él. Todo es gris o pardusco, todo es sombras u oscuridad, todo está tiznado de suciedad y carbón. Carbón de fábrica: la fábrica que produce muerte, en pleno funcionamiento.
Nominada a Mejor Película en Idioma Extranjero, Son of Saul muestra la dura vida dentro de un campo de concentración. Drama a más no poder. Frente al peligro de muerte o daño, y por mucho que pese, la ideología puede descartarse. Las comidas favoritas, los equipos de fútbol, las relaciones con seres queridos: todo lo que no sirva para vivir estrictamente, puede dejarse de lado. Hay una sola cosa sin la que no se puede subsistir, algo que se da erróneamente por sentado y que permea toda la experiencia desde el nacimiento: lo que la persona es. Las persecuciones durante la Segunda Guerra Mundial se realizaban en base a esas cosas que no se pueden descartar: trataban de justificar odio puro. Durante dicha guerra, que duró desde 1939 hasta 1945, muchos grupos fueron perseguidos y diezmados a mano del Eje, compuesto por Alemania, Italia y Japón. Uno de los campos de concentración más conocidos donde se llevaban a cabo estas atroces acciones fue Auschwitz y es ahí a donde viaja Son of Saul. No todos los prisioneros eran llevados allí para morir. Algunos de ellos, ya sea por sus cualidades físicas o su joven edad, eran separados y obligados a realizar los trabajos más duros del campo: desde mantenimiento hasta la limpieza luego de asesinatos masivos. Estos esclavos se llamaban Sonderkommando y fueron siempre causa de mucha polémica. ¿Eran verdaderamente víctimas o eran ayudantes de los nazis? En este sistema perverso nadie salía ganando, salvo los victimarios. El personaje principal del film es un Sonderkommando y su historia viene a dar un nuevo punto de vista sobre este asunto. Es Octubre de 1955, Saul Ausländer trabaja en Auschwitz limpiando la cámara de gas y transportando cuerpos muertos, entre otras actividades horribles. El maltrato dentro del campo de concentración no busca disimularse, ya que hasta los Sonderkommando son desechables. Por esto se estima que hubo durante toda la guerra cerca de 14 generaciones de estos “prisioneros especiales”. Luego de una enorme matanza en la cámara de gas Saul encuentra entre los cuerpos a un niño, que toma como a un hijo. En medio del alienante trabajo, maltrato y miedo, este chico se vuelve un propósito para su vida. El aspecto técnico de esta película es fascinante. Al ser el primer largometraje realizado por su director, László Nemes, es esperable que en su realización tenga fallas (manejo de cámaras, montaje, etc). Sin embargo, Son of Saul pone al cine a disposición absoluta del guión y del arte. Es difícil tratar en un medio sumamente visual un tema tan sensible como el Holocausto y aquí llega una joya cuando parecía que todo estaba hecho. Muchísimo de esta película se enfoca en Saul Ausländer y sus reacciones al ambiente. No busca mostrar explosiones, tiros, muertes ni torturas, sino que cuenta la historia a través del humano. Lo más valioso de Son of Saul es que expone una arista del período muy poco explorada. Esta es la novena película húngara nominada al Oscar por Mejor Película en Idioma Extranjero, sin embargo en ella se hablan muchos idiomas. No solamente alemán o húngaro, sino también ruso, yiddish y polaco. Esto resalta enormemente la dimensión del conflicto, y ubica al espectador en la vida diaria de personas normales que luchan por subsistir en un ambiente terriblemente hostil. El hecho de que László Nemes y su equipo estén compitiendo en el evento más importante del cine con lo que es solamente su primera película, indica que es posible que su carrera esté llena de éxitos y material interesante para ver.
Imposición y autoimposición de la condena. A veces el mecanismo retórico empleado para narrar una historia se instituye de tal manera sobre el tema de base que la experiencia cinematográfica termina derivando hacia el terreno de una suerte de parque de diversiones en donde la visceralidad de los sentidos -por supuesto, con la vista como gran protagonista- constituye el carril asignado al espectador, marcando la amplitud de lo que se tiene para ofrecer. Estamos ante una de esas obras en las que el régimen formal impone su parafernalia sobre la dimensión del contenido, lo que en esta oportunidad funciona como una panacea ya que el tópico en cuestión, el Holocausto, ha sido tratado hasta el hartazgo desde la afectación lacrimógena y explícita, pensemos para el caso en dos ejemplos por antonomasia del rubro, La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, y Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1955), de Alain Resnais. El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015) se propone dos tareas en paralelo: la primera es retratar el trabajo de los Sonderkommandos, unas unidades especiales -conformadas por prisioneros de los campos de concentración- que se encargaban de guiar a las víctimas a las cámaras de gas, luego retiraban los cuerpos y finalmente los conducían a los crematorios; el segundo objetivo del film pasa por analizar de manera tangencial una de las pocas rebeliones contra las SS, evento ocurrido en octubre de 1944 en Auschwitz. El Saúl del título es uno de los tantos judíos “asistentes” de los nazis, dedicado a separar las pertenencias valiosas de los muertos y sacar los cadáveres. Un día el hombre descubre a un niño agonizando, ve cómo un alemán lo sofoca hasta matarlo y a partir de ese momento se fijará como misión rescatar sí o sí el cuerpo de los hornos y conseguir a un rabino para darle un entierro acorde a su fe. Más allá del interrogante de fondo acerca de si el joven es en realidad su hijo o no, planteo que se va desdibujando a medida que evoluciona el derrotero del protagonista y se van acumulando los problemas, lo verdaderamente fascinante de la película está en su propuesta estética, sustentada en una serie de tomas secuencia a través de travellings en primer plano del rostro, la nuca y los hombros de Géza Röhrig, el encargado de interpretar a Saúl y máximo responsable del éxito del opus en su conjunto. El director László Nemes nos regala escenas maravillosas como la de las ejecuciones en el foso y la insurrección, construyendo un retrato ascético -símil Robert Bresson y Ven y Mira (Idi i Smotri, 1985), de Elem Klimov- de la maquinaria del genocidio y la obsesión masculina en general, esa que avanza enceguecida en pos de determinado fin y a expensas de todo lo que se cruce en su camino. De hecho, allí mismo subyace el componente más interesante -y hasta cierto punto, más polémico- de El Hijo de Saúl, en el detalle manifiesto de que al protagonista no le importa en lo más mínimo el destino de sus colegas sublevados, salteándose sus requerimientos porque no constituyen más que estorbos en su periplo de redención alrededor del cuerpo del niño (se da a entender que Saúl no fue un buen padre ni mucho menos). Durante el film somos testigos de una lucha descarnada entre el contexto lúgubre del campo de exterminio y la voluntad individual, una contienda en la que termina imponiéndose ésta última porque el “castigo de afuera” nunca será igual de horrible que el autoimpuesto, debido a que somos dueños de nuestro cuerpo y nuestra psiquis para hacer con ellos lo que queramos, más allá del parecer e intromisión de terceros, llámense instituciones u organismos disciplinarios…
Jaque mate. László Nemes y su cámara nunca se alejan demasiado. Y nos obligan a nosotros a permanecer cerca. Nunca nos distanciamos del horror. Si el protagonista debe atravesar este infierno, nosotros lo hacemos con él; vemos lo que Saúl ve y escuchamos lo que Saúl escucha. Estas son las reglas del juego. Los planos de extensa duración, tan prolongados que uno empieza a preocuparse por la razón del corte esperando de antemano lo peor, y el incesante uso de un único lente (40mm), están a disposición de provocar en el espectador una sensación unívoca; de a momentos puede resultar monótono, pero este resulta ser el movimiento clave para la funcionalidad del film. La ansiedad se apodera de nosotros. Tanto el punto de vista como el punto de escucha se encuentran tan limitados que no somos capaces de dar un respiro sin inquietarnos por aquello que nos depara. Y sí, digo “nos” porque El Hijo de Saúl no es otra película que trabaja el nazismo desde una visión convencional: mientras el film avanza, la relación espectador- protagonista se forja de la misma manera que cualquier relación entre dos individuos; los campos de concentración pasan a tomar el papel de entorno, de marco histórico. El conflicto se vuelve personal. No vemos el horror… estamos inmersos en él. Siempre está a nuestras espaldas pero nunca le contemplamos el rostro. Está latente mediante los sonidos que emite y lo poco que queda al alcance de nuestra vista recordándonos que sigue allí, que nunca se ha ido. Los gritos de los oficiales nazis, los gritos de desesperación de hombres, mujeres y niños mientras son ejecutados en cámaras de gas, sus golpes contra el metal de las puertas en un último intento por permanecer con vida, las partes de cuerpos desnudos apilados unos sobre otros en el centro de inmensos galpones fríos. El fuera de campo en su máximo esplendor. László Nemes trabaja cada aspecto de la puesta en escena delicadamente, como si su película fuera un juego de ajedrez. Tiene en claro que lo que se sugiere tiene más peso que toda la violencia que pueda mostrarse de forma explícita: él nos da las piezas… nosotros construimos el infierno al que nos sometemos. Dicho esto, y habiendo destacado la maestría con la cual se han trabajado los diversos aspectos de la puesta escena, resulta necesario decir que El Hijo de Saúl es un film frío, carente de pasión, como si hubiera nacido muerto. Esto no quiere decir que no sea capaz de transmitir fuertes emociones al público, porque sí lo hace, pero mientras uno toma el riesgo de entregarse de lleno, éste te traiciona y permanece a un costado. La puesta en escena tiene la fuerza suficiente para crear las atmósferas buscadas, pero en cierto punto hace falta que el contenido se adentre en un paraje emocional al cual el realizador parece ajeno. Mientras se le atribuye a Nemes haber tomado el riesgo de rodar la película enteramente en planos cerrados, cabe cuestionarse si realmente este ha sido el movimiento riesgoso: el realizador no solo es un autor, también es un estratega. El Hijo de Saúl tiene todas las fichas para lograr el reconocimiento en festivales de gran importancia debido a su marca autoral, y a su vez conseguir el éxito comercial gracias a la temática que trabaja, la cual parece no cansar (¿hace falta decir que es el tópico fetiche de la Academia desde hace ya varios años?); así, el cineasta húngaro se para con un pie sobre cada pilar: por un lado el cine de culto reforzado por la crítica, y por el otro, en el cine que apunta hacia un público masivo. László Nemes sabe que para poder llevar a cabo su siguiente film debe garantizar el triunfo del anterior, y más aún tratándose de una ópera prima; es por esto que repite en su película la misma modalidad utilizada en su cortometraje Türelem (2007), premiado a nivel internacional. ¿Y qué mejor manera de asegurar el éxito que obteniendo un posible Oscar? El Hijo de Saúl apenas es el comienzo de una fructífera filmografía.
Llega el estreno de El hijo de Saul, pelicula Húngara con mayores chances de ganar en los próximos premios Oscars. Con muchas expectativas por su nominación al Oscar, y mucha buena prensa desde el exterior, llega a la Argentina El hijo de Saúl, una película que revisita los campos de concentración durante la última etapa de la II guerra mundial, pero que lo hace desde el particular y sectorizado punto de vista de Saúl, un judío que trabaja en los campos de concentración, al servicio de los Nazis. Si bien el tema del holocausto judío y las atrocidades de los campos de concentración parece a veces estar agotado para el cine mundial, este film Húngaro encuentra una forma muy novedosa y sobre todo muy controversial de mostrar, no solo los horrores del campo de concentración sino el alejamiento emocional que sufren los prisioneros que se ven sometidos cada minuto de sus vidas a una realidad tan brutal que resulta inconcebible. La puesta de cámara particular que elije el director, pone a su protagonista casi acaparando la pantalla por completo. La actuación sobresaliente de Géza Röhrig, quien tiene a su cargo componer a Saúl, queda remarcada por la extremadamente intimista puesta en escena. La estética de El hijo de Saúl es sobresaliente en tres puntos particulares, el efecto de realidad aumentada por el sonido, la utilización del fuera de foco de manera casi constante, y el muy logrado efecto de hacer parecer que la cámara es un mero participe de las escenas, cuando en realidad, la complejidad de la puesta en escena es abrumadora. El hijo de Saúl es dura, pero gracias a su particular enfoque se vuelve de visión recomendada para todos los cinéfilos.
El horror del nazismo con mirada diferente Siempre es difícil ver una película sobre los campos de concentración nazis, pero el tema seguirá siendo un drama insoslayable. En esta ocasión es un director húngaro debuante, Laszlo Nemes, ganador en Cannes y nominado al Oscar a la mejor película extranjera por esta opera prima que tiene mucho para ofrecer, incluyendo por supuesto todo tipo de cosas terribles. Saul trabaja en un campo de concentración limpiando las pilas de cadáveres del lugar, así como las pertenencias personales de las víctimas. Un día cree ver entre los montones de cuerpos el cadáver del que asegura es su hijo, y por algún motivo, quizá para redimir su participación entre tanta matanza, pide la asistencia de un rabino para darle a su hijo un funeral adecuado. Algo que no tiene sentido en medio de ese infierno. La película está filmada de un modo muy original que no sólo ayuda a mantener el suspenso, sino que también implica una intención de sugerir los horrores del nazismo, que se describen antes que mostrarlos directamente de un modo más gráfico que sería insoportable (y no es que este film sea precisamente light). La estrategia del director es la de que la cámara siga a Saul, y casi no se separa del protagonista durante todo el metraje. Esto permite que el horror esté permanentemente alrededor del personaje central, rodeado de los aullidos que salen de las cámaras de gas y todos los elementos conocidos de la pesadilla que implicaba un campo de exterminio. Esta estrategia es interesante en lo formal, aunque por momentos estiliza demasiado lo que se está contando, y consigue que la narración no tenga siempre la misma fluidez. Con todo, es una excelente película que agrega algo distinto a un tema tan difícil como importante.
La humanidad entre el horror Desde las lejanas tierras de Hungría y después de haber cosechado excelentes críticas en Cannes nos llega esta cruda ópera prima del director László Nemes. Aunque la Segunda Guerra Mundial se ha visto innumerables veces en el séptimo arte, esta vez nos encontramos con una parte un tanto ignorada: el sonderkommando. Se trata de un área separada de Auschwitz en la que los prisioneros son esclavos obligados a asistir a los oficiales nazis en sus tareas cotidianas. Así, son los mismos judíos quienes se dedican a preparar a otros judíos menos afortunados para las ejecuciones programadas y luego encargarse de separar sus efectos personales, quemar sus cuerpos, y deshacerse de las cenizas. Saúl Ausländer lo hace en forma mecánica y sin observar realmente hasta que encuentra algo que no esperaba: reconoce uno de los cuerpos como el de su hijo. Enseguida, se entera de que un pequeño grupo del sonderkommando liderados por un kapo traidor a los nazis planea rebelarse y escapar. Sin embargo, a Saúl poco le importa ya que tiene otros planes: rescatar el cuerpo de su hijo, contratar un rabino y darle una apropiada sepultura. Aunque colabora con el grupo de rebeldes, pronto comienzan a sospechar de los verdaderos motivos de este hombre que nunca antes había mencionado a ningún hijo. ¿Era un secreto bien guardado o el hombre no está bien de la cabeza? ¿O bien es un espía nazi trabajando para evitar su pequeño escape? Pero estas preguntas no son las principales que nos plantea la película, y de hecho casi no se nos plantea ninguna. Y es que gracias a una cámara que sigue a Saúl como sobre su hombro, vemos todo como él lo ve: un horror naturalizado, de una forma tan cruda que parece no importarle nada más que la tarea de darle sepultura a quien cree que es su hijo. Así la cosa, este prisionero tiene un espíritu bien vivo y no descansará hasta cumplir la misión que se ha impuesto, pasando por todas las áreas del sonderkommando. El protagonista parece haber depositado todo lo que le queda de humanidad en esta única tarea, sin prestar atención al monótono horror que lo rodea. Está rodada en formato 4:3 y aunque resulte extraño a nuestra vista acostumbrada a la pantalla del cine, es un acierto. Así, el director saca del campo visual lo que pasa alrededor del personaje, que muchas veces está en primer plano. No vemos las clásicas escenas de matanza y tortura de Auschwitz sino que el drama está contado a través del protagonista. Los diálogos son escasos, en favor de las miradas y lenguaje corporal que nos hacen entender a este hombre abatido sin muchas palabras. Toda la fotografía que se utiliza en la película responde a la misma lógica: lograr un acercamiento íntimo y psicológico del personaje, sin caer en obviedades. Responde a un estilo narrativo que evidentemente no es para todos: pocos diálogos, sin música, sin muchos efectos. Está contada desde lo visual, y nosotros mismos debemos tomarnos la tarea de narrador de poner en palabras toda esa tensión emocional, ese drama casi inexplicable. Es acertadísimo que presente una perspectiva inusual en un tema narrado hasta el cansancio como lo es el holocausto y la Segunda Guerra. No sólo la interpretación del protagonista es muy apropiada, sino que se la juega recurriendo a una destreza visual diferente que resulta funcionar perfecto. Y sobre todo, la contradicción de que nos muestre una máquina de muerte desde los ojos de alguien tan vivo.
Firme candidata a llevarse el premio a mejor película extranjera en la próxima entrega de los premios Oscar, esta opera prima del director húngaro nos adentra nuevamente en los horrores del Holocausto, pero con una propuesta formal diferente. Con una cosecha de premios importante -Gran Premio del Jurado y Premio FIPRESCI en Cannes, Mejor película de habla no inglesa en los Globos de Oro, Independent Spirit Awards y Critics Choice Awards, entre otros y nominada a mejor película extranjera en la próxima entrega de los Oscar que se entregaran el próximo domingo-,El hijo de Saúl ubica al espectador casi como testigo participe de un hombre que pone el infierno del holocausto ante nuestros ojos viviendo a la vez la cotidianeidad de una realidad atroz que parece una pesadilla.El actor Géza Röhrig, también debutante, encarna a Saúl Ausländer, un prisionero judío de los “sonderkommando” -aquellos presos que colaboraban en todo el proceso del exterminio en las cámaras de gas y crematorios a cambio de unos meses más de vida- que decide aferrarse al cadáver de un niño al que convierte en su hijo y se propone hacer lo imposible para que un rabino le dé sepultura adecuada. Una misión en medio del horror donde la esperanza fue una obligación para seguir adelante ante el nazismo y su máquina de la muerte.Utilizando un formato de pantalla 1.33:1 -con la imagen cuadrada-, limitando así el área de imagen que el espectador está habituado a ver, el director László Nemes recurre a la cámara en mano y la ubica casi siempre detrás del protagonista siguiéndolo en largos planos secuencias, con una limitadísima profundidad de campo, planos cerrados y primeros planos, que mantienen su entorno fuera de foco consiguiendo una continua sensación de agobio y claustrofobia que nos hace testigos de todo lo que acontece a su alrededor. Con una fotografía oscura que acentúa el horror y una banda sonora hiperrealista en el que cada golpe, grito, disparo y otros sonidos inquietantes fuera de cuadro dejan claro que lo que no vemos e imaginamos es peor de lo que podrían llegar a mostrarnos.Así, la cámara sigue la odisea emocional de ésta víctima y verdugo totalmente insensibilizado por su macabro trabajo pero que busca su redención, al mismo tiempo que transmite el horror individual y colectivo que supusieron los campos, en un relato marcado por su certero retrato de una vivencia inhumana. A diferencia de otros filmes históricos sobre el genocidio judío, como La lista de Schindler -1993- oEl pianista -2002-, El hijo de Saúlnos conecta más con los hermanosDardenne en cuanto a lo formal, y replantea todas las cuestiones importantes respecto a la representación del Holocausto involucrando al espectador no solo mentalmente, sino casi físicamente, en el martirio físico y mental de habitar el mismísimo infierno.Lo formal sorprende más que lo que cuenta, y si bien las terribles acciones no se muestran sino que se sugieren, la atmosfera asfixiante y crudeza de lo que se ve torna a El hijo de Saúl en una película incómoda de ver.
Había leído mucho de la ópera prima de László Nemes, "El hijo de Saúl", luego de haberse alzado con varios premios importantes en Cannes (recientemente ganó el Golden Globe como mejor película extranjera además). Se la destacaba como controversial, potente y disruptiva. De hecho, muchos periodistas sostenían que esta es una obra particular, no sólo por la áspera temática (la vida en el más famoso campo de exterminio nazi) sino por la manera en que seguíamos al personaje principal en su principal cometido (lograr un entierro digno para un niño). Sonaba mucho, en esos textos a los que accedí, esto de la "manipulación" del espectador. Digamos, una estrategia conciente del realizador para "forzar" a seguir la trayectoria visual desde un estado de conciencia único, que es la perspectiva de Saúl para narrar su recorrido. Nemes es muy hábil para transmitir lo que quiere: rodó en 35 mm y eludió el digital. Se propuso utilizar 4:3 para contar su historia y eso repercute en la pantalla, la sentís cuadrada y no podés ver los costados, donde (te anticipo) encontrarás mucho de lo que aparece en los libros sobre el exterminio, con la clara intención de que no te dejes llevar por el horror todo el tiempo... La gran candidata a ganar el Oscar este domingo (ya sabés que Hungría está expectante con este tema), cuenta la historia de un judío de esa nacionalidad Saúl, que trabaja en Auschwitz. Su labor, es inaceptable para nuestra concepción moderna (es imposible imaginartela, realmente): lleva y trae prisioneros a la cámara de gas y luego despeja el espacio físico de lo que allí queda (se ocupa del desplazamiento de cadáveres. Saúl (una sobrecogedora actuación de Géza Röhrig) un día dará con el cuerpo de un niño en esa fosa común, y se convencerá de que ese es su hijo, razón por la cual, hará todo lo que esté a su alcance para darle un entierro digno, según los rituales de su pueblo. Nemes ofrece una cinta que conmueve y estremece. Si algo tengo para decir, es que no es de las cintas que elegís para ver cuando salís con tu novia o estás con el ánimo bajo. La fuerza del relato erosiona la emocionalidad del espectador y va produciendo una sensación de angustia en el pecho, (para quienes se apropien de la historia) inquetante. Hay demasiada muerte, demasiada tortura y dolor, en esta cinta, para recomendarla abiertamente. Sí, debemos decir que con todo lo que ya dijimos, es un film que nos vuelve atrás en el pasado a reconocer el horror del nazismo y darle una justa dimensión. Aquí hay mucho perturbador para exhibir y si bien Nemes ya plantea ciertas restricciones para explorar el campo visual, lo cierto es que en ese recorte, potencia otras, que también genera su onda expansiva dentro del concierto que estamos presenciando... Muy cruda, sólidamente filmada y con un elenco ajustado y solvente. Una película que hay que ver, siempre que estés con el ánimo dispuesto a viajar a un pasado muy doloroso del que poco se habla ya...
Vislumbrar Saúl (gran composición de Géza Röhrig) es húngaro, está prisionero en el campo de concentración de Auschwitz y “trabaja” en las cámaras de gas “acompañando” a las víctimas a su destino final y seleccionando sus pertenencias. Es un sonderkommando (un judío que debe realizar ciertas tareas por las que obtiene privilegios de comida y ropa y, a la vez, una muerte fechada debido a lo que sabe). Forma parte de un grupo que organiza una revuelta para escapar pero cuando encuentra el cuerpo de un pequeño se obsesiona nombrándolo su hijo y queriendo darle sepultura cumpliendo el rito judío y buscando a un rabino para que lleve a cabo la ceremonia, por lo que olvida todo lo demás. La representación del horror ha sido tema de profundo y complejo debate desde los imprescindibles De la abyección de Jacques Rivette y El travelling de Kapo de Serge Daney hasta las discusiones que trajo aparejada la repercusión de films como La lista de Schindler o La vida es bella, sin dejar de tener en cuenta tanto las obras (con Shoah a la cabeza) como las reflexiones de Claude Lanzmann o de pensadores como Georges Didi-Huberman, Jean-Luc Nancy o Primo Levi. Entre otras cosas, la exposición melodramática de las imágenes siempre fue objetada y rechazada por su abyección y denunciado su uso tanto político como moralmente en detrimento de cualquier posición ética. El director László Nemen en su ópera prima El hijo de Saúl comprende perfectamente lo que significa la conexión inseparable de forma y contenido. Mediante el formato 4:3 -casi cuadrado-, oprime al protagonista que está siempre en pantalla y posiciona la cámara permanentemente (salvo en la escena de las fosas) en su nuca (al mejor estilo de los Dardenne) lo que siempre funciona de alguna manera como una barrera que no nos permite ver todo lo que él sí está observando, siguiéndolo en largos planos secuencias que permiten dinamizar la acción, reconstruir el universo del campo y todo lo que sucede en un mismo momento y ofrecer la idea de tiempo real. A esto le suma el trabajo exhaustivo y meticuloso con la banda sonora (gritos, golpes, disparos, diversidad de idiomas en juego) y la mostración del segundo plano (no hay casi profundidad de campo) que siempre se ve desenfocado o fuera de foco evitando lo obsceno, aquello que no debería ser mostrado ni visto, y obligando al espectador a utilizar su imaginación, que no es más que una representación visual que a la vez está construida a través de las imágenes fotográficas, cinematográficas o televisivas o el mismo andamiaje escrito (literario ficcional o documental) que cada uno posea. Saúl funge como una especie de Antígona que pretende hacer prevalecer la ley (religiosa) en un espacio y tiempo donde ha sido abolida por la fuerza cualquier legalidad instaurándose una razón otra. Pero a la vez esa intención que lo mueve lo lleva “azarosamente” por sitios a través del accionar de personas que lo rescatan, lo complican o lo ayudan, convirtiéndolo en una especie de guía para nosotros, los espectadores, que recorremos así algunos espacios del campo de concentración que nos hubiesen sido obliterados por la posición fija del protagonista (el lugar de la llegada de los trenes, el sitio de las mujeres, el río donde se arrojan las cenizas). Es muy sutil la línea que separa lo causal de lo casual y hay en ese azar algo que puede ser discutido porque, más allá de la idea humanista y compasiva de que cualquiera puede estar en ese lugar, eso no es cierto y sólo es relevante para la dramatización ficcional, y además -y especialmente peligroso-, porque podría abrir la puerta a la duda, la ambigüedad y al cuestionamiento, siempre latentes, con respecto a la racionalidad de un plan sistemático que, ha sido definitivamente demostrado, fue pensado y aplicado a rajatabla. Claro que es un riesgo el que se corre (del que casi siempre se sale airoso) para atrapar la tensión dramática sin caer en golpes bajos ni efectismos ni satisfacción del morbo ni manipulación de la culpa. Y eso es algo a celebrar. Por lo demás El hijo de Saúl es una novedosa y acertada manera de acercarse a un tema ya revisitado muchas veces (pero que nunca será suficiente), consiguiendo ser una película agobiante, angustiante y dura, pero de necesaria mirada.
Una ópera prima imposible de ignorar, cuyas maniobras formales impiden explicar las razones de su secreta trivialidad Plano general fijo y desenfocado. El sonido se impone. A la izquierda del cuadro se oyen gemidos. Tal vez dos prisioneros están teniendo sexo. Es una insinuación. Una figura va adquiriendo nitidez a medida que se acerca y quede frente a cámara. Es Saúl, el rostro permanente de la película. Inicio de un programa estético, un solo objetivo ético. ¿Cómo filmar la conciencia enajenada de un Sonderkommander durante el mes de octubre de 1944 en Auschwitz? También: ¿cómo inseminar rápidamente la percepción misma a los cómodos observadores sentados en el cine? El minimalismo narrativo de El hijo de Saúl se circunscribe a un núcleo conflictivo casi excluyente. Después de una ronda en la que los prisioneros pasan por la cámara de gas, un adolescente sobrevivirá a la aniquilación planificada. Saúl cree ver en él a su hijo. Rápidamente, un oficial nazi se encargará de completar su paso al otro mundo. Saúl se las ingeniará entonces para que no lo incineren y sentirá la obligación de darle una sepultura digna bendecida por un rabino. Obsesión y alucinación, ya que todo indica que esa víctima no es su hijo y que cumplir con esa misión secreta es, como mínimo, delirante. En Auschwitz no había tiempo alguno destinado a la piedad. Sin embargo, Saúl buscará a un rabino e intentará escapar con el cuerpo que descansa en la “morgue”. Si bien el film presenta una segunda subtrama, ligada a las admirables actividades de la resistencia de algunos prisioneros en Auschwitz, al joven director László Nemes, alguna vez asistente de dirección de su compatriota Béla Tarr, le interesa más la intensificación perceptiva de la enajenación de la conciencia de su protagonista que aquello que él percibe; el efecto del horror y no su plasmación y su representación. En efecto, las actividades de estos prisioneros judíos de elite en el campo de concentración apenas se ven, menos todavía se sabrá algo de ellos. Saúl desviste a los judíos sin privilegios, revisa si tienen valores en los bolsillos, los lleva a la cámara de gas, luego arrastra cuerpos muertos y baldea para limpiar la sangre. La mecánica de los actos es el terror, pero la mirada se fija en la alteración de la conciencia de Saúl. El oído incorpora a los otros. Hay un pasaje temible vinculado a la cámara de gas, en el que la abyección del exterminio arrasa nuestros oídos. El gran dilema de Nemes consiste en cómo equilibrar el sujeto de la conciencia y aquello que se representa en la conciencia que es su objeto, aquí una multitud de judíos asesinados en la fábrica de la muerte más luctuosa del Holocausto. El dispositivo lleva a desplazar la atención a Saúl y a esperar el éxito de su misión trascendente de enterrar a su hijo, y, por consiguiente, a “desentenderse” de las víctimas, que parecen interpretar un papel colectivo y secundario. Involuntaria psicosis infligida al observador, que pierde de vista el genocidio y se sitúa en una zona nebulosa sin Historia. Que el desenlace haya incitado a lecturas alegóricas es la prueba de un fracaso no confesado. O, dicho de otro modo, la depurada percepción del mal no lo conjura, más bien habilita una anómala y sospechosa esperanza apoyada en una fe sin fundamento a la que se alude a través de la única sonrisa que se verá en toda la película.
Pasajeros de una pesadilla Se sabe que el tema del holocausto es recurrente en la historia del cine, casi inagotable, pues es un dolor que la humanidad conllevará virtualmente por muchos años más. Sino de manera eterna. La razón de la enorme dimensión que cobra el texto del debutante húngaro Lazlo Nemes se debe, parecería ser, o posiblemente, y de manera casi exclusiva, a la forma en que nos enfrenta al mismo. Pero hay mucha tela para cortar. Todo es visible más no todo es mostrado, observamos, sentimos pero no vemos. El abismo está presente en cada momento. La idea del director de hacer anclaje en el personaje protagonista nos corre del lugar del juez, podemos nosotros juzgar a éste personaje sentados desde una cómoda butaca de un cine. Es sabido que no se tuvo demasiada benevolencia para las personas que cumplieron las funciones de “Capos” en los campos de concentración nazi, pero esto fue articulado por los mismos sobrevivientes. De eso se trata de la supervivencia de un sonderkommando en un campo de exterminio, uno de aquellos prisioneros judíos que hasta por elección actúan con la única meta de sobrevivir, y a quienes los nazis utilizaban a trabajar para ellos. Su tarea es puesta de frente a nuestros ojos sin clisés, ni alivianando la situación, sin velos de ninguna naturaleza, es mostrada, como si la cotidianeidad ganara a la razón. Una realidad impía, una locura casi pesadillesca: las cámaras de gas, las fosas comunes, los hornos crematorios, sino alcanzaban, el remate con disparos en la cabeza, todo era llevar al extremo la deshumanización de los seres humanos. Tal como expuso el escritor italiano Primo Levi, sobreviviente del horror, en su texto, “Si esto es un hombre”. El filme se centra en Saúl, uno de esos personajes que cumplieron funciones funestas, pero Saúl no habla, deambula como si, inmutable, nada parece sustraerlo de su realidad, ni las vejaciones, ni las humillaciones, todo lo acopia de forma que le resulte todo indistinto, y justamente esto es lo que nos termina por demostrarnos lo aterrador y espeluznante. Pero algo sucede, por primera vez, supuestamente, es testigo presencial de cómo un niño que habiendo sobrevivido a la cámara de gas es asesinado a manos de un jerarca nazi. Él se hará cargo del cuerpo, por primera vez habla. Pide que no utilicen el cuerpo para experimentos. Decide darle sepultura ritual judía. Como si algo del antes se le hiciera presente. Ese niño es el elegido. Es su hijo, es el hijo de todos, poco importa, es algo del orden de su retorno a quien supo ser, a partir de aquello que se considera uno de los ritos más importantes para un judío. Ese que no espera recompensa, que no tiene reclamos ni devolución. Ser enterrado como judío por otro de su misma colectividad, que para decir el rezo por los muertos (Kadish), necesita un rabino. Todo se centrará en su búsqueda de quién lo pueda ayudar a cumplir con el mandato, obligación, (mitzva), no importa los riesgos. La otra historia, la primaria que termina como subyacente, es la locura que todo esto supuso, como para darle tintes de innegable la cámara sigue en todo momento a nuestro protagonista, muy pegada a él, a su rostro, a sus ojos, a su boca mayormente cerrada, a su cuerpo deteriorado, a la estrella de David, roja y amarilla, que lo distingue de los prisioneros comunes, en el bolsillo delantero de su saco, o en la cruz de color sangre sobre sus espaldas. Otras son las posibilidades de lectura: simbólicas desde las acciones narradas, metafóricas desde las nominaciones, a saber, Saúl fue el primer rey de Israel, su sucesor elegido por Dios, presentado por el profeta Samuel, ungido por el mismo rey, pero que no era su hijo, fue el Rey David. ¿Sigo? No me parece necesario. La imagen final del filme que nos retrotrae a esa obra maestra de Radu Mijaleinu “Tren de vida” (1998), donde todo era un delirio de un prisionero de un campo de concentración, la locura ahí mismo. Eligiendo un formato cuadrado, como si nada pudiera escaparse por los laterales, todo encerrado, en plano secuencia, la cámara, en mano, totalmente justificada, consigue una deconstrucción del espacio físico, para luego poder ser reconstruido, a través de las herramientas que el mismo director dispone y entrega, por el espectador. El manejo del color, en tono pastel, por momentos casi ocre, no da lugar para brillo de ninguna naturaleza, por momentos, y a partir de la imagen oscura, nocturna hasta gana la sensación del blanco y negro. El sonido exponencialmente crudo, realista, con poca música, tanto extra como dietética, que se desprende de la imagen o que se instala como natural de la imagen. El director puso toda la responsabilidad en el actor húngaro Géza Röhrig, y no le fue nada mal. Una completa obra de arte, no es bella, es una poderosa visión del pasado reciente para la humanidad, que nos interpela hoy, se prolonga como devastadora de todos los preconceptos establecidos. Candidata al premio “Oscar” como mejor película de idioma no inglés, después de verla, esto no tiene ninguna importancia. (*) Realización de Fernando Ayala, de 1984
Este film es uno de los favoritos al Oscar para no estadounidenses (el favorito, de hecho), y ganó en Cannes. Pero su retrato altamente manipulado a puro golpe bajo de los horrores del Holocausto dista mucho de constituirse en una película que satisfaga al espectador. Si las películas solo fueran buenas por su tema, deberíamos elogiarla. Pero un buen film lo es siempre más allá de lo que declame: lo que queda y hace efectivo el mensaje es su forma. Y aquí el pecado es, justamente, formal.
Inteligente visión sobre la redención dentro del más hostil de los entornos. El Holocausto es un tema que va a seguir dando que hablar en materia cinematográfica; no es una moda, es una necesidad recordar el horror acontecido en ese negro capítulo de la historia. Pero si aparte de documentar el horror, se puede contar una historia y a través de un mecanismo narrativo que incluye al espectador en vez de excluirlo con golpes bajos (que pueden despertar la empatía y la conciencia, pero no el interés) estamos ante un gran espectáculo que merece su recomendación. A continuación te digo porqué. Antígona en un campo de concentración Saúl Auslander, un judío húngaro, trabaja cual esclavo en el campo de concentración en Auschwitz como un sonderkommando. Día tras día, ve como los prisioneros son engañados hacia las cámaras de gas, los asesinan, y luego tiene que arrastrar los cadáveres (descriptos por los Nazis como “pedazos”) a los hornos, tras lo cual arrojan las cenizas al rio como si nada. Un día, Saúl atestigua como un joven sobrevive a la cámara de gas, solo para ser ahogado en el acto por un médico del régimen Nazi. A partir de aquí, Saúl moverá cielo y tierra para darle al chico un entierro decente (o lo más decente que pueda) según la liturgia judía; probablemente su última acción en esta vida antes de que él mismo sea ejecutado. El guion de El Hijo de Saúl es impecable. La película va derecho al punto sin hacernos perder el tiempo, usando nada más que acciones y sonidos para meternos en la cabeza de Saúl y entender el porqué de sus acciones. El desarrollo de la historia es rico en sendos conflictos, donde el protagonista no solo enfrenta obstáculos de los nazis, sino de su propia gente. Es un personaje con una meta clara, y con el tiempo en contra hace lo que sea para cumplir con ella. Como corresponde a un gran guion. La técnica de la película es verdaderamente impecable, ya que estamos con Saúl en todo momento. La cámara no lo abandona jamás, y vemos a través de su hombro cual testigos. El montaje solo hace contraplanos donde es necesario y nada más. Y cuando digo necesario, digo a cuentagotas. Esto es una puesta en escena meditada al dedillo y ejecutada con una inteligencia que es digna de estudio. Una labor de dirección notable. Pero nada de esto tendría sentido sin la sobria, eficiente y dinámica labor interpretativa de Géza Röhrig que si bien no despliega un gran abanico de emociones tiene la expresión justa para la situación indicada; un actor espontaneo que piensa sobre la marcha y le sale perfectamente natural. Conclusión El Hijo de Saúl es una película narrada con mucho ritmo y con las ideas claras. A base de una propuesta visual innovadora pero que no elude lo clásico, sumado a una labor interpretativa eficiente y un guion sólido, el resultado no es solo una gran película sobre el Holocausto, sino una gran película y punto. Si cuentan con el tiempo y el dinero no los va a decepcionar en absoluto.
Película húngara, favorita para el Oscar al mejor film extranjero, que toca un tema terrible de los campos de concentración del nazismo. Para las peores tareas, limpieza de las cámaras de gas, de los hornos de cremación y otros horrores utilizan a judíos que por un corto tiempo gozan de ciertos privilegios hasta que también los matan, La inteligencia de esta película impresionante es que el infierno siempre está en segundo plano, o fuera de cámara, porque se acentúa todavía más. Grandes actores personifican a esos hombres muertos en vida.
Un intento desesperado por recobrar la humanidad perdida “El hijo de Saúl” es la opera prima del director húngaro László Nemes (Budapest, 1977), film que mereció importantes premios: Oscar a mejor película de habla no inglesa, Globo de Oro, Independent Spirit Award, Spotlight de la Sociedad Americana de Cinematógrafos, Satellite y de la Crítica Cinematográfica. Para un debut, el reconocimiento de los expertos es muy impactante. La película se lo merece. Nemes ha explicado en una entrevista que para escribir el guión, junto con Clara Royer, se inspiró en un documento titulado “Voces desde las cenizas”, que reúne testimonios escritos por sonderkommandos y que había permanecido oculto desde 1944. Los sonderkommandos eran los judíos que tenían algunos privilegios dentro de los campos de concentración durante el régimen nazi. Les daban trabajo y comida y algunos otros mínimos beneficios durante un tiempo. Debían organizar el exterminio de los miles de judíos que arribaban permanentemente a esos campos para su eliminación. Al cabo, iban a morir igual que los otros, pero mientras tanto, algunos abrigaban la esperanza de poder huir e incluso, como en este caso, protagonizaban rebeliones e intentos de fuga. El protagonista de esta historia es Saúl (Géza Röhrig), un judío de origen húngaro, un sonderkommando que ha perdido a su esposa y otros familiares. Nemes, con cámara en mano, construye su relato de una manera muy especial: no se aparta ni un segundo de Saúl, a quien enfoca siempre en primer plano registrando tanto su rostro como su espalda durante un fatídico e interminable día y medio en el propio infierno. Sus acciones, sus gestos, sus emociones, mientras a su alrededor, en un segundo plano borroso, se suceden acontecimientos difíciles de explicar, caóticos muchas veces, en un ámbito sucio, oscuro, deprimente, confuso, donde los sonderkommandos debían hacerse cargo de los trabajos más ruines relacionados directamente con los asesinatos en masa y la disposición de los cuerpos. Entre gritos, llantos, disparos, crematorios, fosas y salas de autopsias, donde médicos, también prisioneros judíos, debían eviscerar a otros judíos y elevar informes, Saúl pasa su tiempo. Mientras otros compañeros, entre los que siempre hay desconfianza y resquemor, preparan un levantamiento. Con pocos y brevísimos diálogos, siempre en voz baja y evitando ser sorprendidos por los guardias alemanes, los prisioneros establecen una comunicación entre ellos que puede ser para requerir información, para hacerse favores o transmitir alguna orden. En ese caos, Saúl, que parece un autómata en medio del horror, ve cómo un oficial nazi asesina a un muchachito que había sobrevivido a la cámara de gas. Saúl se obsesiona con el cadáver del pequeño y quiere evitar que termine eviscerado y destrozado, para luego ser incinerado como todos los otros. Él quiere darle sepultura y quiere que un rabino lo ayude a cumplir con el rito. Para ello, debe conseguir la ayuda del judío médico que debe hacerle la autopsia al chico, para que le permita ocultar el cadáver, y también debe conseguir algún rabino para que eleve el rezo ritual. Mientras trata de conseguir todo eso, tiene que seguir haciendo su trabajo en el campo, en el medio del constante caos, y asistir a los insurgentes en sus demandas. Allí nadie es amigo de nadie y todos vigilan a todos. El relato de Nemes es sumamente inquietante, sin concesiones, cruel y desgarrador, como no puede ser de otra manera, pero evitando el dramatismo exagerado. Formalmente, eligió filmar en celuloide, en 35 mm y con un encuadre apretado, cerrado sobre el protagonista. Todo lo que ocurre, más allá de Saúl, es una sucesión de cuerpos y sonidos que van y vienen. Lo que quiere expresar “El hijo de Saúl” es el intento de un hombre vaciado de toda humanidad por aferrarse a un último aliento de vida, de dignidad, de ética y sentido. Él ve al pequeño muerto como a su hijo y darle entierro cumpliendo con los ritos religiosos significa para él una suerte de rebelión, un intento desesperado por recobrar algo de la humanidad perdida, de no sentirse tan vacío y miserable. Se trata de un relato verdaderamente original, sobrecogedor, que se aparta de los cánones propios del género de películas acerca del holocausto, que introduce un nuevo punto de vista, iluminando otro aspecto de aquella realidad morbosa y trágica, concentrándose en la vivencia de un individuo y sugiriendo todo lo demás.
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