Tarea curiosa, travesía agitada Tarea curiosa si las hay la de "Notificador" del Poder Judicial: es la persona que entrega cédulas en numerosos domicilios de la ciudad para avisar sobre desalojos, demandas laborales y sucesiones. La película de Blas Eloy Martínez sigue los agitados pasos de Eloy (alter ego del realizador que se desempeñó en esta taera), un joven que ve alterada su vida monótona y rutinaria ante la llegada de Pablo (Ignacio Rogers) quien compartirá su zona de trabajo. Con este esquema, El Notificador se convierte en una buena aproximación a un mundo desconocido, donde Eloy (encarnado por Ignacio Toselli, el actor de Días de Vinilo) traza diariamente un mapa de las entregas que tiene que hacer. Cada lugar que visita le depara una sorpresa y en su camino se cruzan una mujer que dice tener videncias (Edda Díaz), una gitana (Mónica Cabrera) que le saca todo, un niño que lo extorsiona y hasta un difunto. Todo es posible en este microcosmos donde su misión debe cumplirse a toda costa. La vida de Eloy empieza a cambiar cuando entra a competir el recién llegado. No duerme bien, come peor, tartamudea y hasta su novia Malena (Guadalupe Docampo) le exige presencia y más atención. La película, contada con una cámara que nunca se despega de su protagonista. habla de la postergación personal ante las exigencias laborales y expone el frío lugar de trabajo donde Eloy desarrolla su tarea, y es presionado por su superior (Mario Alarcón). Cada cédula judicial que Eloy entrega cambia la vida de aquellos que la reciben pero la suya parece estar detenida en el tiempo. Quebrar ese mundo rígido que también le da seguridad constituye su mayor desafío. El desenlace se reserva una vuelta de tuerca.
El trabajo no es salud Blas Eloy Martínez -uno de los hijos de Tomás Eloy Martínez- fue durante una década (desde su 18 años y hasta los 27, hoy tiene 40) empleado de la Dirección General de Notificaciones del Poder Judicial de la Nación. Mucho antes de dedicarse al cine (se formó en la FUC) y al periodismo, casi como un mandato familiar (su madre también fue durante 20 años Oficial Notificadora), se desempeñó repartiendo cada día unas 300 o 400 cédulas -generalmente malas noticias sobre demandas judiciales- en un radio de 72 manzanas. De aquella larga y en varios sentidos tortuosa experiencia, el director sacó miles de jugosas anécdotas que le sirvieron de inspiración primero para el documental La oficina y luego para su ópera prima de ficción titulada, precisamente, El notificador. Ignacio Toselli (visto recientemente en Días de vinilo) es Eloy -evidente alter-ego del realizador-, un obsesivo, meticuloso y eficaz notificador que empieza a dormir cada vez menos, a comer cada vez peor a medida que aumenta el flujo de trabajo. Los contactos con su pareja (la bella Guadalupe Docampo) y su conexión con el resto mundo “real” empiezan a ser cada vez más esporádicos. Nuestro antihéroe ingresa así en un vertiginoso viaje interior y exterior, en una pendiente de desgaste físico-psíquico, de tensión, de estrés (de locura, bah) que lleva al film a sumergirse en climas alucinatorios que remiten a la genial Después de hora, de Martin Scorsese. Con muy pocos personajes (Toselli está casi todo el tiempo en pantalla), el cineasta se centra en la progresiva degradación del protagonista, exacerbada por los extremos casos con los que tiene que lidiar, por la presencia de un novato al que ve como competidor (Ignacio Rogers) y por las precarias condiciones de trabajo que incluye malos tratos por parte del resto de la “familia” judicial. Si bien no siempre Blas Eloy Martínez y su actor aciertan en la construcción de las situaciones límite que exponen, el film se sigue en su mayor parte con interés gracias a las lúcidas observaciones, al evidente conocimiento que el director tiene de la “interna” y de las contradicciones de ese particular micromundo laboral. La cámara y fotografía -siempre atenta y cercana- del gran Gustavo Biazzi y la impecable edición de Andrés Tambornino ayudan a sobrellevar ciertas dudas, tropiezos y repeticiones (más allá de que aquí se exponga una rutina diaria) de la narración. Con todo (léase sus altibajos), El notificador resulta una película más que atendible: noble, cuidada y, por qué no, atrapante.
Con la mochila puesta En El Notificador (2011), Blas Eloy Martínez construye un relato metafórico sobre los mandatos sociales a través de la visión de un empleado judicial que no puede sacarse –literalmente- la mochila heredada de su padre que carga sobre su espalda. Eloy (otra gran actuación de Ignacio Toselli) está cercano a los cuarenta años y su vida pasa por lo más absoluta rutina. Tiene una novia con la que convive, un trabajo de notificador judicial que le lleva la mayor parte del día y una mochila heredada de su padre con todo el peso que eso conlleva. En síntesis Eloy vive entre la infelicidad negada y el peso de llegar a ser lo que él ni siquiera sabe. Blas Eloy Martínez - junto a su coguionista Cecilia Priego (Familia Tipo, 2009) - pone todo el peso de la trama en el personaje de Eloy y por ende en quien es el encargado de ponerlo en escena. En una relación directa podemos decir que ambos cargan con el peso. El actor con el de llevar la historia adelante sin flaquear en ningún momento. Mientras que el personaje llevará consigo el peso de los mandatos sociales representados en la mochila que cargará durante todo el relato, aunque la pierda o se rompa nunca podrá deshacerse de ella, como tampoco de los mandatos. El Notificador es una película metafórica, que si bien en un primer plano se centra en la vida de un muchacho y la relación con su trabajo la historia va por otro lado, un costado mucho más psicológico y menos literal. El costado de la vida que se tiene y si en realidad es la que se eligió o se impuso. Apostando mucho más a la comedia externa a pesar del drama interno que pone de manifiesto, Blas Eloy Martínez sumerge al espectador en un laberinto de dilemas sobre el conformismo de ser lo que quisieron que seamos y la lucha por ser lo que en realidad se quiere, claro está, a través del relato border de un muchacho que a diario debe de lidiar con una serie de personajes que conducirán la historia por un camino mucho menos filosófico y mucho más grotesco. Una inteligente "comedia" melodramática que invita a reflexionar.
Cuando el trabajo lo es todo Después de haber visto a un insomne tan consumido como el de "El Maquinista" (de Brad Anderson), cuesta creer que el protagonista de esta película atraviese una situación similar. Apenas pálido, algo ojeroso, y de reacciones muy lentas, hace tiempo que Eloy (Ignacio Toselli) no duerme. Su trabajo lo sobrepasa, él es un notificador del poder judicial y su tarea consiste en entregar cédulas judiciales a personas que tienen algún juicio o causa abierta, para informarles sobre ese tema. La cédula debe entregarse a toda costa, algo que trastorna a Eloy. El filme consiste en acompañar al protagonista cuando se acerca al momento clave en este derrotero obsesivo (por el trabajo y la pesada mochila en la que transporta sus cédulas) que ya lleva años, y en el transcurso del cual se ha alejado de su pareja, el resto de las personas, su vocación, y casi su vida entera. Si bien hay algunas líneas con un humor interesante, no dejan de ser destellos aislados en una película en la que predomina la opacidad. La imagen no es de gran calidad, y no hay nada que luzca demasiado en los rubros técnicos. Eloy va y viene por la ciudad entregando sus papeles, y entra en contacto con algunas de las historias detrás de ellos, sin embargo esto desdibuja aún más la intención de la película. Ese deambular constante comienza a aburrir a la media hora de comenzado, y no logra revertir esa sensación en su desarrollo. Ignacio Toselli logra una acertada composición de este joven atribulado por el cansancio y las presiones, pero su trabajo no alcanza para mejorar un guión chato.
Crónica de un agobio La notable y agridulce opera prima ficcional de Blas Eloy Martínez se centra en un empleado judicial alienado por su trabajo. “En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primero, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado”. (Karl Marx. Manuscritos filosófico-económicos). Es notable cómo, en su primer largo ficcional, Blas Eloy Martínez logra poner en escena el agobio, la alienación, la enajenación -en palabras de Marx- del mundo laboral. Sabe de qué habla: él trabajó, como el protagonista de su filme, también llamado Eloy, de oficial notificador -empleado que entrega cédulas judiciales, casi siempre portadoras de malas noticias- durante nueve años. Su anterior película, el documental La oficina , también se centraba en el tema. La elección de Ignacio Toselli, al que Martínez había visto en Buena Vida Delivery , para el papel del atribulado Eloy fue inmejorable. Un actor ideal para “llevar la carga” -parece siempre vencido por un peso intolerable- de una película que alterna un humor agridulce -estilo uruguayo: el de Stoll, Rebella, Veiroj, Hendler- con el drama íntimo, asordinado, y cierto suspenso paranoico del tipo Después de hora . El guión de El notificador , siempre bien dosificado, es de Martínez y Cecilia Priego, directora del muy buen documental Familia tipo . En una de las secuencias iniciales vemos a Eloy en un plano cerrado, portando, como de rutina, una notificación. El plano se abre y nos permite constatar que está en un velorio. El destinatario de la cédula es el muerto. Obsesivo y cumplidor de normas, Eloy se empeñará en dejarle el documento entre la mortaja. Escena tragicómica, aunque manejada sin excesos. Con inteligencia, Martínez elude la tentación de hacer un mero encadenamiento de situaciones insólitas que él seguramente habrá experimentado. Su intención, lograda, es hacernos sentir la muda desesperación del personaje, su fatiga crónica, su asfixia, su peregrinar cada vez más neurótico. Los elementos dramáticos son tan leves como eficaces: un compañero nuevo (Ignacio Rogers), simpático aunque, para Eloy, amenazante; y una pareja desgastada por la adicción del protagonista a su trabajo. La voz en off de Eloy nos revela fragmentos de su vida gris, pero dirigiéndose no a nosotros sino a un juez indeterminado: con lenguaje solemne, en jerga judicial. Nuestro antihéroe va perdiendo la subjetividad, que es igual a decir la razón. Pero sigue, con una mochila heredada de su padre a cuestas, involuntariamente cómico, enajenado por un trabajo en el que ya no es él sino algún otro.
Largo camino hacia la nada La vida cotidiana de Eloy, un joven notificador del Poder Judicial, es bastante aburrida. Todos los días debe recorrer domicilios y negocios para entregar esas cédulas que siempre llevan malas noticias para sus destinatarios, y así este muchacho algo introvertido conocerá a personas extravagantes y casi siempre dispuestas a recibirlo con el ceño fruncido. El novel director Blas Eloy Martínez apuntó con su film a radiografiar a un ser solitario que pretende algo más de la vida, pero su intento se convierte en una historia que naufraga a medida que el protagonista reitera las visitas y trata de sacar de ellas algo positivo. Con algunas primeras secuencias prometedoras, la trama no tarda en caer en monótonas reiteraciones que alargan el relato que va perdiendo interés, pese al esfuerzo de su realizador por insertarse en lo más profundo del alma de su personaje. Así, con más pretensión que calidez, el camino de Eloy nunca logrará la propuesta de un director que, como Blas Eloy Martínez, ansió pintar a un ser alienado por su cotidianeidad. Tampoco el elenco ayudó demasiado para elevar la historia, ya que la labor de Ignacio Toselli, de rostro imperturbable asediado por primeros planos; de Guadalupe Docampo, una muchacha que pasa sin pena ni gloria por el guión, e Ignacio Rogers, ese amigo al que la trama podía haberle dado más autenticidad, caen en repetidos gestos y en por momentos soporíferas situaciones. Los rubros técnicos no pasaron más allá de cierta prolijidad y así El notificador queda como un film que requería una mayor emoción.
Cuando la utopía es una perdición “Tengo que entregar esta cédula”, le explica Eloy a la señora, junto al féretro que ocupa el centro de la sala. “Pero el señor...”, titubea la mujer, señalando el cadáver con la cabeza. “Sí, entiendo”, insiste Eloy, muy serio. “Pero esta cédula está dirigida al señor y tengo que dejársela, porque si no me sancionan.” En un momento Eloy parece reconocer lo absurdo de la situación y se va, mochila al hombro. Antes de llegar a la puerta se arrepiente, vuelve sobre sus pasos, dobla la cédula en cuatro y la deja sobre el cadáver, a la altura del pecho. Luego huye, ante las miradas extrañadas de los deudos. Un poco por lógica burocrática y otro poco por pura obsesividad, Eloy parecería querer convertirse en el campeón mundial de la notificación. Trabaja a destajo, se impone cifras de entrega que cumple implacablemente, no tiene días ni horarios, pasa noches en vela. Hasta que le surge un competidor y decide intensificar todo ello. Como si quisiera reventar de notificaciones. Hijo de Tomás Eloy Martínez, además de llamarse igual que el protagonista, Blas Eloy Martínez trabajó casi diez años como notificador judicial, confesando haberse sentido tan atrapado en esa máquina que no pudo dejarla, sino huir de ella. Después hizo de todo: se licenció en Ciencias Políticas, fue consultor de la OEA, trabajó en Página/12, estudió cine en la FUC, se desempeñó como productor, guionista y director de cortos y programas televisivos y hasta dirigió, antes de éste, un largometraje (La oficina, 2005) que no llegó a estrenarse. Llena no sólo de sus experiencias personales sino sobre todo de las vivencias más viscerales, El notificador es una película exasperante, desesperante, agobiante. También, por suerte, graciosa y hasta divertida, en el sentido más soterrado, triste y retorcido del término. Pálido, reconcentrado, frecuentemente transpirado, como todo mártir Eloy (Ignacio Toselli) es un solitario. Como todo mártir y como todo cruzado. Llega al juzgado a primera hora, intercambia un saludo al paso con quien se le cruce y, sin mediar palabra, recoge el pilón de notificaciones que una compañera deposita mecánicamente sobre un mostrador. Unas cien por día, promedio. Notificaciones de desalojos, de sucesiones, de demandas o denuncias. Y parte a cumplir con su misión, armado de su mochila. No importa si se trata de la evicción de una familia paupérrima, la firma de una mujer a la que el desalojo le hizo perder la cabeza (una descompuesta Edda Díaz) o el muerto aquél, que vaya a saber qué deuda de ultratumba deberá pagar. Cuando Eloy llega a su casa, su mujer (Guadalupe Docampo) está dormida. No hace nada para despertarla. Antes bien, enfurecerla. Como el día en que la deja encerrada sin querer y después descubre que las llaves quedaron en su amada mochila, cuando la gitana a la que fue a entregar una denuncia lo amenazó con una maldición, a menos que le entregara todo. Entre gris y amarronada, El notificador está amenazada por los cuatro costados. Amenazada de autoindulgencia y/o autopunición, por los componentes autobiográficos que la sustentan (aunque Martínez aclaró, en una entrevista publicada en este diario, que él y el otro Eloy no se parecen tanto). Amenazada de esa forma ruin del costumbrismo que es el miserabilismo, celebración y delectación del pobre tipo, desde un lugar de superioridad. Por momentos algunos de esos fantasmas amagan tomar cuerpo. Pero Martínez, autor del guión junto a su esposa Cecilia Priego (realizadora del excelente documental Familia tipo), logra atravesar esos ripios, apelando a lo que podría llamarse “empatía crítica” con el protagonista. Tal vez el haber sido y ya no ser le permita a Martínez advertir la bomba que el héroe lleva dentro, señalarla y ayudarlo a desactivarla. Aunque es verdad que el desenlace, casi mágico, no es uno de los puntos fuertes de la película. Sí lo es el elenco, homogéneo y dirigido sabiendo a dónde: a una suerte de tragedia en sordina, de comedia apagada, de deterioro en crescendo, de Kafka realista. Lo de Ignacio Toselli –que ya se destacaba, contra viento y marea, en esa reina de la sordidez que fue Buena Vida Delivery– es un tour de force al que no se le siente el esfuerzo. Sí, la angustia, la corrosión, la creciente desesperación, la suma de pasos errados, intentando alcanzar una utopía que es su perdición.
Viaje al interior de un portador de malas nuevas En todo Palacio de Tribunales, Palacio de Justicia, o como se designe, hay un rincón lleno de papeles de urgente envío, llamados, cédulas y señores nerviosos que envían a otros señores a entregar urgentemente esas cédulas a sus infelices destinatarios. Se trata de citaciones para concurrir a algún juzgado por algún trámite o juicio en marcha, o avisos de resoluciones que deben efectivizarse en plazo perentorio: el cumplimiento de una hipoteca, el pago de estipendios, un desalojo. El sujeto que lleva la cédula a destino se llama notificador. Es imprescindible que llegue al destinatario, porque el siguiente papel a enviar se llama mandamiento, y lo porta un oficial de justicia, acompañado de uno o más policías (y a veces un fletero con sus ayudantes, para regocijo de los vecinos chusmas). Como lo dice el título, el personaje de esta historia es un notificador. Su preocupación es entregar cuanto antes lo que le ordenan entregar cuanto antes, lograr la firma del notificado, y notificar en detalle a su superior. Pero la vida tiene sus complejidades, la «clientela» sus rarezas, y los paseos públicos un lindo pastito donde tirarse a descansar de tantas complejidades, rarezas y obligaciones. Eso es lo que vive diariamente nuestro personaje, agobiado por un trabajo incómodo y en ocasiones absurdo, que a veces da para anécdotas divertidas y a veces para repudiar el concepto mismo de justicia. Convengamos que el sujeto en cuestión también es medio raro, complejo, etcétera. La novia y el jefe le tienen cada vez menos paciencia. Un posible reemplazante aparece en su vida, él lo ve así aunque el otro no lo parezca. También aparece una gitana con mal pronóstico. Y otro notificador, con verdadero aspecto y discurso de notificador, y con malas noticias. Tales son los personajes, el ambiente, y la trama. El autor, Blas Eloy Martínez, conoce muy bien todo eso. Durante nueve años cumplió esas tareas. Y acá las refleja en tono de apagada ironía y estilo cercano al de ciertas comedias montevideanas de gusto actual. También las refleja en un documental anterior, «La oficina», cuyo estreno se espera desde ahora con renovado interés. Intérprete de «El notificador», Ignacio Toselli, el beatlefana de «Días de vinilo». Novia desperdiciada, Guadalupe Docampo. Posible sucesor, Ignacio Rogers. En apariciones especiales, Edda Díaz, Mónica Cabrera, Mario Alarcón, Susana Pampin y Alejandra Gabriela Ramírez. Notifíquese, véase.
Pequeña pero rotunda sorpresa del hijo del escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, Blas Eloy Martínez, que en su segundo y autobiográfico film presenta un también pequeño –o no tantopersonaje de la vida cotidiana urbana. Se trata del Oficial Notificador del Poder Judicial, encargado de entregar escritos o cédulas legales a domicilio, oficio esencial pero poco conocido dentro de la maquinaria de la Justicia, hasta que llega el momento en que alguien debe ser notificado de alguna situación irregular dentro de la ley. Un papel que recibirá inexorablemente, aún si se está desarrollando su propio velatorio, como ocurre en una de las primeras y grotescas escenas de una película que revela un submundo rutinario, kafkiano, extraño y también fascinante, como toda realidad oculta que de cuando en cuando revela el cine. Demandas, despidos, desalojos, sucesiones, entre otras tribulaciones judiciales, llegarán a destino de la mano de Eloy, alter ego del realizador, quien se involucrará en historias dolorosas, insólitas, impactantes que lo distraerán irremediablemente de su propia vida, sus sueños y su resquebrajada relación de pareja. El fenomenal Ignacio Toselli, tras su notable protagónico en Buena Vida delivery y su brillante rol en Días de vinilo, descolla aquí como el obsesivo, alienado y frágil protagonista, pieza determinante para ver sin vueltas este modesto pero estupendo film nacional.
Blas Eloy Martínez es el notable director de una película singular: la vida de un notificador judicial, generalmente portador de graves noticias de algún proceso en la Justicia. El protagonista (Ignacio Toselli) pierde su vida en ese laberinto burocrático que por propia experiencia tan bien conoce el director. Un destino de soledad y alienación que atrapa al espectador.
Blas Eloy Martínez es cineasta y licenciado en Ciencias Políticas, pero más importante que eso, fue oficial notificador del Poder Judicial durante 9 años. De esa experiencia propia, es que se desprende el guión de “El notificador”. Qué tarea hacía él y que hace su personaje ficcional en esta película? Entregar papeles importantes, que de alguna manera, influenciaban la vida de la gente: una sucesión, una demanda laboral, un desalojo, etc… Aquí tendremos su mirada curiosa sobre las emociones y expectativas en juego en el desempeño de la tarea, de una manera, cuando menos, destacable. Martínez logra, de alguna manera, instalarnos en la vida de un notificador y su circunstancia. Es decir, nos hace acompañarlo en su tarea, ponernos en sus zapatos y percibir los espacios que transita. Ese viaje, cargado de sensaciones encontradas, está encarado por quien lleva las riendas del asunto a nivel interpretativo: Eloy (Ignacio Toselli, visto en “Buena Vista Delivery”, para los que la recuerden), un actor al que hay que prestar atención, definitivamente. La cinta presenta el recorrido que ofrece este mensajero (con secuencias que llaman la atención por la delicadeza con las que fueron logradas) y su relación con un compañero nuevo, Pablo (Ignacio Rogers). Los tópicos giran en torno a la tristeza cansina que produce ver a la gente sola, la importancia estratégica del trabajo y la inseguridad que genera la incorporación de alguien nuevo a la rutina. “El notificador” nos presenta la posibilidad de pensar, la vida del personaje central, como caso testigo de la fatiga crónica que nos producen algunas tareas que realizamos en la vida, y de la que desconocemos su alcance real en nuestra psiquis. El relato es correcto, quizás con poco relieve (para mi gusto) pero todo el tiempo se ve cual es la intención del director. Si siento que no es un tema para empatizar fácilmente. Si no conectás con la propuesta de inmediato, en los primeros fotogramas, el film se te hace cuesta arriba. No se porqué lo sentí Kaftiano (esa cosa de opresión burocrática se siente en el cuerpo), de alguna manera, y lo disfruté, a pesar de sentir que quizás un grado mayor de profundidad y delirio le habría venido genial a la idea que trae. Va en gustos. Más allá de eso, Martínez hace un intento honesto por mostrar un tema que lo atraviesa y graficar un mundo laboral (o mejor dicho, un recorte), al que muchos no tenemos acceso y tiene su interés, sin dudas. Aprueba, pero ir a sala teniendo clara la sinopsis. Ayuda en la elección y hace a la película disfrutable.
El apéndice enfermo Hace unos años quienes tuvimos la chance de ver el documental La oficina en el Bafici, del director Blas Eloy Martínez (hijo del reconocido escritor Tomás Eloy Martínez), donde se retrataba la dinámica de una oficina de la inspección general de justicia, notamos que en ese universo existía el potencial para una película de ficción, rica en personajes y situaciones. El presagio finalmente se hizo carne en El notificador, film de Blas Eloy Martínez elaborado en base a su propia experiencia como notificador de cédulas judiciales cuando tenía 18 años, trabajo que ejerció por más de 9 años y del que, según propias palabras del director, debió escapar para no ser absorbido y atrapado por esa maquinaria que de cierta manera invisibiliza a las personas. Este opus debe leerse como una gran metáfora que muestra de forma palpable e inteligente los mecanismos perversos de la burocracia estatal y el estado calamitoso en el que se encuentra la Justicia argentina a través del derrotero de Eloy (gran actuación de Ignacio Toselli), un notificador joven que debe lidiar a diario con todo tipo de personas a las que tiene que entregar cédulas judiciales, que por lo general no son buenas noticias ya que corresponden a demandas judiciales. El automatismo al que debe someterse día a día cuando retira de un mostrador las cédulas en una oficina plagada de expedientes e historias que no se ven, lo confronta con una realidad cada vez más angustiante: retraso en la entrega, falta de sueño, problemas con su novia a punto de abandonarlo, y la imposibilidad de mostrarse distante ante terceros que reciben malas noticias. Al igual que sus depositarios, Eloy para el sistema es otro clavo oxidado y absolutamente prescindible ya que su tarea la puede hacer cualquier otro y ese otro, Pablo (Ignacio Rogers), llega como amenaza latente. Blas Eloy Martínez dosifica de manera inteligente el humor para hacer de esta opresiva aventura urbana algo más agradable al ojo del espectador sin descuidar en absoluto el conflicto interno de Eloy y su crisis en relación al trabajo, al mandato social y también al pasado que carga simbólicamente en la mochila donde transporta los papeles. La distancia que genera el director respecto a su protagonista es lo suficientemente ancha para dejar que fluya este relato que va acumulando tensión al mismo ritmo en que los papeles se entregan y que Eloy desaparece como persona para transformarse en un apéndice enfermo de un sistema más enfermo aún.
Prisionero del tedio La temida presencia de quien llega para entregar un papel que lleva un sello del Poder Judicial es el único rasgo que distingue a un notificador del paisaje humano que lo rodea. La tarea, anodina y rutinaria, sólo demanda su estricto cumplimiento, ya que se trata de una noticia que debe ser recibida por el destinatario, en forma fehaciente. Con ese norte en la vida, Eloy (Ignacio Toselli) camina sus jornadas mientras reparte las 100 notificaciones que debe distribuir cada día, y ve desfilar ante sus ojos una galería de personajes extraños y en diversas circunstancias, aunque él mismo siempre sigue igual. La intención de mostrar otros signos vitales en el notificador que protagoniza la historia queda en el terreno de lo sugerido y la acción no logra penetrar la costra que la rutina fue formando, día tras día, en la vida del hombre que aspira a más. Quizá el mejor residuo que deja la película sea la sensación de aplanamiento de una realidad que su protagonista sueña con cambiar por otra más inquietante. Un filme que no conmueve y sólo desnuda una vida rutinaria, como la de millones de seres humanos de cualquier sociedad occidental contemporánea.
Eloy es un oficial notificador del Poder Judicial. Se dedica a repartir documentos que le informan al ciudadano procesado el estado de un caso judicial del cual es parte. Diariamente entrega unas 100 notificaciones. Cada día entra en contacto con 100 historias, con 100 vidas. Lejos de la joven promesa que solía ser, Eloy es hoy un empleado público alienado, abatido e insensible, que se encuentra atascado en un presente eterno, a quien los eventos del día lo encuentran más como un espectador que como un actor principal. Hasta que una serie de eventos lo van guiando hacia el fondo de la ciudad, hacia una galería de personajes extravagantes y atemporales y hacia lo más profundo de sus vida. Cada notificación de Eloy será una pieza del dominó que caerá con la misma fuerza que sus propias convicciones. Basada en su propia experiencia en el oficio, Blas Eloy Martínez escribió y dirigió “El notificador”. Comienzo así este comentario porque cuando un artista pone su historia detrás de una obra hay una sinceridad con el producto que desde el vamos le quita, en este caso, toda intención de pretenciosidad. ¿Por qué? Porque a través de éste personaje (brillantemente actuado por Ignacio Toselli) el guión se va animando de a poco a jugar una carta difícil: la de ir de la comedia de personaje a la reflexión existencial y, por qué no, social. Lo que va creciendo en esta historia es una alienación progresiva de quién vive para y por su trabajo hasta convertirse en la única razón para no llegar a tocar fondo del todo. El notificador debe entregar cédulas judiciales. Vive básicamente del sobresalto de quienes las reciben, pero casi despojado de humanidad o de compasión. Como una obediencia debida en un marco democrático el trabajo se transforma para el protagonista en una suerte de coraza, Un círculo vicioso al que no se puede entrar (ni sus amigos, ni su mujer, ni su entorno), pero del que tampoco puede salir. Adelantar acontecimientos de esta comedia agridulce sería atentar una vez más contra el ritmo narrativo. Sería injusto porque es justamente en esa progresión donde el director logra lo que se propone. Con sus limitaciones técnicas y de presupuesto, la película funciona porque todos estos factores ayudan a llegar al punto principal: dibujar un retrato humano sobre la peligrosa dependencia emocional y psicológica de la rutina.
Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Con un logrado clima se estrena en Buenos Aires el 18 de octubre este film argentino, de Blas Eloy Martínez Un voyeurismo obligado. Con un clima asfixiante in crescendo acompañado de una muy buena interpretación de Ignacio Toselli y excelente música de Daniel Drexler se presenta este film con mucho de autobiográfico, ya que este proyecto rescata y modifica varias de las historias vividas por su director con 9 años de notificador. Eloy (nombre homónimo de su director) es un empleado del Poder Judicial que reparte cerca de 100 informes diarios, por lo que entra en contacto con ese mismo número de historias de vida y seres humanos a lo largo del día. Lo que ha hecho de él con los años, el estereotipo del empleado alienado. Aquel, que se encuentra en un callejón al cual no le ve la salida y en el que sólo el deseo de sentirse persona podrá salvarlo. Llevar demandas laborales, desalojos o denuncias por amenazas -en su mayoría- generan en quienes desarrollan esta actividad una distancia afectiva con “el otro”. En un comienzo para auto protegerse evitando involucrarse, pero con el tiempo esa actitud termina apropiándose de la propia emocionalidad, para finalmente reducirnos a vivir anestesiados en una eterna rutina, sin ninguna gratificación. El Notificador reflexiona no sólo sobre este mecanismo, que de hecho es parte corriente de muchas disciplinas laborales, sino que da cuenta de la desesperación que implica dejar un trabajo, – porque de hecho eso implica seguridad -aunque este no nos genere satisfacciones, a la vez que nos enfrenta a una realidad que se repite y se repetirá en el interior de las ciudades. Es posible que esta sea una de las razones por las cuales su protagonista se imagina tirado en el pasto. Lo que nos trae viejas dicotomías pensadas como “verdades” entre el campo y la ciudad, la civilización y la barbarie, y más acá las relaciones del supuesto progreso con la alienación.